CAPÍTULO 14
Juzgado de primera instancia e instrucción de Berlin-Charlottenburg (Berlín)
20 de mayo de 2016
No muy lejos de la calle de Richard Wagner, Don caminaba por las proximidades de Charlottenburg, un barrio residencial de clase media que había perdido influencia tras la caída del Muro. Tras la declaración y sin Marlena por medio, tenía el tiempo y el espacio necesarios para pensar con claridad, algo que había echado de menos durante los últimos días. Debía regresar al juzgado al día siguiente, aunque carecía de permiso para abandonar el país.
Una vez terminadas las formalidades, debía regresar a Stuttgart, hacerse cargo de la ingeniera y tomar acción de una forma u otra, según la información que tuviera. La ingeniera no le había escrito después del aterrizaje, por lo que entendió que estaría ocupada. Don prefirió no pensar en cómo lo estaría pasando. Solo con imaginar el rostro de Baumann cercano al de la chica, le producía ganas de estrangular a alguien.
El teléfono sonó.
—Buenos días, Mariano —respondió el arquitecto—. Espero que tu llamada sea para darme un respiro.
Se escuchó un ligero lamento. Eso no gustó al arquitecto.
—No le he llamado antes porque supuse que estaría en los juzgados —explicó el chófer—. Tengo información sólida sobre ese Meier.
—¿Y bien?
—Trabajaba para Baumann —respondió rotundo—. Es decir, estaba implicado en la venta del edificio.
Don se meció el cabello con la mano que tenía libre.
—No sé por qué… pero no me sorprende —dijo el arquitecto—. Maldita sea, Mariano. He enviado a Marlena con ese desgraciado… ¿Existe algún documento que lo corrobore?
—Existirán, pero esté seguro que el suizo los tendrá a buen recaudo —dijo preocupado—. Eso no es todo, señor…
—¿Qué más tienes?
—Sobre las cintas de seguridad de su vivienda —dijo Mariano—. Lamentablemente, alguien accedió al sistema informático y detuvo las cámaras esa misma noche.
—¿Qué pasa con el portero?
—Ni rastro —contestó—. Fue despedido. He preguntado sobre su identidad, pero nadie me ha dado una explicación. Al parecer, en el edificio solo trabajan dos hombres, y ese día alguien de la empresa les dijo que libraran.
—Buen trabajo, Mariano —dijo Don—. No son las noticias que esperaba, pero son las que necesitaba escuchar. Ahora debo dejarte, necesito llegar a tiempo a Stuttgart. Alguien tiene que limpiar este desastre.
—Suerte, señor —dijo el chófer antes de despedirse—. Le mantendré informado tan pronto como sepa algo nuevo.
—Que así sea.
Al colgar, la ansiedad desapareció por un instante.
Tenía que llamar a Grace, decirle que avisara a los ingleses antes de que cayeran en las garras de Baumann.
—Buenos días, Ricardo —dijo la inglesa sin demasiada simpatía—. ¿Has llegado a Stuttgart?
—¿Qué? ¿De qué estás hablando? —Preguntó confundido—. Apenas he salido de declarar… Escucha, tengo que contarte algo. Es importante, es sobre Baumann.
—De eso mismo, vaya —contestó interrumpiendo al español—. Al saber que tu amiguita estaba allí, pensé que había ido en tu nombre.
—No sé de qué hablas, Grace —insistió acalorado—. Es sobre Baumann y su pasado.
—¿Hola? ¿En qué mundo vives, Ricardo? —Preguntó molesta. El arquitecto no entendía su irritante reacción—. Coleman y Hill, los inversores, van a reunirse a las seis con Hans en el Althoff Hotel am Schlossgarten. Pensé que lo sabías…
—Nadie me ha informado, maldita sea —dijo el español. Lamentarse ya no servía de nada—. ¿Cuál es la causa?
—No les ha gustado lo que ha salido por la prensa… —explicó la mujer—. Supongo que están preocupados.
—¿Y tú? ¿Dónde coño estás?
—Easy… —dijo la mujer—. Estoy de camino, subiendo al avión.
—Estaré allí. No empecéis sin mí.
—Tú verás, pero no tardes demasiado —contestó ella—. Ya sabes cómo somos con la puntualidad.
Don colgó y comprobó los vuelos que salían de Berlín con dirección a Stuttgart esa misma mañana. Eran las once y no había ningún vuelo disponible hasta las cinco de la tarde. Alquilar un avión privado, era una opción, pero demasiado lenta. La ciudad de Stuttgart se encontraba a seiscientos kilómetros de distancia.
Tan solo debía pedir un taxi.
Un bólido pasó como un proyectil por delante de su rostro.
Después recordó que en las carreteras alemanas no existían los límites de velocidad.
Subido en un Porsche 911 de color gris oscuro, Don pisaba el acelerador sobrepasando los 200 kilómetros por hora. No lo dudó y, al finalizar la llamada, alquiló un vehículo lo suficientemente veloz para llegar a tiempo. Hacía tiempo que no se ponía al volante, exactamente desde Riga, y lo echaba de menos.
Sin moverse del carril izquierdo de la autopista, los coches se apartaban de su camino como un montón de moscas al sentir la brisa de su fecha final. Tras su paso dejaba prados verdes y altas colinas como las que se veían en las películas. Casas de madera que ocupaban pequeños pueblos perdidos en lo alto de una montaña y extensos viñedos. Lo que se iba convertir en un viaje de seis horas para un conductor mundano, el arquitecto lo redujo a tres sin levantar el pie del pedal. Una gran vía de cinco carriles dejaba al fondo la ciudad de Stuttgart, construida sobre una colina. Después de varios kilómetros, se introdujo en un túnel que atravesaba una de las salidas de la ciudad. Stuttgart, entre otras cosas, era famosa por el capital invertido que había en ella, la famosa marca alemana de coches y sus túneles.
Se sintió joven. En cierto modo, el viaje le había ayudado a liberar la mente de los oscuros pensamientos que le habían atormentado todos esos días. La declaración en el juicio le había dejado un sabor agridulce en la boca. Con los alemanes, siempre era difícil saber cómo irían las cosas y sus armas de simpatía no servían para nada. Al volante, recordó los años en los que no tenía más remedio que conducir un Ford Fiesta antiguo de color blanco, el coche que su padre dejó tras la muerte. Era lo único que había heredado, además de la casa que vendió tan pronto como su madre hubo fallecido. Aquel coche, un viejo trozo de hierro, terminó estampado contra un muro de cemento. Por fortuna, no era él quien lo conducía, sino un peligroso extorsionador del barrio. Don le había tendido una trampa horas antes y se ofreció a que condujera su coche. Siempre existían los comienzos.
Ya en Stuttgart, telefoneó a Marlena sin éxito y escribió el nombre del hotel en el navegador del coche. La ciudad era hermosa, no demasiado grande y estaba limpia. Atravesó el corazón de la ciudad por la calle Richard-von-Weizsäcker-Planie, una larga carretera que dejaba a ambos lados el Palacio Nuevo de Stuttgart, un castillo de estilo barroco tardío que delimitaba la gigante plaza central de la ciudad. Don pensó que era comparable con el Palacio Real que había en Madrid. El grandioso parque Schlossplatz formado por áreas verdes donde la gente se tumbaba para leer un libro o hablar con amigos y restaurantes en las terrazas peatonales que bordeaban el museo estatal, una fortaleza de torres amuralladas con más de mil años de historia, cúpulas rojas y famoso símbolo del Renacimiento alemán. Finalmente, antes de dejar a un lado la historia y adentrarse en las avenidas de las tiendas más famosas del globo, giró el rostro y encontró el Schloßplatz Pavillon, junto a la fuente del parque, un enorme edificio alargado formado por columnas y del que las terrazas de los bares se aprovechaban para servir deliciosa carne de cerdo con la tradicional pasta de la región de Suabia.
Siguió las coordenadas del navegador que le llevaron hasta la puerta del Althoff Hotel am Schlossgarten. Hasta la fecha, echó de menos la elegancia en las fachadas de los hoteles alemanes.
Miró hacía arriba y se preguntó si todos serían así.
Althoff Hotel am Schlossgarten (Stuttgart)
20 de mayo de 2016
Don irrumpió en una sala de conferencias en la que se encontró una mesa rectangular rodeada de sillas de madera con tapicería naranja y sobre las que se sentaban Hill y Coleman, Hans Baumann y Marlena Lafuente. La mirada de Don se puso en unos documentos que había sobre la mesa. No podía creer lo que veían sus ojos.
—Hemos empezado sin usted, señor Donoso —dijo Peter Coleman—. Ha sido un placer, señor Baumann…
—¿Y la señorita Smith?
—Perdió el vuelo.
Don no pudo disimular su irritación.
—¿Por qué nadie me avisó de esta reunión? —Preguntó sin moverse de la puerta. Grace le hizo una señal con la mirada para que cerrara la boca y se sentara junto a los demás.
—Usted trabaja para nosotros —respondió Hill—, por lo que se limita a acatar las decisiones que el señor Baumann y nosotros tomemos.
El suizo se encogió de hombros con un niño pequeño y esbozó una sonrisa maléfica.
—Esperamos que su declaración haya servido para convencer a ese juez alemán —contestó Coleman dirigiéndose al arquitecto mientras ponía agua en un vaso—. La noticia ha llegado hasta nuestros colegas ingleses y esto solo entorpecerá el futuro, señor Donoso.
—Quizá el señor Baumann nos pueda aclarar qué hacía el señor Meier en el edificio —dijo el arquitecto—. Trabajaban juntos previamente, ¿verdad?
El suizo levantó las cejas y los ingleses se quedaron atónitos con la sentencia del español.
—Vaya, no ha perdido el tiempo —respondió Baumann y se echó el cabello hacia atrás—. Meier era un buen hombre. Trabajó con nosotros, pero también con mucha otra gente.
Don podría haber expuesto sobre la mesa toda la información que su chófer le había entregado. Sin embargo, una vez más, prefirió esperar. Dijera lo que dijese, los inversores ingleses habían echado el ojo en el español, así que no tardarían en ponerse en su contra.
Cuando el arquitecto miró los documentos firmados que había sobre la mesa, Baumann puso la mano encima y los retiró hacia su costado. Después le regaló otra mueca al español.
—Seguiremos en contacto —dijo el gordinflón de Coleman, se levantó y desapareció por la puerta junto con su acólito. El español tuvo la sensación de que se había perdido algo.
—¿Qué tal el viaje, Donoso? —Preguntó el suizo regresando a las formalidades.
—Intenso —dijo y miró a Marlena—. ¿Qué tal tu estancia?
—Agradable —respondió ella y miró a Baumann—. Hans ha sido muy atento.
—Soy suizo, no alemán —dijo y se levantó con la carpeta de documentos bajo el brazo—. Puesto que hemos terminado, ¿qué os parece si cenamos en el centro de la ciudad? Nada de florituras, conozco un buen sitio de comida típica de Suabia.
—Me empiezo a hartar de tus cenas —dijo el español.
—Será la última, créeme —respondió el suizo—. ¿A las ocho?
—A las ocho —respondió Marlena evitando una confrontación. Baumann miró a Don desafiante. Después se acercó a la chica.
—Pues a las ocho —respondió y le entregó un inesperado beso en los labios.
El rostro de la chica empalideció.
Don, atónito, sintió como sus entrañas se desgarraron.
Hans abandonó la sala.
Como había dicho, sería su última cena.