CAPÍTULO 1
Terraza del Casino de Madrid (Madrid)
6 de mayo de 2016
El cielo azul raso se oscurecía con el crepúsculo de la noche. La capital española se iluminaba en una noche primaveral de brisa fresca aunque no molesta. En la calle Alcalá, la fachada del Casino de Madrid brillaba con esplendor. Un edificio de estilo modernista, acorde con las tendencias del siglo XIX en Europa, de tres alturas y una terraza, en el que las clases altas de los siglos XIX y XX se reunían para debatir y ampliar sus relaciones sociales.
En la terraza del edificio, bajo la luz de farolas que iluminaban la amplia superficie y rodeado de mesas de mantel de tela oscura, Don vestía americana y camisa blanca y sostenía el cuello de su copa de cava. Frente a él, la mirada inquieta de Sandra, una joven modelo de brazos finos, piernas largas y melena rubia que caía sobre sus hombros. No era una cita, ni un encuentro profesional. Más bien, era una reunión esporádica que terminaría con los dos en la cama del arquitecto. Un cúmulo de esperanza en la chica con ansias de formalizar aquello.
El camarero, vestido de chaqueta blanca y pajarita negra, sirvió una ensalada Caprese y un plato de ravioli de cigala con caldo de galeras.
Don observaba en silencio el entorno. Dos meses no habían sido suficientes para olvidar lo sucedido en Riga. Ni tampoco esa horrible nota. Pese a los esfuerzos, su chófer, Mariano, no había logrado todavía sacar nada en claro. No tenía miedo. Para él, no era más de una reacción animal producto de los instintos de supervivencia. El arquitecto estaba ansioso por saber quién se encontraba detrás, quién había tenido la valentía de cruzarse en su camino. Una vez hubiese dado con su identidad, todo se reduciría a una caza sigilosa. Para más inri, su relación con Marlena se había congelado. La chica le robaba demasiadas horas de sueño, de trabajo, de energía… Pero las reglas eran las que eran y no estaba dispuesto a arriesgar su vida por un puñado de sentimientos. En ocasiones, Don se preguntaba por qué hacía todo aquello, por qué se lastimaba a sí mismo de ese modo. Después tomaba aire, suspiraba con profundidad y regresaba al presente. Las normas no habían sido creadas para romperlas deliberadamente.
—¿Sabes Ricardo? —Dijo la modelo dando llevándose una porción de ensalada a su plato con los cubiertos—. Es la cuarta vez que cenamos juntos y tengo la sensación de que estamos en la primera cita.
Él guardó silencio y penetró con su mirada en el alma de la chica.
—Las cosas buenas… —contestó el arquitecto dejando la copa sobra la mesa—. Se hacen esperar. Con el tiempo te darás cuenta.
—Es que no sé nada de ti —respondió la chica indignada—. Solo sé que trabajas y que tienes un apartamento.
Don hizo una pausa, guardó silencio y sintió una ligera tensión en la conversación. Después dio un trago a su copa. Las pausas eran su especialidad. Con el paso de los años, había aprendido a escuchar el vacío del silencio mientras el resto de humanos se esforzaba por llenarlo de banalidades.
—¿Y no crees que es suficiente?
La chica sopesó la pregunta y se tocó el pelo. Parecía abrumada.
El tono de voz del arquitecto carecía de hostilidad.
—Las personas se abren —explicó ella—, a medida que se conocen. Es una forma de generar confianza, seguridad… Tú pareces tan hermético…
Él sonrió.
—Esa seguridad de la que hablas es ilusoria —dijo inclinando el rostro hacia abajo y sosteniendo la mirada. El tono con el que se dirigía a la chica era profundo y grave—. De todos modos, a ninguno nos interesa el prójimo.
—Te equivocas —replicó Sandra—. A mí me gustan las personas por cómo son, por eso debo conocerlas primero.
—A ti te gustan por cómo te hacen sentir —dijo él y sonrió. Sus miradas se eclipsaron. Don supo que esa noche no dormiría solo—. Pero si tanto interés tienes… Soy hijo único. No tengo hermanos.
Sandra sucumbió a los encantos del español. No era la primera vez que lo intentaba y, de algún modo, sabía que hablar con él era como lanzar una pelota contra una pared de frontón.
El arquitecto se divertía con la compañía de la joven. A pesar de que ambos fueran conscientes de los límites de su relación, encontrarse con ella le ayudaba a olvidar las preocupaciones que le robaban las noches. Tras la cena, Don se hizo cargo de la cuenta y ambos abandonaron el lujoso edificio hasta la calle, donde se encontraba su chófer a bordo del Audi negro. Los transeúntes que pasaban por los aledaños observaban curiosos la situación. A pesar de los tiempos que corrían, seguía sorprendiendo la presencia de un conductor privado.
—Buenas noches, señor —dijo Mariano cuando se bajó del coche para abrir la puerta de la modelo—. Espero que hayan tenido una velada agradable.
—Así ha sido —respondió el arquitecto. La chica entró en el interior y los dos hombres se miraron con complicidad antes de subirse al sedán. El conductor conocía sus límites y solo otorgaba su consejo cuando el arquitecto así lo pedía. Varias habían sido las ocasiones en las que Mariano había insistido a Don para que se enfrentara a sus demonios y pusiera orden en su corazón. Enfrentarse a Marlena y a todo lo que ello suponía, de un modo u otro, daría carpetazo al vaivén de distracción en el que Don se había visto inmerso desde su llegada del país báltico.
Ambos sabían que no existía nada malo en disfrutar de una buena compañía sin ataduras ni compromisos. Era lo que Don había hecho siempre, a pesar de que su chófer conociera el poso de la razón. Él siempre había sido hombre de una mujer, de su única esposa. Por el contrario, huir de lo real, de las emociones sumergidas en las entrañas, no haría más que posponer una situación agravante que terminaría con todo su mundo bajo control. El chófer preocupado miró por el espejo retrovisor y encontró a la pareja en un cruce de miradas.
—¿A dónde vamos, señor? —Preguntó y observó a la chica. Por su forma de mirar, no tardaría en devorar al arquitecto en cuanto tuviese ocasión.
—A casa, Mariano —respondió Don—. He tenido bastante por hoy.
—Que así sea.
Pulsó el botón de arranque automático y tomó dirección al Barrio de Salamanca.
Frente a la fachada del espléndido edificio en el que residía el millonario, la pareja abandonó el vehículo y el chófer desapareció entre el ruido de coches de una ciudad que jamás dormía.
Apenas llegaron al ascensor, sus cuerpos se juntaron y comenzaron a besarse con pasión. Otra noche más de desenfreno para los dos. Otra noche más en la que el arquitecto huía de su propia soledad.
Barrio de Salamanca (Madrid)
7 de mayo de 2016
Cuando Don abrió los ojos, no encontró más que el rastro de perfume que su acompañante había dejado por el dormitorio. Echó la sábana hacia un lado y caminó semidesnudo hacia el salón. Miró el reloj digital del reproductor musical y después comprobó la nota que había sobre este:
«HAY CAFÉ HECHO. MI TREN SALE A LAS DIEZ. UN BESO, SANDRA».
Eran las once de la mañana, no esperaba que la chica se fuera tan pronto. Tal vez se lo dijera la noche anterior, tal vez no.
Don se tocó la frente y se meció el cabello hacia atrás. Aunque creía no haber bebido demasiado, sintió los efectos del cava manifestándose en su sien. Caminó hasta la cocina, agarró una aspirina y volcó agua sobre un vaso. Dejó la nota a un lado y encendió el teléfono mientras se tomaba la pastilla.
—Buenos días, señor Donoso —dijo la voz masculina de su chófer al otro lado del aparato—. ¿Planes para el sábado?
—En absoluto… —dijo con preocupación—. ¿Alguna novedad, Mariano?
—Señor… —respondió el conductor con voz rasgada—. Siento decirle que mis contactos no han encontrado nada… No hay rastros de nada, ni huellas dactilares.
—Diles que vuelvan a analizar los recortes, estoy seguro que tiene que haber algo.
—Como desee, señor… —dijo el hombre—. ¿Ha descansado?
—Este asunto no me deja pegar ojo.
—Pues debería —respondió—. El descanso es importante para mantenerse atento a… ya sabe, sus obligaciones.
El arquitecto suspiró por el micrófono. El chófer tenía razón, pero no se imaginaba lo difícil que era concentrarse con esa preocupación. Fuera quien fuese, había dado con él, con Ricardo Donoso, el hombre que escondía más de un secreto. Eso lo ponía todo en peligro: su carrera, su pasado, su vida y su presente. La única solución era huir, bien lejos y desaparecer para siempre. Lo había pensado en otras ocasiones, en esos momentos en los que la vida aprieta como una soga poniéndonos a prueba. Pero no lo hizo, primero por su madre, después por él y, más tarde, por Marlena. Se maldijo a sí mismo por haberse descuidado ya que, de no haberlo hecho, esa conversación no estaría teniendo lugar.
Se despidieron y colgó. Don caminó hasta el equipo de música, sacó un compacto de Anton Bruckner y lo puso en el tocadiscos. Las primeras notas de la «Sinfonía nº4» inundaron el vacío del salón. El arquitecto giró la rueda del volumen cuando la sección de viento hizo temblar las paredes. El vello se le erizó. La música clásica siempre le había acompañado, pero sus razones eran algo particulares. La mayoría de los hombres de negocios que conocía, entendían la música clásica como un símbolo de distinción y clase. Muchos intentaban con esfuerzo y sin éxito apreciar un manjar que no estaba hecho para sus oídos. La música clásica se colaba en las altas esferas sociales como un símbolo de cultura y buen gusto, aunque para la mayoría no fuera más que otra aptitud a coleccionar, como la enología o el gusto por los coches clásicos. Sin embargo, para Don, era diferente, a pesar de que eso fuera lo que todos decían.
Era sabido que la música clásica podía amansar a una fiera. Los veterinarios utilizaban la música para tranquilizar a los animales en cautividad. Don no era muy diferente a ellos. A raíz del accidente con su padre, comenzó a entender muchas cosas. La causa por la que su padre hubiese caído en la bebida era la misma que llevaba a Don a escuchar la música a todo volumen, a dormir con mujeres con asiduidad y a controlar sus emociones más profundas. Las ansias por matar no eran consecuencia de un trauma mal gestionado. Al igual que Ernest Hemingway había terminado pegándose un tiro en la sien como su progenitor, los trastornos mentales eran propensos a ser heredados. Don no tardó en darse cuenta de que su mente funcionaba de otro modo diferente al pautado por la sociedad. La violencia desgarrada de su padre no era más que la muestra de una lucha constante entre dos personalidades. Un trastorno bipolar como el de su hijo. Las personas tienden a pensar que los trastornos de personalidad se manifiestan como si fueran dos personas opuestas, pero no siempre es así. Su padre luchaba cada día contra una fuerza oscura que lo arrastraba desde las entrañas a los peores de los finales. Puede que su madre lo supiera y por esa misma razón no se atreviera a abandonarlo. Jamás se lo dijo. Cuando entendió el problema, era demasiado tarde y ella ya había fallecido. Ricardo era presa de su propia cautividad en una sociedad que, de conocer la verdad, solo le señalaría con el dedo para enviarlo al paredón.
Durante sus años universitarios, pasó cientos de horas como una rata de biblioteca buscando una solución que frenara un desenlace como el de su padre. Gracias a Sócrates, aprendió a formular las preguntas necesarias para entender sus impulsos y marcar los límites de sus acciones. Con las meditaciones de Séneca y Marco Aurelio se transformó en un estoico dejando las emociones a un lado y encontró el balance que mediaría sus días. Finalmente, con Maquiavelo aprendió a desenvolverse entre las esferas adineradas, los hombres de negocios y el mal que rodeaba a una sociedad de buenas intenciones aunque podrida por los intereses individuales.
Afligido, harto de culpar a su progenitor y a sí mismo por ser fruto de la monstruosidad divina, buscó la forma de devolver a la sociedad la porción del pastel que estaba dispuesto a tomar.
Don se proclamaría como el excelso representante de la justicia divina.
Sin embargo, desconocía que no sería el único interesado en ocupar ese lugar.