8

El tráfico de la ciudad taponaba la entrada a la Gran Vía desde la plaza de España. A pesar de que el Ayuntamiento de Madrid había limitado el área a residentes y servicios públicos, el corazón de la ciudad seguía siendo una arteria obstruida por cantidades ingentes de viandantes, autobuses que cruzaban en sendas direcciones, taxis y servicios de transporte público. La radio estaba puesta en el interior del vehículo, un Volkswagen Passat blanco como muchos de los que corrían por las calles de la capital.

—¿Está bien la temperatura, señorita? —preguntó el taxista, un cincuentón con gafas de alambre, rostro arrugado y cansado, que conducía con las manos pegadas al volante.

—Sí. Todo está bien —respondió ella mirando por la ventana, fijándose en la marabunta turística que se agolpaba en las entradas de las tiendas textiles, de las franquicias de comida rápida y de los locales de moda.

El conductor la miró por el espejo retrovisor y guardó silencio. Dana no era muy habladora y tampoco le gustaba hablar sin razón. Era consciente de que muchas personas temían el vacío conversacional, los silencios incómodos y la sensación de conversar sin saber muy bien de qué. Pero a ella no le afectaba. Era distinta. Había pasado parte de su vida callando, fijándose en los detalles que se transmitían a través de la mirada, y no de la voz.

Entre un caótico paso de peatones, el taxista señaló la puerta del hotel.

—Ya hemos llegado —dijo, se abrió paso, en cuanto el semáforo puso la luz roja, y se detuvo en el área de descarga del hotel, junto a la calzada. Dana le entregó un billete de veinte euros y le sugirió que se quedara con el resto. Cuando el conductor hizo ademán de bajar para abrirle la puerta, mostrando así su agradecimiento por la propina y la oxidada caballerosidad que había mostrado hasta el momento, Dana lo detuvo con una mirada.

—No se moleste —dijo y abrió la puerta deslizando las piernas por el asiento para salir—. Que tenga un buen día.

Cerró de un golpe, la brisa azotó su rostro y agradeció haber cogido, a última hora, aquel abrigo fino que le cubría hasta la cintura. El viento movió su melena, aunque sin llegar a despeinarla, y no tardó en caminar hacia la puerta, en la que un botones la miró condescendiente.

A pesar de que lo hacía con naturalidad, odiaba llevar tacones. Era una de esas mujeres que los detestaba. Al final de la noche, solía terminar con un dolor inaguantable de talón y empeine, sin mencionar los dedos del pie y la liberación que suponía cuando se quitaba los zapatos. El dogma seguía presente. Por suerte, podía alternar el tipo de calzado según la ocasión, debido a su altura. Los atributos físicos con los que había nacido, la ponían en una situación de ventaja respecto a otros hombres. Solía intimidarlos cuando eran más bajos y eso le divertía. Al contrario de lo que muchos pensaban, la altura de los hombres no era lo que más despertaba su atención.

Cruzó el vestíbulo y divisó una recepción para huéspedes y un puesto, junto al ascensor, para los invitados de la fiesta privada. Estaba algo nerviosa, pero no más de cómo lo estaría en una cita a ciegas.

—Buenas tardes —dijo una sonriente mujer de labios encarnados y ojos marrones—. ¿Me dice su nombre, por favor?

—Daniela Lenore —respondió ella con seguridad, utilizando el sobrenombre que Ponce había elegido para su primera misión.

Echó un vistazo a la lista, en busca de Aleksandr Pototsky, pero entendió que tampoco usaría su nombre verdadero. ¿Lenore? ¿En qué estaba pensando ese agente? No era muy sofisticado, pensó, pero qué importaba a esas alturas. Ya lo había soltado en voz alta.

La mayoría de personas eran incapaces de almacenar dos apellidos después de la segunda copa de vino.

Vaciló en preguntar por el ucraniano, pero habría sido un error de novata.

La chica buscó el nombre en la lista, aunque parecía no encontrarlo.

—Ah, sí. Aquí está —dijo finalmente con una sonrisa de satisfacción. Hubiese sido un aprieto para las dos. Después sacó una pulsera adhesiva de color dorado y se la colocó en la muñeca—. Última planta. Disfrute de la fiesta, señora Lenore.

—Gracias —respondió la agente fingiendo una sonrisa ensayada.

Tras un vistazo rápido, no reconoció ningún rostro a su alrededor, lo cual era favorable. Se dirigió al ascensor para buscar su teléfono y asegurarse de que Ponce estaría allí, cuando una mano alcanzó el botón de llamada antes que ella.

El brazo pertenecía a un hombre de cabello oscuro, mirada profunda y pómulos hundidos. Lucía una melena brillante, probablemente cuidada con algún tipo de fijador que le proporcionaba un efecto mojado. Vestía unos pantalones de color crema y una camisa blanca, desabrochada hasta el segundo botón, por la que dejaba ver su esternón bronceado y el vello rebelde que salía de su pecho.

—Señora Lenore —dijo el hombre cuando sus ojos se encontraron. Poseía un acento extraño.

Dana reaccionó con rapidez.

—¿Le conozco de algo?

—No, la verdad es que no —dijo y sonrió mostrando una sonrisa de dentista. La barba de varios días, del grosor de una lija, le daba un aspecto desaliñado que lo hacía más atractivo a los ojos de las mujeres. Era lo que Dana llamaba un jugador y, solo por eso, intuyó que la perseguiría como una lapa, hasta que ella le mostrara los dientes. El tipo alzó la muñeca y le mostró la pulsera dorada adhesiva—. Estaba detrás de usted, también voy al evento.

—¡Oh! Vaya, qué despistada —dijo ella soltando una risita y tapándose la boca.

Se hacía fenomenal la ingenua.

Dispuestos a jugar, pensó, disfrutemos un rato.

—Mi nombre es Enrico Moncini —prosiguió en español, con un fuerte acento italiano, y le ofreció la mano—. Encantado.

—Mucho gusto —dijo ella—. ¿Milano?

Él se sorprendió.

Quasi, quasi… Bérgamo.

Las puertas del ascensor se abrieron. Dos desconocidos más aguardaban tras ellos. Dana se sintió elogiada por el italiano, que se mostraba atento a sus movimientos.

Lamentablemente, tendría que quitárselo de encima en cuanto llegara a la azotea, y no sería fácil. Que le había gustado, era algo más que obvio, pero no estaba allí para ligar con ningún hombre y tampoco tenía la menor intención de seguirle la guasa. Si se interponía entre ella y Pototsky, sin duda, espantaría al ucraniano que, por lo que había leído en el informe, no parecía ser el tipo de persona que aguantaba las tonterías.


Cuando las puertas corredizas se abrieron, frente a ella, vio la puerta de cristal que daba a la terraza del hotel. Un rápido vistazo fue suficiente para identificar la salida de emergencia y el acceso al área privada de los empleados.

Las cuatro personas abandonaron el ascensor y se dirigieron hacia el exterior.

Enrico seguía junto a Dana. El viaje había sido corto y el italiano parecía con ganas de continuar con la conversación. Por su parte, Dana no quería parecer maleducada.

Desconocía quién era, qué hacía allí y cómo podía afectar eso a sus próximos movimientos. Probablemente, un ricachón. Pensó que, ir acompañada de él, le daría cierta inclusión en el ambiente y ayudaría a pasar desapercibida. Una de las reglas de oro en los eventos sociales era la de conocer a todos sin llegar a intimar con nadie. Tener aliados, facilitaba las cosas, pero que conocieran algún detalle personal, ponía en peligro la integridad de los agentes.

Hasta el momento, Dana no había tenido tiempo para más que sonreír y preguntarle por su procedencia. Moncini acudía en calidad de invitado, aunque probablemente como ella. Por su aspecto, no parecía ser un diplomático, ni pertenecer a la embajada, así que, finalmente, supuso que sería un hombre de negocios o alguien con mucha influencia en esa clase de círculos sociales. Un terreno de juego al que Dana acababa de llegar.

—Y bien, Daniela, ¿a qué se dedica? —preguntó abriéndole la puerta—. Su español es pulcro y natural, pero no parece que sea…

—Lugano —intervino antes de que continuara con las preguntas—. Mi madre nació en el cantón, pero yo nací aquí.

—¿Milanesa?

—Si tú lo dices… —contestó ella desafiante y orgullosa de la improvisación.

No era la primera vez que mentía a alguien con esa facilidad. Lo había hecho anteriormente, durante las pruebas de acceso. Lo había hecho en el trabajo, también con su pareja. La mentira era adictiva. En las primeras semanas de formación, les habían obligado a engañar a una persona para que les dejara usar el teléfono del domicilio. La primera vez fue horrible. Se sintió como una miserable tras haber jugado con las emociones y la confianza de una desconocida. Poco a poco, se convirtió en una especialista en el arte del embuste. Al principio, dolía. Después, se pegaba a la piel. La sensación de engañar a cualquiera dejaba un agradable gusto de ser capaz de cualquier cosa. Pero, hasta la fecha, sabía que ninguna de aquellas acciones, por muy comprometidas que fueran, tendrían una consecuencia severa. Sin embargo, el entrenamiento ya había terminado y aquel era el terreno real.

Una mentira descubierta, haría explotar su tapadera.

Por fortuna, el agente Ponce no tardó en aparecer, acompañado de una bella mujer, algunos años más joven que él, con un vestido de lentejuelas y una penetrante mirada negra. Dana entendió que se trataría de la diplomática chilena, aunque dudó si también sería una agente encubierta. No era relevante. Su misión era la de encontrar a Pototsky antes de que se fuera y demostrarle a su compañero de que era capaz de hacerlo.

—¡Señora Lenore! —dijo Ponce con una falsa efusividad de la que nadie sospechó. Enrico lo miró con curiosidad y Dana entendió que aquel hombre no se achantaría con tanta facilidad—. ¡Cuánto tiempo! Le presento a la señora Rojas, la Embajadora de Chile en España.

Estrecharon la mano y los ojos del agente se dirigieron a los del italiano.

—No sabía que vendría acompañada… —comentó con una ligera reticencia—. ¿Y usted es? ¿Su pareja?

—Enrico Moncini —respondió con una sonrisa y entregó la mano a los dos.

—El señor Moncini y yo nos hemos conocido hace unos minutos —explicó y miró al italiano con complicidad—, en el ascensor, para ser más precisa.

—¡Qué interesante! ¡Y qué romántico! —exclamó Ponce, exagerando un amaneramiento hasta el momento oculto. Dana entendió que Ponce se parecía más a un camaleón, que al estereotipo con aires de Sean Connery que había imaginado en él—. ¿A qué se dedica, señor Moncini? Si no es mucho preguntar, claro… Siempre me ha fascinado Italia, como comprenderá.

El italiano suspiró. Parecía aburrirle hablar de negocios.

—Me dedico a la industria naval… —dijo asintiendo con la cabeza. Dana se rio, pero también comprendió que era el momento de desentenderse y aprovechar la ocasión para desaparecer. Ponce le envió una señal con los ojos y Dana se disculpó unos segundos para ir al baño.

En lo alto de la terraza, la escultura de un arquero apuntaba hacia el cielo azul de Madrid.

El espacio no era demasiado amplio, aunque suficiente para albergar a más de noventa personas. En uno de los extremos, un pinchadiscos amenizaba con jazz la tarde.

Los camareros servían champaña, vino, refrescos y canapés calientes.

Al otro extremo, había un bar de cristal, con una barra en su interior en la que servían más bebidas. La decoración de palmeras y las vistas de la Gran Vía se fundían hacia Montera. Allí, junto a la vegetación y las personas que se movían cerca del límite entre la terraza y el vacío, reconoció el rostro de un hombre arrugado, de cabello desaliñado, lacio y rubio. Sujetaba una copa de espumoso, con la mano llena de sortijas de oro y un Rolex brillante que colgaba holgado de su muñeca.

Con una camisa azul celeste, abierta hasta el tercer botón, dejaba a la vista una cruz ortodoxa de oro que colgaba de su cuello. Aparentemente, Pototsky bebía mientras hablaba con una desconocida, con aspecto de modelo, de la que solo veía su parte trasera.

Allí de pie, por encima del hombro de esa mujer, el ucraniano levantó su mirada cristalina y la clavó en los ojos de Dana. Un fuerte escalofrío recorrió su columna vertebral y la puso más nerviosa de lo que ya estaba.

—¿Una bebida, señora? —preguntó un camarero bajito vestido de traje con pajarita. Era joven, sin mucha experiencia, pero tenía una expresión amable, a pesar del estrés y los nervios que le corroían por dentro. En el fondo, no era muy diferente a ella.

La agente sonrió con amabilidad, agarró una copa de cava de la bandeja y se dirigió a la puerta del cuarto de baño de mujeres, que estaba a escasos metros de su posición. Entró apresurada, sin llamar la atención, echó el cerrojo y sacó el teléfono móvil del bolso. Después buscó el número de Ponce.

Llamándolo, cometería un error, así que le escribió un mensaje.

 

«Localizado. Nos vemos abajo»

 

Guardó el teléfono, se bebió el resto de la copa de un trago y cerró los ojos. Una vez saliera por esa puerta, no habría marcha atrás.