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El agua de la ducha relajaba sus hombros. Había sido una primera jornada agotadora. Desde el estéreo del salón salía Touch Me de los Doors. La canción se colaba por la puerta del baño y sintió que Jim Morrison cantaba para ella.

Por unos segundos, deseó quedarse allí para siempre.

Desnuda, aunque protegida por el vapor. El día había llegado y, como esa mujer le había mencionado, no se sentía preparada para hacerlo.

Salió del baño envuelta en una toalla y se dirigió a la cocina. Puso agua a calentar para preparar una infusión y regresó al dormitorio en busca de una camiseta y unos pantalones de algodón. La carpeta amarilla descansaba sobre la única mesa de patas bajas que había en el salón. Pausó la música y aspiró todo el aire de la habitación. Tenía la sensación de encontrarse en otro lugar.

La agencia había corrido con los gastos, proporcionándole un salario fijo, para que mantuviera las apariencias de la normalidad, y ampliando la excedencia que había pedido en el trabajo. Sin embargo, no todo seguía igual. Con la marcha de Carlos, también habían desaparecidos sus objetos personales, su colección de libros y los discos que ocupaban la balda que había junto a las botellas de cristal. Los había recogido durante su ausencia. Para él, Dana estaba en un curso de formación para intérpretes.

El pequeño, y ahora austero, salón se convertía en un espacio vacío, zen, silencioso. Un sentimiento de nostalgia nació en ella, de la nada, fruto de la ausencia. Necesitaba un abrazo, sentir el calor humano de un ser querido, notar el cariño para enfrentarse a la desolación. El calentador de agua sonó. Preparó una bolsita de té verde y se fijó en el agua humeante de la taza.

El teléfono móvil quedaba a medio metro de su posición. Se vio tentada, de nuevo, de llamar a alguien, a la persona adecuada para que calmara la ansiedad que sufría. El nombre de Carlos volvió a cruzarse entre sus pensamientos. También el de su madre. Por desgracia, no debía llamar a ninguno de los dos. Por ella, por todos. No había dado, ni recibido noticias durante su ausencia. Sabía lo insano que sería irrumpir, sin más, de nuevo, en sus vidas.

Las preguntas llegarían.

Pedirían una explicación.

Jamás les podría contar la verdad.

El temor se apoderó de sus manos durante unos segundos. Dejó la taza sobre la encimera, abrió la ventana de la cocina y dejó que el aire de la noche se apoderara del espacio. Cerró los ojos, respiró profundamente y apretó los puños con fuerza, para aguantar las ganas de gritar. Una bola incandescente se apoderó de su pecho. No sentía tristeza, sino impotencia al ser incapaz de controlar sus fobias. Recordó esa sensación, la misma que sufría cuando su madre le atacaba con reproches, por no hacer lo que le pedía.

Ella siempre había intentado controlarla, física y psicológicamente, utilizando tretas y engaños mentales, propios de una sociópata ejemplar, de una persona enferma y manipuladora. Como hija suya que era, no tenía otra opción que ceder porque, al fin y al cabo, el dolor era superior a la calma de su fuero interno. Sabía dónde atacar, sabía cómo hacerlo con precisión.

Pero el tiempo y la distancia había cambiado los acontecimientos. Cuando la furia abandonó su cuerpo, pensó que, después de todo, su madre había sido su mejor entrenadora, razón por la que había pasado los exámenes con una razonable facilidad.

Una vez más, le debía a ella ser cómo era, aunque hubiese preferido aprender de otra manera. La vida no siempre daba opciones pero, por fortuna, ese periodo de la historia había terminado para siempre.

Ahora, su vida pertenecía al Estado.