12
Estaba de nuevo allí, a escasos metros de la puerta del hotel, frente al trasiego de los viandantes que miraban sorprendidos a los alrededores de la entrada.
Algunos periodistas aprovechaban la ocasión para reportar la noticia.
Aunque el revuelo del día anterior se había sosegado, era notable el malestar y la incomodidad en los huéspedes del hotel.
Vestida con un conjunto mucho más discreto que el de la tarde anterior, cruzó la entrada del Hotel Hyatt y dejó la Gran Vía atrás. La aparente normalidad de los empleados la recibió de bruces. Porque, ante todo, lo primero que querían recuperar era eso: actuar como si nada hubiera sucedido.
Diversos agentes de las Fuerzas de Seguridad del Estado merodeaban por los ascensores y el vestíbulo principal. Preguntas, preguntas y más preguntas. Cada mirada podía ser sospechosa. Un par de hombres, que no iban vestidos de uniforme, pero que tenían el aspecto de inspectores, tomaban notas e interrogaban a la recepcionista.
Antes de continuar hasta el bar, se detuvo y optó por entrar en el ascensor. La tarea de la agente era sencilla: evitar los rodeos de los oficiales y dar con la identidad de la persona que había asesinado a Pototsky. ¿Fácil? En absoluto, pensó, pero más complicado sería explicarle a Escudero que la había pifiado otra vez.
Para llevar a cabo su misión, se había dispuesto a sonsacar, todo lo que sabía el servicio de habitaciones, así como el de cocina. En esta ocasión, tampoco le habían permitido portar el arma reglamentaria, pero no la necesitaba. Allí, con tanta seguridad, nadie se atrevía a cometer una imprudencia.
Confiada, burló el cordón de los agentes que custodiaban la entrada y pasó desapercibida hasta el ascensor. Allí abrió el bolso y pulsó el número siete. Estaba sola, aunque no debía confiarse. En cualquier momento podía estar acompañada.
Echó un vistazo por el techo, en busca de cámaras de seguridad, pero solo encontró una, al otro lado del rectángulo.
La tarjeta de la habitación que Ponce le había entregado, todavía seguía activa, lo cual ayudaría a escaquearse y llegar al interior del hotel sin levantar sospecha.
Para su sorpresa, los nervios eran menores a los del día anterior, a pesar de que hubiera terminado de una manera tan trágica.
Durante las siete plantas que duró el trayecto, tuvo tiempo para reflexionar acerca de los detalles de su reunión. Escudero había sido un poco más severa de la cuenta con ella, pero entendió que hacía su trabajo. Puede que la decisión de elegir a Dana, hubiese sido suya, y ahora estaba pagando las reprimendas de Navarro. Pero, ¿por qué le daba tantas vueltas al mismo asunto?, se cuestionó. No importaba quién la hubiese elegido para esa posición, lo único que tenía claro era que ahora todo estaba en juego: su carrera profesional, su vida y la de quien había intentado matarla.
Llegó a la planta número siete y caminó por el mismo pasillo que la había llevado hasta aquel callejón, cuando advirtió la presencia de unos hombres.
En efecto, tal y como había pronosticado, aunque la probabilidad fuera ínfima, la Policía estaba registrando las habitaciones de los huéspedes. La cuestión era: ¿Darían con ella antes de que obtuviera lo que buscaba? No constaba en ningún registro, caviló, para después darse cuenta del juego de cámaras que había en el techo.
Perspicaz, giró ciento ochenta grados y buscó una salida.
El pulso se le aceleró, pero supo guardar las apariencias.
Como una huésped más, pasó por delante de los agentes que tocaban a las puertas, mostrando indiferencia respecto a su presencia. Después volvió a subir al ascensor.
«Maldita sea, ¿cómo diablos voy a salir de aquí?»
Pensó con rapidez. Regresar al vestíbulo principal era una jugada demasiado arriesgada. Podrían detenerla.
Observando los botones, antes de que se pusiera en marcha, recordó que el restaurante se encontraba en la primera planta del hotel.
«Bravo, Dana», se dijo y pulsó el número uno.
En efecto, cuando las puertas se abrieron, se topó con el restaurante Hielo y Carbón. Un espacio elegante, tranquilo y diáfano, desierto a esas horas y con vistas a la Gran Vía, en la que, desde allí arriba, ahora todo parecía diminuto.
El personal preparaba las mesas para la hora de la comida. De pronto, uno de los mozos que pasó por delante de ella, le resultó familiar.
Dana lo abordó sin pensarlo dos veces. El chico, sorprendido, se giró al sentir la presencia de la agente.
—Hola —dijo ella. El muchacho la reconoció al instante, detalle que apreció Dana. No tenía tiempo para explicaciones—. Tú eras el camarero que había en la fiesta de ayer, ¿verdad?
La pregunta incomodó al chico, que no buscaba problemas en su primera semana de trabajo. Dana lo entendió. Tenía la mirada de alguien precavido, como esa clase de personas que se abrazan al oficio a cualquier precio, viviendo toda la vida con el temor a quedarse sin nada.
Dana le había tendido una trampa. No podía negarse, pues ambos sabrían que mentiría. Tras dudar con la mirada y expresar abiertamente un gesto de resignación, afirmó con la cabeza.
—No quiero buscarme ningún problema, señora. Es mi segunda semana y todavía no he firmado el contrato.
Ella sonrió. Su intuición nunca le fallaba.
—Tranquilo, no diré nada —contestó con un tono maternal que abrió la coraza del joven empleado—. No soy policía.
Sus palabras provocaron un suspiro de alivio en él.
—¿Entonces? ¿Se le perdió algo ayer?
—Más o menos. Necesito tu ayuda.
De nuevo, volvió a confundirse.
—¿Mi ayuda?
Una empleada, que preparaba el mantel de una mesa, a unos metros de allí, levantó la vista y se fijó en los dos.
—¿Podemos hablar en un sitio más privado? Serán unos minutos.
El chico miró a la compañera, que parecía una encargada.
—Lo siento. No puede estar aquí. Además, es que no sé qué puedo hacer por usted…
Dana frunció el ceño y se acercó a él para susurrarle algo que nadie más pudiera oír.
—La Policía está haciendo preguntas. No querrás que se enteren de que estás trabajando de forma ilegal… ¿Verdad?
—No puede hacer eso.
—Ya lo creo que sí —contestó y señaló a la encargada con los ojos. Por la forma en la que lo miraba, supuso que su relación iba más allá de lo laboral. Tal vez, ella le hubiera conseguido el trabajo. Quizá, incluso fueran familia. Lo único de lo que estaba segura era de que esa mujer protegía al chico de cometer un error—. Hazlo por ella.
Sus palabras lograron el efecto que esperaba. Como su madre, sabía cuándo dejar la simpatía a un lado y apretar sin ahogar.
—Maldita sea… Está bien… —respondió a regañadientes y miró al fondo del lugar, en las cristaleras, donde el restaurante se convertía en un espacio más informal para las bebidas y los almuerzos—. Espéreme allí. Pídase algo y la atenderé en un momento.
Nadie sospecharía de que estaba en medio de una misión. En cualquier momento, los agentes podrían aparecer por la puerta principal del restaurante, así como había hecho ella.
Dana tenía una corazonada, un presentimiento que la había llevado hasta allí. Pero era solo una intuición. En la fase de entrenamiento, le habían dejado claro que nunca, nada sucedía por azar. Los errores se pagaban, ya fuera por una falta de cálculo o una decisión mal dada, y todos tenían sus consecuencias.
A falta de una solución mejor, le tomó la palabra al muchacho, que desapareció intimidado, y se sentó en uno de los taburetes que había frente a la gran cristalera.
El salón estaba junto al comedor del restaurante. Era pronto para que los clientes anduvieran por allí, así que dedujo que los agentes tardarían en aparecer. En cualquier caso, no podía esperar demasiado ni tentar a la suerte.
Un minuto más tarde, después de que el joven tuviera una breve discusión con la mujer que los había visto antes, se acercó a ella como si no hubieran hablado jamás.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó sujetándose las manos y con aspecto de desear desaparecer—. ¿Quiere tomar algo?
Su voz era neutra como la de cualquier otro camarero. Parecía inmune a la presión. Dana pensó que el chico tenía madera para hacer ese trabajo.
—Estoy buscando a la persona que ayer llevó un encargo a una habitación.
El chico se encogió de hombros. Pronto entendió a qué se refería.
—Somos muchos, señora. Yo solo trabajo para el restaurante…
—Pero sabes dónde puedo conseguir esa información, ¿verdad? —insistió. Los ojos del mozo giraban como las agujas de un reloj—. Al menos, quién me la puede proporcionar.
—¿De verdad que no es policía? —preguntó. Dana negó con la cabeza—. ¿Una agente infiltrada?
—¿Acaso sabes cómo luce una agente? —cuestionó y lo miró con altivez. El mozalbete reculó. Después le regaló una mueca—. La Policía está abajo, no lo olvides. ¿Cuántos camareros nuevos estuvieron ayer en el cóctel?
—No lo sé, ya le he dicho que…
—Has dicho que llevas dos semanas trabajando para el hotel. Estoy segura de que no eres el último en enterarse de quién entra y quién sale. No tienes pinta de idiota.
A medida que Dana hablaba, las manos del chico se movían con más nerviosismo.
—Le juro que no sé de qué me habla. Siento no poder serle útil…
—Estás mintiendo y a mí se me acaba la paciencia.
—Le estoy siendo sincero…
—Ayer un empleado del hotel disparó a un huésped en el interior de esa habitación. Tan solo dime quién me puede ayudar a encontrarlo. Si colaboras, prometo no decir nada —explicó mirándolo fijamente—. Nadie sabrá que fuiste tú y, para mí, esta conversación nunca habrá existido… Sin embargo, te juro que estoy dispuesta a…
—Al carajo. Está bien, está bien… —dijo moviendo la cabeza, deseoso de terminar con lo que fuera que estuviera pasando con la desconocida que tenía delante—. Tiene razón… Un grupo de cinco hombres entraron hace unos días como refuerzo. Supongo que vienen subcontratados por el hotel…
—¿Cómo se llama la empresa?
El chico levantó los hombros.
—¿Qué se yo? ¿Sabe? Aquí no se viene a hacer amigos. Al menos, yo no los he hecho todavía, y tampoco tengo intenciones. Solo busco trabajar, ganar algo de dinero… Fueron contratados para servir de apoyo en el cóctel. Eso es todo lo que sé. El evento de ayer era importante…
—¿Quién los contrató?
—No tengo las respuestas. Supongo que el departamento de Recursos Humanos. Escuche, prométame que…
El tiempo se agotaba. El chico no podía serle de más ayuda.
—¿Eran todos hombres?
—Eso creo.
—No te pasará nada —dijo ella tajante y se levantó del taburete. La compañera miraba desde lo lejos, junto a una mesa—. Gracias por tu ayuda.
—Espere, ¿cómo sé que puedo confiar en usted?
—No puedes —respondió y abandonó el restaurante.
Una vez más, tomó las escaleras tras asegurarse de que no la seguían.
Bajando, escuchó la voz de dos hombres interrogando a varios de los huéspedes. Pronto llegarían al restaurante, así que se dio prisa por desaparecer de allí. Poco antes de alcanzar el vestíbulo, divisó el escenario para escaquearse sin ser observada.
Los agentes de paisano seguían con su interrogatorio en la recepción. Un grupo de la Policía Científica entraba en el ascensor para tomar nuevas pruebas de la escena del crimen. Se vio asfixiada por la situación. Tenía que abandonar aquel hotel como fuera o, mejor dicho, como pudiera, sin activar las alarmas.
Bajando la vista, se dirigió hacia la puerta principal, evitando el contacto visual con los hombres que merodeaban por el vestíbulo, que en su mayoría eran agentes. Sin mentar palabra, pasó por detrás de una pareja que hablaba sin notar su presencia, hasta que el halo de perfume despertó la atención de uno de ellos.
Apresurada, Dana caminó en línea recta hacia la entrada.
Estaba cerca, tenía el corazón a punto de estallar pero, sabía que en cuanto llegara a la Gran Vía, se subiría al primer taxi que pasara. Entre tanta multitud, sería imposible encontrarla.
La capacidad de reacción del agente fue lo suficientemente rápida como para girarse a tiempo.
—¿Y esa mujer? —preguntó. Dana notó cómo se unía una tercera voz—. ¿De dónde ha salido?
—¡Oiga! ¡Alto, señora!
Pero la agente no contestó.
El aire de la calle la revitalizó. La adrenalina se apoderó de ella.
Hubiera sido fácil identificarse y decir que no tenía nada que ocultar, pero eso habría echado por tierra su promesa y roto el pacto que tenía con Escudero. Sabía que estaba a punto de cometer una negligencia, un error que pasaría factura, tarde o temprano pero, como agente, su deber era el de no existir, al menos, para una gran proporción de la población.
Antes de que los hombres cruzaran el umbral que separaba el hotel de la calle, Dana echó a correr a contracorriente, en dirección a la plaza de Callao, tropezándose con las hordas de gente que iban en sentido contrario. Dos agentes salieron tras ella. La confusión provocó que los transeúntes se asustaran. Los gritos de los más sensibles provocaban círculos vacíos, como la onda expansiva de una gota de agua en una charca tranquila.
—¡Alto, Policía! —gritó uno de los agentes, totalmente desorientado, cuando llegó a la boca de metro. Para entonces, Dana caminaba a paso ligero bajo sus gafas de sol, camuflada entre los cuerpos que atravesaban la calle de Preciados y con destino a la Puerta del Sol, por donde desaparecería sin armar más revuelo.
Los agentes de paisano continuaron cuesta abajo, separándose por las paralelas que llegaban a la famosa plaza central.
Creyendo haberse salido con la suya, llegó a uno de los cruces, más relajada, hasta que logró reconocer al mismo hombre que había estado interrogando a la recepcionista en el hotel. Sospechó que, probablemente, su compañero siguiera sus pasos por la paralela, para terminar encontrándose donde desembocaba el resto de las calles.
Dispuesta a arriesgar, cambió de rumbo, entró por la puerta del gigantesco centro comercial que ocupaba gran parte de la cuesta y buscó una de las salidas traseras más cercanas.
Entre electrodomésticos, pantallas de gran tamaño y aparatos de electrónica, la agente encontró la salida al otro lado del último pasillo cuando, por desgracia, escuchó, de nuevo, esa voz.
—¿Ha visto entrar a una mujer morena ahora mismo? —preguntó uno de los hombres a la dependienta.
—¿Se refiera a aquella?
Había subestimado la habilidad de aquellos dos hombres.
Antes de que la dependienta terminara de señalarla, Dana cruzaba, de nuevo, la puerta de cristal. La salida daba a la calle del Maestro Victoria, una cuesta amplia peatonal con menos tránsito de lo habitual. En una carrera de fondo, terminarían atrapándola.
Como último intento, antes de entregarse, buscó con la mirada un milagro que no tardó en aparecer. Un silbido llamó su atención desde el interior de un Uber.
—¡Dana! —la llamó alguien por la ventanilla trasera.
El agente Ponce se encontraba en el interior del vehículo.
Dana corrió y se montó antes de que los agentes llegaran a verla.
Cuando cerró la puerta, los dos policías no sospecharon de aquel vehículo negro que se perdía calle abajo.