13

Sentados en una de las terrazas de moda de la ciudad, la agente Laine miraba a la Puerta de Alcalá, en el centro de la plaza de la Independencia, y a la cola de coches que rodeaba la glorieta. El refresco de naranja se calentaba bajo el resplandor del sol. Le temblaban las manos. Ponce abría un sobre de azúcar y lo derramaba sobre el café con leche que había pedido.

Dana aún esperaba una explicación.

—No podía dejarte sola —dijo ocultando su mirada en las gafas de sol Carrera.

La agente no salía del asombro. Probablemente, en el otro extremo de la ciudad, los agentes del cuerpo de Policía Nacional que la habían perseguido, estarían buscándola por las calles del centro.

A la vez, con la máxima tranquilidad, como si aquello fuera un juego del escondite al que acostumbraba participar, Ponce se permitía dejarse ver en uno de los lugares más concurridos de la capital.

—¿Te parece divertido? —preguntó ella incómoda.

—En absoluto.

—¿Cómo sabías qué…?

El agente la interrumpió y bajó la montura de sus lentes, para mostrarle los ojos. Ella no entendió que pretendía transmitirle con ese gesto pero, si buscaba consolarla, no lo estaba logrando.

—Tarde o temprano —dijo con la mirada clavada en sus pupilas—, tendrás que confiar en alguien.

—No nos conocemos todavía.

—Estamos en el mismo bando, Dana —replicó—. Escudero es una mujer complicada. Ha puesto mucha presión en ti. No te ofendas, pero no debería haberte enviado al hotel…

—Crees que no estoy preparada —contestó. Él empujó el puente de las gafas hacia atrás cuestionándose su respuesta—. No es una pregunta.

—Ese es tu problema, no el mío —dijo tajante. Dana sintió las palabras como clavos en su pecho—. Solo considero que necesitas un apoyo.

—Si tú lo dices… ¿Qué hay del tuyo?

Ponce miró hacia otro lado. Dana había tocado la fibra sensible del agente.

—¿Qué has descubierto del asesino de Pototsky? —preguntó y tomó una postura crítica hacia ella.

La agente se cuestionó si le había ofendido con su pregunta o si, realmente, se había dado cuenta de que estaba sobrepasando sus límites profesionales.

Aquello la devolvió a su presente, a su fortaleza, aunque no podía dejar de pensar en aquellos hombres corriendo tras ella. La ciudad era lo suficientemente grande como para esconderse sin que la encontraran durante días. Probablemente, no volvería a saber de la Policía si no se buscaba nuevamente problemas. Pero, como cada persona, temía encontrársela en cualquier momento, al igual que le había pasado al romper con Carlos.

En ocasiones, por muy extenso que sea el lugar en el que se vive, nuestra mente habita en una celda en la que todo es posible.

—¿Quieres la verdad? No tengo nada.

—¿Todo esto para nada? —preguntó y resopló.

El gesto ofendió a la agente, que se tragó la bilis mezclada con el refresco de naranja que había pedido. Llegó a pensar que su acercamiento había sido una farsa, que el agente Ponce estaba allí para darle una lección. Muchos hombres disfrutaban con ese tipo de demostraciones para reafirmar su autoridad. Sobre todo si, quien los escuchaba, era una mujer con un rango inferior.

—Un empleado del restaurante ha confirmado que, unos días antes del evento, contrataron a cuatro hombres como refuerzo para el cóctel.

—Interesante. ¿Cómo sabes que no te ha mentido?

Dana se mordió la lengua.

—Sigo mi instinto.

—Eso es bueno. Pronto aprenderás que el instinto es solo una parte de la ecuación en este oficio.

Pensó en levantarse y abandonar al cretino que tenía delante pero, por mucho que le pesara en ese instante, estaba en deuda con él. Quizá fuera otra prueba más, una de las tantas que iba a tragar hasta que se ganara algo de respeto. Cuanto antes aprendiera a tragarse el orgullo, antes aprendería a manejar a los hombres como él.

Ponce sacó una pitillera metálica del bolsillo. La abrió. El reflejo del sol golpeó en la cubierta. Después dejó ver una fila de siete cigarrillos rubios, perfectamente alineados.

—¿Fumas? —preguntó ofreciéndole un filtro. Ella negó con la cabeza y él sonrió—. Mejor… Uno de ellos es explosivo.

La broma consiguió sacarle una sonrisa a la agente, aunque no sería suficiente para bajar la guardia.

—Vamos, mujer… Estaba poniéndote a prueba —dijo finalmente tras encenderse el cigarrillo—. Escuché tu conversación con Escudero. No iba a permitir que te metieras sola en la boca del lobo. Era un nido de culebras e ibas a pagar el muerto de una operación que ha salido mal desde el principio…

—¿De qué estás hablando? —preguntó como una aprendiz—. Mira, Ponce, si intentas arreglarlo ahora…

Su réplica no pareció ser de buen recibo. El agente se mostró indiferente, aunque su tono insinuaba lo contrario.

—En absoluto. Cree a quien tú quieras —reparó—. Solo te digo lo que pienso, aunque tampoco significa que te esté diciendo la verdad. Acabas de llegar. Sacarás tus conclusiones por ti misma, si consigues quedarte…

Dana se quedó perpleja. Después se puso en pie, dispuesta a abandonar la conversación.

—Agradezco tu colaboración, pero no tengo por qué aguantar más tus comentarios.

Ponce sujetaba el cigarrillo entre los dedos, mirándola con indiferencia.

Era un auténtico cabrón.

—No serán los peores que escuches —respondió con voz grave y exhaló el humo. Dana apretó el puño izquierdo. Le hubiese gustado romperle la mandíbula en ese momento, pero era evidente que no podía arruinar su futuro de esa manera tan absurda. Debía actuar por encima de situaciones así. Había sido entrenada para ello—. En esta partida no hay tablas, Dana, se juega hasta el final. Si te levantas… pierdes.

—Ahórrate el consejo. He escuchado demasiados en las últimas horas.

—Estoy de tu lado, no lo olvides… agente.

«Piérdete, gilipollas», respondió en su interior y caminó hacia la plaza para subirse a un taxi que estaba parado.


Por medidas de seguridad, pidió al conductor que le dejara a un par de calles antes de llegar a su domicilio. Todavía se sentía extraña con esa maniobra, incluso una farsante al solicitarlo, pero debía acostumbrarse a su nueva vida, aunque Ponce no le augurara un futuro muy largo entre las filas del Centro.

Regresó a casa en silencio, dándole vueltas al duro encuentro que había tenido con su compañero. La acidez del agente se había apoderado de ella, como una medusa agarrándose a la pierna. Y ahora el picor de su veneno era incontrolable.

No habían pasado cuarenta y ocho horas desde que había comenzado su nueva vida, y sentía que no estaba preparada para continuar con ella. Esperó que se debiera a una anomalía, un episodio puntual, una fase que pronto dejaría atrás y que vería en la distancia como una anécdota graciosa.

Apartando las palabras tóxicas del compañero, que no habían hecho más que agrietar su caparazón, se agarró a la posibilidad de que Escudero, la jefa, la hubiese utilizado a su antojo.

Solo pensarlo, la enfurecía.

Toda su vida había estado combatiendo, psicológicamente, la manipulación de una madre que vivía como una sombra permanente, estuviera o no presente en su vida.

Por una vez, podía demostrar, sin ningún tipo de deslealtad, que era capaz de cumplir con lo que prometía, demostrando su capacidad antes de ser cuestionada. Sin embargo, Escudero no parecía muy distinta a la clase de mujer que era su madre. Tal vez esa era la razón por la que, solo algunas personas como ellas, llegaban tan lejos.

Agotada por el agujero negro de pensamientos que la había absorbido en la última hora, caminó a casa por la calle de Ponzano, con la idea de pedir comida china a domicilio, darse una ducha y ver un documental en Netflix sobre Keith Richards.

A escasos metros del portal, miró hacia ambos lados de la calle y se aseguró de que nadie la seguía. A esas horas de la tarde, el barrio comenzaba a llenarse de actividad juvenil y desenfrenada, ocupando los interiores de los bares y de las terrazas en las que aún pegaba un poco el sol. Universitarios y nuevos oficinistas, dispuestos a desconectar del mundo, para conectar con la vida, aunque fuese por un rato.

Sonrió tontamente, sin saber muy bien por qué, contagiada de esa alegría que nunca había sentido al haber renunciado, sin opción, a esa clase de vida.

Al entrar en el apartamento, notó el olor a cerrado, a hogar abandonado y vacío. Dana nunca había sido muy casera. De hecho, se resistía a pasar los domingos en el sofá viendo la televisión o leyendo un libro.

Con Carlos, aquello cambió por una temporada.

Él no era un hombre de planes, ni de salir a la calle a menudo.

Le gustaba ir del trabajo a casa, exceptuando los fines de semana, donde prefería quedarse en los bares de moda. Puede que esa fuera otra, de las muchas razones que provocaron el colapso de la relación. Y es que parecía que su compañero viviera por y para el fin de semana, sin proyectos de futuro, como un eterno universitario. Quizá fuera la crisis de los treinta, de los cuarenta o, tal vez Carlos arrastraba con él una crisis constante. La falta de compromiso con ciertos desafíos de la edad, la incapacidad por desarrollarse dentro de su entorno, por progresar, provocó que Dana se fuera alejando de él, poco a poco, sentimentalmente hablando.

Había muchos hombres como él, empeñados en tener la razón frente al resto, pero atemorizados por su propia autoestima.

Pero Dana no se dio cuenta de aquello hasta ese momento, en el que vio por primera vez, aunque levaba meses abandonado en la entrada, el paraguas negro que Carlos había olvidado después de mudarse.

Entró, dejó el abrigo sobre el sofá del pequeño salón y buscó una Coca-Cola en la nevera. Ahora solo quedaban dos en la parte superior. El resto de los estantes estaban vacíos.

El recordatorio amoroso no había sido fruto de la casualidad, sino una pequeña señal de su subconsciente.

Tras un burbujeante trago de refresco, intentó conectar el rostro de su expareja con los acontecimientos del día anterior.

Desde la interacción con Pototsky en el interior de la habitación, no había dejado de pensar en un pequeño detalle que le había llamado la atención.

Un error léxico. Una fallo neuronal. En un primer momento, no le dio importancia. El ucraniano no parecía un experto en su propia lengua. Normalmente, los nativos eran incapaces de percatarse de los errores que cometían al hablar en su lengua materna, a diferencia de quienes la estudiaban desde fuera.

«Seguramente sea una confusión», se dijo mordiéndose el labio inferior con la lata de aluminio en una mano y el teléfono en la otra.

Dana pensaba frente a la ventana, con un mechón largo y oscuro cayendo sobre la frente.

En la Agencia se lo habían dejado claro: nada de terceras personas al tanto de la situación. Hacer esa llamada comprometía muchas cosas.

Telefonear a Carlos, lo implicaría en todos los sentidos.

Debía buscar las palabras adecuadas, sin llamar su atención porque, después de todo, Carlos, además de un ser celoso y posesivo, se entrometía en todo. De saberlo, jamás habría aceptado que Dana ingresara en el CNI. Como buen utópico idealista, estaba en contra de formar parte de los tentáculos del Estado, siempre y cuándo este no fuera como él imaginaba.

—¡Al cuerno! —bramó en voz alta y marcó el número de teléfono.

A esas alturas, después de meses sin saber el uno del otro, el filólogo tendría el número de la agente bloqueado, o renombrado con un no coger en mayúsculas. Así y todo, dentro de su ser, tenía esperanza de que le diera una oportunidad. Dana sabía que le había partido el corazón sin estar preparado. No había pasado el suficiente tiempo para recuperarse de un golpe así.

Esperó hasta el tercer tono, después Carlos canceló la llamada.

El rechazo le dio confianza a la agente. Solo debía insistir un poco más.

Cuando volvió a telefonear, el filólogo no tardó en atender la llamada.

—¿Sí?

—Hola, ¿puedes hablar? —preguntó ella, directa y sin preámbulos. ¿Realmente había que fingir que no había sucedido nada con una conversación absurda?, se cuestionó. Cuanto antes lo afrontaran, sería mejor para los dos—. No quiero molestarte, pero eres la única persona a la que puedo acudir.

Carlos suspiró al otro lado.

El corazón se le salía por la boca.

—¿Qué sucede?

Sus preguntas eran lentas. Le costaba hablar.

—En persona, mejor —contestó—. ¿Podemos vernos?

Él volvió a suspirar.

—No sé… —dijo, creando un misterio inexistente, jugando una partida en la que Dana ya era ganadora—. ¿Cuándo?

La agente comprobó la hora.

—A las nueve en el Iberia. ¿Te parece?

—Nueve y cuarto —corrigió él. Le gustaba siempre tener la última palabra, pero Dana no iba a discutir. Era absurdo. Carlos no parecía haber cambiado tras la ruptura.

—¿Carlos?

—¿Sí?

—Gracias.