15
Una cámara de vigilancia del hotel lo había filmado todo.
Las capturas del vídeo estaban sobre el tablero, frente a Dana. Una mesa rectangular de color verde turquesa, fría, en el interior de un cuarto iluminado y aséptico, como si fuera la cámara frigorífica de una fábrica cárnica. Los dos hombres esperaban de pie, con las manos apoyadas en la cintura, a que les diera una explicación.
—No hay duda de que es usted —dijo el inspector Olmos, el primero que la había visto entrando en el hotel. Dana pensó que tendría unos cuarenta años. No estaba casado, o no quería llevar la alianza en el dedo corazón, y lucía una barba áspera de varios días. Su apariencia, de cabello oscuro, mirada de color oliva y complexión atlética, le hizo recordar a Enrico, el italiano que había conocido en la fiesta.
El compañero, algunos años mayor, aunque más descuidado físicamente, se había presentado como el inspector Llanos. Era gallego, intentaba ocultar el acento, pero la melodía de su voz hacía difícil encubrir el origen. En unos segundos, la agente intuyó que tenían una buena relación, que no existía rivalidad entre ellos, sino esa fraternidad entre agentes que difícilmente había encontrado desde que pasara las pruebas del CNI.
Pese a todo, no sintió envidia por ellos. Le daba igual. Estaba acostumbrada a estar sola y desconocía si algún día sería capaz de encontrar eso que los dos policías compartían. Amistad, lo llamaban. Ni siquiera Carlos había logrado completarla.
Dana miró a las fotografías y selló los labios. Llanos sujetaba una hoja. Era un informe con la ficha de Dana Laine en el que, al parecer, no existía dato alguno de su nueva profesión.
—Es usted intérprete, señora Laine —dijo Llanos con gesto serio. Era una mujer, pero la trataban como a un hombre—. Al parecer, habla muchos idiomas. Supongo que tendrá mucho trabajo.
Dana alzó la mirada y se la clavó al inspector de un modo desafiante. Su respuesta no le gustó nada al gallego. En el CNI se infravaloraba a cualquier otro tipo de personal que trabajaba para el Estado.
Esa era la idea que intentaban transmitirles desde el principio: estaban por encima de cualquiera, aunque debían respetarlos a todos. Lamentablemente, la soberbia se apoderó de ella y había cometido un error de principiante.
Olmos, antes de que su compañero la tomara con la detenida, se anticipó a la respuesta.
Señaló a la fotografía en la que Dana había esperado a Ponce, momentos previos a que este le entregara la tarjeta. Por fortuna, no había rastro del agente, solo de ella.
La segunda tira de capturas era junto a Pototsky, entrando en su habitación. El resto de imágenes eran del tiroteo. Se podía observar una secuencia borrosa del desconocido empujando la mesa móvil con el pedido.
En la segunda ráfaga de fotogramas, Laine huía por el pasillo, una vez hubo entrado el asesino, pero no había rastro de la huida de aquel hombre.
—Después de lo que sabemos, iré directo al grano —dijo y señaló la primera secuencia—. Una hora antes de que se produjera el asalto, usted estaba aquí, frente a la habitación 709, una estancia que no estaba a su nombre, sino reservada por un tal Álvaro Ponce. Después, se marcha y aparece más tarde aquí, junto a este hombre, entrando en la 307, habitación del señor Aleksandr Pototsky. A los quince minutos de entrar, este empleado del hotel acude a la habitación con un pedido del señor Pototsky. Se producen tres disparos, el hombre que la acompañaba muere, el asaltante desaparece y usted sale ilesa…
Su interior temblaba como un flan, pero había aprendido a camuflar la verdad.
Aquellos dos hombres no eran diferentes a los sujetos a los que se había enfrentado previamente. Tampoco lo eran a Carlos.
Dana estaba concienciada para salir airosa. Tan solo tenía que permitir que hablaran más de la cuenta, que se cansaran de ella. Existía un punto en el que, una de las dos partes, terminaría por tirar la toalla. Pronto, se pondrían más nerviosos de lo habitual. Las fotografías no explicaban nada y carecían de pruebas para implicarla en un asesinato. Estaba dispuesta a probar cuán lejos podía llegar.
—Escuche, señorita… Quizá nosotros no hablemos tantas lenguas como usted —agregó Llanos cruzándose de brazos ante la pasividad de la agente—, pero sabemos cómo interpretar esto.
—De verdad, soy inocente y no sé de lo que me hablan. Están cometiendo un error —respondió con cierto enfado en su expresión—. No pueden detenerme por unas fotografías en las que ni siquiera se aprecia que soy yo.
—Pero es usted quien entró en esa habitación —preguntó Llanos—. ¿Me equivoco? ¿Qué hacía allí?
—No sé de qué me habla, inspector.
—¡Vamos! —bramó el gallego—. ¡No me jodas!
—Ya se lo he dicho —dijo y alzó la vista. Esos dos hombres la querían entre barrotes. Dana relajó los párpados—. Lo siento. Esa mujer de la fotografía, no soy yo.
—¿Por quién nos toma, señora Laine? —preguntó Olmos—. Se cree muy lista, ¿verdad?
—Tengo derecho a llamar a mi abogado. No pienso decir nada más.
Por su expresión, entendió que esos dos inspectores iban a apretar hasta que no quedara aire en su interior. Identificarse habría puesto en un aprieto a Escudero, así como a la propia agencia. Sería un escándalo y un bochorno personal, pensó. Cualquier información que declarara sobre Pototsky, haría peligrar lo que pudiera suceder después.
A diferencia de aquellos dos hombres, que buscaban un culpable, Dana intentaba entender qué había llevado al ucraniano hasta Madrid. Para ella, era evidente que la muerte del desconocido, solo había sido parte de un plan más ambicioso.
Con Pototsky oficialmente muerto, tendría el margen de maniobra suficiente para resolver lo que fuera que llevara entre manos, al menos, si no descubrían su movimiento antes de tiempo.
Los dos tipos se miraron en silencio. Querían hablar, comentar qué hacer, pero no pensaban tener esa conversación delante de ella.
Olmos, el más apuesto y empático, había sospechado desde el primer momento de la agente. Ella lo detectó en sus ojos, en la forma en la que la miraba, sin miedo ni credibilidad alguna, y no como hacía el pobre Carlos.
Llanos, el compañero, tampoco se había creído el teatro barato de Laine, pero parecía más concentrado en terminar con el asunto y pasar a otros quehaceres.
Una hora más tarde, dado que no tenían nada que pudiera retenerla, dejaron en libertad a la agente.
—Yo que usted, no me iría muy lejos —advirtió Olmos en la puerta de la comisaría—. Avísenos de cualquier desplazamiento que realice. Volveremos a vernos, señora Laine.
—Por supuesto, inspector… —respondió y se subió al taxi que la esperaba en la puerta—. Espero que en otras circunstancias.
Los ojos de aquel tipo se clavaron en la ventanilla trasera.
El coche desapareció como un proyectil por la avenida de edificios y asfalto.
Despertó al sentir una fuerte pérdida de equilibrio.
Cuando abrió los ojos, descubrió que no había nadie a su alrededor.
Estaba confundida. El sueño se había repetido.
Notó el sudor salado en el labio superior.
La camiseta que utilizaba para dormir, ahora parecía una toalla empapada pegada a su pecho. Respiró hondo, se alegró de seguir viva. En ocasiones, creía que jamás despertaría.
Estiró el brazo hacia la mesilla de noche y agarró el bolígrafo y el cuaderno que había junto a la lámpara. Antes de que se le olvidara, buscó una página en blanco y describió, con la mayor nitidez posible, los detalles de la pesadilla. Sabía que tenía que darse prisa, pues las imágenes vívidas desaparecían de su memoria en cuanto entrara en el estado de vigilia.
A medida que llenaba las líneas de aquella página cuadriculada, recordó que, en esta ocasión, no había logrado ver el rostro de su verdugo.
La misma escena, el mismo cuarto en la que, una Dana más joven y con el cabello más largo, era asfixiada contra la almohada de su cama.
Sobrepasada, sin leer el último sueño, cerró el cuaderno y lo dejó en el suelo. Después miró hacia la ventana. Todavía era de noche, así que comprobó la hora en el despertador que había junto a la lámpara.
«Las cinco y media… Es un disparate», dijo en silencio. Era demasiado pronto, pero era consciente de que no volvería a conciliar el sueño.
Bajó de la cama y fue directa a la ducha. Después de diez minutos bajo el chorro de agua fría, preparó una cafetera y regresó a la carpeta amarilla que había sobre la mesa del salón.
Encendió una luz, puesto que el sol no había salido todavía, y revisó el informe de Aleksandr Pototsky.
Volvió a comprobar la hora. No podía esperar más. Tenía la sensación de que, cada minuto que pasaba, era una pérdida de tiempo.
Finalmente, terminó el café de un trago, sacó el teléfono móvil y buscó el número del agente Ponce en la agenda. Había sido un acto inconsciente, pero no supo a quién recurrir.
—¿Qué horas son estas para llamar?
—Lo siento. ¿Te he despertado?
—En realidad, no —dijo con la voz grave de alguien que no dormía lo suficiente—. ¿Qué pasa, Laine? ¿Las pesadillas no te dejan dormir?
Un nudo en la garganta la dejó sin habla. Dana miró a las ventanas del salón con inseguridad. Después le restó importancia al comentario. Estaba sobresaltada, eso era todo.
—¿Podemos hablar? He descubierto algo importante.
—¿Cómo de importante? Ni siquiera han apagado las farolas.
—Ponce, es urgente.
—¡Pardiez! ¿Más urgente que mi desayuno?
—Creo que deberías saberlo antes de que se lo cuente a Escudero…
—Entiendo.
—Desconozco si esta línea es segura…
—No hay nada seguro en esta vida, agente.