18
El asunto de Pototsky había trascendido a las diferentes secciones del departamento. Reunidos en una sala de juntas, junto a otros siete agentes más, los agentes Laine y Ponce escuchaban con atención las directrices que Escudero indicaba junto a un proyector de gran tamaño.
Dana había dado en el clavo, aunque Escudero no lo reconociera en público.
La Policía Nacional no había logrado identificar todavía el cadáver de la víctima del hotel, por lo que se descartaba que fuera Aleksandr Pototsky. Sin embargo, las cámaras de vigilancia sí que habían captado el rostro de la persona que había disparado contra el hombre que acompañaba a Dana.
—Estas imágenes que les voy a mostrar a continuación, fueron tomadas hace dos noches en el hotel Hyatt de la Gran Vía, momentos antes de que la agente Dana saliera airosa del tiroteo —dijo buscando en el ordenador portátil las fotografías. Dana notó un duro pesar en su estómago. Aquello significaba que Escudero había estado en contacto con el Comisario de Madrid y, por ende, se le habría notificado lo ocurrido el día anterior. Pero aquello no era lo que más le sorprendería.
Cuando Escudero abrió las fotografías, un amargo sabor a derrota se apoderó de su boca. Las piernas le temblaron. No podía creer que fuera cierto.
—Este es Aleksandr Pototsky —dijo señalando una fotografía de gran tamaño, aunque deteriorada por la mala resolución de las cámaras.
En ella, el sujeto aparecía saliendo del cuarto de empleados, vestido con la indumentaria del servicio de habitaciones. Los rasgos tostados, el cabello de color carbón y esa mirada hundida. No tenía la menor duda de que había sido engañada desde el primer momento.
Enrico Mancini era el auténtico Aleksandr Pototsky.
Lentillas de color, vello facial, cabello largo y un admirable acento mediterráneo. No había desaprovechado su tiempo en prisión.
—Quédense con su rostro porque es el peligroso hombre que esta noche estará, si todo marcha tal y como se espera, en el Palacio de Cibeles, preparado para atentar contra la integridad de Vólkov antes o después de su puesta en escena… Por eso, deben ser extremadamente precavidos y silenciosos. Es una operación muy delicada y, además de la vida de este hombre, nos jugamos la reputación en Europa… No es necesario mencionar que el dispositivo de vigilancia que desplegará la Policía será extremadamente fuerte… Por tanto, ándense con cuidado, no llamen la atención de los agentes y, por lo que más quieran, no se identifiquen si no es estrictamente necesario… Este hombre no es un aficionado, sabe lo que hace, lleva años saltándose la seguridad de diferentes países, acaba de salir de prisión y es un auténtico camaleón, repito… Esta vez se ha burlado de nosotros… No podemos consentirlo de nuevo.
Dana se había quedado sin habla al contemplar la fotografía de Pototsky proyectada en la tela blanca.
—¿Te ocurre algo? —preguntó Ponce, que se sorprendió al ver su reacción.
—Es él. ¿No lo reconoces?
El agente volvió a mirar la imagen, esa vez con más detenimiento.
—Maldito desgraciado… —comentó.
El murmullo llegó hasta la primera fila.
—¿Sucede algo, agente? —preguntó Escudero. El resto de agentes se giró hacia el hombre. El corazón de Dana latía a cien por hora. Tan solo esperó que no lo hiciera público. No podía soportar otra humillación—. Se le ve preocupado.
Ponce suspiró y se dirigió a la jefa.
—Estaba memorizando la cara de ese malnacido.
—Modere su lenguaje —dijo y se escuchó un pequeño murmullo. Ponce miró a Dana y le entregó una mueca—. Ahora, todos a trabajar. Recibirán en su correo las instrucciones que les correspondan. Si tienen alguna cuestión, estaré en mi despacho para discutirla.
Los siete agentes que se habían reunido, abandonaron la sala de juntas entre murmullos y silencios.
—Lo tuvimos delante —dijo Ponce.
—Agente Laine, ¿puede venir un momento? —dijo Escudero desde su ordenador.
Ponce giró el cuello.
—Siempre consigue lo que quiere —murmuró—. Lamento que te haya tocado a ti.
El compañero se marchó con paso firme y Dana dio media vuelta.
Ahora estaban solas, de nuevo, sin teléfonos ni momentos comprometidos de por medio. La mirada de Escudero volvía a ser la de esa mujer fría que observaba desde lo más alto. Dana se preguntó si se acostumbraría a su presencia.
—¿Sí, señora?
—Agente, Laine… —dijo con tono de reprimenda—. No es necesario que lo oculte más. Estoy al corriente de lo ocurrido con esos dos inspectores…
—Señora…
—Odio que me interrumpan. No lo haga de nuevo, por favor —manifestó tajante cerrando los ojos, como si hubiera escuchado el chirrido de unas uñas contra la pizarra. Después recuperó la serenidad—. Agradezco que siguiera mi consejo y no les revelara su identidad. Hizo lo correcto. Eso solo le habría traído más dolores de cabeza.
—¿Qué pasará ahora?
—Nada. El Comisario y el CNI han llegado a un acuerdo para no interferir. Preocúpese de que no la detengan de nuevo. Nunca se sabe…
—Entendido.
—Ahora, póngase en marcha. Pototsky debe ser capturado esta noche.
—Sí, señora.
Se sintió aliviada, pero no cantaría victoria hasta salir de su campo de visión.
—Gracias, Dana —añadió con un ligero gesto de complicidad en sus ojos, momentos antes de que se retirara de su vista. Le hubiese gustado hacerle un montón de preguntas, si aquel gesto se debía al éxito de su hipótesis o al apoyo en el cuarto de señoras.
Nunca lo sabría, porque Escudero era una mujer hermética que comunicaba sus emociones en un lenguaje encriptado.
De pronto, se había quedado sola, ante ese proyector y la imagen, ahora agridulce, de quien, en su más remota intimidad, seguía llamándose Enrico Mancini.
Se lamentó de haberlo conocido.
Los nervios eran palpables en el interior del departamento. Los nueve agentes trabajaban a toda velocidad, coordinados para que nada pudiera fallar.
Estudiaron el recinto, así como todas las posibles posiciones para efectuar un disparo a distancia.
Las probabilidades eran infinitas.
A esas alturas, Pototsky podía hacerse pasar por cualquiera, y no disponían del tiempo suficiente para verificar el listín de los empleados de cada una de las empresas de seguridad, catering y organización que iban a participar en el evento. La Policía no había sido informada de la amenaza del ucraniano. Eso habría activado un dispositivo de vigilancia aún más fuerte, corriendo la voz del peligro, generando un malestar entre los asistentes y provocando que Pototsky pudiera huir espantado.
Por tanto, esa noche debían estar despiertos, tener un ojo en cada uno de los rostros con los que se iban a cruzar. Existía la posibilidad de que el ucraniano apareciera en cualquier situación, en cualquier momento, y no se descartaba que tuviera un topo entre los invitados.
—¿Qué hay de la tecnología de geolicalización? ¿El seguimiento móvil? ¿Las cámaras de seguridad de la ciudad?
Ponce la miró extrañado.
—¿Qué te crees que es esto? ¿Una película de Jason Bourne? Esto es España, agente.
—Dios Santo… Será como encontrar una aguja en un pajar —dijo Dana estudiando junto a Ponce las salidas del Palacio de Cibeles—. Las variables son infinitas…
—Solo que esta sabe tirar del gatillo —contestó el agente—. ¿Estás bien?
—Sí, claro. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Mejor. Ahora mismo, sobre ti, carga una gran responsabilidad.
—¿A qué te refieres?
—Míralo como un reto. Si esta historia termina bien, tendrás un escritorio y una medalla en tu expediente. De lo contrario…
—¡Vete al cuerno, Ponce!
—Relaja tu carácter. Solo intentaba animarte.
—Pues no lo estás consiguiendo.
Ponce levantó la vista y vio a Escudero al fondo, en el interior de su despacho, teniendo una agitada conversación por teléfono.
Días difíciles para la jefa.
—Ella te eligió a ti, entre el resto de candidatos. Navarro quería a un hombre. Esta misión iba a ser más simple de lo que ha sido. No nos hacía falta saber ruso para atrapar a alguien.
—¿Cómo dices? —preguntó Dana desconcertada. Apartó la vista del monitor del ordenador y miró en la misma dirección que su compañero—. ¿Qué quieres decir con eso?
—No fue cosa de Navarro, sino de Escudero. Le dio la vuelta a la ejecución y convenció a los de arriba para que te trajeran a mitad de formación. Eso no suele suceder, a no ser que se trate de una situación muy delicada. Esta no lo era. Te quería aquí, con nosotros. Complicó de sobremanera el asunto, convenciendo al resto de que podrían conocer lo que Pototsky se llevaba entre manos, gracias a tu dominio de la lengua y… bueno… no te mentiré, a tus atributos físicos.
—Pero…
—Así es. ¿No te has dado cuenta? Está intentando cambiar la plantilla, el rumbo de todo esto. El contraespionaje está desfasado. Vamos con retraso respecto a Europa. Apenas hay mujeres en este departamento. Lo cual, no vendría mal que le dieran la patada a algunos…
—No entiendo nada, sinceramente —dijo frotándose los ojos—. Escudero no ha sido, precisamente, quien mejor me ha recibido.
—Si esperabas que se mostrara afectuosa contigo porque eres una mujer, siento decepcionarte —explicó—, pero no llores. Eso no significa que no te aprecie a su manera. Cada persona gestiona sus emociones como quiere o como puede. Pero no debemos pifiarla, Dana. Navarro tiene los ojos puestos en ella, a la espera de que cometa un desliz.
—Y ese desliz soy yo.
—Míralo como desees.
—Estoy intentando ver el vaso medio lleno, pero no pareces ser de ayuda…
Ponce dio un respingo.
—El único vaso que me interesa lleva un hielo y dos dedos de escocés.
Las palabras de Ponce calaron en sus sentimientos.
Si lo que pretendía era animarla, el efecto había sido contrario. Al fondo, Escudero parecía acalorada, preocupada por una situación que era superior a ella. Era muy pronto para que Dana conociera lo que ocurría allí dentro, pero comprendió que debía de ser grave por la expresión de esa mujer. Nadie merecía soportar tanta responsabilidad. O tal vez sí. Solo había que estar preparada para ello.
—¿Sabes qué? No lo haremos —contestó la agente finalmente, con el corazón en un puño, dispuesta a hacer lo que estuviera en su poder para resolver aquel embrollo. Después de todo, había esperado ese momento toda una vida—. No fallaremos, de nuevo. Esta noche, Pototsky dormirá entre rejas.
—Sí, mi capitana… —dijo sin énfasis—. Aunque me conformaría con desayunar otra vez rosquillas.