14
Decidió ir en metro, a pesar de que la línea que pasaba por su barrio no fuera directa.
Fue una decisión a conciencia.
Le costaba aceptar que, dentro de poco, aquello quedaría fuera de su vida, si es que no lo había hecho ya. No se trataba de esnobismo, sino de seguridad. Pero esa tarde optó por saltarse las normas, regresar a la normalidad de las vidas de gran cantidad de personas que, como ella, usaban el transporte público por comodidad y, muchas otras ocasiones, porque no había otro remedio. Conectó los auriculares a su teléfono y dejó que una lista de reproducción de clásicos de los ochenta hiciera el viaje más ameno.
Cuando subió las escaleras de la boca de metro de San Bernardo, lo vio allí, vestido con esa chaqueta militar desgastada, los vaqueros estrechos, el cabello largo, como si fuera un eterno surfista que nunca había visto el mar, y la barba trotskista que crecía sin fuerza. Carlos había vuelto a fumar sus cigarrillos liados, aunque nunca lo había dejado del todo cuando estaban juntos.
La única diferencia era que, ahora, no necesitaba ocultarse.
Junto a la puerta del Iberia, un céntrico bar español, de gloria justa y reconocida, esperaba como una herida del pasado que no había terminado de cicatrizar.
Cuando se acercó a él, sintió que el pulso se le aceleraba, aunque no entendía la razón. El cuerpo funciona sin explicaciones, pues son las emociones quienes se encargan de marcarnos el camino, aunque este no siempre sea el correcto.
La nostalgia se apoderó de ella.
En aquel bar, base de noches largas para muchos taxistas de la capital y último bastión para quienes necesitaban una copa cuando todo había cerrado, se conocieron por primera vez. Dana recordaba el momento como una velada extraña, aunque graciosa. Él no opinaba lo mismo, puesto que había roto horas antes con la que había sido su pareja de facultad. Ambos, arrastrados por diferentes grupos de amigos que no se conocían de nada, terminaron a deshoras en la barra de aquel lugar, entre conductores sobrios y juerguistas ruidosos que no se daban por vencidos. Tras una confusión a la hora de pedir, Dana se fijó en los ojos del filólogo, que la miraban con una ebria fascinación. Tras abrir la conversación, pronto intimaron.
Él no tardó en parafrasear algo de Tólstoi y ella, lejos de quedar prendada, se dijo que aquel chico mono, al menos, era interesante. Por desgracia para Carlos, esa noche, Dana se marchó sin entregarle el teléfono. Dos semanas más tarde y con menos alcohol en sangre, un congreso de lenguas eslavas los volvería a reunir de nuevo.
Pero, al igual que la información meteorológica, las personas cambian con el paso del tiempo, las personas cambiaban con el paso del tiempo, desechando lo viejo, muriendo lentamente y dejando paso a lo nuevo, a la vida, a lo desconocido. En el corazón de Dana, no albergaba nada más que un dulce recuerdo, amargado por el desastroso final que no había sabido cerrar.
—Hola —dijo ella plantándose delante de él y levantando los talones del suelo. Carlos se fijó en sus ojos claros, tan brillantes como siempre, en esa melena oscura y en el eternamente bello rostro que había sido incapaz de olvidar.
Esa mujer era criptonita para él.
La agente le sonrió y le dio un beso en la mejilla.
Carlos apagó el cigarrillo contra el cenicero y le devolvió el beso, agarrándola por el hombro.
—Hola, Dana.
Eso fue todo lo que dijo.
—Sé que no es fácil, Carlos, pero necesito tu ayuda… De verdad.
La mentira y el entrenamiento. El rostro de preocupación, que ni se había molestado en preparar, hizo el resto del trabajo.
—Claro, Dana… Será mejor que vayamos dentro. Empieza a refrescar.
Primero pasó él al interior del bar, rompiendo con la falsa cortesía que había practicado durante años. Sin más dilación, cumpliendo con las directrices del protocolo, la agente miró a ambos lados para asegurarse de que nadie conocido los podía ver y siguió los pasos de su expareja.
El bar tenía la clientela típica de un día sin fútbol. Hombres, en su mayoría, y alguna pareja que ocupaba las mesas que había junto al cristal de la calle o la máquina de juego.
Carlos se sentó al lado de la cristalera. Así podría evitar los ojos de Dana cuando se sintiera incómodo, sin que pareciera demasiado obvio.
En su expresión, Dana sintió que había un halo de esperanza por volver a estar juntos. Se sintió mal. Era patético.
Se sentaron a una mesa de dos, pequeña y cuadrada. Enfrentados, esperaron a que el camarero del bar les sirviera dos cervezas dobles y un plato de patatas fritas de bolsa. Carlos dio un largo trago al vaso, tan pronto como lo tuvo en sus manos. Dana no sabía por dónde empezar. Al ver la actitud del filólogo, un brindis tampoco hubiese sido la mejor forma. Se preguntó por qué los hombres llevaban tan mal las rupturas.
—¿Cómo te va? —preguntó él fingiendo desinterés, mirando al cuenco de patatas y esperando a que ella le contara la verdad. Dana se mojó los labios con la cerveza—. ¿Sigues en esa empresa de traducción?
La agente lo había olvidado por completo.
Una de las tapaderas era, precisamente, el curso de formación que la empresa le había dado. Razón por la que había desaparecido del mapa.
El ingreso en el CNI había provocado una forzada ausencia en su puesto de trabajo, siempre justificada gracias a los hilos del Gobierno. Sin embargo, para Carlos, la realidad era diferente. Desde la llamada que terminó con todo, por razones obvias, la empresa reemplazó a Dana por otro intérprete, que era quien ahora colaboraba con la universidad en la que Carlos trabajaba como profesor.
Dana frunció el ceño y se apretó el pulgar contra el resto de la mano. Ahora entendía por qué hacían tanto hincapié en separar la vida personal de la profesional. No solo por protegerse a sí mismos, sino también para proteger la verdad de las personas como Carlos, y no al revés.
Llegada a esa situación, un fallo técnico, una pista por error y Carlos podría provocar un incendio con sus preguntas, buscando llegar hasta el fondo del agujero.
La agente retiró el mechón que le colgaba de la frente y lo echó hacia un lado. Después tomó aire para ganar tiempo y preparó su movimiento. En cuestión de segundos, sus manos cogían las del chico, desatando así un colofón de emociones contradictorias. Dana reguló el tono de voz y lo miró a los ojos con un brillo radiante.
—¿Cómo estás? —preguntó con empatía. Era consciente de lo que hacía, pero no estaba dispuesta a permitir que siguiera avanzando. Una vez volviera a controlar la situación, regresaría a su intención—. La casa parece el doble de grande…
—Dana… —dijo él apartando las manos y cargando los pulmones de aire.
—Está bien, está bien, lo siento… —contestó lamentándose de haber cometido un error—. Mierda, esto ha sido un error.
—No, espera, Dana…
—Escucha, Carlos… Solo quería hacerte una pregunta profesional y tú eres la persona que más sabe de este tema. Entiendo que no quieras ayudarme.
Tras la interpretación, esperó unos segundos a la reacción del filólogo. Estaba convencida de que se lo había contado a sus amigos más cercanos y, lo más probable, estos le habrían dicho que no regresara con ella. Todos lo hacían cuando se sentían débiles.
Era obvio que solo necesitaría algo más de tiempo para que los sentimientos afloraran.
—Es que es todo muy raro —insistió dolido y extrañado—. No he sabido de ti en meses y, ahora, vuelves con esto… ¿De qué vas, tía? ¿Dónde has estado? ¿Por qué no me llamaste ni una jodida vez?
La terquedad complicaba la conversación.
Guardó silencio. Carlos no los soportaba.
—No me hables de esa manera. Estuve donde siempre. Te recuerdo que tú tampoco descolgaste el teléfono.
Tenía razón y eso silenció la reprimenda.
—Vale, perdona… me he pasado —respondió y dio otro trago a la cerveza—. En fin, te conozco de sobra y sé que no me lo vas a contar.
—Tienes que confiar en mí.
—Siempre lo he hecho, Dana.
—Lo último que quiero es hacerte perder el tiempo.
—Dime en qué te puedo ayudar…
Dana recuperó el habla y volvió a mirarlo.
—¿De verdad?
—Que sí, venga… Antes de que me arrepienta.
—No te puedo dar demasiados detalles. Tenemos un contrato de exclusividad y privacidad con esta persona… Supongamos que estoy trabajando con un cliente ucraniano, con el que me comunico en ruso.
—¿Qué tiene eso de extraño? —preguntó con desaire y se echó una patata frita a la boca. Dana encontró otra de las razones por la que habían roto: Carlos carecía de modales.
—No me tomes por una estúpida —recriminó y continuó—. ¿Cuál es la posibilidad de que una persona nacida en el sur de Ucrania, incorpore, en su habla, palabras del bielorruso?
—Todo depende. Ya sabes lo que ocurrió con los ciclos de repoblación durante la Unión Soviética. Todos eran hermanos… ¿A qué te refieres?
Las imágenes de la habitación del hotel se volvieron a repetir en su cabeza, como si rebobinara una cinta de vídeo. Allí estaba Pototsky a todo color en su memoria, con la camisa abierta, apoltronado en el sofá, con las piernas abiertas y el teléfono en la mano. Dana se estaba acercando a la verdad, sin darse cuenta. Tan solo tenía que volver a pensar en los detalles. Ahora, todo cobraba sentido y color. Solo debía corroborarlo con el hombre que había delante.
—Tamatavy —repitió con precisión. Esa palabra se había grabado en su sien desde entonces y ahora estaba haciendo referencia a la expresión que había usado Pototsky—. El cliente dijo tamatavy, cuando me ofreció algo de beber y le contesté que un zumo.
Cualquier persona ajena a la conversación, no habría entendido nada, pero aquellos dos eruditos de las lenguas eslavas y sus declinaciones eran capaces de entender más allá.
—¿Y qué tiene eso que ver? —preguntó desconcertado—. Está mal pero, ¿quién sabe? Le puede pasar a cualquiera.
—No en el caso de las declinaciones, sobre todo si eres un nativo. Las incorporas a una temprana edad en tu habla.
—Exageras, Dana.
—Los bielorrusos son los únicos que declinarían tamatavy en lugar de tomatnyy, como hacen el resto de ruso hablantes. Incluso los ucranianos utilizan tomatnyy. La única posibilidad es que naciera en el noroeste pero, en ese caso, se habría visto marcado por la influencia lingüística del polaco y el lituano, en lugar del bielorruso.
—No sé a dónde quieres llegar con todo esto. ¿Qué tiene de relevante? Al fin y al cabo, lo entendiste. Te ofreció un maldito zumo de tomate. Era eso lo que pediste, ¿no?
La cara perpleja de Carlos, confundido por la sencillez y lo absurdo que resultaba aquella conversación, poco tenía que ver con el rostro de sorpresa de la agente. Decepcionado, había vuelto a caer en la misma trampa del pasado, y la idea de dormir con ella se volvió turbia y lejana.
Sin embargo, lejos del malestar que recorría el cuerpo del chico, algo tan simple como aquella revelación momentánea, llena de sinsentido, había destapado una posibilidad que, hasta el momento, todos habían pasado por alto.
La agente necesitaba hablar de inmediato con Escudero y con Ponce, revisar las grabaciones de las cámaras del hotel, si la Policía no las había confiscado todavía, y asegurarse de que esa persona a la que habían matado, era el autentico Pototsky.
Como una autómata, ajena al sufrimiento que estaba experimentando su excompañero sentimental, Dana se levantó de la mesa de un salto, dispuesta para marcharse.
—Carlos…
Antes de que se despidiera, la mano del chico alcanzó su brazo.
—No, Dana. Otra vez, no. No me dejes así.
Sus dedos apretaban sin hacer daño. Tan solo suplicaba por unos minutos más junto a ella. Los clientes de la barra contemplaban la triste escena. La agente sacó un billete de cinco euros y lo dejó en la mesa.
—Tienes que confiar en mí —dijo escurriendo el brazo entre sus dedos—. Te daré una explicación, te lo prometo.
Él la soltó. Dana le acarició el rostro y le regaló una última sonrisa. El corazón malherido del filólogo se esparcía en pequeños trozos por el suelo del local. La agente desapareció del bar y salió disparada hacia la boca de metro.
Agarrada a la barra del vagón de metro, se dio cuenta de que había sido un error hablar con Carlos, exponerse de esa manera en un sitio tan casual, acribillándolo a preguntas relacionadas con el caso. ¿Y si hurgaba más de la cuenta? ¿Y si descubría la verdad?, se cuestionó. Pero era imposible.
Carlos era un intelectual, pero carecía de la ambición y la inteligencia necesaria para llegar al final de un asunto. Sobre todo, carecía de agallas. Estaba predestinado a no terminar nunca nada.
Pese a todo, esto no la libró de sentirse mal consigo misma.
Lamentó regresar a casa de ese modo. Se había dejado llevar por el éxtasis de la libertad, de romper con lo impuesto, poniendo en peligro la información que ahora llevaba con ella.
Respiró profundamente, rodeada de todos esos rostros anónimos que la miraban de vez en cuando. En ocasiones podía verlos, en otras no.
Tuvieron que pasar unos cuantos minutos para que los reproches que Carlos había puesto sobre la mesa, surtieran efecto. Engañar a otros, mentir sobre su vida, no era lo más difícil de armar, ni tampoco de llevar. La propia verdad pesaba y la agente comenzaba a sentir el cansancio de su nueva profesión, pero no iba a dejar que el miedo la asfixiara.
Las últimas horas habían sido un frenesí de emociones. Un torrente de momentos peligrosos a los que, tarde o temprano, tendría que hacer frente, adaptándose a ellos, convirtiéndolos en algo del día a día. Como todo en la vida, cruzadas ciertas líneas, no había marcha atrás.
Ansiosa por llegar, comenzó a sentir la presencia de alguien que la seguía. No podía ver quién era, puesto que realmente todos y ninguno a la vez, eran cómplices de ello.
Abandonó el metro, regresó a la calle aligerando el paso para hacer la vuelta más corta y desechó la idea de llamar a Ponce hasta que estuviera en un lugar seguro.
Ya de noche, la calle era un hervidero de treintañeros oficinistas que entraban y salían de los bares del barrio. La psicosis se apoderó de ella. Todo lo achacaba al entrenamiento inacabado del que la habían sacado. «Estás preparada para soportarlo, Dana», se repetía como un mantra. En muchas ocasiones, lo que experimentaba su cuerpo, no tenía explicación. Una fuerte ansiedad se acopló en su pecho. Las manos le sudaban, las falanges se le agarrotaban. Y, al mismo tiempo que todo esto ocurría en su organismo, no dejaba de pensar en el gran secreto que guardaba.
Detenida frente a la entrada, agachó la mirada y sacó las llaves del bolso. Entonces vio un zapato negro cerca de sus pies. Después otro, y así, hasta cuatro. Un fuerte calambre crujió su espalda. Un golpe y la dejaría fuera de juego.
—No intente ninguna estupidez, señorita Laine —dijo una voz procedente del otro costado.
Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo.
No tenía escapatoria. Qué idiota había sido, pensó. Tal vez Ponce tuviera razón respecto a su futuro.
Inmovilizada y sin habla, se vio rodeada por los dos policías de paisano que la habían perseguido horas antes por el centro de la ciudad.