2. Lo peor de lo peor
LO primero que tuve que aguantar fueron las burlas de los más brutos de la clase. Hasta entonces nadie se había reído de mí, pero al parecer, con un cuaderno en la mano, muy serio y el cartel detrás, estaba ridículo, porque se acercaron, lo leyeron y empezaron que si vaya repipi, que si el niño de papá que quiere ser periodista… y cosas parecidas, hasta que llegó Beatriz diciendo que a ella le gustaría participar en un periódico, pero que por qué iba a ser yo el director, que quién me había elegido.
Yo le argumenté que la idea era mía y por eso era el director, pero ella empezó a hacer campaña entre todos los de la clase diciendo que era solo un periódico a mi gusto y que no valía la pena apuntarse. Como Beatriz es la más lista de la clase y todo el mundo le hace mucho caso, incluido yo, ya vi que mi periódico nacía desprestigiado, o mejor dicho, que era imposible llevarlo adelante.
Desanimado, empecé a retirar el cartel, cuando al darme la vuelta me encontré colocados en fila a seis compañeros de clase, preguntándome dónde había que apuntarse para ser periodista. Allí estaban María, Ricardo, Abdul, Pablo, Shyam y Yolanda. Estos eran los seis.
La plantilla que se había presentado me dejó mudo. Veamos:
María era la gordita de la clase. Se pasaba el día comiendo golosinas, o «chuches», como las llamaba ella, ensuciando los cuadernos y diciendo «vete, son míos» si alguien se atrevía a insinuar que le podía dar un caramelo.
Ricardo, puro nervio. Todo lo dejaba a medias, interrumpía continuamente la clase, sacaba malas notas en todas las asignaturas menos dibujo. No era amigo de nadie y molestaba a todo el mundo.
Abdul. ¿Qué decir de Abdul? Me parecía que estaba lleno de manías. Pero era muy listo y corría más que ninguno. No sabía qué podía aportar un atleta a mi periódico.
Pablo venía al colegio porque tenía que venir, que es obligatorio, pero lo que allí hacíamos le importaba un bledo. Todo, menos la colección de tacos que llevaba escrita en un papel y no enseñaba a nadie. Decía que tenía más de cien, pero ¿a quién le puede interesar una colección semejante?
Shyam es de un país asiático que se llama Nepal. Llevaba un año en España y todavía no hablaba muy bien. Si no hablaba bien, ¡Dios mío! ¿Cómo escribiría?
Y la última, Yolanda. Allí estaba con unas medias rosas, los labios creo que pintados, una falda corta, un jersey a rayas rosas y naranjas, un gran lazo naranja en lo alto de su coleta… ¿continúo? Voy a resumir, Yolanda quería ser actriz y se pasaba el día mirándose al espejo y preguntando qué nos parecía cómo le sentaba esto o aquello. Nadie le hacía mucho caso.
Nunca hubiera pensado que esos podían ser mis redactores de periódico. Había pensado en Beatriz, sobre todo en Beatriz, o en cualquiera de mis amigos, Nuria, Juan, Julio, Pedro, Teresa…, bueno, gente normal. Pero se me había presentado, ¿cómo decirlo?, lo peor de lo peor. Los que nadie pone de ejemplo de nada, los que andan sueltos sin amigos, los que, en fin, nunca nadie tiene en cuenta.
Me cogieron el cuaderno y el bolígrafo, y uno tras otro pusieron su nombre en la primera página. María, Ricardo, Abdul, Pablo, Shyam y Yolanda. Junto a su nombre, Pablo añadió un taco a modo de apellido.
Estos eran mis seis colaboradores.
Sonó el timbre.
Sin decir nada, recogí el cuaderno y el cartel, y volví a clase.
Al entrar, Pablo me dio un golpe en la espalda diciendo «muy bien, tío». En la clase de matemáticas, María me dejó sobre el cuaderno unas golosinas pegajosas, Yolanda me guiñó el ojo y Ricardo me mandó un mensaje escrito sobre un avión de papel en el que decía: «¿Cuándo hempezamos?». Así, tal cual lo escribo, hempezamos. Shyam, por su parte, en un momento de descanso se vino a mi pupitre y me dijo: «Ser periodista guay, gustar». Abdul solo me miró fijamente, como preguntándome algo así como: «Soy tu reportero, ¿no me dices nada?».
La empresa de sacar adelante un periódico con esa cuadrilla me empezaba a parecer una tarea imposible. Estuve inquieto las dos horas de clase, sin enterarme de nada de lo que allí se explicaba. Al acabar, fui corriendo detrás de mis amigos de toda la vida, intentando convencerlos para que participaran, con el argumento de que ya se habían apuntado otros seis compañeros.
Enterados de quiénes eran los otros seis, se limitaron a desearme suerte.