11. El vértigo del folio en blanco
PERO ¡vaya con el periodismo! Ni un día entero me dejaba disfrutar de los mejores momentos. La culpa la tuvo el que antes de irme a la cama se me ocurriera mirar el trabajo que habíamos hecho.
Ya habíamos dibujado la cabecera, escrito los lemas del periódico, colocado la foto de los redactores y preparado nuestro anuncio. Miré el resto del periódico: salvo esos detalles, todavía eran ocho folios prácticamente en blanco. Mi cabeza se llenó de enormes interrogantes sobre cómo íbamos a rellenar tantísimo folio.
Esa misma noche me dio por soñar que me encontraba sentado en mi mesa de estudio ante un montón de hojas, mientras alguien me amenazaba con unos castigos terribles si no las escribía todas.
Yo, sinceramente y sin engañarme a mí mismo, sabía que no era capaz y pensando en qué poner y cómo escribir, me entraba una angustia tremenda que me impedía hasta respirar.
Tres veces por lo menos me desperté sobresaltado y tres veces más mis pesadillas volvieron a repetirse.
A la hora del desayuno, mi padre me preguntó qué estaba soñando cuando chillaba asustado por la noche. Cuando se lo conté, me contestó con naturalidad:
—Tú lo que tienes es el llamado síndrome o vértigo del folio en blanco. Consiste en que te da un ataque de pánico cuando te encuentras ante un papel blanco que sabes que tienes que escribir, pero no sabes por dónde empezar.
—¿Cómo se pasa el ataque? —le pregunté.
—Escribiendo.
Y al oírle, el estómago se me encogió sin remedio para todo el día. Era como tirarse por un balcón para intentar curar el vértigo. No estaba preparado para ese tipo de remedios.
En los siguientes días comprobé que el síndrome del folio en blanco era una enfermedad muy contagiosa. No sé si en todos los periódicos o solo en la redacción de El Trueno Informativo. El caso es que nosotros quedábamos en el recreo, mirábamos nuestros carnés, luego nos mirábamos entre nosotros, sonreíamos y, sin decidir ni hacer absolutamente nada por nuestro periódico, esperábamos que el timbre, que sonaba como una liberación, nos devolviera al aula.
Luego, al terminar las clases huíamos cada uno a nuestra casa, dejando un rastro de angustia flotando en el aire.
Yo era el director y veía que tenía que hacer algo, era urgente empezar a hacer el periódico, pero una extraña fuerza me impedía actuar y me arrastraba hacia el sofá obligándome a sentarme ante el televisor.
Estaba dispuesto a cualquier cosa, antes que a entrar en mi habitación y ver sobre la mesa los folios tan blancos, tan tristemente vacíos, solo con la cabecera «El Trueno Informativo». Por la verdad, la solidaridad, la mejora del colegio, el amor, la diversión y la igualdad. Y, junto a esta declaración, un anuncio ¡pidiendo dinero!… a cambio de nada y, luego, ese recuadro que me torturaba diciendo: Escrito por nuestros redactores… ¿Escrito?… Y salía corriendo a la cocina, abría el frigorífico y los armarios… yogures, chocolatinas, patatas fritas, embutidos… todo sobre una bandeja, y ahí estaba yo otra vez delante del televisor atiborrándome de comida… esperando a que llegara la hora de cenar y después la de dormir, que me iba directamente a la cama sin mirar la mesa, como si un monstruo se encontrara allí para atacarme.
Esas fueron mis inútiles tardes, una detrás de otra. Tengo que reconocer que por lo menos el resto de los redactores no me atosigaron con preguntas que podían haber sido muy impertinentes, del tipo de «¿Qué? ¿Cuándo empezamos? ¿Qué hacemos?». O lo que hubiera sido peor: «¿Qué has pensado? ¿Qué has escrito?…».
La verdad es que estaban en su derecho, ya que yo era el director, pero mostraron bastante sensibilidad y solo me miraban preguntándome con los ojos, que no es lo mismo que con palabras. Las miradas se puede hacer como que no se entienden, que de hecho es lo que yo hacía… no darme por enterado.
Al décimo día pensé que esa situación no podía continuar.
El periódico debía seguir adelante.
Tenía que tomar una determinación y lo hice.
Convoqué una reunión de la redacción: les iba a contar lo que es el síndrome del folio en blanco.