ENERO
Jules
Resulta extraño sentarse cada mañana a desayunar delante de una versión tuya de quince años. Tiene tus mismos malos modales en la mesa y pone los ojos en blanco igual que tú cuando se le dice. Se sienta con los pies sobre el asiento de la silla y las huesudas rodillas flexionadas y sobresaliendo a cada lado, exactamente igual que hacías tú. Adopta la misma expresión ensoñadora cuando se abstrae escuchando música o pensando. No escucha. Es tozuda e irritante. Canta constantemente y lo hace desafinando, igual que mamá. Tiene la risa de papá. Me besa en la mejilla cada mañana antes de ir a la escuela.
No puedo compensarte por las cosas que hice mal: mi negativa a escucharte, mi insistencia en pensar lo peor de ti, mi incapacidad para ayudarte cuando estabas desesperada, mi negativa a, siquiera, intentar quererte. Como no hay nada que pueda hacer ahora por ti, tendré que expiar mi culpa mediante un acto de maternidad. Muchos actos de maternidad. No pude ser una hermana para ti, pero trataré de ser una madre para tu hija.
En mi diminuto y ordenado apartamento de Stoke Newington, Lena siembra el caos a diario. Requiere un enorme esfuerzo de voluntad no ponerse nerviosa, pero lo intento. Recuerdo la versión osada de mí misma que resurgió el día que me encaré con el padre de Lena; me gustaría que regresara esa mujer. Me gustaría que hubiera más de esa mujer en mí, más de ti en mí, más de Lena. (Cuando Sean Townsend me dejó en casa el día de tu funeral, me dijo que me parecía mucho a ti. Yo lo negué y le dije que era la anti-Nel. Antes me enorgullecía de eso. Ya no).
Procuro disfrutar de la vida que llevo con tu hija, puesto que es la única familia que tengo o que jamás tendré ya. Disfruto de ella y me consuelo con esto: el hombre que te asesinó morirá en la cárcel, dentro de no mucho. Está pagando por lo que le hizo a su esposa, y a su hijo, y a ti.
Patrick
Patrick ya no soñaba con su esposa. Actualmente tenía un sueño diferente en el que ese día en su casa se desarrollaba de un modo distinto. En vez de confesar, cogía el cuchillo de mondar de la mesa y se lo clavaba a la sargento en el corazón. Y, cuando terminaba con ella, comenzaba con la hermana de Nel Abbott. La excitación iba en aumento, hasta que, por fin saciado, sacaba el cuchillo del pecho de la hermana y, al levantar la mirada, veía a Helen con lágrimas cayéndole por las mejillas y sangre goteando de las manos.
—¡No, papá! —le decía ella—. ¡La estás asustando!
Cuando se despertaba, siempre era en el rostro de Helen en el que pensaba, en su expresión de congoja cuando él les dijo lo que había hecho. Se sentía agradecido por no haber tenido que ver la reacción de Sean. Para cuando su hijo regresó a Beckford esa tarde, Patrick ya había hecho una confesión completa. Sean había ido a visitarlo una vez, cuando estaba en prisión preventiva. Dudaba que fuera a volver a verlo, lo cual le rompía el corazón, pues todo lo que había hecho, las historias que había contado y la vida que había construido, todo había sido por él.
Sean
No soy quien creo ser.
No era quien creía ser.
Cuando todo comenzó a desmoronarse, cuando yo comencé a hacerlo a causa de las cosas que Nel no debería haber contado, lo mantuve todo en pie, repitiéndome: «Las cosas son como son, como siempre han sido. No pueden ser distintas».
Yo era el hijo de una mujer suicida y de un buen hombre. Cuando era el hijo de una mujer suicida y de un buen hombre, me hice agente de policía, me casé con una mujer decente y responsable y llevaba una vida decente y responsable. Todo era sencillo y estaba claro.
Había dudas, obviamente. Mi padre me dijo que tras la muerte de mi madre me pasé tres días sin hablar. Pero yo tenía el recuerdo —o lo que yo pensaba que lo era— de haber hablado con la amable y dulce Jeannie Sage. Ella me llevó a su casa esa noche, ¿no? ¿No nos sentamos a comer una tostada con queso? ¿No le dije que habíamos ido al río todos juntos? «¿Juntos? —me preguntó ella— ¿Los tres?». Yo pensé entonces que sería mejor no decir nada más, pues no quería empeorar las cosas.
A mí me parecía recordarnos a los tres en el coche, pero mi padre me dijo que se trataba de una pesadilla.
En la pesadilla, no era la tormenta lo que me despertaba, sino los gritos de mi padre. Y los de mi madre. Estaban diciéndose cosas horribles el uno al otro. Ella: «Fracasado, bruto»; él: «Zorra, puta, no sirves para ser madre». Entonces oía un sonido agudo, una bofetada. Y después otros ruidos. Y luego ya nada más.
Solo la lluvia, la tormenta.
Luego volvía a oír algo: las patas de una silla siendo arrastrada por el suelo y la puerta trasera abriéndose. En la pesadilla, descendía la escalera y me quedaba de pie delante de la puerta de la cocina conteniendo el aliento. Entonces volvía a oír la voz de mi padre, más baja, refunfuñando. Y otra cosa: los gemidos de un perro. Pero nosotros no teníamos ningún perro. (En la pesadilla, me preguntaba si mis padres no estarían discutiendo porque mi madre había traído a casa un perro callejero. Ella solía hacer cosas así).
En la pesadilla, cuando me daba cuenta de que estaba solo en casa, salía corriendo fuera y veía a mis padres metiéndose en el coche. Estaban dejándome, abandonándome. A mí me entraba el pánico, salía corriendo hacia el vehículo y subía al asiento trasero. Mi padre me sacaba gritando y maldiciendo. Yo me aferraba a la manija de la puerta y pataleaba y le escupía a mi padre en la mano.
En la pesadilla, había tres personas en el coche: mi padre conduciendo, yo en el asiento trasero y mi madre en el del copiloto. Al tomar una curva cerrada, el cuerpo de ella se movía y su cabeza se inclinaba a la derecha, de tal forma que podía verla y podía ver asimismo la sangre que tenía en el pelo y en un costado de su rostro. Ella intentaba decir algo, pero yo no comprendía lo que decía. Sus palabras sonaban extrañas, como si estuviera hablando en un idioma desconocido. Su rostro también parecía extraño, caído de un lado y con la boca torcida y los ojos en blanco, como si estuvieran vueltos hacia atrás. La lengua le colgaba como si fuera la de un perro; una saliva rosada y espumosa le resbalaba por una de las comisuras de la boca. En la pesadilla, ella extendía un brazo y me tocaba una mano y, aterrorizado, yo me encogía en mi asiento y me aferraba a una de las puertas intentando alejarme de ella lo máximo posible.
Mi padre me dijo que lo de que mi madre extendiera un brazo hacia mí había sido una pesadilla. Que no había sucedido. Que era como esa vez que yo decía recordar haber comido arenques ahumados en Craster con mamá y con él, pero por aquel entonces yo solo tenía tres meses. Si recordaba el ahumadero, decía, era solo porque había visto una fotografía. Lo de mi madre extendiendo el brazo era algo así, me dijo.
Eso tenía sentido. No me quedé del todo convencido, pero al menos tenía sentido.
A los doce años, me acordé de otra cosa: recordaba la tormenta y salir corriendo bajo la lluvia, pero esta vez mi padre no estaba subiendo al coche, sino metiendo a mi madre en él, acomodándola en el asiento del copiloto. Esa imagen me vino a la cabeza con absoluta claridad, no parecía formar parte de ninguna pesadilla. La calidad del recuerdo parecía distinta. En él, yo estaba asustado, pero era un miedo diferente, menos visceral que el que sentía cuando mi madre extendía un brazo hacia mí. Ese nuevo recuerdo me perturbaba, de modo que le pregunté a mi padre por él.
Él me dislocó el hombro empujándome contra la pared, pero fue lo que pasó después lo que se me quedaría grabado. Dijo que debía enseñarme una lección, de modo que cogió un cuchillo para filetear y me hizo un corte limpio de un lado a otro de la muñeca. Era una advertencia.
—Esto es para que te acuerdes —dijo—. Para que nunca te olvides. Si lo haces, la próxima vez será distinto. Te haré un corte en la otra dirección. —Colocó la punta del cuchillo en mi muñeca derecha, en la base de la palma de la mano, y la arrastró lentamente en dirección al codo—. Así. No quiero volver a hablar sobre esto, Sean. Ya lo sabes. Ya hemos hablado bastante sobre ello. No mencionamos a tu madre. Lo que hizo es vergonzoso.
Me habló del séptimo círculo del infierno, donde los suicidas son transformados en arbustos espinosos de los que comen las arpías. Le pregunté qué era una arpía y él me contestó que mi madre lo era. Me quedé confundido: ¿era ella un arbusto espinoso o una arpía? Pensé en la pesadilla, en ella en el coche extendiendo el brazo hacia mí con la boca abierta y la saliva con sangre cayéndole de los labios. No quería que se me comiera.
Cuando se me curó el corte de la muñeca, descubrí que la cicatriz era muy sensible y eso me resultó bastante útil. En cuanto me daba cuenta de que me había quedado absorto en mis pensamientos, la tocaba, y la mayoría de las veces me devolvía a la realidad.
Siempre hubo una falla ahí, en mi interior, entre mi comprensión de lo que sabía que había pasado, lo que creía ser yo y lo que era mi padre y una extraña y escurridiza sensación de inexactitud. Al igual que la ausencia de dinosaurios en la Biblia, se trataba de algo que no tenía sentido y que, sin embargo, sabía que tenía que ser cierto. Tenía que serlo, porque me habían dicho que ambas cosas lo eran, tanto Adán y Eva como los brontosaurios. A lo largo de los años hubo ocasionales movimientos de tierras y a veces sentía el temblor del suelo sobre la falla, pero el terremoto no llegó hasta que conocí a Nel.
Al principio, no. Al principio, lo único que importaba era ella, nosotros dos juntos. Nel aceptó con cierta decepción la historia que yo le conté, la que yo creía cierta. Después de la muerte de Katie, sin embargo, cambió. La muerte de Katie la volvió diferente. Comenzó a hablar más y más con Nickie Sage y dejó de creer lo que yo le había contado. La historia de Nickie encajaba más con la idea que tenía ella de la Poza de las Ahogadas como un lugar de mujeres perseguidas, rebeldes e inadaptadas que habían incumplido los mandatos patriarcales, y mi padre era la personificación de todo ello. Ella me dijo que creía que mi padre había matado a mi madre y entonces la falla se ensanchó; todo empezó a cambiar de sitio y, cuanto más lo hacía, más imágenes sueltas acudían a mi mente, primero en forma de pesadillas y luego como recuerdos.
«Esa mujer te hundirá», dijo mi padre cuando se enteró de lo nuestro. Nel hizo más que eso. Me deshizo. Si la escuchaba, si creía su historia, yo ya no era el trágico hijo de una madre suicida y un decente hombre de familia, sino el hijo de un monstruo. Más que eso, peor que eso: era el niño que vio morir a su madre y no dijo nada. Era el chico, el adolescente, el hombre que protegía a su asesino, que vivía con este y lo quería.
Me resultaba difícil ser ese hombre.
La noche que Nel murió, nos encontramos en la casita de campo, como hacíamos antes. Yo me sentía perdido. Ella deseaba fervientemente que yo supiera la verdad, me dijo que me liberaría de mí mismo, de una vida que yo no deseaba. Pero también estaba pensando en sí misma, en las cosas que había descubierto y en lo que significarían para ella, para su trabajo, para su vida, para su lugar. Eso, más que nada: su lugar ya no era un lugar propicio para suicidarse; era un lugar en el que librarse de mujeres conflictivas.
Emprendimos a pie el camino de regreso al pueblo juntos. Lo habíamos hecho a menudo en otras ocasiones (desde que mi padre nos había descubierto en la casita de campo, yo ya no aparcaba el coche fuera; en vez de eso, lo dejaba en el pueblo). Ella estaba algo mareada por el alcohol y el sexo y por el hecho de albergar un propósito renovado. Tienes que recordarlo, me dijo. Tienes que mirarlo y recordarlo, Sean. Lo que pasó. Ahora. De noche.
Estaba lloviendo, le dije yo. Cuando murió estaba lloviendo. No era una noche clara como esta. Deberíamos esperar a que lloviera.
Ella no quería esperar.
Llegamos a lo alto del acantilado y miramos hacia abajo. No lo vi desde aquí, Nel, le dije. No estaba aquí. Estaba abajo, entre los árboles. No pude ver nada. Ella estaba en el borde del acantilado, de espaldas a mí.
¿Lloraba?, me preguntó Nel. Cuando cayó, ¿oíste algo?
Cerré los ojos y la vi en el coche, extendiendo su brazo hacia mí mientras yo intentaba alejarme de ella. Me encogí en el asiento, pero ella extendió todavía más el brazo y traté de apartarla. Con mis manos en la parte baja de la espalda de Nel, la aparté de un empujón.