Jules
Estabas inventándote cosas. Reescribiendo la historia, recontándola desde tu propio punto de vista, ofreciendo tu versión de la verdad.
(Ese orgullo desmedido, Nel… Ese jodido orgullo).
No sabes lo que le sucedió a Libby Seeton y, desde luego, no sabes lo que pasó por la mente de Katie cuando murió. Tus notas lo dejan claro:
La noche del solsticio de verano, Katie Whittaker se suicidó en la Poza de las Ahogadas. Encontraron sus pasos en la orilla sur de la playa. Llevaba un vestido de algodón verde y una simple cadenita alrededor del cuello de la que colgaba un pájaro azul con la inscripción: «CON AMOR». En la espalda, cargaba una mochila llena de piedras y ladrillos. Los análisis realizados tras su muerte han confirmado que estaba sobria y no había tomado drogas.
Katie no tenía antecedentes de enfermedades mentales o autolesiones. Era buena estudiante, guapa y popular. La policía no ha encontrado pruebas de acoso, ni en la vida real ni en las redes sociales.
Katie procedía de una buena casa y una buena familia. Katie era querida.
Estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo de tu estudio, hojeando tus papeles en la penumbra vespertina en busca de respuestas. En busca de algo. Entre las notas —desorganizadas y caóticas, garabatos apenas legibles en los márgenes, palabras subrayadas en rojo o tachadas en negro— también había fotografías. En una carpeta barata de papel manila he encontrado dos reproducciones en papel fotográfico de baja calidad: Katie con Lena, dos niñas pequeñas sonriendo a la cámara, sin hacer muecas ni poses, vestigio de una lejana e inocente era anterior a Snapchat. Flores y tributos dejados en la orilla de la poza, ositos de peluche, baratijas. Huellas en la arena de la orilla. Las suyas no, supongo. No son las de Katie, ¿verdad? No, debe de tratarse de tu versión de las mismas, de una reconstrucción. Seguiste sus pasos, ¿a que sí? Caminaste por donde ella lo había hecho, no pudiste resistir la tentación de sentir lo que ella debía de haber sentido.
Eso siempre te obsesionó. De pequeña, estabas fascinada por el acto físico, los detalles truculentos, las vísceras. Hacías preguntas del tipo: «¿Dolerá? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Qué debe de sentirse al impactar contra la superficie desde esa altura? ¿Notará una cómo los huesos de su cuerpo se fracturan?». No pensabas tanto, creo, en el resto: en lo que llevaba a alguien a ir a lo alto del acantilado o a la orilla de la playa y lo impulsaba a seguir adelante.
Al fondo de la carpeta había un sobre con tu nombre garabateado. Dentro he encontrado una nota escrita en papel rayado con letra trémula:
Hablaba en serio cuando nos vimos ayer. No quiero que la tragedia de mi hija se convierta en parte de tu macabro «proyecto». No es solo que me parezca repulsivo que obtengas un beneficio económico de él. Ya te he dicho una y otra vez que creo que lo que estás haciendo es PROFUNDAMENTE IRRESPONSABLE, y la muerte de Katie es PRUEBA DE ELLO. Si tuvieras un mínimo de compasión, dejarías ahora mismo lo que estás haciendo y aceptarías que aquello que escribes, publicas y dices tiene consecuencias. No espero que me escuches (no has mostrado la menor señal de haberlo hecho en el pasado). Pero si continúas por este camino, no tengo ninguna duda de que alguien te hará escuchar.
No estaba firmada, pero estaba claro que la había escrito la madre de Katie. Te estaba advirtiendo, y no era la primera vez. En la comisaría, he oído que la mujer policía le preguntaba a Lena por un incidente sucedido al poco de la muerte de Katie en el que ella te había amenazado y te había dicho que te haría pagar por lo que habías hecho. ¿Era eso lo que querías decirme? ¿Le tenías miedo a ella? ¿Pensabas que iba a por ti?
La idea de que esa mujer de mirada desquiciada y enajenada por el dolor estuviera dándote caza me ha resultado espeluznante y he sentido miedo. Ya no quería estar aquí, entre tus cosas. Me he puesto de pie y, al hacerlo, he tenido la sensación de que la casa se movía, que se inclinaba como un barco. Podía sentir cómo el río empujaba las palas de la rueda, instándola a que se moviera, y el agua se filtraba por grietas ensanchadas por algas cómplices.
He apoyado una mano en el archivador y he subido la escalera que conduce al salón. El silencio zumbaba en mis oídos. Al llegar arriba, me he quedado un momento inmóvil a la espera de que mis ojos se acomodaran a la luz y, por un segundo, me ha parecido ver a alguien en el asiento de la ventana, justo en el lugar en el que yo me sentaba de pequeña. Solo ha sido un instante y luego ha desaparecido, pero mi corazón ha comenzado a latir con fuerza y he notado un hormigueo en el cuero cabelludo. Alguien ha estado aquí, o alguien había estado aquí. O alguien iba a venir.
He ido al frigorífico y he hecho algo que casi nunca hago: me he servido una bebida; un frío y viscoso vodka. He llenado un vaso y me lo he bebido rápidamente. He notado cómo el ardiente líquido descendía por mi garganta y llegaba a mi estómago. Luego me he servido otro.
La cabeza me daba vueltas y he tenido que apoyarme en la mesa de la cocina. Supongo que estaba pendiente por si volvía Lena. Había desaparecido otra vez tras negarse a que la trajera a casa en coche. Una parte de mí lo ha agradecido, pues no quería compartir un espacio con ella. Me he dicho a mí misma que eso se debía a que estaba enfadada con ella —por suministrarle pastillas a otra chica y burlarse de su cuerpo—, pero en realidad estaba asustada por lo que había dicho la mujer policía: que Lena no sentía curiosidad por las muertes de su amiga y de su madre porque ya conocía su razón. No podía dejar de ver su cara en esa foto del piso de arriba, con sus dientes afilados y su sonrisa depredadora. ¿Qué sabía Lena?
He regresado al estudio y me he vuelto a sentar en el suelo; he cogido las notas que había estado mirando antes y he comenzado a reordenarlas para intentar establecer algún tipo de orden. Intentar encontrarle un sentido a tu narrativa. Cuando he llegado a la fotografía de Katie y Lena, me he detenido. Había una mancha de tinta en la superficie, justo debajo de la barbilla de Lena. Le he dado la vuelta a la foto. En el dorso habías escrito una única frase. La he leído en voz alta: «A veces, las mujeres conflictivas pueden cuidar de sí mismas».
En un momento dado, la habitación se ha oscurecido. He levantado la mirada y un grito se ha quedado atascado en mi garganta. No la había oído, no había oído la puerta ni sus pasos al cruzar el salón. De repente, una sombra ha aparecido en el umbral de la puerta, bloqueando la luz y, desde donde yo estaba sentada, su perfil era el de Nel. Entonces la sombra ha entrado en la habitación y he visto que se trataba de Lena. Tenía algunas manchas de tierra en la cara, las manos sucias y el pelo enredado.
—¿Con quién estás hablando? —ha preguntado. No dejaba de saltar de un pie a otro, como si estuviera sobreexcitada o histérica.
—No estaba hablando, estaba…
—Sí que estabas hablando —ha dicho con una risita—. Te he oído. ¿Con quién…? —De pronto, se ha quedado callada y, al reparar en la fotografía que yo tenía en las manos, la mueca de suficiencia ha desaparecido de sus labios—. ¿Qué estás haciendo con eso?
—Solo estaba leyendo… Quería… —Antes de que tuviera tiempo de pronunciar las palabras, ella ya había llegado a mi lado y yo me he encogido.
Rápidamente, se ha abalanzado sobre mí y me ha quitado la fotografía de las manos.
—¿Qué estás haciendo con esto? —Estaba temblando y tenía los dientes apretados y el rostro rojo de ira. Me he puesto de pie—. ¡Esto no tiene nada que ver contigo! —Entonces me ha dado la espalda, ha colocado la fotografía de Katie sobre el escritorio y ha comenzado a alisarla con la palma de la mano—. ¿Qué derecho tienes a hacer esto? —ha preguntado con voz trémula, volviéndose otra vez hacia mí—. ¿Husmear en sus cosas, tocarlo todo? ¿Quién te ha dado permiso?
Se ha adelantado un paso y, al hacerlo, le ha propinado una patada al vaso de vodka que estaba en el suelo. Este ha salido despedido y se ha hecho añicos contra la pared. Ella se ha puesto de rodillas y ha empezado a recoger las notas que yo había estado mirando.
—¡No deberías estar tocando esto! —Su rabia era tal que casi escupía al hablar—. ¡Esto no tiene nada que ver contigo!
—Lena —he dicho—. No.
De repente, ha retrocedido de un salto y ha soltado un pequeño grito ahogado. Había apoyado la mano en un trozo de cristal y estaba sangrando. Aun así, ha cogido un puñado de papeles y se ha aferrado a ellos, llevándoselos al pecho.
—Ven aquí —he dicho, intentando cogérselos—. Estás sangrando.
—¡Aléjate de mí! —Ha apilado los papeles en el escritorio.
Me han llamado la atención la mancha de sangre que había dejado en la hoja superior y la palabra en negrita que había impresa: «Prólogo» y, más abajo, «Cuando tenía diecisiete años, salvé a mi hermana de morir ahogada».
He sentido entonces que una risa histérica nacía en mi interior y, de repente, he estallado en una carcajada tan alta que ha sobresaltado a Lena. Se ha quedado mirándome atónita. Yo he seguido riéndome ante la expresión de furia de su hermoso rostro y la sangre que goteaba de sus dedos al suelo. Me he reído hasta que las lágrimas han acudido a mis ojos y todo se ha vuelto tan borroso como si estuviera sumergida.