MARTES, 25 DE AGOSTO

Erin

He salido temprano de la casita de campo para ir a correr río arriba. Quería alejarme de Beckford y aclararme la mente. Sin embargo, a pesar de que la lluvia había limpiado el aire y el cielo era de un perfecto color azul pálido, la bruma que enturbiaba mi cabeza se ha oscurecido y se ha vuelto todavía más espesa. Nada en este lugar tiene sentido.

Para cuando Sean y yo dejamos ayer a Lena en la Casa del Molino, yo ya estaba tan cabreada que me encaré con él allí mismo, en el coche.

—¿Qué había exactamente entre tú y Nel Abbott?

Él pisó el freno con tanta fuerza que pensé que iba a salir disparada a través del parabrisas. Nos detuvimos en medio de la carretera, pero a Sean no pareció importarle.

—¿Qué has dicho?

—¿No es mejor que aparques a un lado? —le sugerí al tiempo que echaba un vistazo por el espejo retrovisor, pero él no hizo caso. Me sentía como una idiota por haberlo soltado así, sin ningún preámbulo ni tantear el terreno.

—¿Acaso estás cuestionando mi integridad? —En su rostro había una mirada que no había visto antes, una dureza con la que hasta ese momento no me había encontrado—. ¿Y bien? ¿Lo estás haciendo?

—Alguien lo ha sugerido —dije yo, manteniendo mi tono de voz totalmente en calma—. Me han insinuado que…

¿Insinuado? —repitió con incredulidad. Un coche detrás de nosotros tocó el claxon y Sean volvió a pisar el acelerador—. De modo que alguien lo ha insinuado y tú has pensado que sería apropiado interrogarme al respecto…

—Sean, yo…

Al llegar al aparcamiento de la iglesia, detuvo el coche un momento, se inclinó sobre mí y abrió la puerta del pasajero.

—¿Has visto mi hoja de servicios, Erin? —preguntó—. Porque yo sí he visto la tuya.

—No pretendía ofenderte, pero…

—Sal del coche.

Apenas tuve tiempo de cerrar la puerta detrás de mí antes de que él volviera a arrancar.

Para cuando he comenzado a subir la colina que hay al norte de la casita de campo estaba ya sin aliento, de modo que me he detenido un instante en la cima para recobrarlo. Todavía era temprano —apenas las siete en punto— y todo el valle era mío. Perfecta y pacíficamente mío. He estirado los músculos de las piernas y me he preparado para el descenso. He sentido la necesidad de esprintar, de volar, de agotarme. ¿No era ese el modo de encontrar claridad?

Sean había reaccionado como un hombre culpable. O como un hombre ofendido. Un hombre que pensaba que su integridad estaba siendo cuestionada sin pruebas. He acelerado el paso. Cuando me echó en cara la diferencia entre nuestros respectivos historiales, tenía razón. El suyo es impecable, mientras que yo a duras penas había conseguido evitar que me echaran por haberme acostado con una colega más joven. Ahora estaba esprintando, corriendo a toda velocidad ladera abajo con los ojos puestos en el sendero y la aulaga que había a ambos lados desdibujándose cada vez más. Él tiene un historial de detenciones impresionante y es altamente respetado entre sus colegas. Como Louise dijo, es un buen hombre. Con el pie derecho, he pisado una roca en el sendero y he salido disparada. Al caer al suelo, me he quedado un momento sin respiración. Sean Townsend es un buen hombre.

Hay muchos por ahí. Mi padre era un buen hombre. Era un respetado agente de policía. Eso no evitaba que nos diera palizas a mis hermanos y a mí cuando perdía los estribos, pero bueno… Cuando mi madre se quejó a uno de los colegas de mi padre después de que este le rompiera la nariz a mi hermano menor, el colega dijo que «Hay una delgada línea azul[1], querida, y me temo que no se cruza así como así».

Me he puesto de pie y me he sacudido la tierra de la ropa con las manos. Podía no decir nada. Podía permanecer en el lado correcto de la delgada línea azul, podía ignorar las insinuaciones y las indirectas de Louise, podía ignorar la posible conexión personal de Sean con Nel Abbott. Pero, si lo hacía, estaría ignorando asimismo el hecho que, donde hay sexo, hay motivo. Él tenía un motivo para librarse de Nel, y su esposa también. He pensado en la cara de esta el día en que fui a hablar con ella a la escuela, el modo en que habló sobre Nel y sobre Lena. ¿Qué era lo que despreciaba? ¿Su «insistente y fastidiosa expresión de disponibilidad sexual»?

He llegado al pie de la colina y he rodeado la aulaga; la casita de campo estaba a apenas unos cientos de metros y he visto que había alguien fuera. Una figura corpulenta y encorvada que iba ataviada con un abrigo oscuro. No se trataba de Patrick ni tampoco de Sean. Al acercarme, me he dado cuenta de que era esa vieja gótica, la médium, la pirada de Nickie Sage.

Estaba apoyada en la pared de la casa con el rostro morado. Parecía que estuviera a punto de sufrir un ataque al corazón.

—¡Señora Sage! —he exclamado—. ¿Se encuentra usted bien?

Ella ha levantado la mirada hacia mí y, respirando fatigosamente, se ha calado todavía más su sombrero blando de terciopelo hasta las cejas.

—Estoy bien —ha contestado—, aunque hacía mucho que no caminaba hasta tan lejos. —Me ha mirado de arriba abajo—. Parece que haya estado usted jugando en el barro.

—Oh, sí —he dicho, intentando sacudirme infructuosamente el resto de la tierra que llevaba encima—. He sufrido una pequeña caída. —Ella ha asentido. Al levantarse, he podido oír el silbido de su respiración—. ¿Le gustaría entrar y sentarse?

—¿Aquí? —Ella ha señalado la casa con un movimiento de la cabeza—. Creo que no. —Se ha alejado unos pasos de la puerta—. ¿Sabe lo que pasó ahí dentro? ¿Sabe lo que hizo Anne Ward?

—Asesinó a su marido —he respondido—. Y luego se arrojó al río, justo ahí.

Nickie se ha encogido de hombros y, con paso bamboleante, ha comenzado a caminar en dirección a la orilla. Yo he ido detrás de ella.

—Fue más un exorcismo que un asesinato, en mi opinión. Estaba librándose del espíritu maligno que había poseído a su marido. Me temo que abandonó el cuerpo de este, pero no el lugar. ¿No tiene problemas para dormir aquí?

—Bueno, yo…

—No me sorprende. No me sorprende en absoluto. Yo podría habérselo dicho…, aunque usted no me habría escuchado. Este sitio está lleno de maldad. ¿Por qué cree que Townsend lo considera propio y lo cuida como si fuera su lugar especial?

—No tengo ni idea —he dicho—. Pensaba que lo usaba como cabaña para pescar.

—¡Pescar! —ha exclamado como si nunca hubiera oído nada más ridículo en toda su vida—. ¡Pescar!

—Bueno, en realidad lo he visto pescar en el río, así que…

Nickie ha carraspeado y ha descartado mi idea con un movimiento de la mano. Estábamos en el borde del agua. Con las puntas de los pies, se ha quitado los zapatos sin cordones y, al meter los dedos de un hinchado y moteado pie en el agua, ha dejado escapar una risita de satisfacción.

—El agua está fría aquí arriba, ¿verdad? Y limpia. —De pie en el río, con el agua a la altura de los tobillos, ha preguntado entonces—: ¿Ha ido a verlo? ¿A Townsend? ¿Le ha preguntado por su esposa?

—¿Se refiere a Helen?

Ella se ha vuelto hacia mí con una expresión desdeñosa en el rostro.

—¿La esposa de Sean? ¿Esa tipa con cara de amargada? ¿Qué tiene que ver ella con nada? Esa mujer es tan interesante como la pintura secándose en un día húmedo. No, la que debería interesarle es la esposa de Patrick, Lauren.

—¿Lauren? ¿La que murió hace treinta años?

—¡Sí, Lauren, la que murió hace treinta años! ¿Acaso cree que los muertos no importan? ¿Que los muertos no hablan? Debería oír las cosas que tienen que decir. —Se ha adentrado un poco más en el río y se ha inclinado para mojarse las manos—. Aquí es. Este es el lugar al que Annie venía a lavarse las manos, así, ¿lo ve? Solo que ella nunca dejó de…

Yo estaba perdiendo el interés.

—Debo irme, Nickie. Necesito darme una ducha e ir a trabajar. Ha sido un placer hablar con usted —he dicho dándome la vuelta para marcharme.

Estaba ya a medio camino de la casita cuando he oído que me llamaba:

—¿Cree que los muertos no hablan? Debería escuchar, tal vez oiría algo. ¡Es sobre Lauren sobre quien debe indagar, ella fue quien empezó todo esto!

La he dejado en el río. Mi plan era pillar temprano a Sean; he pensado que, si me presentaba en su casa para recogerlo y llevarlo a la comisaría, lo tendría cautivo al menos quince minutos. No podría huir de mí ni echarme del coche. Era mucho mejor que abordarlo en la comisaría, donde habría otras personas alrededor.

La casita de campo no está lejos de la casa de los Townsend. Siguiendo el río, apenas debe de haber unos cinco kilómetros, pero como no hay una carretera directa entre ambos lugares, he tenido que conducir hasta el pueblo y luego volver atrás, de modo que no he llegado hasta las ocho pasadas. Demasiado tarde. No había ningún coche en el patio. Ya se había marchado. Sabía que lo sensato sería dar la vuelta y dirigirme a la comisaría, pero tenía la voz de Nickie —y también la de Louise— en la cabeza, y se me ha ocurrido comprobar si, por casualidad, Helen estaba en casa.

No estaba. He llamado a la puerta varias veces y nadie ha contestado. Cuando ya me dirigía de vuelta al coche, he pensado que podía probar en la casa de Patrick Townsend. Tampoco ha contestado nadie. He echado un vistazo por la ventana delantera, pero no he podido ver mucho, solo una habitación oscura y aparentemente vacía. He regresado a la puerta y he llamado otra vez. Nada. Al probar la manija, sin embargo, la puerta se ha abierto y eso me ha parecido algo tan válido como una invitación.

—¡¿Hola?! —he exclamado—. ¿Señor Townsend? ¿Hola?

No ha habido respuesta. Me he dirigido al salón, un espartano espacio con el suelo de madera oscura y las paredes desnudas; el único elemento decorativo era una selección de fotografías enmarcadas que había sobre la repisa de la chimenea. Patrick Townsend en uniforme —primero del ejército, luego de la policía— y una serie de instantáneas de Sean cuando era pequeño y después adolescente, sonriendo con rigidez a la cámara con la misma pose y la misma expresión en todas. También había una fotografía de Sean y Helen el día de su boda, de pie delante de la iglesia de Beckford. A él se lo veía joven y apuesto, y también infeliz. Helen estaba prácticamente igual que hoy en día, quizá un poco más delgada. En cualquier caso, parecía más feliz y sonreía con timidez a la cámara a pesar de su feo vestido.

Sobre un aparador de madera colocado enfrente de la ventana había una serie de documentos enmarcados: certificados, menciones, diplomas… Un altar dedicado a los logros de padre e hijo. Que yo viera, no había fotografías de la madre de Sean.

—¡¿Señor Townsend?! —he vuelto a exclamar al salir del salón. Mi voz ha resonado en el vestíbulo.

El lugar parecía abandonado y, sin embargo, estaba inmaculadamente limpio: no había una mota de polvo en los rodapiés ni en la barandilla. He subido la escalera. En el primer piso había dos dormitorios, uno al lado del otro, tan poco amueblados como el salón de la planta baja, pero con apariencia de estar habitados. Ambos. En el principal, con su gran ventana con vistas al valle que desembocaba en el río, estaban las cosas de Patrick: unos lustrosos zapatos negros junto a la pared, sus trajes colgados del armario. En la puerta de al lado, junto a una cama individual cuidadosamente hecha, había una silla con una americana colgada del respaldo. Era la que llevaba Helen el día en que fui a verla a la escuela. Y en el armario había más ropa suya: negra, gris, azul marino y sin formas.

Mi móvil ha emitido un pitido ensordecedor en medio del silencio funerario de esa casa. Tenía un mensaje de voz, era una llamada perdida. De Jules. «Sargento Morgan —decía—, necesito hablar con usted. Es bastante urgente. Iré a verla. Yo…, esto…, necesito hablar con usted a solas. La veré luego en la comisaría».

Tras guardar el móvil en el bolsillo, he regresado a la habitación de Patrick y he echado otro vistazo a los libros de las estanterías y también dentro del cajón de su mesilla de noche. Ahí también había fotografías. Estas eran antiguas, de Sean y Helen juntos, pescando en el río cerca de la casita de campo, Sean y Helen apoyados con expresión de orgullo en su nuevo coche, Helen de pie delante de la escuela, con apariencia al mismo tiempo feliz e incómoda, Helen en el patio con un gato en los brazos… Helen, Helen, Helen.

He oído un ruido, un clic, el ruido de un pestillo abriéndose, y luego un crujido en los tablones de madera del suelo. He dejado con rapidez las fotografías en su sitio y he vuelto a cerrar el cajón. Después me he dirigido tan silenciosamente como he podido al descansillo, y ahí me he quedado inmóvil. Helen estaba al pie de la escalera, mirándome. Sostenía un cuchillo de mondar en la mano izquierda y estaba apretando la hoja con tanta fuerza que caían gotas de sangre al suelo.

Helen

Helen no tenía ni idea de por qué Erin Morgan estaba deambulando por casa de Patrick como si le perteneciera, pero, por el momento, lo que le preocupaba era la sangre del suelo. A Patrick le gustaba que la casa estuviera limpia. Ha cogido un paño de la cocina y ha comenzado a limpiarla, aunque solo ha conseguido salpicar más el suelo a causa del profundo corte que se había hecho en la palma.

—Estaba picando cebolla —le ha dicho a la sargento a modo de explicación—. Me ha asustado.

Eso no era exactamente cierto, pues había dejado de cortar cebollas al oír el coche de Erin aparcando en el patio. Con el cuchillo en la mano, se había quedado completamente quieta mientras esta llamaba a la puerta, y luego había observado cómo se dirigía hacia la casa de Patrick. Sabía que él estaba fuera, de modo que ha supuesto que la sargento se marcharía. Pero entonces ha recordado que, al salir esa mañana, no había cerrado la puerta con llave, de manera que, todavía con el cuchillo en la mano, había cruzado el patio para comprobarlo.

—Es un corte muy profundo —ha afirmado Erin—. Tiene que limpiárselo enseguida y vendárselo adecuadamente.

Luego ha bajado la escalera, se ha acercado a Helen mientras esta limpiaba el suelo y se ha quedado ahí de pie como si tuviera algún derecho a estar en casa de Patrick.

—Se pondrá hecho una furia si ve esto —ha dicho Helen—. Le gusta que la casa esté limpia. Siempre le ha gustado así.

—Y usted… le hace las tareas del hogar, ¿no?

Helen la ha fulminado con la mirada.

—Solo lo ayudo. Él hace la mayoría de las cosas, pero está haciéndose mayor. Y le gusta que las cosas estén impecables. Su difunta esposa —ha dicho levantando la mirada hacia Erin— era una pazpuerca. Esa es la palabra que él utiliza. Una palabra anticuada. Ya no se puede decir guarra, ¿verdad? Es políticamente incorrecto.

Helen se ha puesto de pie y se ha quedado mirando a Erin con el paño ensangrentado en la mano. La herida de la mano le ardía con intensidad, casi como si fuera una quemadura, y parecía tener el mismo efecto cauterizador. Ya no estaba segura de a quién debía temer, o de qué sentirse exactamente culpable, pero sí ha tenido la sensación de que debía hacer que Erin se quedara un rato allí y averiguar qué era lo que quería. Debía retenerla, a ser posible, hasta que Patrick hubiera regresado, pues estaba segura de que él querría hablar con ella.

Helen ha limpiado el mango del cuchillo con el paño.

—¿Le apetecería una taza de té, sargento? —ha preguntado.

—Me encantaría —ha respondido Erin.

Su alegre sonrisa se ha desvanecido al ver cómo Helen cerraba la puerta de entrada con llave y se guardaba esta en el bolsillo antes de dirigirse a la cocina.

—Señora Townsend… —ha comenzado a decir.

—¿Lo quiere con azúcar? —la ha interrumpido Helen.

La forma de lidiar con situaciones como esa era descolocando a la otra persona. Helen lo sabía bien después de años de politiqueo en el sector público. Una no debe hacer lo que los demás esperan que haga, pues eso los pone de inmediato a la defensiva. Y, cuando menos, así consigue ganar tiempo. Así pues, en vez de mostrarse enfadada e indignada por el hecho de que esa mujer hubiera entrado sin permiso en casa de su suegro, ha optado por comportarse con ella con absoluta educación.

—¿Lo han encontrado? —le ha preguntado a Erin mientras le daba su taza de té—. A Mark Henderson, quiero decir. ¿Ha aparecido ya?

—No —ha respondido ella—. Todavía no.

—El coche abandonado junto al acantilado y ningún rastro de él por ninguna parte… —Ha exhalado un fuerte suspiro—. Una nota de suicidio puede considerarse una admisión de culpa, ¿no? Ciertamente, eso es lo que va a parecer. Qué desastre. —Erin ha asentido. Estaba intranquila y Helen lo notaba. No dejaba de echar vistazos a la puerta y de mover con nerviosismo la mano en el bolsillo—. Será terrible para la escuela y para nuestra reputación. La reputación de todo el pueblo volverá a verse mancillada…

—¿Es esa la razón por la que Nel Abbott le caía tan mal? —ha preguntado entonces Erin—. ¿Porque mancilló la reputación de Beckford con su trabajo?

Helen ha fruncido el ceño.

—Bueno, esa es una de las razones. Como le dije, era una mala madre. Era irrespetuosa conmigo y con las tradiciones y las reglas de la escuela.

—¿Era ella una guarra? —ha preguntado Erin.

Helen se ha reído sorprendida.

—¿Cómo dice?

—Me preguntaba si, utilizando su término políticamente incorrecto, usted pensaba que Nel Abbott era una guarra. He oído decir que tuvo aventuras con algunos de los hombres del pueblo…

—No sé nada de eso —ha replicado Helen, pero su rostro se había sonrojado y ha tenido la sensación de que había perdido la ventaja.

Se ha puesto de pie, ha cruzado la cocina hasta la encimera y ha vuelto a coger el cuchillo mondador. De pie frente al fregadero, ha limpiado la sangre de la hoja.

—No puedo decir que conozca los pormenores de la vida privada de Nel Abbott —ha dicho en voz baja. Podía sentir los ojos de la mujer policía, mirándole el rostro, las manos. Y podía sentir asimismo cómo el rubor se extendía de su cuello a su pecho. Su cuerpo la estaba traicionando. Ha intentado mantener el tono de voz sereno—. Sin embargo no me sorprendería lo más mínimo que fuera promiscua. Era una buscadora de atención.

Quería que esa conversación terminara. Quería que la sargento se marchara de su casa, quería que Sean estuviera allí, y Patrick. De repente, ha sentido la necesidad de poner las cartas sobre la mesa, confesar sus propios pecados y pedirles a ellos que confesaran los suyos. Era cierto que se habían cometido errores, pero los Townsend eran una buena familia. Eran buena gente. No tenían nada que temer. Se ha vuelto hacia la sargento con la barbilla alzada y la expresión más altiva que ha sido capaz de adoptar, pero las manos le temblaban tanto que ha pensado que iba a caérsele el cuchillo. ¿Seguro que no tenía nada que temer?

Jules

Por la mañana, he dejado a Lena profundamente dormida en la cama de su madre. Le he escrito una nota en la que le decía que nos veríamos en la comisaría a las once para su declaración. Yo tenía que hacer unas cosas antes. Y había conversaciones que era mejor que las mantuvieran tan solo los adultos. Ahora debía pensar como una madre. Debía protegerla, evitar que sufriera más daños.

De camino a la comisaría, me he detenido para llamar a Erin y avisarla de que estaba a punto de llegar. Quería asegurarme de que sería con ella con quien hablaría, y también de que lo haríamos a solas.

«¿Por qué no es a él a quien empujan de un jodido acantilado?». Anoche Lena estuvo hablándome sobre Sean Townsend. Me lo contó todo: que Sean se había enamorado de Nel y —creía Lena— su madre también un poco de él. Su relación había terminado tiempo atrás; Nel le explicó a su hija que las cosas habían «seguido su curso natural», pero Lena no llegó a creerla. En cualquier caso, Helen debió de descubrirlo y se vengó. Ahora me tocaba a mí estar indignada: ¿por qué Lena no había dicho nada antes? Sean estaba a cargo de la investigación de la muerte de Nel. Eso era algo completamente inapropiado.

—Él la quería —dijo Lena—. ¿El hecho de intentar averiguar qué le pasó no lo convierte en una buena persona?

—Pero, Lena, ¿no te das cuenta de que…?

—Es una buena persona, Julia. ¿Cómo iba a decir algo? Lo habría metido en un lío, y no se lo merece. Es un buen hombre.

Erin no ha contestado a mi llamada, de modo que le he dejado un mensaje y he seguido conduciendo en dirección a la comisaría. Al llegar, he aparcado delante y he vuelto a llamar, pero tampoco ha contestado, por lo tanto he decidido esperarla. Si Sean me veía, me inventaría una excusa. Fingiría que pensaba que la declaración de Lena era a las nueve en vez de a las once. Ya se me ocurriría algo.

Pero, al parecer, no estaba en la comisaría. Ninguno de los dos había llegado. El agente que me ha atendido en recepción me ha dicho que el inspector Townsend estaría en Newcastle todo el día y que no estaba muy seguro del paradero de la sargento Morgan, pero que imaginaba que llegaría de un momento a otro.

De vuelta en el coche, he sacado tu brazalete del bolsillo. Lo había puesto en una bolsa de plástico para protegerlo. Para proteger lo que fuera que hubiera en él. Las probabilidades de que hubiera alguna huella dactilar o restos de ADN eran mínimas, pero al menos era algo. Había alguna posibilidad. La oportunidad de obtener una respuesta. Nickie dijo que habías muerto porque habías descubierto algo sobre Patrick Townsend; Lena, que lo habías hecho porque te habías enamorado de Sean y él de ti, y que Helen Townsend, la celosa y vengativa Helen, no había querido aceptarlo. Allá donde mirara, solo veía a miembros de la familia Townsend.

Metafóricamente. Literalmente, he visto la figura de Nickie Sage por el espejo retrovisor. Iba arrastrando los pies por el aparcamiento, de forma lenta y dolorosa, con el rostro sonrosado bajo un gran sombrero blando. Al llegar a la parte trasera de mi coche, se ha apoyado en él y he podido oír su trabajosa respiración a través de la ventanilla.

—¿Está bien, Nickie? —le he preguntado saliendo del coche. Ella no me ha respondido—. ¿Nickie? —De cerca, parecía estar en las últimas.

—Necesito que me lleven en coche —ha dicho—. Llevo horas de pie.

La he ayudado a subir. Tenía la ropa empapada de sudor.

—¿Dónde diantre ha estado, Nickie? ¿Qué ha estado haciendo?

—Caminando —ha respondido ella entre resuellos—. Hasta la casita de campo de los Ward. Escuchando el río.

—Es usted consciente de que el río pasa justo por delante de su casa, ¿verdad?

Ella ha negado con la cabeza.

—No es el mismo río. Podría pensarse que lo es, pero cambia. Ahí arriba tiene otro espíritu. A veces hay que hacer una excursión para oír su voz.

He girado a la izquierda antes del puente en dirección a la plaza.

—Por aquí, ¿verdad?

Ella ha asentido, todavía respirando con dificultad.

—Tal vez debería pedirle a alguien que la lleve la próxima vez que tenga ganas de hacer una excursión.

Ella se ha reclinado en el asiento y ha cerrado los ojos.

—¿Estás ofreciéndote voluntaria? No pensaba que fueras a quedarte en el pueblo.

Cuando hemos llegado frente a su apartamento, hemos permanecido un momento sentadas en el coche. No he tenido valor para pedirle que saliera y subiera a su casa de inmediato, de modo que he escuchado sus explicaciones de por qué debería quedarme en Beckford, por qué sería bueno para Lena estar cerca del agua y por qué nunca oiría la voz de mi hermana si me marchaba.

—No creo en esas cosas, Nickie —le he dicho.

—Claro que sí —ha replicado ella airadamente.

—Está bien. —No iba a discutir—. Entonces ¿ha ido a la casita de campo de los Ward? Ahí se aloja Erin, ¿no? No la habrá visto, ¿verdad?

—Pues sí. Venía de correr de algún lado, y luego se ha marchado corriendo a otro. Andaba completamente desencaminada. No ha dejado de darme la lata sobre Helen Townsend, a pesar de que le he dicho que no era por ella por quien debía preocuparse. Nadie me escucha. Lauren, le he dicho, no Helen. Pero nunca me escucha nadie.

Me ha dado la dirección de los Townsend. La dirección y una advertencia: «Si el viejo cree que sabes algo, te hará daño. Has de ser lista». No le he dicho a Nickie lo del brazalete, ni tampoco que era ella, y no Erin, quien andaba completamente desencaminada.

Erin

Helen no dejaba de mirar hacia la ventana como si estuviera esperando que apareciera alguien.

—Está esperando que vuelva Sean, ¿no? —le he preguntado.

Ella ha negado con la cabeza.

—No. ¿Por qué habría de volver? Está en Newcastle, ha ido a hablar con sus superiores sobre el desaguisado de Henderson. ¿Es que no lo sabía?

—No me lo dijo —he contestado yo—. Debió de pasársele. —Ella ha enarcado las cejas en una expresión de incredulidad—. A veces puede ser algo distraído, ¿verdad? —he proseguido yo. Sus cejas se han enarcado todavía más—. A ver, no quiero decir que eso afecte su trabajo ni nada parecido, aunque a veces…

—Haga el favor de callar —ha soltado ella de repente.

Su comportamiento era imposible de interpretar. Pasaba de la educación a la exasperación, de la timidez a la agresividad; estaba enfadada un minuto, asustada al siguiente. Me ponía muy nerviosa. Esa pequeña, apocada y anodina mujer que se encontraba delante de mí me asustaba porque no tenía ni idea de qué pensaba hacer a continuación. ¿Iba a ofrecerme otra taza de té o a atacarme con el cuchillo?

De repente ha echado la silla hacia atrás provocando que sus patas chirriaran contra las baldosas, se ha puesto de pie y se ha dirigido a la ventana.

—Hace mucho rato que ha salido —ha dicho en voz baja.

—¿Quién? ¿Patrick?

Ella me ha ignorado.

—Sale a pasear todas las mañanas, pero normalmente no está tanto tiempo. No se encuentra bien. Yo…

—¿Quiere ir a buscarlo? —le he preguntado—. Si lo desea, puedo acompañarla.

—Va a esa casita de campo casi a diario —ha proseguido, hablando como si yo no estuviera ahí, como si no pudiera oírme—. No sé por qué. Ese era el lugar al que Sean solía llevarla. Ahí era donde ellos… Oh, no lo sé. No sé qué hacer. Ya no estoy segura de qué es lo correcto.

Su mano derecha se ha cerrado en un puño y he visto que en el inmaculado vendaje blanco estaba comenzando a formarse una mancha roja.

—Me alegré tanto de la muerte de Nel Abbott… —ha dicho—. Todos lo hicimos. Fue un auténtico alivio. Pero este ha durado poco. Y ahora no puedo evitar preguntarme si no nos ha causado todavía más problemas. —Finalmente, se ha vuelto hacia mí—. ¿Por qué está aquí? Y, por favor, no me mienta. No estoy de humor para ello. —Se ha llevado la mano a la cara y, al pasársela por la boca, ha manchado de sangre sus labios.

Yo me he metido la mano en el bolsillo y he cogido mi móvil.

—Creo que ya es hora de que me marche —he dicho poniéndome de pie despacio—. He venido aquí para hablar con Sean, pero como no está…

—No es distraído, ¿sabe? —ha dicho ella, desplazándose hacia la izquierda y bloqueándome el paso al corredor que daba a la puerta de entrada—. A veces su mente se abstrae, pero eso es otra cosa. No; si no le dijo que iba a Newcastle es porque no se fía de usted, y, si él no lo hace, no estoy segura de que deba hacerlo yo. Solo voy a preguntárselo una vez más: ¿por qué está aquí?

He asentido, haciendo un esfuerzo consciente para dejar caer los hombros y mostrarme relajada.

—Como le he dicho, quería hablar con Sean.

—¿Sobre qué?

—Sobre una acusación de conducta inapropiada —he contestado—. Por su relación con Nel Abbott.

Helen ha dado un paso hacia mí y he sentido una intensa punzada de adrenalina.

—Habrá consecuencias, ¿verdad? —ha preguntado con una triste sonrisa en el rostro—. ¿Cómo pudimos imaginar que no las habría?

—Helen —he dicho—, solo necesito saber…

He oído la puerta de entrada cerrarse de golpe y he retrocedido con mucha rapidez para poner algo de espacio entre ambas al tiempo que Patrick entraba en la cocina.

Por un momento, nadie ha hablado. Él se me ha quedado mirando fijamente a los ojos sin dejar de mover la mandíbula mientras se quitaba la chaqueta y la dejaba en el respaldo de una silla. Luego ha vuelto la atención hacia Helen. Al reparar en su mano ensangrentada, ha reaccionado de inmediato.

—¿Qué ha pasado? ¿Te ha hecho algo? Querida…

Ella se ha sonrojado y algo se me ha removido en la boca del estómago.

—No es nada —se ha apresurado a decir—. No es nada. No ha sido ella. Se me ha resbalado la mano cuando estaba picando cebolla.

Patrick ha mirado la otra mano de Helen y ha visto que todavía estaba sosteniendo el cuchillo. Con cuidado, se lo ha cogido.

—¿Qué está haciendo ella aquí? —ha preguntado sin mirarme.

Helen ha inclinado la cabeza a un lado, ha mirado a su suegro y luego ha vuelto a mirarme a mí.

—Ha estado haciendo preguntas —ha señalado—. Sobre Nel Abbott. —Ha tragado saliva—. Y también sobre Sean. Sobre su conducta profesional.

—Solo necesito aclarar algo. Es una cuestión relativa a la investigación sobre la muerte de Nel Abbott.

Patrick no parecía interesado. Se ha sentado a la mesa de la cocina sin mirarme.

—¿Sabes por qué trasladaron a esta aquí? —ha comenzado a decirle a Helen—. Lo pregunté. Todavía conozco a gente, claro está, y hablé con uno de mis antiguos colegas de Londres. Él me contó que la apartaron de su puesto en la policía de la ciudad por haber seducido a alguien más joven del cuerpo. Y no a cualquiera. ¡A una mujer! ¿Puedes imaginártelo? —Su sardónica risa ha dado paso a una seca tos de fumador—. Y aquí está ahora, persiguiendo a tu señor Henderson mientras ella es culpable exactamente de lo mismo. Abusó de su poder para obtener una gratificación sexual. Y todavía mantiene su empleo. —Se ha encendido un cigarrillo—. ¡Y ahora viene aquí y dice que quiere hablar sobre la conducta profesional de mi hijo!

Finalmente, me ha mirado.

—Deberían haberla expulsado completamente del cuerpo, pero, como es mujer, como es una lesbiana, permitieron que se saliera con la suya. Eso es lo que llaman igualdad —ha dicho en tono de burla—. ¿Puede imaginarse lo que habría pasado si se hubiera tratado de un hombre? Si hubieran pillado a Sean acostándose con uno de sus subordinados, habría sido puesto de patitas en la calle.

Yo he apretado los puños para contener el temblor de las manos.

—¿Y si Sean hubiera estado acostándose con una mujer que ha aparecido muerta? —he preguntado—. ¿Qué cree que le pasaría entonces?

Se movía rápido para ser un anciano. Se ha puesto de pie de golpe haciendo que la silla cayera al suelo y ha rodeado mi cuello con la mano en lo que me ha parecido menos de un segundo.

—Cuidado con lo que dice, maldita zorra —ha susurrado, echándome su aliento a humo agrio.

Le he dado un fuerte empujón en el pecho y me ha soltado.

A continuación, ha retrocedido con las manos a los costados y los puños apretados.

—Mi hijo no ha hecho nada malo —ha asegurado en voz baja—. De modo que, si le causa problemas, yo se los causaré a usted. ¿Lo comprende? Se los devolveré con intereses.

—Papá —ha intervenido Helen—. Ya basta. La estás asustando.

Él se ha vuelto hacia su nuera con una sonrisa.

—Ya lo sé, querida. Es lo que pretendo. —Se ha vuelto de nuevo hacia mí y me ha sonreído—. Es lo único que comprenden algunas.

Jules

He dejado el coche en un margen del camino que conduce a la casa de los Townsend. No tenía por qué hacerlo, pues había mucho espacio para aparcar en el patio, pero me ha parecido que era lo que debía hacer. Tenía la sensación de que se trataba de una misión furtiva, como si debiera sorprenderlos. El arrojo que apareció el día que me enfrenté a mi violador había regresado. Con el brazalete en el bolsillo, he comenzado a recorrer el soleado patio decidida y con la espalda erguida. Había ido allí en nombre de mi hermana, para arreglar las cosas. Estaba resuelta. No tenía miedo.

No lo tenía, hasta que Patrick Townsend me ha abierto la puerta con el rostro desfigurado por la ira y un cuchillo en la mano.

—¿Qué quiere? —ha preguntado.

He retrocedido un par de pasos.

—Yo…

Él estaba a punto de cerrarme la puerta en las narices y yo estaba demasiado asustada para decirle lo que necesitaba. «Se cargó a su esposa —me había dicho Nickie—, y también a tu hermana».

—Yo iba…

—¿Jules? —he oído que exclamaba entonces una voz desde el interior de la casa—. ¿Es usted?

La escena era dantesca. Helen estaba presente, con sangre en la mano y en la cara. Y también Erin, esforzándose en fingir que tenía la situación bajo control. Me ha saludado con una alegre sonrisa.

—¿Qué está haciendo aquí? Se suponía que debíamos encontrarnos en la comisaría.

—Sí, lo sé, yo…

—Suéltelo de una vez —ha mascullado Patrick. Yo he sentido un ardiente cosquilleo en la piel y me ha comenzado a faltar el aliento—. ¡Menuda familia, la de los Abbott! —ha dicho alzando la voz al tiempo que soltaba el cuchillo sobre la mesa de la cocina—. Me acuerdo de usted, ¿sabe? ¿De joven no era obesa? —Se ha vuelto hacia Helen—. Era una gorda asquerosa. ¿Y los padres? ¡Patéticos! —Se ha vuelto hacia mí otra vez. Las manos me temblaban—. Supongo que la madre tenía una excusa, pues estaba muriéndose, pero alguien debería haberse hecho cargo de ellas. Usted y su hermana hacían lo que les daba la gana, ¿verdad? ¡Y mire lo bien que han salido las dos! Ella, mentalmente inestable, y usted… Bueno, ¿usted qué es? ¿Cortita?

—Ya basta, señor Townsend —ha dicho Erin y, cogiéndome del brazo, ha añadido—: Vamos, la llevaré a la comisaría. Lena tiene que prestar declaración.

—Ah, sí, la chica. Esa terminará igual que su madre. Tiene su misma pinta de sucia, la misma mala lengua, y una de esas caras que, al verlas, uno desea abofetear…

—Dedica mucho tiempo a pensar en las cosas que le haría a mi sobrina adolescente, ¿no? —he dicho en voz alta—. ¿Le parece que eso está bien? —Volvía a sentirme enojada, y Patrick no estaba preparado para ello—. ¿Y bien? ¿Se lo parece? Viejo asqueroso. —A continuación, me he vuelto hacia la sargento—. En realidad, todavía no quiero marcharme —he dicho—, pero me alegro de que esté aquí, Erin, creo que es adecuado, porque no he venido para hablar con él —he señalado a Patrick con un movimiento de la cabeza—, sino con ella. Con usted, señora Townsend. —Y, con manos trémulas, he cogido la pequeña bolsa de plástico del bolsillo y la he dejado sobre la mesa, junto al cuchillo—. Quería preguntarle cuándo cogió este brazalete de la muñeca de mi hermana.

Helen ha abierto unos ojos como platos y he sabido que era culpable.

—¿De dónde ha salido el brazalete, Jules? —ha preguntado Erin.

—De Lena. Se lo dio Henderson, que se lo cogió a Helen. Quien, a juzgar por la clara expresión de culpa de su rostro, se lo quitó a mi hermana antes de matarla.

Patrick ha dejado escapar una sonora y falsa carcajada.

—¡Se lo ha dado Lena, a quien se lo dio Mark, que lo cogió de Helen, a quien se lo dio el hada del puto árbol de Navidad! Lo siento, querida —se ha disculpado dirigiéndose a Helen—, lamento mi vocabulario, pero menuda sarta de tonterías.

—Estaba en su despacho, ¿verdad, Helen? —He mirado a Erin—. Tendrá sus huellas y su ADN, ¿no?

Patrick ha vuelto a reír entre dientes, pero Helen parecía acongojada.

—No, yo… —ha dicho al fin mientras sus ojos pasaban de mí a Erin y de esta a su suegro—. Estaba… No… —Ha respirado hondo—. Lo encontré —ha respondido finalmente—, pero no sabía… no sabía que era de ella. Yo solo… lo guardé. Pensaba llevarlo a objetos perdidos.

—¿Dónde lo encontró, Helen? —ha preguntado Erin—. ¿En la escuela?

Ella ha mirado a Patrick y luego a la sargento como si estuviera considerando si la mentira se sostendría.

—Creo que… sí, en la escuela. Y, esto…, no sabía de quién era, de modo…

—Mi hermana siempre llevaba puesto ese brazalete —he dicho—. Tiene grabadas las iniciales de mi madre. Me cuesta un poco creer que no supiera de quién era, que no se diera cuenta de que se trataba de algo importante.

—No lo sabía —ha repetido Helen, pero su tono de voz era más débil, y su rostro ha comenzado a sonrojarse.

—¡Claro que no lo sabía! —ha exclamado Patrick de repente—. Claro que no sabía de quién era o de dónde había salido. —Se ha apresurado a acercarse a ella y le ha colocado la mano en el hombro—. Helen tenía el brazalete porque yo me lo dejé en el coche. Fue un descuido. Iba a tirarlo, quería hacerlo, pero… últimamente estoy algo olvidadizo. Me he vuelto olvidadizo, ¿verdad, querida? —Ella no ha dicho nada, permanecía inmóvil—. Me lo dejé en el coche —ha vuelto a decir Patrick.

—De acuerdo —ha asentido Erin—. Y ¿usted de dónde lo sacó?

Él le ha contestado mirándome directamente a mí.

—¿De dónde cree que lo saqué, so idiota? Se lo arranqué a esa zorra de la muñeca antes de empujarla por el acantilado.

Patrick

La amaba desde hacía mucho, pero nunca lo había hecho tanto como en ese momento en que ella ha salido en su defensa.

—¡Eso no fue lo que pasó! —Helen se ha puesto de pie de un salto—. Eso no fue… ¡No! ¡No asumas la culpa de esto, papá, eso no fue lo que pasó! Tú no… Tú ni siquiera…

Patrick ha sonreído y le ha ofrecido una mano. Ella se la ha cogido y él la ha atraído hacia sí. Ella era suave, pero no débil. Su modestia y su abierta sencillez resultaban más estimulantes que cualquier belleza superficial. En ese momento, le ha resultado conmovedora y ha notado que aumentaban los latidos de su debilitado y viejo corazón.

Todo el mundo se ha quedado callado. La hermana estaba llorando en silencio, farfullando palabras sin emitir sonido alguno. La sargento lo ha mirado a él y luego a Helen y, a juzgar por la expresión de su rostro, ha parecido comprenderlo.

—¿Está usted…? —Ha negado con la cabeza, sin saber qué decir—. Señor Townsend, yo…

—¡Vamos! —De repente, Patrick se sentía irritable y se moría por apartarse de la evidente aflicción de la mujer—. Por el amor de Dios, es una agente de policía, haga lo que tiene que hacer.

Erin ha respirado hondo y ha dado un paso hacia él.

—Patrick Townsend, queda usted arrestado como sospechoso por el asesinato de Danielle Abbott. Tiene derecho a guardar silencio…

—Sí, sí, sí, está bien —ha dicho él con desgana—. Ya me sé todo eso. Dios mío, las mujeres como usted nunca saben cuándo deben dejar de hablar. —Luego se ha vuelto hacia Helen—: En cambio, tú, querida, tú sí sabes. Tú sabes cuándo hablar y cuándo permanecer callada. Di la verdad.

Ella ha comenzado a llorar, y en ese momento no había nada en el mundo que él hubiera querido más que estar a su lado en el piso de arriba una última vez antes de que se lo llevaran lejos de ella. Le ha dado un beso en la frente y, antes de seguir a la sargento fuera de la casa, se ha despedido de ella.

Patrick nunca había sido dado a misticismos, corazonadas o presentimientos, pero, si era honesto, tenía que reconocer que eso lo había visto venir: el día del Juicio, el final de la partida. Lo había sentido mucho antes de que sacaran del agua el cadáver de Nel Abbott, pero lo había considerado un mero síntoma de la edad. Últimamente, su cabeza había estado jugándole numerosas malas pasadas, incrementando los colores y los sonidos de sus viejos recuerdos y emborronando los contornos de los nuevos. Sabía que eso era el principio del largo adiós y que estaba siendo carcomido de dentro afuera, del corazón a la cáscara. Al menos, se sentía agradecido por haber podido atar algunos cabos sueltos y haber tomado el control. Ahora se daba cuenta de que esa era la única forma de salvaguardar algo de la vida que habían construido, si bien sabía que no todo el mundo saldría indemne.

Cuando lo han llevado a la sala de interrogatorios de la comisaría de Beckford, ha pensado que la humillación sería mayor de lo que podría soportar, pero no ha sido así. Ha descubierto que, en parte, lo que hacía más llevadera la situación era una sorprendente sensación de alivio. Quería contar su historia. Si esta iba a salir a la luz, debía ser él quien la contara mientras tenía tiempo y todavía tenía el control de su mente. Y no era solo alivio lo que sentía, sino también orgullo. Durante toda su vida, una parte de él había querido explicar lo que había sucedido la noche que Lauren murió, pero nunca había sido capaz de hacerlo. Había guardado silencio por amor a su hijo.

Ha hablado con frases cortas y sencillas y ha sido muy claro. Ha expresado su intención de hacer una confesión completa de los asesinatos de Lauren Slater en 1983 y de Danielle Abbott en 2015.

El de Lauren ha sido más fácil, claro está. Era una historia muy simple. Discutieron en casa. Ella lo atacó, él se defendió y, en el curso de esa defensa, ella resultó herida de gravedad y él no pudo hacer nada para salvarla. En un esfuerzo por ahorrarle a su hijo la verdad y —ha admitido— ahorrarse a sí mismo la pena de cárcel, la llevó al río, cargó con su cuerpo hasta lo alto del acantilado y la tiró, ya sin vida, al agua.

La sargento Morgan lo ha escuchado educadamente, pero lo ha interrumpido en ese punto.

—Y ¿su hijo estaba con usted en esos momentos?

—Él no vio nada —ha respondido Patrick—. Era demasiado pequeño y estaba demasiado asustado para entender qué estaba sucediendo. No vio a su madre sufrir daño alguno, ni tampoco la vio caer del acantilado.

—¿No vio cómo usted la tiraba?

Patrick ha tenido que hacer un gran esfuerzo para no saltar al otro lado de la mesa y abofetearla.

—No vio nada. Tuve que llevarlo en el coche porque no podía dejar a un niño de seis años solo en casa durante una tormenta. Si tuviera hijos, lo comprendería. No vio nada. Estaba confundido, de modo que le conté… una versión de la verdad que tuviera sentido para él. Un relato al que pudiera encontrarle un sentido.

—¿Una versión de la verdad?

—Le conté un cuento. Eso es lo que se hace con los niños y las cosas que no son capaces de comprender. Le conté un cuento con el que pudiera vivir, uno que hiciera su vida soportable. ¿Es que no se da cuenta? —Por más que lo intentaba, no podía evitar alzar la voz—. No iba a dejarlo solo. Su madre había muerto y, si yo hubiera ido a la cárcel, ¿qué habría sido de él? ¿Qué clase de vida habría tenido? Los servicios sociales se habrían hecho cargo de él. Y he visto lo que les sucede a esos niños: no hay ninguno que no se quede perturbado o no se convierta en un pervertido. Lo he protegido toda su vida —ha dicho Patrick con el pecho henchido de orgullo.

La historia de Nel Abbott era, inevitablemente, menos fácil de contar. Cuando descubrió que había estado hablando con Nickie Sage y se había tomado en serio las acusaciones que hacía esta sobre la muerte de Lauren, se preocupó. No porque pudiera ir a la policía. A Nel no le interesaba la justicia ni nada de eso. Solo estaba interesada en explotar esa historia en su insustancial arte con fines sensacionalistas. Lo que le preocupaba a él era que pudiera decir algo que afectara a Sean. De nuevo, estaba protegiendo a su hijo.

—Es lo que hacen los padres —ha señalado—. Aunque puede que usted no lo sepa. Tengo entendido que el suyo era un borrachuzo. —Patrick ha sonreído al ver que Erin se encogía ante su comentario—. Al parecer, podía ser algo irascible.

Luego ha confirmado que una noche quedó con Nel Abbott para hablar de las acusaciones.

—Y ¿ella accedió a encontrarse con usted en el acantilado? —ha preguntado la sargento Morgan con incredulidad.

Patrick ha vuelto a sonreír.

—Usted no la conoció. No tiene ni idea del alcance de su vanidad, de su presuntuosidad. Lo único que tuve que hacer fue sugerirle que le detallaría todo lo que sucedió entre Lauren y yo. Que le mostraría cómo se desarrollaron los terribles acontecimientos de esa noche allí mismo, en el lugar en el que se produjeron. Contaría la historia como no había sido contada nunca antes, y ella sería la primera persona en oírla. Luego, en cuanto la tuve allí arriba, fue fácil. Ella había estado bebiendo y su paso era inestable.

—¿Y el brazalete?

Patrick se ha removido en su asiento y se ha obligado a sí mismo a mirar a la sargento directamente a los ojos.

—Hubo cierto forcejeo y tuve que agarrarla del brazo cuando intentó apartarse de mí. El brazalete se le cayó de la muñeca.

—¿No ha dicho antes que se lo arrancó? —Ella ha bajado la mirada a las notas—. «Se lo arranqué a esa zorra de la muñeca», ha dicho.

Patrick ha asentido.

—Sí. Estaba furioso, lo admito. Estaba furioso por que hubiera estado manteniendo una aventura con mi hijo, poniendo en riesgo su matrimonio. Ella lo había seducido. Incluso los hombres más fuertes y morales pueden encontrarse a merced de una mujer que se le ofrezca de esa forma…

—¿De qué forma?

Él ha apretado los dientes.

—Ofreciendo una suerte de abandono sexual que tal vez no encuentran en casa. Es triste, lo sé, pero sucede. Estaba furioso por eso. El matrimonio de mi hijo es muy fuerte. —Patrick ha visto cómo la sargento enarcaba las cejas y ha tenido que controlarse—. Estaba furioso por eso. Le arranqué el brazalete de la muñeca y la empujé.