Sean

Howick. Cerca de Craster. La historia no estaba tanto repitiéndose a sí misma como jugando conmigo. No está lejos de Beckford, a poco más de una hora en coche, pero nunca voy. No voy a la playa ni al castillo. Nunca he ido a comer los famosos arenques del famoso ahumadero. Eso era cosa de mi madre, su deseo. Mi padre nunca me llevó, y ahora yo nunca voy.

Cuando Tracey me ha dicho dónde estaba la casa y me ha indicado el lugar al que tenía que ir, me he sentido conmovido. Y también culpable. Me he sentido del mismo modo que cuando pensaba en la propuesta de cumpleaños que me había hecho mi madre, la que yo rechacé para ir a la Torre de Londres. Si no hubiera sido tan ingrato, si hubiera dicho que quería ir con ella a la playa, al castillo, ¿estaría todavía aquí?, ¿habrían sido distintas las cosas?

Ese viaje nunca realizado fue una de las muchas cuestiones que ocuparon mi mente después de la muerte de mi madre, cuando todo mi ser se vio consumido por la construcción de un nuevo mundo, una realidad alternativa en la que ella no moría. Si hubiéramos hecho el viaje a Craster, si yo hubiera ordenado mi habitación cuando me había pedido que lo hiciera, si no hubiera ensuciado de barro mi nueva cartera para ir a la escuela cuando había ido a nadar río abajo, si hubiera escuchado a mi padre y no le hubiera desobedecido tan a menudo. O, más adelante, me preguntaba si quizá debería haberle desobedecido, si debería haberme quedado despierto hasta tarde en vez de irme a la cama. Tal vez entonces podría haberla convencido para que no se marchara.

Ninguno de mis escenarios alternativos resolvió la cuestión y, finalmente, algunos años más tarde, llegué a comprender que no había nada que hubiera podido hacer. Lo que mi madre quería no era que yo hiciera algo, era que otra persona hiciera algo, o que no lo hiciera: lo que quería era que el hombre al que amaba, el hombre con el que se veía en secreto, el hombre con el que había estado traicionando a mi padre, no la dejara. Ese hombre carecía de rostro y de nombre. Era un fantasma, nuestro fantasma. Mío y de mi padre. Nos dio un porqué, algo que nos proporcionó cierto alivio: no había sido culpa nuestra. (Había sido de él, o de ella; de ambos: de mi traidora madre y de su amante. Nosotros no podríamos haber hecho nada; simplemente, no nos quería lo suficiente). Él nos proporcionó una razón para levantarnos por la mañana, una razón para seguir adelante.

Y entonces apareció Nel.

La primera vez que vino a casa, preguntó por mi padre. Quería hablar con él sobre la muerte de mi madre. Ni él ni yo estábamos aquel día, de modo que habló con Helen, y esta se mostró tajante: «No solo Patrick no hablará con usted —le dijo—, sino que además no apreciará la intromisión. Tampoco lo hará Sean, ni ninguno de nosotros. Es un asunto privado —añadió— y forma parte del pasado».

Nel ignoró su advertencia e intentó hablar con mi padre de todos modos. La reacción de este la intrigó. No se enfadó tal y como ella había esperado que hiciera, ni le explicó que se trataba de algo muy doloroso y que no soportaba tener que hablar sobre ello. Simplemente le dijo que no había nada de lo que hablar, que no había pasado nada. Eso fue lo que él le dijo. Que no había pasado nada.

Así pues, por último me abordó a mí. Fue en pleno verano. Yo había tenido una reunión en la comisaría de Beckford y, al salir, me la encontré apoyada en mi coche. Llevaba un vestido tan largo que barría el suelo con él, unas sandalias de cuero en sus morenos pies y esmalte de color azul en las uñas de los mismos. La había visto por el pueblo con anterioridad y había reparado en ella; era hermosa, resultaba difícil no hacerlo. Pero hasta entonces no la había visto de cerca y no me había dado cuenta de lo verdes que eran sus ojos y de la apariencia de otredad que le proporcionaban. Era como si no fuera exactamente de este mundo o, desde luego, no de este lugar. Era demasiado exótica.

Ella me contó lo que mi padre le había dicho, lo de que «no había pasado nada», y me preguntó si yo también pensaba lo mismo. Yo le expliqué que no lo decía en serio, que no quería decir en realidad que no hubiera pasado nada. Solo quería decir que no hablábamos sobre ello, que pertenecía al pasado. Lo habíamos dejado atrás.

—Bueno, claro que lo han hecho —dijo ella sonriéndome—. Y lo comprendo, pero, verá, estoy trabajando en este proyecto, un libro, y quizá también una exposición, y yo…

—No —repuse—. Es decir, sé lo que está haciendo, pero yo, o, mejor dicho, nosotros no podemos formar parte de ello. Es vergonzoso.

Ella se apartó un poco, pero no dejó de sonreír.

¿Vergonzoso? Qué extraña palabra para referirse a ello. ¿Qué es lo que resulta vergonzoso?

—Para nosotros lo es —le aseguré yo—. Para él. —«Para nosotros» o «para él», no recuerdo bien qué dije.

—¡Oh! —En ese momento, la sonrisa desapareció de su rostro y su expresión pasó a ser afligida, preocupada—. No. No es… No, no es algo vergonzoso. No creo que ya nadie piense así, ¿verdad?

—Él, sí.

—Por favor —dijo entonces—. ¿No podría hablar conmigo?

Creo que debí de apartarme de ella, porque colocó una mano en mi brazo. Yo bajé la mirada y me fijé en los anillos de plata de los dedos, el brazalete de la muñeca y la laca de uñas azul desconchada.

—Por favor, señor Townsend…, Sean. Hace mucho tiempo que quiero hablar contigo de esto.

Ella había vuelto a sonreír. Su modo de dirigirse a mí, directo e íntimo, hizo que me resultara imposible negarme. Supe entonces que me había metido en problemas, que ella se había metido en problemas, el tipo de problemas que yo había estado esperando toda mi vida adulta.

Así pues, accedí a contarle lo que recordaba sobre la noche de la muerte de mi madre. Le dije que me encontraría con ella en su nuevo hogar, la Casa del Molino. Le pedí que mantuviéramos ese encuentro en privado, pues a mi padre no le haría gracia, ni tampoco a mi esposa. Ella hizo una pequeña mueca al oír la palabra esposa y volvió a sonreír. Ambos supimos entonces lo que iba a suceder. La primera vez que fui a hablar con ella no llegamos a hablar.

De modo que tuve que volver. Y luego seguí haciéndolo y nunca llegábamos a hablar sobre ello. Me pasaba una hora con ella, o dos, pero cuando me marchaba era como si hubieran pasado días. A veces temía haberme abstraído y perdido la noción del tiempo. En ocasiones me sucede. Mi padre dice que me ausento de mí mismo, como si fuera algo que hiciera a propósito, algo que pudiera controlar, sin embargo no es así. Siempre lo he hecho, desde que era niño: en un momento estoy aquí y, al siguiente, ya no. No lo hago de forma deliberada. A veces me doy cuenta de que lo he hecho y puedo volver en mí; aprendí a hacerlo hace mucho tiempo: me toco la cicatriz de la muñeca. Por lo general funciona. No siempre.

Al principio evité contarle la historia. Ella insistía, pero resultaba agradablemente fácil de distraer. Yo imaginaba que estaba enamorándose de mí y que nos marcharíamos —ella, Lena y yo—, que dejaríamos el pueblo. Imaginaba que al fin me estaría permitido olvidar. Imaginaba que Helen no me lloraría, que pasaría página con rapidez con alguien más adecuado a su inalterable bondad. Imaginaba que mi padre moriría mientras dormía.

Poco a poco, ella fue sacándome la historia y me quedó claro que se sintió decepcionada. No era lo que quería oír. Quería el mito, la historia de terror, quería el niño que vio caer a su madre. Me di cuenta de que, para ella, abordar a mi padre había sido el entrante, yo era el plato principal. Yo iba a ser el corazón del proyecto, pues así fue como empezó todo para ella, con Libby y luego conmigo.

Consiguió sacarme cosas que no quería contarle. Sabía que debería callármelas, pero no podía. Sabía que estaba metiéndome en algo de lo que no sería capaz de salir. Sabía que estaba volviéndome imprudente. Dejamos de vernos en la Casa del Molino porque las vacaciones escolares habían empezado y Lena solía estar en casa. Comenzamos a ir a la casita de campo, lo cual era arriesgado, pero en el pueblo no había ningún hotel en el que reservar habitaciones. ¿A qué otro lugar podíamos ir? Nunca se me pasó por la cabeza que debiera dejar de verla. Por aquel entonces, eso me parecía imposible.

Mi padre da sus paseos al amanecer, de modo que no tengo ni idea de por qué fue a la casita de campo aquella tarde. Pero lo hizo, y vio mi coche. Tras esperar entre los árboles a que Nel se hubiera marchado, se encaró conmigo y me pegó. Me tiró al suelo a golpes y luego se puso a darme patadas en el pecho y en el hombro. Yo me hice un ovillo y me protegí la cabeza, tal y como me habían enseñado que debía hacer en esas situaciones. No me defendí, pues sabía que pararía cuando hubiera tenido suficiente, y cuando supiera que yo ya no podía aguantarlo más.

Luego cogió mis llaves del coche y me llevó a casa. Helen se puso hecha una furia: primero con mi padre por la paliza y luego conmigo cuando le expliqué la razón de la misma. Nunca antes la había visto enfadada, no así. Hasta que no fui testigo de su rabia, fría y aterradora, no comencé a imaginar lo que podía llegar a hacer, la venganza que podía emprender. Imaginé que hacía las maletas y se marchaba, imaginé que dimitía de la escuela, el escándalo público, el enfado de mi padre. Ese era el tipo de venganza que supuse que podía llevar a cabo. Pero me equivocaba.

Lena

He soltado un grito ahogado y, tras coger tanto aire como he podido, le he clavado el codo en las costillas. Él se ha retorcido de dolor, pero no me ha soltado. Su cálido aliento en mi rostro hacía que me dieran ganas de vomitar.

—Demasiado buena para ti —he seguido diciéndole—. Ella era demasiado buena para ti, demasiado buena para que la tocaras, demasiado buena para que te la follaras… Le costaste la vida, desgraciado de mierda. No sé cómo lo haces, no sé cómo puedes levantarte cada mañana, cómo puedes ir a trabajar, cómo puedes mirar a su madre a los ojos…

He notado el clavo arañándome el cuello y he cerrado los párpados, convencida de que iba a clavármelo.

—No tienes ni idea de lo que he sufrido —ha asegurado—. Ni idea.

Luego me ha agarrado por el pelo, ha tirado con fuerza y me ha soltado de repente de tal forma que me he golpeado la cabeza contra la mesa. Sin poder evitarlo, finalmente he comenzado a llorar.

Mark se ha apartado de mí y se ha puesto de pie. Ha retrocedido unos pasos y a continuación ha rodeado la mesa para verme bien desde el otro lado. Se ha quedado ahí, observándome, y yo he deseado más que nada en el mundo que la tierra se abriera y se me tragara. Cualquier cosa sería mejor que permitir que me viera llorar. Me he incorporado. Estaba sollozando como una niña que hubiera perdido su muñeca, y entonces él ha empezado a decir:

—¡Ya basta! ¡Ya basta, Lena! No llores así. No llores así… —Y era raro porque también él estaba llorando y no dejaba de pedirme una y otra vez—: Deja de llorar, Lena, deja de llorar.

Lo he hecho y nos hemos quedado mirando el uno al otro, ambos con lágrimas y mocos en nuestros rostros. Él todavía tenía el clavo en la mano, y ha dicho:

—Yo no lo hice. Lo que piensas que hice… Yo no toqué a tu madre. Pensé en hacerlo. Pensé en hacerle todo tipo de cosas, pero no lo hice.

—Sí que lo hiciste —he contestado yo—. Tienes su brazalete, tú…

—Ella vino a verme —ha replicado él—. Después de que Katie muriera. Me dijo que debía confesar la relación que había mantenido con ella. ¡Por Louise! —Se ha reído—. Como si a tu madre le importara una mierda. Como si a ella le importara una mierda nadie. Sé por qué quería que lo hiciera. Se sentía culpable por haber metido ideas en la cabeza de Katie, se sentía culpable y quería que otra persona asumiera la culpa. Esa zorra egoísta quería cargármela toda a mí.

He echado un vistazo al clavo que llevaba en la mano y me he imaginado abalanzándome sobre él, quitándoselo y clavándoselo en el ojo. Tenía la boca seca y me he relamido. Mis labios tenían un sabor salado.

Él ha seguido hablando:

—Le pedí que me diera algo de tiempo. Le dije que hablaría con Louise, pero que antes debía tener claro lo que iba a decirle, cómo iba a explicárselo. —Ha bajado la mirada al clavo y luego ha vuelto a subirla hacia mí—. Verás, Lena, yo no necesitaba hacerle nada. El modo de lidiar con mujeres así, con mujeres como tu madre, no es recurriendo a la violencia, sino apelando a su vanidad. En el pasado he tratado con mujeres como ella, mujeres maduras, de más de treinta y cinco años, que ya están perdiendo su atractivo juvenil. Quieren sentirse deseadas. Puede olerse su desesperación a kilómetros. Tenía claro lo que debía hacer, aunque pensar en ello me diera repelús. Tenía que ponerla de mi lado. Seducirla. Camelármela. —Ha hecho una pausa y se ha pasado el dorso de la mano por la boca—. Pensé en hacerle algunas fotografías comprometedoras. Amenazarla con humillarla. Pensé que tal vez así me dejaría en paz, me dejaría con mi pena. —Ha alzado ligeramente la barbilla—. Ese era mi plan, pero entonces Helen Townsend intervino y ya no tuve que hacer nada.

Ha tirado el clavo a un lado. He visto cómo este rebotaba en la hierba y al final quedaba apoyado contra el muro.

—¿De qué estás hablando? —he preguntado—. ¿Qué quieres decir?

—Te lo contaré, lo haré, solo… —Ha exhalado un suspiro—. Yo no quiero hacerte daño, Lena. Nunca lo he querido. Anoche, en casa, tuve que pegarte cuando me atacaste; ¿qué otra cosa podía hacer? Pero no se repetirá. No, a no ser que me obligues a ello, ¿de acuerdo? —Yo no he contestado nada—. Esto es lo que necesito que hagas. Necesito que vuelvas a Beckford y le digas a la policía que ayer huiste haciendo autostop o lo que sea. No me importa lo que les cuentes, pero tienes que decirles que mentiste sobre mí. Que te lo inventaste todo. Diles que lo hiciste porque estabas celosa, o porque estabas enajenada por el dolor, o quizá tan solo porque eres una pequeña zorra vengativa en busca de atención, me da igual, siempre y cuando les digas que mentiste, ¿de acuerdo?

Me lo he quedado mirando con los ojos entornados.

—¿Qué te hace pensar que haría algo así? En serio, ¿qué cojones me haría hacer algo semejante? Además, ya es demasiado tarde, fue Josh quien habló con ellos, no yo…

—Entonces diles que Josh mintió. Explícales que tú le dijiste que lo hiciera. Dile a Josh que ha de retractarse. Sé que puedes hacerlo. Y creo que lo harás porque, en ese caso, no solo no te haré daño, sino que además te contaré lo que quieres saber —ha dicho mientras deslizaba una mano en un bolsillo de sus pantalones vaqueros y sacaba el brazalete—. Tú haces esto por mí, y yo te contaré lo que sé.

He caminado hasta la pared. Estaba de espaldas a él y no podía dejar de temblar porque sabía que, si quería, podía abalanzarse sobre mí y acabar conmigo. Pero no creía que quisiera hacerlo. Lo notaba. Lo que él quería era huir. He tocado el clavo con la punta de un pie. La pregunta era: ¿iba a permitir que lo hiciera?

Le he dado la espalda a la pared y me he vuelto hacia él. He pensado en todas las estúpidas equivocaciones que había cometido hasta llegar aquí y no pensaba cometer otra. He simulado miedo, he simulado agradecimiento.

—¿Me lo prometes?… ¿Me dejarás volver a Beckford? Por favor, Mark, ¿me lo prometes?… —He simulado alivio, he simulado desesperación, he simulado arrepentimiento. Lo he embaucado.

Él se ha sentado y ha dejado el brazalete en medio de la mesa.

—Lo encontré —ha dicho de repente, y yo me he echado a reír.

—¿Lo encontraste? ¿Dónde? ¿En el río que la policía estuvo rastreando durante días? Vamos, no me jodas…

Él ha permanecido un segundo inmóvil y luego ha levantado la mirada y se me ha quedado mirando como si me odiara más que a nadie en el mundo. Cosa que con toda probabilidad era así.

—¿Vas a escucharme o no?

He apoyado la espalda en la pared.

—Te escucho.

—Fui al despacho de Helen Townsend —ha dicho—. Estaba buscando… —Ha parecido avergonzado— algo de ella. De Katie. Quería… algo. Algo que pudiera conservar.

Estaba intentando que sintiera lástima por él.

—¿Y…? —No estaba funcionando.

—Buscando la llave del archivador, eché un vistazo en el cajón del escritorio de Helen y ahí estaba.

—¿Encontraste el brazalete de mi madre en el escritorio de la señora Townsend?

Él ha asentido.

—No me preguntes cómo llegó allí. Pero si tu madre lo llevaba el día de su muerte…

—La señora Townsend —he repetido estúpidamente.

—Sé que no tiene sentido —ha dicho él.

Salvo que sí lo tenía. O podía tenerlo si me paraba a pensarlo. Nunca la hubiera creído capaz. Es una zorra estirada, sí, pero nunca habría imaginado que fuera capaz de agredir físicamente a nadie.

Mark se me ha quedado mirando fijamente.

—Hay algo que se me escapa, ¿verdad? ¿Qué hizo? ¿Qué le hizo a Helen? ¿Qué le hizo tu madre?

Yo no he dicho nada. Le he dado la espalda. Una nube ha pasado por delante del sol y he sentido un frío como el que sentí en su casa aquella mañana, por dentro y por fuera, calándome hasta los huesos. Me he acercado a la mesa, he cogido el brazalete y, deslizándolo por mi mano, me lo he puesto en la muñeca.

—Bueno —ha dicho él—. Ya te lo he contado. Te he ayudado, ¿no? Ahora es tu turno.

Mi turno. He regresado a la pared, me he agachado y he cogido el clavo. Me he vuelto otra vez en su dirección.

—Lena —ha dicho Mark, y por cómo ha pronunciado mi nombre y por cómo respiraba, rápida y superficialmente, he notado que tenía miedo—. Te he ayudado. He…

—Crees que Katie se suicidó porque temía que yo la traicionara, o porque temía que lo hiciera mi madre; que alguien os traicionara y todo el mundo se enterara, ella se metiera en un lío y sus padres se quedaran destrozados. Pero sabes que en realidad no es así, ¿verdad? —Él ha agachado la cabeza con las manos agarradas al borde de la mesa—. Tú sabes que esa no es la verdadera razón. La razón es que tenía miedo de lo que pudiera pasarte a ti. —Ha seguido mirando a la mesa inmóvil—. Lo hizo por ti. Se suicidó por ti. Y ¿tú qué has hecho por ella? —Sus hombros habían comenzado a temblar—. ¿Qué has hecho? Has mentido una y otra vez, la has desestimado por completo, como si no significara nada para ti, como si no fuera nadie para ti. ¿No crees que se merecía algo mejor?

Con el clavo en la mano, me he acercado a la mesa. Podía oírlo lloriqueando, lloriqueando y pidiendo perdón.

—Lo siento, lo siento, lo siento —estaba diciendo—. Perdóname. Dios, perdóname.

—Un poco tarde para eso, ¿no crees? —he replicado.

Sean

Estaba a medio camino cuando ha comenzado a caer una ligera llovizna que, de repente, se ha convertido en un auténtico aguacero. La visibilidad ha pasado a ser prácticamente nula, de modo que he tenido que aminorar la velocidad al máximo. Uno de los agentes enviados a la casa de Howick me ha llamado y le he contestado con el manos libres.

—Aquí no hay nada —ha dicho por la crepitante línea.

—¿Nada?

—No hay nadie. Hemos encontrado un coche, un Vauxhall rojo, pero ni rastro de él.

—¿Y Lena?

—No hay rastro de ninguno de los dos. La casa está cerrada. Estamos mirando. Seguiremos haciéndolo…

El coche estaba allí, pero ellos no. Eso significaba que debían de haber ido a alguna parte a pie. ¿Por qué habrían hecho algo así? ¿Acaso se le había estropeado el coche? Si Henderson había llegado a la casa y se había dado cuenta de que no podía entrar y refugiarse, ¿por qué no había forzado la entrada? ¿No era mejor eso que salir corriendo? A no ser que alguien los hubiera recogido. ¿Un amigo? ¿Alguien estaba ayudándolo? Sí, cabía la posibilidad de que alguien estuviera echándole un cable para sacarlo del apuro, pero se trataba de un profesor de escuela, no de un criminal habitual. Me costaba imaginar que tuviera amigos capaces de implicarse en un secuestro.

No estaba seguro de si eso me hacía sentir mejor o peor, pues, si Lena no estaba con él, no teníamos ni idea de dónde se encontraba. Nadie la había visto en casi veinticuatro horas. Esa idea era suficiente para que me entrara el pánico. Tenía que encontrarla sana y salva. Después de todo, a su madre ya le había fallado por completo.

Después del incidente con mi padre, dejé de ver a Nel. De hecho, no volví a pasar otro momento a solas en su compañía hasta que murió Katie Whittaker, y entonces no tuve otra elección. Tuve que interrogarla por el vínculo de su hija con Katie, y también por las acusaciones que Louise estaba haciendo.

La interrogué como testigo, lo que, por supuesto, fue muy poco profesional por mi parte. Ciertamente, una gran parte de mi comportamiento durante el año pasado merecería esa descripción, pero desde que me involucré con Nel, eso pareció convertirse en algo inevitable. No había nada que pudiera hacer al respecto.

Volver a verla resultó doloroso porque, casi de inmediato, sentí que la Nel de antes, la que sonreía tan cándidamente, la que me había cautivado, ya no estaba presente. No era tanto que hubiera desaparecido como que había reculado, se había escondido en otra persona, en alguien que yo no conocía. Las ensoñaciones a las que me había entregado ociosamente —una nueva vida con ella y con Lena, dejar a Helen sin que sufriera— me parecieron vergonzosamente infantiles. La Nel que me abrió la puerta ese día era una mujer distinta, extraña e inalcanzable.

El sentimiento de culpa era perceptible en ella, pero se trataba de una culpa amorfa, no específica. Seguía comprometida con su trabajo e insistía en que su proyecto sobre la Poza de las Ahogadas no tenía nada que ver con la tragedia de Katie y, sin embargo, continuaba irradiando ese sentimiento de culpa. Todas sus frases comenzaban con «Debería haber…», o «Deberíamos haber…», o «No me di cuenta…», pero no llegó a mencionar qué debería haber hecho o de qué no se dio cuenta. Sabiendo lo que sé ahora, imagino que su culpa estaba relacionada con Henderson; debía de saber o sospechar algo y, aun así, no había hecho nada.

Después del interrogatorio, la dejé en la Casa del Molino y me dirigí a la casita de campo, donde estuve aguardándola más esperanzado que a la expectativa. Ella llegó pasada la medianoche, no del todo sobria, llorosa y presa de los nervios. Después, al amanecer, cuando hubimos terminado el uno con el otro, fuimos al río.

Nel estaba sobreexcitada, casi frenética. No dejaba de hablar sobre la verdad con la pasión de una fanática. Decía que estaba cansada de contar cuentos y que solo le interesaba la verdad. La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

—Sabes perfectamente que, a veces, en estos casos, no hay que buscar ninguna verdad —le dije yo—. Nunca podremos saber a ciencia cierta qué se le pasó a Katie por la mente.

Ella negó con la cabeza.

—No es eso, no es solo eso, no es solo… —Su mano izquierda se aferró a la mía mientras la derecha dibujaba círculos en la tierra—. ¿Por qué mantiene tu padre esta casa? —susurró sin mirarme—. ¿Por qué cuida de ella como lo hace?

—Porque…

—Si este es el lugar al que venía tu madre, si este es el lugar en el que lo traicionó, ¿por qué, Sean? No tiene sentido.

—No lo sé —dije.

Yo mismo me lo había planteado, pero nunca se lo había preguntado. No hablábamos sobre ello.

—Y ese hombre, ese amante: ¿por qué nadie conoce su nombre? ¿Por qué nadie lo vio nunca?

—¿Nadie? Que yo no lo viera, Nel, no…

—Nickie Sage me ha dicho que nadie llegó a verlo nunca.

—¿Nickie? —No pude evitar reírme—. ¿Has estado hablando con Nickie? ¿Has estado escuchando a Nickie?

—¿Por qué todo el mundo ignora lo que dice? —me respondió ella—. ¿Porque es una anciana? ¿Porque es fea?

—Porque está loca.

—Ah, claro —murmuró para sí—. Las tías estamos piradas…

—¡Oh, vamos, Nel! ¡Es una estafadora! ¡Asegura que habla con los muertos!

—Sí. —Sus dedos se hundieron más en la tierra—. Sí, es una timadora, pero eso no convierte en mentira todo lo que sale de su boca. Te sorprendería saber cuántas cosas de las que dice resultan plausibles.

—Hace lecturas en frío, Nel. Y, en tu caso, ni siquiera necesita hacerlo. Sabe lo que quieres de ella, sabe lo que quieres oír.

Ella se quedó en silencio. Sus dedos dejaron de moverse y entonces lo dijo. Apenas fue un murmullo, un susurro:

—¿Por qué iba a imaginar Nickie que yo quiero oír que tu madre fue asesinada?

Lena

No había lugar para la culpa. Todo el espacio estaba ocupado por el alivio, el dolor y esa extraña sensación que una tiene cuando se despierta de una pesadilla y se da cuenta de que no es real. Aunque eso no era del todo cierto, pues, en este caso, la pesadilla seguía siendo real. Mamá seguía estando muerta. Aunque al menos ahora sabía que no había decidido morir. No había decidido dejarme. Alguien la había matado, y eso ya era algo porque significaba que había una cosa que yo podía hacer al respecto, por ella y por mí. Podía hacer todo lo que fuera posible para asegurarme de que Helen Townsend pagara por lo que había hecho.

Iba corriendo por el sendero de la costa con el brazalete de mamá en la muñeca. Temía que cayera por el acantilado al mar. Quería metérmelo en la boca por seguridad, tal y como los cocodrilos hacen con sus crías.

Correr por el resbaladizo sendero parecía peligroso, porque podía caerme, pero al mismo tiempo también seguro, pues tenía una buena perspectiva en ambas direcciones, de modo que sabía que no había nadie detrás de mí. Por supuesto que no había nadie detrás de mí. No venía nadie.

No venía nadie; ni a por mí ni para ayudarme. Y yo no llevaba encima el móvil y no tenía ni puta idea de si me lo había dejado en casa o en el coche de Mark, o de si este lo había cogido y lo había tirado. En cualquier caso, ahora ya no podía preguntárselo, ¿no?

No había lugar para la culpa. Debía concentrarme. ¿A quién podía acudir? ¿Quién iba a ayudarme?

A lo lejos he visto unos edificios y he empezado a correr tan rápido como he podido. Me he permitido imaginar que ahí encontraría a alguien que supiera qué hacer, alguien que tuviera todas las respuestas.

Sean

Mi teléfono móvil ha comenzado a vibrar en su funda, devolviéndome a la realidad.

—¿Jefe? —Era Erin—. ¿Dónde estás?

—De camino a la costa. ¿Dónde estás tú? ¿Te ha dicho algo Louise?

Ha habido una larga pausa. Tan larga que, por un momento, he pensado que no me había oído.

—¿Te ha dicho Louise algo sobre Lena?

—Eh…, no. —No parecía muy convencida.

—¿Qué sucede?

—Tengo que hablar contigo, pero no quiero hacerlo por teléfono.

—¿Qué pasa? ¿Es Lena? Dímelo ahora, Erin, no me hagas perder el tiempo.

—No es urgente. No es sobre Lena. Es…

—Por el amor de Dios, si no es urgente, ¿por qué me llamas?

—Necesito hablar contigo en cuanto regreses a Beckford —ha dicho en un tono frío y enojado—. ¿Me has oído? —ha añadido, y ha colgado.

El aguacero ha comenzado a amainar y he acelerado. Serpenteando a toda velocidad por estrechas carreteras flanqueadas por altos setos, he vuelto a tener esa sensación de mareo, la de ir demasiado deprisa por una montaña rusa y estar aturdido a causa de la adrenalina. Tras pasar con rapidez por debajo de un estrecho arco de piedra y bajar por una pendiente, he vuelto a ascender por la carretera hasta la cima de una colina y, al final, ahí estaba: un pequeño puerto con barcos de pesca subiendo y bajando a merced de la impaciente marea.

El pueblo estaba tranquilo, presumiblemente gracias al pésimo tiempo que hacía. Así que eso era Craster. El coche ha aminorado la velocidad sin que ni siquiera me diera cuenta de que era yo quien estaba frenando. Al aparcar, he visto unos pocos transeúntes ataviados con voluminosos anoraks caminando fatigosamente entre los charcos. He seguido a una pareja joven que corría para guarecerse de la lluvia y he encontrado a un grupo de pensionistas reunidos alrededor de sus tazas de té en una cafetería. Les he mostrado fotografías de Lena y de Mark, pero no los habían visto. Me han dicho que ya se lo había preguntado menos de media hora antes un agente uniformado.

Mientras volvía al coche, he pasado por delante del ahumadero al que mi madre había prometido llevarme para comer arenques. Como a veces hacía y nunca conseguía, he intentado visualizar su rostro. Creo que quería revivir su decepción cuando le dije que no deseaba ir. Quería sentir el dolor; el que sintió ella entonces y el que sentía yo ahora. Pero se trataba de un recuerdo demasiado confuso.

He conducido el kilómetro que más o menos había hasta Howick. La casa ha sido fácil de encontrar; era la única que había en ese lugar, precariamente asomada al mar desde lo alto del acantilado. Tal y como esperaba, un Vauxhall rojo estaba aparcado en la parte trasera. El maletero estaba abierto.

En cuanto he descendido del coche —con gran lentitud a causa del temor que sentía—, uno de los agentes ha venido para informarme de las novedades: dónde estaban buscando, qué habían hallado. Habían hablado con la guardia costera.

—Hay muy mala mar, de modo que, si alguno de los dos se hubiera metido, la corriente podría haberlo arrastrado y llevado muy lejos de aquí en un corto espacio de tiempo —ha dicho—. Por supuesto, todavía no sabemos cuándo llegaron aquí, o… —Me ha conducido al coche y he echado un vistazo al maletero—. Como puede ver —ha indicado—, parece que alguien ha estado aquí dentro.

Ha señalado una mancha de sangre en la moqueta y otra en la ventanilla trasera. Un pelo rubio se había enganchado en la cerradura. Era igual que el que encontraron en la cocina.

Luego me ha enseñado el resto de la escena: manchas de sangre en la mesa del jardín, en el muro, en un clavo oxidado. Le había fallado, igual que le fallé a mi madre; no, a su madre. Le había fallado tal y como le había fallado a su madre. He sentido entonces cómo mi mente comenzaba a divagar de nuevo y he tenido la sensación de que perdía el control hasta que, de repente:

—¿Señor? Acabamos de recibir una llamada. Es la dependienta de una tienda del pueblo de al lado. Dice que ha aparecido en su establecimiento una chica completamente empapada y un poco maltrecha. Al parecer, no tiene ni idea de dónde se encuentra y le ha pedido que llamara a la policía.

Había un banco delante de la tienda y ella estaba sentada en él con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos cerrados. Iba con una cazadora de color verde oscuro demasiado grande para ella. Al detenerse el coche, ha levantado la mirada.

—¡Lena! —He bajado del vehículo de un salto y he corrido hacia ella—. ¡Lena!

Su rostro estaba fantasmagóricamente pálido, salvo por una mancha de reluciente sangre en la mejilla. Ella no ha dicho nada, solo se ha encogido en el banco como si no me reconociera, como si no tuviera ni idea de quién soy.

—Lena, soy yo. Lena. No pasa nada, soy yo.

Al ver que su expresión no cambiaba y que, al extender la mano, ella se encogía todavía más, me he dado cuenta de que algo iba mal. Podía verme. No estaba en estado de shock, sabía quién era yo. Sabía quién era y me tenía miedo.

Un recuerdo ha acudido de golpe a mi mente, una mirada que había visto una vez en el rostro de su madre y otra vez en el de la mujer policía, Jeannie, la noche que me llevó a su casa. No era solo miedo, sino también otra cosa. Miedo e incomprensión, miedo y horror. Me ha recordado a la forma en la que en ocasiones me miraba a mí mismo, como si hubiera cometido el error de verme en el espejo.

Jules

Cuando Nickie se ha marchado, he subido a tu habitación. Tu cama estaba sin hacer, de modo que he ido a tu armario y he cogido uno de tus abrigos, el de lana de cachemira de color caramelo, más suave y lujoso que cualquier cosa que yo hubiera podido soñar nunca con poseer. Me he envuelto en él y aun así tenía más frío que cuando estaba en el agua. Entonces me he tumbado en tu cama un largo rato, demasiado agarrotada y cansada para moverme. Me sentía como si estuviera aguardando a que mis huesos entraran en calor, mi sangre volviera a circular y mi corazón se pusiera de nuevo en marcha. Estaba esperando oírte en mi cabeza, pero has permanecido en silencio.

«Por favor, Nel —he pensado—, por favor, háblame».

He dicho que lo lamentaba y he imaginado tu gélida respuesta: «Durante todo ese tiempo, Julia, lo único que quise fue hablar contigo». Y luego: «¿Cómo pudiste pensar eso de mí? ¿Cómo pudiste pensar que podría haber ignorado una violación y que me habría burlado de ti por ello?».

No lo sé, Nel. Lo siento.

Como he seguido sin oír tu voz, he cambiado de táctica. «Entonces háblame de Lauren —he dicho—. Háblame de esas mujeres conflictivas. Háblame de Patrick Townsend. Dime lo que fuera que estuvieras intentando explicarme». Pero has seguido sin decir nada. Casi podía sentir tu enojo.

Entonces mi móvil ha sonado y en su pantalla azulada he visto el nombre de la sargento Morgan. Por un segundo, no me he atrevido a responder. ¿Qué haría si le había pasado algo a Lena? ¿Cómo podría expiar todas las equivocaciones que había cometido si ella también había muerto? Con mano trémula, he contestado. Y entonces mi corazón ha comenzado a latir de nuevo, impulsando sangre caliente a través de mis extremidades. ¡Estaba a salvo! Lena estaba a salvo. La habían encontrado. Estaban trayéndola a casa.

Me ha parecido que pasaban horas y más horas hasta que he oído el portazo de un coche fuera y he sido capaz de levantarme de la cama de un salto, quitarme tu abrigo y bajar corriendo. La sargento ya estaba ahí, al pie de la escalera, mientras Sean ayudaba a Lena a bajar del coche.

Esta llevaba una chaqueta de hombre sobre los hombros y tenía el rostro pálido y sucio. Pero estaba entera. Estaba a salvo. Estaba bien. Salvo que, cuando ha levantado la cara y nuestras miradas se han encontrado, he visto que era mentira.

Caminaba con lentitud, colocando los pies con mucho cuidado, y he sabido cómo se sentía. Llevaba los brazos rodeando con gesto protector su cuerpo. Cuando Sean ha extendido una mano para guiarla adentro de la casa, ella se ha encogido. He pensado en el hombre que se la había llevado y en sus tendencias. El estómago se me ha revuelto y notado en la boca el sabor del vodka con naranja, y he sentido un aliento cálido en la cara y la presión de unos dedos insistentes en las partes más suaves de mi carne.

—Lena —he dicho, y ella me ha saludado con un movimiento de cabeza.

He visto entonces que lo que me había parecido tierra en su cara era en realidad sangre. Alrededor de la boca y en la barbilla. He extendido una mano para coger una de las suyas, pero ella se ha abrazado a sí misma todavía con más fuerza, de modo que la he seguido por los escalones de entrada. En el vestíbulo, nos hemos quedado mirando la una a la otra. Ella ha sacudido los hombros y ha tirado la chaqueta al suelo. Yo me he inclinado para recogerla, pero la sargento se me ha adelantado y se la ha dado a Sean. He advertido asimismo que lo miraba de un modo que no he podido identificar, casi diría que con rabia.

—¿Dónde está él? —le he preguntado en voz baja a Sean. Lena se había inclinado sobre el fregadero para beber agua directamente del grifo—. ¿Dónde está Henderson? —Sentía un simple y salvaje impulso de hacer daño a ese hombre que se había aprovechado de la posición de confianza que ocupaba. Quería ponerle las manos encima, retorcerle el cuello y arrancarle la piel a tiras; hacerle lo que se merecen los hombres así.

—Estamos buscándolo —ha dicho—. Tenemos a gente buscándolo.

—¿Qué quiere decir que estáis buscándolo? ¿No estaba con ella?

—Sí, pero…

Lena todavía estaba inclinada sobre el fregadero, bebiendo agua.

—¿La habéis llevado al hospital? —le he preguntado a Sean.

Él ha negado con la cabeza.

—Todavía no. Lena ha dejado muy claro que no quería ir.

Había algo en su rostro que no me gustaba, algo oculto.

—Pero…

—No necesito ir al hospital —ha señalado ella entonces mientras se erguía y se secaba la boca—. No estoy herida. Estoy bien.

Estaba mintiendo. Sabía exactamente qué clase de mentira estaba contando porque yo misma había contado esas mentiras. Por primera vez, me he visto a mí en ella, no a ti. Su expresión era al mismo tiempo temerosa y desafiante; me he dado cuenta de que estaba aferrándose a su secreto como si fuera un escudo. Una piensa que el dolor y la humillación serán menores si nadie más puede verlos.

Sean me ha cogido del brazo y me ha guiado fuera de la habitación. En voz baja, me ha dicho:

—Ha insistido en que quería venir primero a casa. No podemos obligarla a que la examinen si no quiere. Pero tú deberías llevarla. Tan pronto como sea posible.

—Sí, por supuesto que lo haré. Pero todavía no comprendo por qué no habéis detenido a Henderson. ¿Dónde está?

—Se ha ido —ha dicho Lena, que de repente se encontraba a mi lado. Sus dedos han rozado los míos. Estaban tan fríos como los de su madre la última vez que los toqué.

—¿Adónde? —he preguntado—. ¿Qué quieres decir con que se ha ido?

—Simplemente se ha ido —ha declarado sin mirarme a los ojos.

Townsend ha enarcado una ceja.

—Tenemos a agentes buscándolo. Su coche todavía está allí, así que no puede haber ido muy lejos.

—¿Adónde crees que ha ido, Lena? —le he preguntado tratando de que nuestras miradas se encontraran, pero ella ha seguido apartando la suya.

Sean ha negado con la cabeza con una expresión triste.

—Lo he intentado —ha dicho en voz baja—. No quiere hablar. Creo que simplemente está agotada.

Los dedos de Lena se han agarrado a los míos y ha exhalado un profundo suspiro.

—Lo estoy. Solo quiero dormir. ¿Podemos hacer esto mañana, Sean? Me muero por dormir.

Los policías se han marchado asegurándonos que volverían para que Lena hiciera una declaración formal. He contemplado cómo se alejaban en dirección al coche de Sean. Cuando la sargento se ha sentado en el lado del copiloto, ha cerrado la puerta con tanta fuerza que me ha sorprendido que la ventanilla no se rompiera.

Lena me ha llamado desde la cocina.

—Estoy famélica —ha dicho—. ¿Podrías volver a hacer unos espaguetis a la boloñesa como los del otro día? —El tono de su voz, su suavidad, eran nuevos; me resultaban tan sorprendentes como el tacto de su mano.

—Claro que puedo —he dicho—. Ahora mismo los preparo.

—Gracias. Yo voy a ir un momento arriba. Necesito darme una ducha.

La he cogido de un brazo.

—Lena, no. No puedes. Primero tienes que ir al hospital.

Ella ha negado con la cabeza.

—No, de verdad que no. No estoy herida.

—Lena. —No he conseguido que me mirara a los ojos—. Antes de ducharte, tienes que dejar que te examinen.

Ella se ha mostrado confundida un momento y luego ha dejado caer los hombros, ha negado con la cabeza y se ha acercado a mí. A mi pesar, he comenzado a llorar y ella me ha rodeado con los brazos.

—No pasa nada —ha dicho—. No pasa nada, no pasa nada —tal y como tú hiciste aquella noche, después del agua—. No me ha hecho nada. No ha sucedido nada de eso. No lo comprendes. Henderson no era ningún depredador sexual ni nada parecido. Solo era un pobre tipo.

—¡Oh, gracias a Dios! —he exclamado—. ¡Gracias a Dios, Lena!

Y nos hemos quedado abrazadas un rato hasta que he dejado de llorar y ha empezado a hacerlo ella. Ha sollozado como una niña y su delgado cuerpo se ha desplomado y se ha deslizado entre mis brazos hasta quedar arrodillada en el suelo. Yo me he agachado a su lado y he intentado cogerla de la mano, pero ella la tenía apretada en un puño.

—Todo saldrá bien —he asegurado—. De un modo u otro, lo hará. Yo cuidaré de ti.

Ella se me ha quedado mirando sin decir nada; no parecía ser capaz de hablar. En vez de eso, ha extendido la mano y ha desplegado los dedos hasta dejar a la vista el tesoro que había dentro: un brazalete de plata con un cierre de ónice, y entonces ha encontrado su voz.

—No se tiró —ha dicho con los ojos relucientes. He sentido cómo la temperatura de la habitación caía en picado—. Mamá no me dejó. No se tiró.

Lena

He permanecido en la ducha largo rato con el agua tan caliente como he sido capaz de soportar. Me he restregado con fuerza la piel para eliminar todo rastro del último día, de la última noche, de la última semana; para eliminar todo rastro de él, así como de su asquerosa casa y de sus puños y del hedor de su cuerpo, de su aliento, de su sangre.

Julia ha sido amable conmigo cuando he llegado a casa. No estaba fingiendo, se la veía claramente contenta de que hubiera regresado, estaba preocupada por mí. Parecía pensar que Mark había abusado sexualmente de mí, como si creyera que era una especie de pervertido que no podía dejar de acosar a chicas adolescentes. En eso le doy la razón a Mark: la gente no comprende su relación con K, nunca lo hará.

(Hay una pequeña y retorcida parte de mí que, en cierto modo, desearía creer en el más allá para que pudieran volver a estar juntos. Ahí tal vez no tendrían problemas y ella sería feliz. Por más que lo odie a él, me gustaría pensar en la posibilidad de que Katie sea feliz).

Cuando me he sentido limpia o, al menos, lo más limpia que me ha parecido que conseguiría estar, he ido a mi habitación y me he sentado en el alféizar de la ventana, porque es ahí donde pienso mejor. Me he encendido un cigarrillo y he intentado pensar qué debería hacer. Quería preguntárselo a mamá, me moría por hacerlo, pero no podía acordarme de ella porque comenzaría a llorar otra vez, y ¿de qué le serviría eso? No sé si decirle a Julia lo que Mark me contó, si puedo confiar en que hará lo correcto.

Tal vez. Cuando le he asegurado que mamá no se tiró, esperaba que me dijera que estaba equivocada, o loca, o lo que fuera, pero ella simplemente lo ha aceptado. Sin hacerme más preguntas. Como si ya lo supiera. Como si siempre lo hubiera sabido.

Ni siquiera sé si lo que me ha contado Mark es cierto, aunque habría sido bastante extraño inventarse algo así. ¿Por qué señalar a la señora Townsend cuando había gente mucho más obvia a quien culpar? Como Louise, por ejemplo. Aunque quizá él ya se sentía lo bastante mal por los Whittaker, después de lo que les había hecho.

No sé si estaba mintiendo o diciendo la verdad, pero, en cualquier caso, se merecía lo que le he dicho y lo que le he hecho. Se merecía todo lo que le ha pasado.

Jules

Cuando Lena ha vuelto a la planta baja con el rostro y las manos limpias, se ha sentado a la mesa de la cocina y ha comido vorazmente. Luego, cuando ha sonreído y ha dicho «Gracias», me he estremecido, porque ahora que lo he visto no puedo dejar de verlo. Tiene la sonrisa de su padre.

(¿Qué más tiene de él?, me pregunto).

—¿Qué sucede? —ha dicho de repente—. Estás mirándome fijamente.

—Lo siento —he respondido, sonrojándome—. Es solo… Me alegro de que estés en casa. Me alegro de que estés sana y salva.

—Yo también.

He vacilado un momento antes de proseguir:

—Sé que estás cansada, pero necesito preguntarte algo, Lena. Sobre lo que ha pasado hoy. Sobre el brazalete.

Ella ha vuelto el rostro hacia la ventana.

—Sí, ya lo sé.

—¿Lo tenía Mark? —Ella ha vuelto a asentir—. Y ¿tú se lo has quitado?

Ha exhalado un suspiro.

—Él me lo ha dado.

—¿Por qué te lo ha dado a ti? ¿Por qué lo tenía él en primer lugar?

—No lo sé. —Se ha vuelto hacia mí con una mirada inexpresiva e inescrutable—. Me ha dicho que se lo había encontrado.

—¿Que se lo había encontrado? ¿Dónde? —Ella no ha contestado—. Tenemos que ir a la policía y contárselo.

Lena se ha puesto de pie y ha llevado su plato al fregadero. De espaldas a mí, ha dicho:

—Hemos hecho un trato.

—¿Un trato?

—Él me daría el brazalete de mamá y me dejaría volver a casa siempre y cuando yo le dijera a la policía que había mentido sobre él y Katie —ha explicado al tiempo que lavaba los platos. Su tono de voz me ha parecido incongruentemente ligero.

—Y ¿él ha creído que harías eso? —Ella ha alzado sus delgados hombros en dirección a las orejas—. Lena, dime la verdad. ¿Piensas…? ¿Crees que Mark Henderson fue quien mató a tu madre?

Entonces se ha vuelto hacia mí.

—Estoy diciendo la verdad. Y no lo sé. Él me ha contado que lo encontró en el despacho de la señora Townsend.

—¿Helen Townsend? —Lena ha asentido—. ¿La esposa de Sean? ¿La directora de la escuela? ¿Por qué iba ella a tener el brazalete? No lo entiendo…

—Tampoco yo, la verdad —ha dicho en voz baja.

He preparado té y, tras sentarnos a la mesa de la cocina, hemos estado sorbiendo de nuestras tazas en silencio. Yo tenía el brazalete de Nel en la mano. Lena permanecía delante de mí con la cabeza inclinada y los hombros visiblemente hundidos. He extendido el brazo y he rozado sus dedos con los míos.

—Estás agotada —he afirmado—. Deberías irte a la cama.

Ella ha asentido y ha levantado la mirada hacia mí con los ojos entornados.

—¿Puedes subir conmigo, por favor? No quiero estar sola.

La he seguido por la escalera hasta tu habitación, no la suya. Se ha tumbado en tu cama y, tras apoyar la cabeza en la almohada, ha dado unas palmaditas sobre el colchón para que yo hiciera lo propio a su lado.

—Cuando nos trasladamos aquí, no podía dormir sola —ha explicado.

—¿Por los ruidos? —he preguntado tumbándome a su lado y cubriéndonos a ambas con tu abrigo.

Ella ha asentido.

—Todos esos crujidos y gemidos…

—¿Y las historias de miedo de tu madre?

—Así es. Solía venir aquí y dormir junto a mamá.

Se me ha formado un pequeño nudo en la garganta que me impedía tragar saliva.

—Yo también hacía eso con mi madre.

Ella se ha quedado dormida y yo he permanecido a su lado, mirando su rostro. En reposo, era exactamente igual que el tuyo. Me han entrado ganas de tocarla, de acariciarle el pelo, de tener con ella un gesto maternal, pero no quería despertarla, ni alarmarla, ni hacer nada equivocado. No tengo ni idea de cómo hacer de madre. Nunca en mi vida he cuidado de un niño. Me gustaría que pudieras hablar, que pudieras decirme cómo debo comportarme, qué debo sentir. Con ella tumbada a mi lado, creo que he sentido ternura, pero la he sentido por ti, y también por nuestra madre, y cuando de pronto sus ojos verdes se han abierto con un parpadeo y se me han quedado mirando fijamente, me he estremecido.

—¿Por qué siempre estás mirándome así? —ha susurrado con una media sonrisa—. Es muy extraño.

—Lo siento —he dicho, y me he dado la vuelta hasta quedar tumbada de espaldas.

Ella ha deslizado sus dedos entre los míos.

—No pasa nada —ha respondido—. Lo extraño está bien. Lo extraño puede ser bueno.

Nos hemos quedado tumbadas ahí, una al lado de la otra, con los dedos entrelazados, y he oído cómo su respiración se ralentizaba, luego se aceleraba, y después volvía a ralentizarse otra vez.

—Lo que no comprendo —ha susurrado— es por qué la odiabas tanto.

—Yo no…

—Ella tampoco lo comprendía.

—Lo sé —he asentido—. Sé que no lo entendía.

—Estás llorando —ha murmurado extendiendo la mano para acariciarme la cara y secarme las lágrimas de la mejilla.

Y entonces se lo he contado. Todas las cosas que debería haberte contado a ti se las he contado a tu hija. Le he explicado que te había fallado, que había pensado lo peor de ti, que me había permitido a mí misma culparte.

—Pero ¿por qué no se lo dijiste a ella? ¿Por qué no le explicaste lo que había pasado?

—Era complicado —he contestado, y he notado que ella se tensaba a mi lado.

—¿En qué sentido complicado? ¿Cuán complicado puede ser?

—Nuestra madre estaba muriéndose. Nuestros padres estaban muy mal y no quería hacer nada que pudiera empeorar la situación.

—Pero… pero él te violó —ha dicho ella—. Debería haber ido a la cárcel.

—Yo no lo vi así. Era joven, más que tú ahora, y no solo me refiero a los años, aunque eso también. Era ingenua, carecía por completo de experiencia, no tenía ni idea de nada. Por aquel entonces no hablábamos de consentimiento del mismo modo que las chicas de hoy en día. Pensé…

—¿Pensaste que lo que había hecho estaba bien?

—No, pero no creo que fuera consciente de lo que realmente me había hecho. Creía que una violación era algo que te hacía un hombre malvado, un hombre que te asaltaba en un callejón en mitad de la noche, un hombre que te ponía un cuchillo en la garganta. No creía que los chicos lo hicieran. No los que iban al instituto como Robbie, los chicos guapos, los que salen con la chica más hermosa del pueblo. Tampoco creía que pudieran hacértelo en tu propio salón, ni que luego te hablaran sobre ello y te preguntaran si lo habías pasado bien. Solo pensé que yo debía de haber hecho algo mal, que no había dejado lo bastante claro que no quería que pasara eso.

Lena se ha quedado callada un rato, pero cuando ha vuelto a hablar lo ha hecho en un tono de voz más alto e insistente.

—De acuerdo que no quisieras decir nada en el momento, pero pasado un tiempo podrías haberlo hecho. ¿Por qué no se lo contaste más adelante?

—Porque la malinterpreté —he dicho—. La juzgué mal. Pensé que ella sabía lo que había ocurrido esa noche.

—¿Pensaste que ella lo sabía y que no había hecho nada? ¿Cómo pudiste pensar eso de ella?

¿Cómo puedo explicar eso? ¿Cómo puedo explicar que cogí tus palabras —todas las que me dijiste esa noche y las que me dijiste más adelante: «¿No hubo alguna parte de ti a la que le gustó?»— y me conté a mí misma una historia sobre ti que para mí tenía sentido y que me permitía seguir con mi vida sin tener que afrontar lo que había sucedido realmente?

—Pensaba que ella había escogido protegerlo a él —he susurrado—. Pensaba que lo había elegido a él antes que a mí. No podía culparlo a él porque no podía siquiera pensar en él. Si lo hubiera culpado y hubiera pensado en él, lo que me había hecho, habría pasado a ser real. De modo que…, en vez de eso, pensé en Nel.

—No te entiendo. No entiendo a la gente como tú, que siempre escoge culpar a la mujer. Si hay dos personas haciendo algo mal y una de ellas es una chica, ha de ser culpa de esta, ¿no? —ha dicho Lena en un frío tono de voz.

—No, no es así, no es…

—Sí que lo es. Es como cuando alguien tiene una aventura. ¿Por qué la esposa siempre culpa a la otra mujer? ¿Por qué no odia al marido? Es él quien la ha traicionado, él quien había jurado quererla y cuidarla y lo que sea por siempre jamás. ¿Por qué no es a él a quien empujan desde lo alto de un jodido acantilado?