MIÉRCOLES, 19 DE AGOSTO

Erin

Velludo, el agente de la policía científica, apenas había tardado unos cinco minutos en encontrar el correo electrónico con el recibo de las pastillas para adelgazar en la carpeta de correo no deseado de Nel Abbott. Hasta donde sabía, esta había comprado las pastillas solo en una ocasión, a no ser, claro está, que tuviera otra cuenta de correo que ya no utilizara.

—Extraño, ¿verdad? —ha comentado un agente uniformado (uno de los más viejos, cuyo nombre no me había molestado en aprender)—. Era una mujer muy delgada. Nunca habría imaginado que pudiera necesitarlas. La gorda era la hermana.

—¿Jules? —he dicho yo—. Jules no está gorda.

—Bueno, ahora ya no, pero debería haberla visto tiempo atrás —ha replicado, y se ha echado a reír—. Era una vaca.

Jodidamente encantador.

Desde que Sean me comentó lo de las pastillas, he estado repasando el expediente del caso de Katie Whittaker. Estaba todo bastante claro, aunque, tal y como suele pasar en estos casos, la pregunta de por qué lo había hecho seguía sin respuesta. Sus padres no habían sospechado que le sucediera nada. Sus profesores decían que tal vez había estado algo distraída y un poco más reservada de lo habitual, pero no habían divisado ninguna bandera roja. El resultado de los análisis de sangre era negativo. No había antecedentes de autolesiones.

La única cosa —y tampoco muy importante— era una supuesta riña con su mejor amiga, Lena Abbott. Un par de chicas de la escuela de Katie aseguraban que Lena y Katie habían discutido sobre algo. Louise, la madre de Katie, decía que últimamente se veían mucho menos, pero no pensaba que hubiera habido ninguna discusión. En caso contrario, sostenía, Katie lo habría mencionado. Habían tenido peleas en el pasado —las adolescentes siempre las tienen—, y Katie siempre se lo había contado a su madre. Y, en el pasado, siempre habían terminado haciendo las paces. Después de una de esas riñas, Lena se había sentido tan mal que le había regalado a Katie un collar.

Sin embargo, esas chicas de la escuela —Tanya No-sé-qué y Ellie No-sé-cuántos— afirmaban que había pasado algo gordo, aunque no podían decir qué era. Solo sabían que, más o menos un mes antes de la muerte de Katie, ella y Lena se habían enzarzado en lo que calificaban de discusión violenta, y que un profesor había tenido que separarlas físicamente. Lena lo negaba en redondo y aseguraba que Tanya y Ellie se la tenían jurada y que solo estaban intentando meterla en problemas. Louise, por su parte, no había oído hablar de esa pelea, y el profesor implicado —Mark Henderson— afirmaba que en realidad no había sido tal y que más bien estaban jugando, tomándose el pelo la una a la otra. En un momento dado, la cosa se había acalorado y él les había dicho que bajaran el volumen. Eso había sido todo.

La primera vez que leí el expediente del caso de Katie no le presté mucha atención a esa parte, pero ahora no dejaba de volver a ella. Había algo extraño. ¿Las chicas suelen pelearse en broma? Parece algo más propio de los chicos. Puede que hubiera interiorizado más sexismo del que estaba dispuesta a admitir. Sin embargo, al mirar las fotografías de esas chicas —guapas, posando…; Katie, en particular, muy arreglada—, no me dieron la impresión de ser de las que se pelean en broma.

Al aparcar el coche delante de la Casa del Molino, he oído un ruido y he levantado la mirada. Lena estaba asomada a una de las ventanas del primer piso con un cigarrillo en la mano.

—¡Hola, Lena! —he exclamado.

Ella no ha dicho nada, pero de forma muy deliberada ha apuntado y ha lanzado el cigarrillo en mi dirección. Luego se ha retirado y ha cerrado la ventana de golpe. No me creo lo de la pelea en broma: algo me dice que, cuando Lena Abbott se pelea, lo hace de verdad.

Jules me ha abierto la puerta sin dejar de mirar con nerviosismo por encima de mi hombro.

—¿Va todo bien? —le he preguntado. Tenía mal aspecto: ojerosa, macilenta, cara de sueño, pelo sin lavar.

—No puedo dormir —ha dicho en voz baja—. Por más que lo intento, no lo consigo.

Arrastrando los pies, se ha dirigido a la cocina, ha puesto en marcha el hervidor de agua y se ha sentado a la mesa dejándose caer sobre la silla. Me ha recordado a mi hermana tres semanas después de haber dado a luz a sus gemelos: apenas tenía fuerzas para mantener la cabeza erguida.

—Tal vez debería ir al médico para que le recetara algo —le he sugerido, pero ella ha negado con la cabeza.

—No quiero dormir demasiado profundamente —ha replicado abriendo mucho los ojos, lo que le ha conferido un aspecto algo maníaco—. Necesito estar alerta.

Podría haberle dicho que había visto más alerta en pacientes en estado de coma, pero no lo he hecho.

—Quería hablar con usted sobre ese Robbie Cannon por el que preguntó —he dicho, y ella se ha estremecido y ha comenzado a morderse una uña—. Lo hemos investigado un poco y tenía razón con lo de que es violento. Tiene un par de condenas por violencia doméstica, entre otras cosas. Pero no estuvo implicado en la muerte de su hermana. Fui a Gateshead (la localidad en la que vive) y mantuve una pequeña charla con él. La noche en la que Nel murió, él estaba en Manchester visitando a su hijo. Me contó que hacía años que no la veía, pero que cuando leyó en el periódico local que había muerto decidió venir a presentar sus respetos. Parecía bastante sorprendido de que le preguntáramos por ello.

—Ha… —Su voz apenas era un susurro—. ¿Nos mencionó a mí o a Lena?

—No. No lo hizo. ¿Por qué lo pregunta? ¿Es que ha estado aquí? —He recordado la forma vacilante con la que me ha abierto la puerta, mirando por encima de mi hombro como si temiera la llegada de alguien.

—No. Es decir, no creo. No lo sé.

No he conseguido sacarle nada más sobre el tema. Estaba claro que por alguna razón ese tipo la asustaba, pero no ha querido decirme por qué. Me habría gustado profundizar más, pero lo he dejado estar porque tenía que tratar otro asunto incómodo.

—Esto es un poco difícil —le he dicho—. Me temo que debemos volver a registrar la casa.

Ella se ha quedado mirándome fijamente, horrorizada.

—¿Por qué? ¿Es que han descubierto algo? ¿Qué ha pasado?

Le he contado lo de las pastillas.

—Oh, Dios mío. —Ha cerrado los ojos y ha echado la cabeza hacia atrás. Puede que el agotamiento la hubiera embotado, pero no ha parecido sorprenderse.

—Las compró en noviembre del año pasado, el día 18, a través de una página web norteamericana. No hemos encontrado registros de ninguna otra adquisición de pastillas, pero tenemos que estar seguros…

—Está bien —ha dicho—. De acuerdo —y se ha frotado los ojos con las puntas de los dedos.

—Un par de agentes uniformados vendrán esta tarde. ¿Le va bien?

Ella se ha encogido de hombros.

—Bueno, si tienen que hacerlo… ¿Cuándo dice que las compró?

—El 18 de noviembre —he repetido, comprobando mis notas—. ¿Por qué?

—Es solo… Ese día es el aniversario de la muerte de nuestra madre. Parece… Oh, no sé. —Ha fruncido el ceño—. Parece extraño, porque por lo general Nel siempre me llamaba el 18, y el año pasado no lo hizo. Luego averigüé que se encontraba en el hospital para una apendicectomía de urgencia. Me extraña que tuviera tiempo para comprar pastillas para adelgazar cuando estaba en el hospital para someterse a una operación de urgencia. ¿Está segura de que fue el 18?

De vuelta en la comisaría, lo he comprobado con Velludo. La fecha era correcta.

—Puede que las comprara con el móvil —ha sugerido Callie—. Los hospitales son realmente aburridos.

Pero Velludo ha negado con la cabeza.

—No, he comprobado la dirección IP, y quienquiera que hiciera la compra lo hizo a las cuatro y diecisiete de la tarde y mediante un ordenador conectado al router de la Casa del Molino. De modo que se hizo desde la casa o cerca de ella. ¿Sabes a qué hora fue al hospital?

No lo sabía, pero no me costó averiguarlo. Tal y como me había dicho su hermana, Nel Abbott ingresó en el hospital la madrugada del 18 de noviembre para someterse a una apendicectomía de urgencia. Permaneció allí todo ese día y también la noche siguiente.

Nel no pudo comprar las pastillas. Fueron adquiridas por otra persona con su tarjeta de crédito y desde su casa.

—Lena —le he dicho a Sean—. Tuvo que ser Lena.

Él ha asentido con expresión adusta.

—Vamos a tener que hablar con ella.

—¿Quiere hacerlo ahora? —he preguntado, y él ha vuelto a asentir.

—No hay que dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy —ha dicho—. ¿Qué mejor momento que inmediatamente después de que la chica haya perdido a su madre? Menudo desastre de situación.

E iba a empeorar todavía más. Estábamos a punto de salir de la comisaría cuando nos ha abordado una sobreexcitada Callie.

—¡Las huellas! —ha dicho casi sin aliento—. Hemos encontrado una coincidencia. Bueno, no exactamente una coincidencia, porque no se corresponden con las de ningún vecino, solo…

—Solo ¿qué? —ha preguntado el inspector.

—Un lumbreras decidió echarles un vistazo a las huellas del frasco de las pastillas y compararlas con la que encontramos en la cámara, ya sabe, la estropeada.

—Sí, recordamos la cámara estropeada —ha contestado Sean.

—Bueno, pues hemos hallado una correspondencia. Y, antes de que lo digan, no es con las de Nel Abbott ni las de Katie Whittaker. Alguien más manipuló ambos objetos.

—Louise —ha afirmado Sean—. Tiene que haber sido ella. Louise Whittaker.

Mark

Mark estaba cerrando la cremallera de su maleta cuando ha llegado la agente de policía. Una distinta. También mujer, pero un poco mayor que la anterior, y no tan guapa.

—Sargento Erin Morgan —se ha presentado estrechándole la mano—. Me preguntaba si podría hablar un momento con usted.

Él no la ha invitado a entrar. La casa estaba muy desordenada y él no estaba de humor para mostrarse cortés.

—Estoy haciendo la maleta para irme de vacaciones —ha contestado—. Esta tarde me voy en coche a Edimburgo a recoger a mi prometida. Iremos a pasar unos días a España.

—Será rápido —ha asegurado la sargento Morgan, echando un vistazo al interior de la casa por encima de su hombro.

Él ha entornado la puerta y se han quedado hablando en el escalón de la entrada.

Mark había supuesto que debía de tratarse de nuevo de Nel Abbott. Al fin y al cabo, él había sido una de las últimas personas en verla viva. La había visto fuera del pub, habían hablado brevemente y luego se había fijado en cómo se alejaba en dirección a la Casa del Molino. Estaba preparado para esa conversación. No para la que han tenido.

—Sé que en su momento ya hablaron con usted, pero necesitamos aclarar algunas cosas sobre los acontecimientos previos a la muerte de Katie Whittaker —ha dicho la mujer.

Mark ha notado que se le aceleraba el pulso.

—¿Cómo? Eh, sí, claro… ¿Qué quiere saber?

—Tengo entendido que tuvo usted que intervenir en una discusión entre Lena Abbott y Katie algo así como un mes antes de la muerte de esta.

Mark ha notado que se le secaba la garganta y le costaba tragar saliva.

—No fue una discusión —ha explicado, y se ha cubierto los ojos con una mano para protegerlos del sol—. ¿Por qué…? Lo siento, pero ¿a qué viene sacar otra vez esto ahora? Creía que la muerte de Katie fue considerada un suicidio.

—Sí —lo ha interrumpido la sargento—. Así es, y eso no ha cambiado. Sin embargo, hemos descubierto algunas, digamos, circunstancias alrededor de su muerte que antes desconocíamos y que tal vez requieran más indagaciones.

Mark se ha dado la vuelta de golpe para entrar en el recibidor y ha abierto la puerta de un empujón con tanta fuerza que esta ha rebotado de vuelta a él. La presión que sentía en el cráneo estaba aumentando y el corazón le latía con fuerza. Tenía que ponerse a la sombra.

—¿Señor Henderson? ¿Se encuentra usted bien?

—Estoy bien. —Mientras sus ojos se acomodaban a la oscuridad del recibidor, se ha vuelto otra vez hacia la policía—. Estoy bien. Se trata de un ligero dolor de cabeza, eso es todo. Es solo que el resplandor del sol…

—¿Por qué no toma un vaso de agua? —le ha sugerido la sargento Morgan con una sonrisa.

—No —ha respondido él, dándose cuenta al instante de lo hosco que ha sonado—. No, estoy bien.

Ha habido un silencio.

—¿La discusión, señor Henderson? ¿Entre Lena y Katie?

Mark ha negado con la cabeza.

—No fue una discusión…, ya se lo dije a la policía en su momento. No tuve que separarlas. Al menos, no en el modo que se sugirió. Katie y Lena eran muy amigas, podían ser excitables y volubles, exactamente del mismo modo que muchas chicas, o chicos, de esa edad.

La sargento, todavía de pie bajo el sol en el escalón de la entrada, era ahora una silueta sin rostro, una sombra. Él la prefería así.

—Algunos de los profesores de Katie comentaron que las semanas anteriores a su muerte parecía distraída, quizá incluso algo más reservada de lo habitual. ¿Lo recuerda usted así?

—No —ha dicho Mark parpadeando lentamente—. No. No lo creo. No creo que hubiera cambiado. Yo no advertí nada distinto. No lo vi venir. Nosotros…, ninguno de nosotros lo vio venir.

Su tono de voz era bajo y tenso, y la sargento lo ha percibido.

—Lamento sacar todo esto de nuevo —ha dicho—. Imagino lo terrible que…

—No lo creo. Yo veía a esa chica a diario. Era joven y brillante, y… era una de mis mejores estudiantes. Todos le teníamos mucho… cariño. —A Mark se le ha trabado la lengua al pronunciar esa última palabra.

—Lo siento mucho, de verdad. La cuestión es que han salido a la luz nuevos datos y tenemos que investigarlos.

Él ha asentido. Tenía que hacer esfuerzos para oír a la sargento a causa de las martilleantes pulsaciones de sangre en los oídos. También notaba todo el cuerpo frío, como si alguien le hubiera vertido gasolina encima.

—Señor Henderson, ha llegado a nuestro conocimiento que Katie podría haber estado tomando una droga, un medicamento llamado Rimato. ¿Sabe usted algo al respecto?

Mark se ha quedado mirándola fijamente. Ahora quería ver sus ojos. Quería leer su expresión.

—No… Yo… ¿No dijeron que no estaba tomando nada? Eso aseguró la policía en su momento. ¿Rimato? ¿Qué es eso? ¿Es… una droga recreativa?

Morgan ha negado con la cabeza.

—Una pastilla para adelgazar —ha dicho.

—Katie no estaba gorda —ha replicado él, dándose cuenta al instante de lo estúpido que ha sonado—. Aunque las adolescentes no dejan de hablar todo el rato sobre ello, ¿verdad? Me refiero al peso. Y no solo las adolescentes. Las mujeres adultas también. Mi prometida siempre está quejándose.

Era verdad, pero no toda la verdad. Como su prometida ya no era su prometida, ya no la oía protestar por su peso, ni estaba esperándolo para acompañarlo a Málaga. En su último correo electrónico, enviado hacía ya unos meses, ella le había deseado que se pudriera y le había dicho que nunca olvidaría cómo la había tratado.

Ahora bien, ¿qué había hecho él que fuera tan horrible? Si hubiera sido un hombre realmente espantoso, un tipo frío, cruel e insensible, habría seguido con ella para guardar las apariencias. Al fin y al cabo, le habría resultado conveniente. Pero no era un hombre malo. Era solo que, cuando amaba, lo hacía con todo su ser. ¿Qué diantre tenía eso de malo?

En cuanto la mujer policía se ha marchado, Mark ha comenzado a dar vueltas por la casa abriendo cajones y hojeando libros en busca de algo que sabía muy bien que no iba a encontrar. La noche del solsticio de verano, enfadado y asustado, había hecho una hoguera en el jardín trasero a la que había echado tarjetas y cartas. También un libro y otros regalos. Si miraba ahora por la ventana, todavía podía ver los restos del fuego, la pequeña zona de tierra quemada donde había erradicado todo rastro de ella.

Al abrir el cajón del escritorio de su salón sabía exactamente lo que iba a encontrar, porque esa no era la primera vez que hacía eso. En otras ocasiones había buscado y buscado algo que le hubiera podido pasar por alto, a veces por miedo y, a menudo, presa del dolor. Aunque aquella primera noche había sido exhaustivo.

Sabía que en el despacho de la directora de la escuela había fotografías. Un archivo, ahora cerrado, pero que seguían guardando. Él tenía una copia de la llave del edificio de administración y sabía muy bien dónde buscar. Y quería —necesitaba— llevarse algo consigo. Sentía que no era ninguna trivialidad, sino algo esencial, pues de repente el futuro era muy incierto. Al girar la llave en la cerradura de la puerta trasera y cerrar la casa, ha tenido la sensación de que ya nunca volvería a hacerlo. Quizá no regresaría. Quizá había llegado el momento de desaparecer y comenzar de nuevo.

Ha conducido hasta la escuela y ha dejado el coche en el aparcamiento vacío. A veces, Helen Townsend iba allí a trabajar durante las vacaciones escolares, pero hoy no había señal alguna de su coche. Estaba solo. Ha entrado en el edificio y ha dejado atrás la sala de profesores de camino al despacho de Helen. La puerta estaba cerrada, pero cuando ha empujado la manija hacia abajo ha descubierto que no lo habían hecho con llave.

Ha abierto y, al instante, ha percibido el desagradable olor químico del producto usado para limpiar la moqueta. Ha cruzado la habitación hasta el archivador y ha abierto el cajón superior. Había sido vaciado, y el cajón de debajo estaba cerrado con llave. Con una profunda sensación de decepción, se ha dado cuenta de que alguien lo había reordenado todo y que, por tanto, no sabía dónde buscar exactamente y que ese viaje tal vez hubiera sido en vano. Ha salido a toda velocidad al pasillo para comprobar que todavía estuviera solo —lo estaba, su Vauxhall rojo era el único vehículo en el aparcamiento—, y luego ha vuelto al despacho de la directora. Con cuidado de no tocar nada, ha abierto los cajones del escritorio de Helen de uno en uno en busca de las llaves del archivador. No las ha encontrado, pero sí ha visto otra cosa: un abalorio con el que no se imaginaba a la directora. Algo que le resultaba vagamente familiar. Un brazalete de plata con un cierre de ónice y una inscripción en la que se podía leer «SJA».

Se ha sentado y se lo ha quedado mirando durante largo rato. Por más que lo intentaba, era incapaz de saber qué significaba el hecho de que estuviera eso allí. No significaba nada. No podía significar nada. Mark ha vuelto a dejar el brazalete en el escritorio, ha abandonado su búsqueda y ha regresado al coche. Tenía la llave en el contacto cuando ha caído en la cuenta del momento en el que había visto ese brazalete por última vez. Lo llevaba Nel cuando la vio fuera del pub. Habían hablado unos minutos. Y luego había visto cómo se alejaba en dirección a la Casa del Molino. Pero, antes de eso, antes de que se marchara, Nel había estado jugueteando con nerviosismo con algo que llevaba en la muñeca. Ahí, estaba ahí. Mark ha vuelto sobre sus pasos, ha regresado al despacho de Helen, ha abierto el cajón, ha cogido el brazalete y se lo ha guardado en el bolsillo. Mientras lo hacía, ha sido consciente de que, si alguien le hubiera preguntado por qué, no habría sido capaz de explicar la razón.

Ha pensado que era como si estuviera ahogándose e intentara aferrarse a algo, cualquier cosa, para salvarse. Como si hubiera extendido los brazos para tratar de cogerse a un flotador pero solo hubiera encontrado unas algas y se hubiera agarrado a ellas de todos modos.

Erin

El chico, Josh, estaba de pie delante de su casa cuando hemos llegado, como un pequeño soldado de guardia, pálido y vigilante. Ha saludado con educación al inspector y a mí me ha mirado con recelo. Tenía en la mano una navaja multiusos y no dejaba de abrir y cerrar nerviosamente la hoja.

—¿Está tu mamá en casa, Josh? —le ha preguntado Sean.

El chico ha asentido.

—¿Por qué quiere volver a hablar con nosotros? —ha preguntado a continuación, soltando un pequeño gallo al alzar la voz. Se ha aclarado la garganta.

—Solo necesitamos comprobar un par de cosas —ha dicho Sean—. No hay nada de lo que preocuparse.

—Estaba en la cama —ha anunciado Josh al tiempo que sus ojos pasaban del rostro de Sean al mío—. Esa noche. Mamá estaba durmiendo. Todos estábamos durmiendo.

—¿Qué noche? —he preguntado yo—. ¿De qué noche estás hablando, Josh?

El chico se ha sonrojado y ha bajado la mirada a sus manos y ha seguido jugueteando con su navaja. Era un niño que todavía no había aprendido a mentir.

A su espalda, su madre ha abierto la puerta. Me ha mirado primero a mí y luego a Sean, y ha exhalado un suspiro al tiempo que se pasaba los dedos por las cejas. Su rostro tenía el color del té claro y, cuando se ha vuelto para hablar con su hijo, me he dado cuenta de que tenía la espalda encorvada como una anciana. Le ha hecho a su hijo una seña para que se acercara.

—¿Y si quieren hablar también conmigo? —he oído que decía el chico.

Ella le ha apoyado las manos firmemente en los hombros.

—No querrán, cariño —ha asegurado—. Vete.

Josh ha cerrado la navaja y se la ha guardado en un bolsillo del pantalón vaquero sin apartar la mirada de mí. Yo le he sonreído, pero él ha girado sobre sus talones y se ha marchado en dirección al sendero, volviéndose una única vez justo cuando su madre estaba cerrando la puerta detrás de nosotros.

He seguido a Louise y al inspector hasta un amplio y luminoso salón que daba a uno de esos modernos porches acristalados de líneas rectas que parecen unir a la perfección la casa con el jardín. Fuera, he visto una conejera de madera en el césped y gallinas bantam de bonitos colores, negro, blanco y dorado, deambulando y comiendo por el patio. Louise nos ha indicado que nos sentáramos en el sofá y luego ella se ha acomodado en el sillón que había delante. Lo ha hecho lenta y cuidadosamente, como si estuviera recuperándose de una lesión y tuviera miedo de hacerse más daño.

—Bueno —le ha dicho a Sean levantando un poco la barbilla—. ¿Qué es lo que quieres decirme?

Él le ha explicado que los nuevos análisis de sangre han arrojado los mismos resultados que los originales: no había restos de drogas en el organismo de Katie.

Mientras lo escuchaba, Louise negaba con la cabeza con evidente incredulidad.

—Pero no sabes cuánto tiempo permanece en el organismo esa clase de droga, ¿verdad? O cuánto tiempo tardan en manifestarse los efectos, o en desaparecer. No puedes desestimar esto, Sean…

—No estamos desestimando nada, Louise —le ha contestado él—. Solo estoy refiriéndote lo que hemos encontrado.

—Pero, en cualquier caso… Bueno, suministrar drogas ilegales a alguien, a una niña, es un delito, ¿no? Sé… —Se ha pasado los dientes superiores por el labio inferior—. Ya sé que ya es demasiado tarde para castigarla por ello, pero debería hacerse público, ¿no crees? Me refiero a lo que hizo.

El inspector no ha dicho nada. Yo me he aclarado la garganta y Louise me ha lanzado una mirada asesina.

—Por lo que hemos averiguado en relación con la compra de las pastillas, señora Whittaker, Nel no fue quien las compró. Aunque se usó su tarjeta de crédito, no…

—¿Qué está sugiriendo? —ha replicado alzando la voz—. ¿Acaso insinúa que Katie le robó la tarjeta de crédito a Nel?

—No, no —he replicado yo—. No estamos diciendo eso…

La expresión de su rostro ha cambiado cuando se ha percatado de lo que implicaba eso.

—Lena —ha afirmado entonces echándose hacia atrás en el sillón con una mueca de sombría resignación en los labios—. Lo hizo Lena.

Sean le ha explicado que tampoco estábamos seguros de eso, pero que sin duda se lo íbamos a preguntar, pues esa misma tarde Lena tenía que acudir a la comisaría. Luego ha querido saber si había encontrado algo más entre las posesiones de Katie. Louise ha ignorado por completo su pregunta.

—Es esto —ha dicho inclinándose hacia delante—. ¿No te das cuenta? Si juntamos las pastillas, este lugar y el hecho de que Katie pasara tanto rato en casa de los Abbott, rodeada de todas esas fotografías y esas historias y… —Su voz ha ido apagándose. Ni siquiera ella parecía completamente convencida de lo que estaba diciendo.

Y es que, aunque tuviera razón y esas pastillas hubieran provocado depresión en su hija, el hecho de que ella no se hubiera dado cuenta seguía sin cambiar.

No le he dicho eso, claro está, pues lo que quería preguntarle ya era lo bastante difícil. Dando por sentado que la visita había terminado y suponiendo que ya nos íbamos, Louise se ha puesto en pie. Yo le he indicado que todavía había algo más.

—Hay otra cosa que queríamos preguntarle.

—¿Sí? —Ha permanecido de pie con los brazos cruzados.

—Queríamos saber si nos permitiría tomar una muestra de sus huellas dactilares.

Ella me ha interrumpido antes de que pudiera darle más explicaciones:

—¿Para qué? ¿Por qué?

Sean se ha removido en su asiento con inquietud.

—Hemos encontrado una correspondencia entre las huellas dactilares presentes en el frasquito que me diste y una de las cámaras de Nel Abbott, y necesitamos establecer por qué razón —ha explicado—. Eso es todo.

Louise ha vuelto a sentarse.

—Bueno, probablemente son de Nel —ha sugerido—. ¿No les parece?

—No son de Nel —he contestado yo—. Lo hemos comprobado. Y tampoco de su hija.

Ella ha dado un respingo al oír eso.

—Claro que no son de Katie. ¿Qué diantre iba a estar haciendo ella con la cámara? —Ha hecho una mueca con los labios, se ha llevado la mano a la cadena que llevaba alrededor del cuello y ha comenzado a mover el colgante, un pequeño pájaro azul, adelante y atrás. Por último, ha exhalado un sonoro suspiro—. Son mías, claro está —ha declarado al final—. Son mías.

Sucedió tres días después de que su hija muriera, según nos ha contado.

—Fui a casa de Nel Abbott. Yo estaba… Bueno, dudo que puedan imaginar el estado en que me encontraba, pero pueden intentarlo. Llamé a la puerta con los nudillos, pero ella no me abrió. No desistí y continué aporreando la madera y llamándola a gritos hasta que acabó abriéndome Lena. —Louise se ha apartado un mechón de pelo de la cara—. Estaba llorando, sollozando, prácticamente histérica. Todo un drama… —Ha tratado de sonreír, pero no ha podido—. Le dije algunas cosas que, en retrospectiva, tal vez fueron excesivamente crueles, pero…

—¿Qué cosas? —le he preguntado.

—Yo… No recuerdo los detalles. —Su compostura estaba empezando a desmoronarse. Se le había acelerado la respiración y sus manos se aferraban con fuerza a los brazos del sillón, un esfuerzo que estaba volviendo de un color amarillento la piel aceitunada de sus nudillos—. Nel debió de oírme. Salió y me dijo que las dejara en paz. Dijo que lamentaba mi pérdida —al decir eso, Louise ha soltado una especie de gañido sarcástico—, pero que no tenía nada que ver con ella, ni tampoco con su hija. Recuerdo que Lena estaba en el suelo, eso lo recuerdo bien. No dejaba de hacer un ruido como… como el de un animal. Un animal herido. —Louise ha hecho una pausa para recobrar el aliento antes de continuar—. Entonces Nel y yo comenzamos a discutir. Fue un poco violento. ¿Te sorprende? ¿No habías oído esto antes? —ha preguntado dirigiéndose a Sean con una media sonrisa—. Pensaba que Nel ya te lo habría contado, o tal vez Lena. Sí, yo… Bueno, no llegué a pegarle, pero me abalancé sobre ella y tuvo que sujetarme para que no lo hiciera. Exigí ver las imágenes de su cámara. Quería… No deseaba verlas, pero no quería que las tuviera ella… No podía soportar…

Louise se ha venido abajo.

Ser testigo del sufrimiento de alguien es algo terrible. Resulta violento, entrometido, una violación. Y, sin embargo, lo hacemos sin cesar; tenemos que hacerlo. Solo hay que aprender a lidiar con ello como se pueda. El inspector lo ha hecho inclinando la cabeza y permaneciendo muy quieto. Yo, mediante la distracción: me he puesto a observar por la ventana cómo las gallinas deambulaban y comían por el césped. He mirado las estanterías de libros repletas de interesantes novelas contemporáneas y libros de historia militar. Me he fijado en las fotografías enmarcadas que había en la repisa de la chimenea. La foto de la boda y la familiar y la de un bebé. Solo uno, vestido de azul. ¿Dónde estaba la foto de Katie? He intentado imaginar lo que sería retirar la fotografía enmarcada de tu hija muerta de su puesto de honor y guardarla en un cajón. Cuando me he vuelto hacia Sean, he visto que su cabeza ya no estaba inclinada, sino que estaba fulminándome con la mirada. Me he dado cuenta entonces de que había un repiqueteo en la habitación y de que yo era la causante: era el ruido de los golpes que estaba dando con el bolígrafo sobre el cuaderno. No estaba haciéndolo adrede. Todo mi cuerpo estaba temblando.

Después de lo que ha parecido un rato muy largo, Louise ha vuelto a hablar:

—No podía soportar la idea de que Nel fuera la última persona en ver a mi hija. Me dijo que no tenía imágenes de ella, que la cámara no funcionaba y que, aunque hubiera sido así, estaba en lo alto del acantilado, de modo que no podría… haberla capturado. —Louise ha exhalado entonces un profundo suspiro que ha estremecido todo su cuerpo, de los hombros a las rodillas—. No la creí. No podía arriesgarme. ¿Y si había algo en la cámara y lo utilizaba? ¿Y si mostraba mi hija al mundo, sola y asustada, y…? —Se ha detenido y ha respirado hondo—. Le dije… ¿Lena no te lo ha contado? —ha preguntado entonces, dirigiéndose a Sean, y luego ha continuado—: Le dije que no descansaría hasta que pagara por lo que había hecho, y luego me marché. Fui al acantilado y traté de abrir la cámara para coger la tarjeta SD, pero no pude. Intenté entonces sacarla de su trípode, pero al hacerlo me rompí una uña. —Ha alzado la mano izquierda y nos ha mostrado el dedo índice: la uña estaba mellada y era más corta que las demás—. Entonces le di unas cuantas patadas y la golpeé con una piedra y me fui a casa.

Erin

Cuando hemos salido de la casa, Josh estaba sentado en la acera de enfrente. Ha observado cómo nos dirigíamos al coche y, cuando ya nos habíamos alejado unos cuarenta y cinco metros, ha cruzado rápidamente la calle y se ha metido en casa. El inspector, en su mundo, no ha parecido darse cuenta.

—¿«No descansaría hasta que Nel pagara por lo que había hecho»? —he repetido cuando hemos llegado al coche—. ¿Eso no le parece una amenaza?

Sean me ha mirado con su ya familiar expresión vacía, esa irritante apariencia de estar en otro lado, y no ha respondido.

—Es decir, ¿no le resulta raro que Lena ni siquiera mencionara ese episodio? ¿Y Josh? ¿Lo de que estaban todos durmiendo? Está claro que era mentira…

Él ha asentido secamente.

—Sí. Eso parece. Pero yo no daría mucho crédito a las historias de un niño afligido por la muerte de su hermana —ha dicho en voz baja—. Ignoramos qué está sintiendo o imaginando, y qué cree que debería o no decir. Sabe que nosotros sabemos que su madre le guardaba rencor a Nel Abbott, e imagino que teme que la culpemos de su muerte y la detengamos. Ha de tener en cuenta lo mucho que ha perdido ya ese chico. —Ha hecho una pausa—. En cuanto a Lena, si en realidad estaba tan histérica como Louise ha sugerido, es posible que no recuerde con claridad el incidente, casi con seguridad apenas recuerda poco más que su propia zozobra.

Por lo demás, estaba costándome relacionar la descripción que Louise había hecho de Lena —una bestia aulladora y herida— con la chica habitualmente reservada y en ocasiones venenosa que había conocido. Me parecía extraño que su reacción ante la muerte de una amiga fuera tan extrema, tan visceral, cuando la que estaba teniendo ante la de su madre era tan contenida. ¿Era posible que Lena se hubiera visto tan afectada por el sufrimiento de Louise y su convicción de que Nel era la culpable de la muerte de Katie que hubiera llegado a creérselo ella misma? Sentí un hormigueo en la piel. No parecía probable, pero ¿y si, al igual que Louise, Lena culpaba a su madre de la muerte de su amiga? ¿Y si había decidido hacer algo al respecto?

Lena

¿Por qué los adultos siempre hacen las preguntas equivocadas? Las pastillas. Eso es lo único que les interesa ahora. Esas estúpidas pastillas para adelgazar. Se me había olvidado incluso que las había comprado. Fue hace mucho. Y ahora han decidido que LAS PASTILLAS SON LA RESPUESTA A TODO, de modo que he tenido que ir a la comisaría de policía, acompañada por Julia, en el papel de adulta responsable. Eso me ha hecho reír. Más bien es la persona adulta más irresponsable posible en esta situación en particular.

Me han llevado a una sala del fondo de la comisaría que no se parecía en nada a las que se ven en televisión. No era más que una oficina. Todos nos hemos sentado alrededor de una mesa, y esa mujer —la sargento Morgan— me ha hecho algunas preguntas. Sobre todo, ella. Sean también ha hecho alguna, pero sobre todo las ha hecho ella.

Les he contado la verdad. Compré las pastillas con la tarjeta de mamá porque Katie me lo pidió, y ninguna de las dos tenía ni idea de que eran malas. O, en cualquier caso, yo no lo sabía, y si Katie sí, nunca me dijo nada.

—No pareces muy preocupada por la posibilidad de que las pastillas pudieran contribuir al estado de ánimo negativo de Katie al final de su vida —ha dicho la sargento Morgan.

Casi me muerdo la lengua.

—No —le he contestado—. No me preocupa eso. Katie no hizo lo que hizo por ninguna pastilla.

—Entonces ¿por qué lo hizo?

Debería haber sabido que me lo preguntaría, de modo que he seguido hablando de las pastillas.

—Ni siquiera tomó tantas. Solo unas pocas, probablemente no más de cuatro o cinco. Cuenta las que quedan —le he dicho a Sean—. Estoy segura de que el pedido era de treinta y cinco. Cuéntalas.

—Lo haremos —ha asegurado él, y a continuación me ha preguntado—: ¿Le suministraste pastillas a alguien más? —Yo he negado con la cabeza, pero él ha insistido—: Esto es importante, Lena.

—Sé que lo es —he dicho—. Esa fue la única vez que las compré. Estaba haciéndole un favor a una amiga. No fue nada más que eso. De verdad.

Él se ha echado hacia atrás en la silla.

—Está bien —ha asentido—. Lo que no consigo comprender es por qué querría Katie tomar unas pastillas como esas. —Me ha mirado a mí y luego a Julia como si ella pudiera saber la respuesta—. No es que sufriera de sobrepeso precisamente.

—Bueno, tampoco era delgada —he dicho, y Julia ha hecho un ruido extraño, algo a medio camino entre un resoplido y una risotada y, cuando me he vuelto hacia ella, he visto que estaba mirándome como si me odiara.

—¿La gente decía eso de ella? —me ha preguntado la sargento Morgan—. ¿En la escuela? ¿Había comentarios sobre su peso?

—¡Oh, por el amor de Dios…! —Estaba costándome no perder los nervios—. No. Nadie acosaba a Katie. ¿Sabe qué? Ella solía llamarme zorra flaca todo el rato. Se reía de mí porque, ya sabe… —me he sentido avergonzada porque Sean estaba mirándome, pero ya había empezado, de modo que he terminado la frase—, bueno, porque no tengo tetas. Así que me llamaba zorra flaca y, a veces, yo la llamaba a ella vacaburra, y ninguna de las dos lo decía en serio.

No lo han pillado. Nunca lo hacen. Y el problema es que no puedo explicárselo como es debido. A veces, ni siquiera yo misma lo entiendo, porque lo de no ser delgada no era algo que molestara realmente a Katie. Jamás hablaba de ello como hacen las demás. Yo nunca he tenido que esforzarme para estar delgada, pero Amy, Ellie o Tanya sí. Siempre están comiendo pocos carbohidratos, o ayunando, o haciendo una purga… alguna estupidez de esas. A Katie, sin embargo, no le importaba. A ella le gustaba tener tetas. Le gustaba el aspecto de su cuerpo. O, al menos, siempre había sido así. Hasta que… Bueno, la verdad es que no sé qué fue… Algún comentario estúpido en Instagram o una observación idiota de algún cromañón de la escuela. La cuestión es que, de repente, era un tema que la incomodaba. Fue entonces cuando me pidió las pastillas. Sin embargo, para cuando las recibí, ella ya daba la impresión de haberlo superado, y me dijo que de todos modos no funcionaban.

Me ha parecido que lo había dejado todo claro y que, por lo tanto, el interrogatorio había terminado, pero entonces la sargento Morgan ha cambiado completamente de asunto y me ha preguntado por el día que Louise vino a casa al poco de la muerte de Katie. Y le he dicho que sí, que claro que recuerdo ese día. Fue uno de los peores de mi vida. Todavía me altero al recordarlo.

—Nunca he visto a nadie en el estado en que se encontraba Louise ese día —les he dicho.

La sargento ha asentido y luego ha preguntado con mucha seriedad e interés:

—Cuando Louise le dijo a tu madre que «no descansaría hasta que Nel pagara por lo que había hecho», ¿tú qué pensaste? ¿Qué te pareció que quería decir con eso?

Y entonces he perdido los nervios.

—No quería decir nada, pedazo de imbécil.

—Lena. —Sean me ha reprendido con la mirada—. Vigila tu vocabulario, por favor.

—Está bien, lo siento, pero ¡por el amor de Dios!, la hija de Louise acababa de morir. No sabía lo que estaba diciendo. Estaba desquiciada.

Estaba lista para marcharme de una vez, pero Sean me ha pedido que me quedara.

—Pero no tengo por qué hacerlo, ¿verdad? No estoy arrestada, ¿no?

—No, Lena, claro que no —me ha confirmado él.

He seguido hablando con Sean porque él me comprendía.

—Mira, Louise no hablaba en serio. Estaba completamente histérica. Completamente enajenada. Lo recuerdas, ¿verdad? ¿Recuerdas su estado? Es decir, claro que decía todo tipo de cosas. Todos lo hacíamos. Creo que todos nos volvimos un poco locos después de la muerte de Katie. Pero, por el amor de Dios, Louise no le hizo daño a mamá. Honestamente, creo que si aquel día hubiera tenido una pistola o un cuchillo, quizá se lo habría hecho. Pero no los tenía.

Quería decir toda la verdad. En serio. No a la mujer policía, ni tampoco a Julia, pero sí a Sean. Pero no podía. Habría sido una traición, y después de todo lo que yo había hecho, no podía traicionar a Katie ahora. De modo que he contado todo lo que podía.

—Louise no le hizo nada a mi madre, ¿de acuerdo? No lo hizo. Mamá tomó su propia decisión.

Me he puesto de pie para marcharme, pero la sargento Morgan todavía no había terminado. Se ha quedado mirándome con esa extraña expresión en el rostro, como si no creyera una sola palabra de lo que les estaba diciendo, y entonces me ha dicho:

—¿Sabes lo que me resulta más extraño, Lena? No pareces sentir la menor curiosidad por saber por qué Katie hizo lo que hizo, ni por qué tu madre hizo lo que hizo. Cuando alguien muere así, la pregunta que todo el mundo se hace es «¿Por qué?». ¿Por qué harían eso? ¿Por qué se suicidaron cuando tenían tantas cosas por las que vivir? Pero tú no. Y la única razón que se me ocurre para ello es que ya lo sabes.

Sean me ha cogido del brazo y me ha sacado de la habitación antes de que pudiera replicar.

Lena

Julia quería llevarme a casa en coche, pero le he dicho que prefería dar un paseo. No era cierto, pero a) No quería estar en el coche a solas con ella, y b) He visto a Josh dando vueltas en círculos con su bici al otro lado de la calle y sabía que estaba esperándome.

—¿Passsa, Josh? —le he dicho cuando se ha acercado.

Cuando tenía nueve o diez años, comenzó a decir «¿Passsa?» a la gente en vez de «Hola», y Katie y yo siempre se lo recordábamos. Solía reírse, pero esta vez no lo ha hecho. Parecía asustado.

—¿Qué te han preguntado? —ha dicho en un tono de voz susurrante.

—No pasa nada, no te preocupes. Han encontrado unas pastillas que Katie tomó y creen que pueden tener algo que ver con… lo que sucedió. Obviamente, están equivocados. No te preocupes.

Le he dado un pequeño abrazo y él se ha apartado, cosa que nunca hace. Normalmente aprovecha cualquier excusa para arrimarse a mí o cogerme de la mano.

—¿Te han preguntado por mamá? —ha dicho.

—No. Bueno, supongo que sí. Un poco. ¿Por qué?

—No lo sé —ha contestado, pero sin mirarme a la cara.

—¿Por qué, Josh?

—Creo que deberíamos contarlo.

He empezado a notar unas primeras gotas de cálida lluvia en los brazos y he levantado la mirada al cielo. Estaba completamente oscuro. Se acercaba una tormenta.

—No, Josh —he dicho—. No. No vamos a contarlo.

—Tenemos que hacerlo, Lena.

—¡No! —he repetido, agarrándolo del brazo más fuerte de lo que pretendía, y él ha gritado como un cachorro al que le hubieran pisado la cola—. Hicimos una promesa. hiciste una promesa.

Él ha negado con la cabeza, de modo que le he clavado las uñas en el brazo.

Se ha echado a llorar.

—Pero ¿de qué sirve ahora?

Le he soltado el brazo y he apoyado las manos en sus hombros, obligándolo a mirarme a la cara.

—Una promesa es una promesa, Josh. Lo digo en serio. No se lo cuentes a nadie.

En cierto modo, sin embargo, tenía razón. No le estábamos haciendo ningún bien a nadie. No había ningún bien que hacer. Aun así, no podía traicionarla. Y, si descubrían lo de Katie, harían preguntas sobre lo que sucedió después, y no deseaba que nadie se enterara de lo que hicimos mi madre y yo. Lo que hicimos y lo que no.

No quería dejar a Josh así, ni tampoco quería volver todavía a casa, de modo que, tras rodearle los hombros con el brazo, le he dado un reconfortante achuchón y luego lo he cogido de la mano.

—Vamos —le he dicho—. Ven conmigo. Sé algo que podemos hacer, algo que nos hará sentir mejor. —Él se ha sonrojado y yo me he echado a reír—. ¡Eso no, malpensado!

Entonces él también se ha reído y se ha secado las lágrimas de la cara.

Hemos caminado en silencio hasta la linde sur del pueblo, Josh empujando su bici a mi lado. No había nadie cerca y la lluvia caía cada vez con más fuerza. He notado que, en ocasiones, Josh me echaba un furtivo vistazo porque mi camiseta mojada transparentaba y no llevaba sujetador. Finalmente, me he cruzado de brazos y él ha vuelto a sonrojarse. Yo he sonreído pero no he dicho nada. De hecho, no hemos hablado hasta que hemos llegado a la calle donde vive Mark.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —ha preguntado Josh, y yo me he limitado a sonreírle.

Cuando hemos llegado a la puerta de la casa de Mark, él ha vuelto a preguntar:

—¿Qué estamos haciendo aquí, Lena? —Parecía estar asustado de nuevo, pero también excitado.

Yo, por mi parte, he comenzado a sentir un mareante subidón de adrenalina.

—Esto —he dicho, y he cogido una piedra que he encontrado debajo de un seto y la he arrojado tan fuerte como he podido a la gran ventana de la fachada frontal de la casa, con lo que se ha abierto un pequeño agujero en el cristal.

—¡Lena! —ha exclamado Josh, mirando frenéticamente a nuestro alrededor por si alguien nos había visto.

Pero no había sido así. Yo le he sonreído y, tras coger otra piedra, he vuelto a hacer lo mismo. Esta vez, todo el panel de cristal se ha hecho añicos y estos han caído al suelo.

—Vamos —le he dicho a Josh dándole una piedra.

Y, juntos, hemos procedido a romper los cristales de todas las ventanas de la casa. Era como si estuviéramos colocados de odio. Nos reíamos y gritábamos y llamábamos de todo a ese desgraciado de mierda.