LUNES, 24 DE AGOSTO
Mark
Ya era tarde cuando ha llegado a casa, las dos de la madrugada pasadas. Su vuelo de Málaga había sufrido un retraso y luego había perdido el ticket del aparcamiento y había tardado unos exasperantes cuarenta y cinco minutos en encontrar el coche.
Ahora desearía haber tardado más, desearía no haber encontrado el coche y haber tenido que quedarse en el hotel. Así se habría ahorrado eso al menos una noche más. Porque, en cuanto ha descubierto en la oscuridad que habían roto todas las ventanas de su casa, ha sabido que no iba a poder dormir. Ni esa noche ni ninguna. Se había terminado el descanso, ya nunca habría tranquilidad. Había sido traicionado.
También desearía haber sido más frío, más duro, y haber seguido con su prometida. Así, cuando fueran a por él, podría decir: «¿Yo? Acabo de regresar de España. Cuatro días en Andalucía con mi prometida. Una mujer atractiva, profesional, y de veintinueve años».
Aunque tampoco habría importado, ¿no? No importaría lo que dijera, lo que hiciera o cómo viviera su vida: lo crucificarían de todos modos. A los periódicos, a la policía, a la escuela o a la comunidad no les importaría que no fuera ningún pervertido que se dedicara a perseguir a chicas a las que doblaba la edad. No les importaría que él se hubiera enamorado y ella de él. La reciprocidad de sus sentimientos sería ignorada. La madurez de Katie, su seriedad, su inteligencia, su decisión…, ninguna de estas cosas importaría. Lo único que tendrían en cuenta sería la edad de él, veintinueve años, y la de ella, quince, y le destrozarían la vida.
Ha permanecido inmóvil en el jardín delantero mirando las ventanas tapadas con tablones de madera y se ha echado a llorar. Si hubiera habido algo más que romper, lo habría hecho él mismo en ese momento. Ahí de pie, la ha maldecido a ella y ha maldecido el día en que la vio por primera vez, mucho más hermosa que sus estúpidas y desenvueltas amigas. Ha maldecido el día en que ella se acercó poco a poco a su escritorio, balanceando con suavidad sus anchas caderas y, con una sonrisa en los labios, le preguntó: «Señor Henderson, ¿puedo pedirle ayuda con algo?». El modo en que se inclinó hasta quedar lo suficientemente cerca para oler su piel, limpia y sin perfume. Al principio él se quedó desconcertado y se enfadó, pues pensaba que ella estaba jugando con él. Provocándolo. ¿No había sido ella quien había empezado todo eso? ¿Por qué debería ser únicamente él, pues, quien sufriera las consecuencias? Ahí de pie, con lágrimas en los ojos y un nudo de pánico en la garganta, ha odiado a Katie y a sí mismo y el estúpido lío en el que se había metido y del cual ahora no veía escapatoria alguna.
¿Qué podía hacer? ¿Entrar en casa, empaquetar el resto de sus cosas y marcharse? ¿Huir? Tenía la cabeza embotada. ¿Adónde podía ir? Y ¿cómo? ¿Estarían ya vigilándolo? Seguro que sí. Si retiraba dinero, ¿se enterarían? Si intentaba volver a marcharse del país, ¿estarían esperándolo en la frontera? Se ha imaginado la escena: el agente de aduanas mirando la fotografía de su pasaporte y descolgando un teléfono, los hombres uniformados sacándolo a rastras de una cola de turistas, las miradas de curiosidad de estos. ¿Sabrían, cuando lo vieran, qué era? No un traficante de drogas ni ningún terrorista. No, él debía de ser otra cosa: algo peor. Ha mirado las ventanas traseras y ha imaginado que estaban dentro de su casa, esperándolo ahí, y que ya habían registrado sus cosas, sus libros y sus papeles; que ya lo habían puesto todo patas arriba buscando pruebas de lo que había hecho.
Y no habrían encontrado nada. Ha sentido entonces un débil rayo de esperanza. No había nada que encontrar. Ni cartas de amor, ni fotografías en su ordenador portátil, ni ninguna prueba de que ella hubiera llegado a pisar esa casa (él se había deshecho de las sábanas hacía mucho y había limpiado y desinfectado toda la casa para borrar hasta el menor rastro de ella). ¿Qué pruebas podían tener, salvo las fantasías de una adolescente vengativa? Una adolescente que había intentado ella misma ganarse sus favores y había sido rechazada categóricamente. Nadie sabía en realidad lo que había pasado entre él y Katie, y nadie tenía por qué saberlo. Nel Abbott era cenizas, y la palabra de su hija valía más o menos lo mismo que la de su madre.
Ha apretado los dientes y ha metido la mano en el bolsillo para coger sus llaves, luego ha rodeado la casa y ha abierto la puerta trasera.
Ella se ha abalanzado sobre Mark antes de que este tuviera tiempo de encender la luz. En medio de la oscuridad, él apenas ha podido distinguirla y solo ha visto una confusión de fauces, dientes y uñas. Se ha deshecho de ella golpeándola, pero la chica ha vuelto a atacarlo. ¿Qué otra opción ha tenido? ¿Qué otra opción le ha dejado ella?
Y ahora había sangre en el suelo y no tenía tiempo de limpiarla. Estaba amaneciendo. Debía marcharse.
Jules
Se me ha ocurrido de repente. Ha sido como una epifanía. Me sentía aterrorizada e histérica y, un momento después, ya no, porque lo sabía. No dónde estaba Lena, sino con quién estaba. Y, con eso, podía comenzar a buscarla.
Me encontraba en la cocina, aturdida y estupefacta. Los policías acababan de marcharse, habían vuelto al río para continuar con la búsqueda. Me habían dicho que me quedara ahí, por si acaso. Por si acaso volvía a casa. «Siga llamándola —me habían dicho—, y no apague el teléfono. ¿De acuerdo, Julia? No apague el teléfono». Me hablaban como si fuera una niña.
Pero supongo que no puedo culparlos, pues han estado haciéndome preguntas que no podía contestar. Sabía cuándo había visto a Lena por última vez, pero no podía decir cuándo había sido la última vez que ella había estado en casa. Ni tampoco sabía qué llevaba puesto cuando se había marchado, ni recordaba qué llevaba puesto cuando la había visto esa última vez. No era capaz de distinguir sueño de realidad: ¿la música había sido real o lo había imaginado? ¿Quién había cerrado la puerta? ¿Y encendido las luces? Los agentes se me han quedado mirando recelosos y decepcionados: ¿por qué había dejado que se marchara si estaba tan alterada después de su discusión con Louise Whittaker? ¿Cómo podía ser que no hubiera ido detrás de ella para consolarla? He visto las miradas que se han dirigido entre sí, la crítica implícita: «¿Cómo puede esta mujer ejercer de tutora de nadie?».
Tú también estabas en mi cabeza, regañándome: «¿Por qué no has ido detrás de ella como fui yo detrás de ti? ¿Por qué no la has salvado como yo te salvé a ti? Cuando tenía diecisiete años, salvé a mi hermana de morir ahogada». Cuando tenías diecisiete años, Nel, me empujaste a meterme en el río y me mantuviste debajo del agua. (Otra vez esa vieja discusión, ese tira y afloja: tú dices, yo digo, tú dices, yo digo. Ya estaba cansándome de ella, no quería volver a tenerla).
Y entonces ha sucedido. Presa del cansancio y la enfermiza excitación del miedo, he visto algo, he atisbado algo. Ha sido como si algo se hubiera movido, una sombra justo fuera de mi línea de visión. «¿Fui realmente yo quien te condujo al agua?», has preguntado. ¿Fuiste tú o fue Robbie? ¿O una combinación de ambos?
El suelo ha parecido inclinarse y me he agarrado a la encimera de la cocina para no caerme. «Una combinación de ambos». He tenido la sensación de que no podía respirar y he notado una tirantez en el pecho, como si estuviera a punto de sufrir un ataque de pánico. He creído que iba a desvanecerme, pero no ha sucedido. He seguido de pie, respirando. «Una combinación». He subido corriendo la escalera en dirección a tu dormitorio y he cogido esa fotografía en la que estás con Lena y ella mira a cámara con su sonrisa de depredador. ¡Ahí! Esa no eres tú. Esa no es tu sonrisa. Es la suya. La de Robbie Cannon. Ahora me doy cuenta, la vi en su rostro cuando estaba encima de tu cuerpo y empujaba tus hombros contra la arena. Eso es lo que ella es, quien Lena es. Es una combinación de vosotros dos. Lena es hija tuya, y también de él. Lena es hija de Robbie Cannon.
Jules
Me he sentado en la cama con la foto enmarcada en las manos. Tú y ella me mirabais con una sonrisa y eso ha provocado que comenzaran a acudir ardientes lágrimas a mis ojos, hasta que, al final, he roto a llorar por ti como debería haber hecho en tu funeral. He pensado en ese día y en el modo en que Robbie miró a Lena. Malinterpreté por completo esa mirada. No era depredadora, era posesiva. No la miró como a una chica a la que seducir, a la que poseer. Ya le pertenecía. ¿Acaso había venido a por ella, para llevarse lo que era legítimamente suyo?
No ha sido difícil de encontrar. Su padre tenía una cadena de ostentosos concesionarios de coches por toda la zona nordeste. Cannon Cars, se llamaba la empresa. Ahora ya no existe, hace años que quebró, pero en Gateshead hay una versión de pacotilla más pequeña y triste. He encontrado una web pésimamente diseñada con una fotografía de él en la página de inicio, tomada hace tiempo, a juzgar por su apariencia. En ella se lo veía menos barrigudo que ahora, y en su rostro aún podía distinguirse algún resto del chico apuesto y cruel que había sido.
No he llamado a la policía porque estaba segura de que no me harían caso. Me he limitado a coger las llaves del coche y me he marchado. Mientras me alejaba de Beckford, me he sentido casi satisfecha conmigo misma: lo había descubierto, estaba tomando el control, el cansancio que me había amodorrado estaba disipándose y mis extremidades por fin se relajaban. De repente, me he sentido hambrienta, tremendamente hambrienta, y me he recreado en la sensación mordisqueándome la parte interior de la mejilla hasta disfrutar del sabor metálico de la sangre. Una vieja parte de mí, una reliquia furiosa y sin miedo, ha salido a la superficie y me he imaginado a mí misma arremetiendo contra él y clavándole las uñas. Ya me veía como una amazona arrancándole las extremidades una a una.
El garaje se encontraba en una zona de mala muerte de la ciudad, debajo de los arcos de las vías del tren. Un lugar siniestro. Para cuando he llegado, mi valentía se había esfumado. Me temblaba la mano al extenderla para cambiar de marcha o accionar el intermitente, y el sabor que tenía ahora en la boca era de bilis, no de sangre. He intentado concentrarme en lo que tenía que hacer —encontrar a Lena, ponerla a salvo—, pero toda mi energía se ha visto socavada por el esfuerzo que suponía ignorar los recuerdos que no había dejado salir a la superficie en media vida, recuerdos que ahora emergían como trozos de madera a la deriva.
He aparcado en la acera de enfrente del garaje. Había un hombre de pie delante de la puerta fumando un cigarrillo (joven, no era Cannon). He salido del coche y, con piernas trémulas, he cruzado la calle para hablar con él.
—Me gustaría hablar con Robert Cannon —he dicho.
—Ese es su carro, ¿no? —ha dicho él señalando el coche que había dejado detrás de mí—. Puede meterlo directamente en el garaje.
—No, no es sobre eso sobre lo que quiero hablar con él… ¿Está aquí?
—¿No quiere hablar sobre su carro? Está en la oficina —ha dicho, señalando a su espalda con un movimiento de cabeza—. Puede entrar si quiere.
He echado un vistazo al cavernoso espacio oscuro y se me ha contraído el estómago.
—No —he contestado con tanta firmeza como he podido—. Preferiría hablar con él aquí.
El hombre ha chasqueado la lengua y ha tirado su cigarrillo a medio fumar a la calle.
—Usted misma —ha dicho, y ha entrado.
Yo he metido una mano en el bolsillo y entonces me he dado cuenta de que me había dejado el móvil en el bolso. Este se encontraba en el asiento del copiloto del coche, de modo que me he dado la vuelta para ir a buscarlo a sabiendas de que, si lo hacía, no regresaría; si llegaba a la seguridad del asiento del conductor, perdería completamente la valentía que me quedaba, pondría en marcha el motor y me iría.
—¿Puedo ayudarla en algo? —Me he quedado paralizada—. ¿Quiere alguna cosa?
Me he vuelto y ahí estaba él, más feo incluso que el día del funeral. Su rostro había engordado y parecía abatido, algo subrayado por una nariz morada y surcada por venas azules que se extendían por sus mejillas como un estuario. Su forma de andar, inclinándose de un lado a otro como un barco, me ha resultado familiar. Al llegar junto a mí, se me ha quedado mirando.
—¿Te conozco?
—¿Eres Robert Cannon? —he preguntado.
—Sí —ha dicho él—. Soy Robbie.
Por una fracción de segundo, he sentido lástima por él. Ha sido el modo en el que ha pronunciado su nombre. Robbie es un nombre de niño, el de un pequeño que juega en el jardín trasero y trepa a los árboles. No es el nombre de un perdedor con sobrepeso, un tipo arruinado que regenta un sórdido garaje en una zona de mierda de la ciudad. Ha dado un paso hacia mí y me ha alcanzado su olor a sudor y a alcohol. Toda lástima se ha evaporado en cuanto mi cuerpo ha recordado el peso del suyo aplastándome y dejándome sin respiración.
—Mira, cariño, estoy muy ocupado —ha dicho.
He cerrado ambos puños.
—¿Está aquí? —he preguntado.
—¿Está aquí, quién? —Ha fruncido el ceño y luego ha puesto los ojos en blanco al tiempo que metía la mano en el bolsillo de sus pantalones vaqueros para sacar un cigarrillo—. ¡Ah, joder! No serás amiga de Shelley, ¿verdad? Ya le he dicho a su marido que hace semanas que no veo a esa fulana, así que, si has venido por eso, ya puedes irte a la mierda, ¿de acuerdo?
—Lena Abbott —he dicho en un tono de voz que casi era un murmullo—. ¿Está aquí?
Él se ha encendido su cigarrillo. Algo ha parecido relucir detrás de sus anodinos ojos marrones.
—Estás buscando a…, ¿quién dices? ¿A la hija de Nel Abbott? ¿Quién eres tú? —Ha mirado a su alrededor—. Y ¿por qué crees que la hija de Nel puede estar aquí?
No estaba fingiendo. Era demasiado estúpido para hacerlo. No sabía dónde estaba Lena. No sabía quién era. Me he dado la vuelta para marcharme. Cuanto más tiempo me quedara, más se preguntaría al respecto y más cosas terminaría diciéndole yo.
—Un momento —ha dicho, colocándome una mano en el hombro.
Yo me he vuelto de golpe, apartando su mano de mí.
—¡Eh, tranquila! —ha exclamado alzando las manos y mirando a un lado y a otro como si esperara refuerzos—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Eres…? —Ha aguzado la mirada—. Yo a ti te he visto… Estabas en el funeral, ¿no? —Y, finalmente, ha caído—. ¿Julia? —En su rostro se ha dibujado una sonrisa—. ¡Julia! ¡Joder! No te había reconocido… —Me ha mirado de arriba abajo—. Julia. ¿Por qué no has dicho nada?
Me ha ofrecido una taza de té. Yo me he echado a reír y no podía parar. He estado riendo hasta que las lágrimas han comenzado a surcar mis mejillas. Él, mientras tanto, ha permanecido ahí de pie, riéndose un poco al principio, pero al momento su desconcertada alegría se ha apagado y se ha quedado mirándome sin comprender qué estaba pasando.
—¿Qué sucede? —ha preguntado finalmente, irritado.
Yo me he secado los ojos con el dorso de la mano.
—Lena se ha escapado —he dicho—. La he buscado por todas partes y he pensado que…
—Bueno, pues no está aquí. ¿Por qué diantre has pensado que podía estar aquí? Ni siquiera conozco a esa niña. La primera vez que la vi fue en el funeral. La verdad es que me dejó un poco alucinado lo mucho que se parece a Nel. —Su expresión ha pasado entonces a ser un facsímil de pesar—. Lamenté oír lo que le había ocurrido. De veras, Julia. —Ha intentado volver a tocarme, pero me he apartado. Ha dado un paso hacia mí—. Yo solo… ¡No puedo creerme que seas tú! Has cambiado mucho. —Una fea sonrisa ha aparecido en su rostro—. Yo te desfloré, ¿no? —Se ha reído—. Hace ya mucho tiempo.
Flores. Algo bello y perfumado que estaba a millones de kilómetros de su babosa lengua en mi boca y sus sucios dedos abriéndose paso en mi interior. Me han entrado ganas de vomitar.
—No, Robbie —he dicho, y me ha sorprendido cuán clara ha sonado mi voz, cuán alta y serena—. No me desfloraste: me violaste.
La sonrisa ha desaparecido de su estropeado rostro. Ha echado un vistazo por encima del hombro antes de dar otro paso hacia mí. Yo he sentido una oleada de adrenalina y, al tiempo que se aceleraba mi respiración, he apretado los puños y me he mantenido firme.
—¿Cómo? —ha dicho él—. ¿Que yo qué? Yo nunca… Yo no te violé.
Ha susurrado la palabra violé como si tuviera miedo de que alguien pudiera oírnos.
—Yo tenía trece años —he replicado—. Te dije que pararas, no dejé de llorar, yo… —He tenido que callarme porque he notado un nudo en la garganta ahogando mi voz y no quería echarme a llorar delante de este cabrón.
—Lloraste porque era tu primera vez —ha aclarado él en voz baja y en un tono zalamero—. Porque duele un poco. En ningún momento dijiste que no quisieras hacerlo. No dijiste que no. —Y, luego, ya en un tono más alto y tajante—: Zorra mentirosa, nunca dijiste que no. —Ha comenzado a reírse—. Podía tirarme a quien quisiera, ¿te acuerdas? La mitad de las chicas de Beckford iban detrás de mí con las bragas empapadas. También me tiré a tu hermana, que era la que estaba más buena de todas. ¿De verdad crees que tenía la necesidad de violar a una gorda como tú?
Se lo creía de verdad. Me he dado cuenta de que creía todas y cada una de las palabras que acababa de decir y, en ese momento, me he sentido derrotada. Durante todo ese tiempo, él no se había sentido culpable. No había tenido el menor remordimiento ni por un segundo porque en su cabeza lo que había hecho no era una violación. Durante todo ese tiempo, él había creído que había estado haciéndole un favor a la chica gorda.
He empezado a alejarme de él. A mi espalda, él seguía hablando y maldiciendo en voz baja:
—Siempre fuiste una pirada. Siempre. No puedo creer que ahora vengas diciendo estas gilipolleces, diciendo que…
Me he detenido de golpe a unos pocos metros del coche. «¿No hubo alguna parte de ti a la que le gustó?». Algo había cambiado. Si Robbie no pensaba que me hubiera violado, ¿cómo ibas a pensarlo tú? ¿A qué te referías entonces, Nel? ¿Qué estabas preguntándome? Si a alguna parte de mí le gustó ¿el qué?
Me he dado la vuelta. Robbie todavía estaba detrás de mí con las manos colgando a los costados como dos pedazos de carne y la boca abierta.
—¿Ella lo sabía? —le he preguntado.
—¿Qué?
—¡¿Lo sabía Nel?! —he dicho a gritos.
Él ha hecho una mueca de desprecio.
—Si Nel sabía ¿qué? ¿Que te follé? Estás de broma, ¿verdad? Imagina lo que habría dicho si le hubiera contado que me había cepillado a su hermanita pequeña justo después de cepillármela a ella. —Se ha reído—. Le conté la primera parte, que me tiraste los tejos, que estabas borracha y que te habías inclinado sobre mí mirándome con tu triste y gordo rostro, suplicándome: «Por favor…». Siempre que estaba con ella, tú andabas merodeando a nuestro alrededor como una perrita, observándonos, espiándonos. Incluso cuando estábamos en la cama a ti te gustaba mirar, ¿verdad? ¿Acaso pensabas que no nos dábamos cuenta? —Se ha reído de nuevo—. Claro que lo hacíamos. Solíamos bromear acerca de que eras una pequeña pervertida, una triste gordita a la que nunca habían tocado ni besado y a la que le gustaba ver cómo su hermana se lo pasaba bien. —Ha negado con la cabeza—. ¿Violarte? No me hagas reír. Tú querías que te hicieran lo mismo que a tu hermana, me lo dejaste jodidamente claro.
Me he imaginado a mí misma, sentada debajo de los árboles o de pie ante la puerta de su habitación, mirando. Él tenía razón. Los miraba, pero no con lujuria ni con envidia, sino con una especie de horrenda fascinación. Los miraba del modo en que lo hacen las niñas, porque eso era yo. Una niña que no quería ver lo que estaban haciéndole a su hermana (eso era lo que parecía, que estaban haciéndote algo), pero que no podía apartar la mirada.
—Le dije que habías intentado tirarme los tejos y, que al ser rechazada, habías salido corriendo. Entonces ella fue a buscarte.
Las imágenes se han sucedido en mi cabeza: el sonido de tus palabras, el calor de tu ira, la presión de tus manos manteniéndome debajo del agua y luego agarrándome del pelo y sacándome a la orilla.
«Zorra, zorra estúpida y gorda, ¿qué has hecho? ¿Qué estabas tratando de hacer?».
¿O fue «Estúpida zorra, ¿qué estabas haciendo?»?
Y luego: «Sé que te ha hecho daño, ¿qué esperabas?».
He llegado al coche y, a tientas y con manos trémulas, he buscado las llaves. Robbie todavía estaba detrás de mí y seguía diciéndome cosas.
—Sí, corre, fulana mentirosa. En ningún momento has pensado que la niña pudiera estar aquí, ¿verdad? No ha sido más que una excusa, ¿a que sí? En realidad, has venido a verme. ¿Acaso querías probar otra vez? —He oído cómo reía mientras se alejaba, y luego, desde el otro lado de la calle, ha añadido a modo de despedida—: Ni lo sueñes, cariño. Esta vez no. Puede que hayas perdido algo de peso, pero sigues siendo un jodido feto.
He arrancado el coche y me he dispuesto a salir pitando de allí, pero el motor se ha parado. Maldiciendo, he vuelto a arrancarlo y, pisando con fuerza el acelerador, me he alejado calle abajo intentando poner tanta distancia como fuera posible entre Robbie y yo y lo que acababa de suceder. Era consciente de que debería estar preocupándome por Lena, pero era incapaz de pensar en ello porque lo único que podía pensar era esto: «Tú no lo sabías».
Tú no sabías que me había violado.
Cuando me dijiste «Lamento que te haya hecho daño», te referías a que lamentabas que me hubiera rechazado. Cuando dijiste «¿Qué esperabas?», querías decir que claro que me había rechazado, yo no era más que una niña. Y cuando me preguntaste «¿No hubo alguna parte de ti a la que le gustó?», no te referías al sexo, sino al agua.
Se me ha caído la venda. He estado cegada y con anteojeras. Tú no lo sabías.
He aparcado el coche a un lado de la carretera y he comenzado a sollozar atormentada por ese espantoso y terrible descubrimiento: tú no lo sabías. Todos estos años, Nel, he estado atribuyéndote la mayor de las crueldades, y ¿qué habías hecho para merecerlo? Todos estos años, nunca te he escuchado. Y ahora me parece imposible que no me hubiera dado cuenta, que no comprendiera que cuando me preguntaste «¿No hubo alguna parte de ti a la que le gustó?» estabas hablando del río, de aquella noche en el río. Querías saber lo que se sentía al abandonarse una misma al agua.
He dejado de llorar. En mi cabeza, has murmurado: «No tienes tiempo para esto, Julia», y he sonreído.
—Ya lo sé —he dicho en voz alta—. Ya lo sé.
Ya no me importaba lo que pensara Robbie. Me daba igual que se hubiera pasado la vida creyendo que no había hecho nada malo; eso es lo que hacen los hombres como él. Y ¿qué más daba lo que pensara? Él no significaba nada para mí. Lo importante eras tú, lo que sabías y lo que no, y el hecho de que hubiera estado castigándote toda tu vida por algo que no habías hecho. Y ahora ya no tenía forma de decirte que lo sentía.
Una vez en Beckford, he detenido el coche en el puente, he subido los escalones cubiertos de musgo y he paseado por el sendero del río. Era primera hora de la tarde, comenzaba a refrescar y se había levantado una brisa. No era un día perfecto para nadar, pero había estado esperando mucho tiempo y quería estar ahí contigo. Ahora era el único modo que tenía para estar cerca de ti, lo único que me quedaba.
Me he quitado los zapatos y me he quedado un momento en la orilla vestida con unos pantalones vaqueros y una camiseta. Finalmente, he empezado a caminar hacia delante, un pie delante del otro. He cerrado los ojos y he dejado escapar un grito ahogado cuando mis pies se han hundido en el frío barro, pero no me he detenido. He seguido adelante y, cuando mi cabeza se ha sumergido en el agua, me he dado cuenta, no sin miedo, de que me sentaba bien. Así era.
Mark
La sangre ha comenzado a filtrarse a través del vendaje que Mark lleva en la mano. No se lo había puesto muy bien y, por más que lo intentara, no podía dejar de aferrarse al volante con demasiada fuerza. Le dolía la mandíbula y sentía asimismo un cegador y alarmante dolor detrás de los ojos. Volvía a notar la presión de la prensa en las sienes; la sangre apenas podía circular por las venas de su cabeza y casi le parecía oír cómo su cráneo empezaba a agrietarse. En dos ocasiones ha tenido que aparcar a un lado de la carretera para vomitar.
No tenía ni idea de qué dirección debía tomar. Al principio se ha dirigido hacia el norte, de vuelta a Edimburgo, pero a mitad de camino ha cambiado de idea. ¿No esperarían que fuera en esa dirección? ¿No habría una barricada en la entrada de la ciudad y, cuando se detuviera, linternas iluminándole la cara, unas ásperas manos sacándolo a rastras del coche y una voz diciéndole que lo peor estaba por llegar? Ha dado media vuelta y ha tomado una ruta distinta. El dolor de cabeza le impedía pensar. Tenía que detenerse, respirar, trazar un plan. Ha salido de la carretera principal y se ha dirigido hacia la costa.
Todo lo que había temido se estaba cumpliendo. Ha imaginado el futuro que le esperaba y no ha podido evitar reproducirlo en su mente una y otra vez: la policía en la puerta, los periodistas haciéndole preguntas a gritos mientras se lo llevaban al coche patrulla con la cabeza cubierta con una manta. Las ventanas destrozadas de nuevo inmediatamente después de haber sido reparadas. Insultos vejatorios en las paredes, excrementos en el buzón. El juicio. ¡Oh, Dios, el juicio…! La mirada de sus padres cuando Lena hiciera sus acusaciones, las preguntas que le haría la fiscalía: ¿cuándo, dónde y cuántas veces? La vergüenza. La condena. La cárcel. Todo aquello sobre lo que había advertido a Katie, todo lo que le había dicho que tendría que afrontar. No sobreviviría a ello. Le dijo que no sobreviviría a ello.
Él no había esperado verla ese viernes de junio por la tarde. Se suponía que ella iba a ir a una fiesta de cumpleaños, algo de lo que no podía librarse. Recordaba haber abierto la puerta y haber notado la descarga de felicidad que siempre sentía al verla. Acto seguido, sin embargo, procesó la expresión de su rostro: inquietud, recelo. Esa tarde lo habían visto a él hablando con Nel Abbott en el aparcamiento de la escuela. ¿De qué habían hablado? ¿Por qué le dirigía siquiera la palabra a Nel?
—¿Que me han visto? ¿Quién? —A él le pareció divertido, creyó que ella sentía celos.
Katie apartó la mirada y se frotó la nuca con la mano, tal y como siempre hacía cuando se sentía nerviosa o cohibida.
—K, ¿qué sucede?
—Ella lo sabe —dijo Katie en voz baja y sin mirarlo. Él tuvo la sensación de que el suelo desaparecía bajo sus pies y caía al vacío. La agarró del brazo y le dio la vuelta para que lo mirara directamente a los ojos—. Creo que Nel Abbott lo sabe.
Y entonces se lo contó todo. Todas las cosas sobre las que le había mentido, las cosas que ella había estado ocultándole. Hacía meses que Lena lo sabía, y su hermano también.
—¡Dios mío! ¡Dios mío, Katie! ¿Cómo has podido no decírmelo? ¿Cómo has…? ¡Por el amor de Dios! —Nunca antes le había gritado. Podía ver lo asustada y alterada que estaba, pero no podía dejar de gritar—. ¡¿Es que no entiendes lo que me harán? ¿No entiendes lo que es ir a la cárcel como un jodido delincuente sexual?!
—¡No lo eres! —exclamó ella.
Él volvió a agarrarla por los brazos (incluso ahora, al recordarlo, le ardía el rostro de vergüenza por ello).
—¡Sí que lo soy! Eso es exactamente lo que soy. Eso es en lo que me has convertido.
Mark le dijo que se marchara, pero ella se negó. Suplicó, imploró. Le juró que Lena nunca hablaría, que nunca le diría nada a nadie. «Lena me quiere, jamás me haría daño». Había convencido a Josh de que la relación había terminado y de que en realidad nunca había pasado nada; le había dicho que no tenía nada de lo que preocuparse y que, si decía algo, lo único que conseguiría sería romperles el corazón a sus padres. ¿Y Nel?
—Ni siquiera estoy segura de que Nel lo sepa —le explicó Katie—. Lena me dijo que tal vez nos había oído… —Sus palabras fueron apagándose y él notó por su mirada que le estaba mintiendo.
No podía creerla. No podía creer nada de lo que le había dicho. Esa hermosa chica que lo había embelesado y embrujado no era de fiar.
Él le dijo entonces que lo suyo había terminado y, tras ver cómo su expresión se entristecía, se vio obligado a desembarazarse de su abrazo y a apartarla de sí, suavemente al principio y con más firmeza después.
—No, escucha… ¡Escúchame! No puedo seguir viéndote. Así no. Nunca más, ¿lo entiendes? Lo nuestro ha terminado. Nunca ha pasado nada. No hay nada entre nosotros. Nunca ha habido nada entre nosotros.
—Por favor, no digas eso, Mark, por favor. —Ella comenzó a sollozar con tanta fuerza que apenas podía respirar, y eso a él le partió el corazón—. Por favor, no digas eso. Yo te quiero.
Mark flaqueó y dejó que lo abrazara y lo besara. Su determinación estaba remitiendo. Ella pegó su cuerpo al de él y, de repente, él tuvo una clara imagen de otro cuerpo haciéndolo, y no uno, sino varios: cuerpos masculinos pegándose a su golpeado, fracturado y violado cuerpo. Lo vio y la apartó bruscamente.
—¡No! ¡No! ¿Tienes idea de lo que has hecho? ¿Me has arruinado la vida, lo entiendes? Cuando esto salga a la luz, cuando esa zorra se lo cuente a la policía, y lo hará, mi vida habrá acabado. ¿Sabes lo que les hacen a los hombres como yo en la cárcel? Lo sabes, ¿verdad? ¿Crees que sobreviviré a eso? No lo haré. Mi vida habrá acabado. —Él vio el miedo y el dolor en el rostro de Katie y, aun así, añadió—: Y todo habrá sido por tu culpa.
Cuando sacaron su cuerpo de la poza, Mark se castigó a sí mismo. Durante varios días, apenas podía levantarse de la cama, y, sin embargo, tenía que lidiar con el mundo, ir a la escuela, mirar su silla vacía, ser testigo del dolor de sus amigos y de sus padres y no mostrar el suyo propio. Él, que la quería más que nadie, no podía llorarla como merecía. Ni tampoco como merecía él, pues, a pesar de que se castigaba a sí mismo por lo que le había dicho en pleno ataque de ira, sabía que eso no había sido en realidad culpa suya. Nada de eso lo era. ¿Cómo podía serlo? ¿Quién podía controlar de quién se enamoraba?
Mark ha oído un golpe, se ha sobresaltado y, al dar un volantazo en medio de la carretera para volver a su carril, ha derrapado en el arcén. Luego ha mirado por el espejo retrovisor. Puede que haya pasado por encima de algo, pero no ha visto nada salvo el asfalto vacío. Ha respirado hondo y ha vuelto a apretar con fuerza el volante, haciendo una mueca al sentir la presión en la herida de la mano. Ha encendido la radio y ha subido el volumen al máximo.
Todavía no tenía ni idea de qué iba a hacer con Lena. Inicialmente había pensado dirigirse al norte, hasta Edimburgo, deshacerse del coche en un aparcamiento y coger un transbordador para marcharse al continente europeo. La encontrarían pronto. Bueno, tarde o temprano. Aunque se sintiera fatal, tenía que recordarse a sí mismo que no había sido culpa suya. Había sido ella quien lo había atacado a él, no al revés. Y cuando él había intentado repeler su ataque y esquivarla, ella había vuelto a abalanzarse sobre él, gritando y clavándole las uñas. Él había caído al suelo de la cocina, su maleta había salido despedida sobre las baldosas y, como por obra de una deidad con un enfermizo sentido del humor, de uno de los bolsillos de la maleta había caído entonces el brazalete. Ese brazalete que había llevado encima desde que lo había cogido del escritorio de Helen Townsend, esa cosa cuyo poder todavía tenía que desentrañar había salido rodando por el suelo entre los dos.
Lena se lo había quedado mirando como si fuera un objeto alienígena. Y, a juzgar por la expresión de su rostro, bien podría haber sido resplandeciente kriptonita verde. Luego la confusión había pasado y había vuelto a abalanzarse sobre él, solo que esta vez tenía unas tijeras en la mano e intentaba clavárselas en la cara y en el cuello. Él había alzado las manos para defenderse y ella le había hecho un corte en una. Ahora palpitaba furiosamente al compás de su acelerado pulso.
Pum, pum, pum. Ha vuelto a mirar por el espejo retrovisor —no había nadie detrás— y, de repente, ha pisado el pedal del freno. Se ha oído el desagradable pero satisfactorio golpe de la chica impactando contra el metal y luego todo ha vuelto a quedar en silencio.
De nuevo, ha aparcado a un lado de la carretera, pero esta vez no para vomitar, sino para llorar. Por sí mismo, por su vida arruinada. Ha llorado de frustración y desesperación sin dejar de golpear el volante con la mano derecha una y otra vez, hasta que ha comenzado a dolerle tanto como la izquierda.
Katie tenía quince años y dos meses la primera vez que se acostaron. Otros diez meses y habría sido legal. Nadie podría haberles dicho nada, al menos legalmente. Él habría tenido que dejar el trabajo y algunas personas les habrían tirado piedras y los habrían insultado, pero él podría haber vivido con eso. Ambos podrían haberlo hecho. ¡Diez jodidos meses! Deberían haber esperado. Él debería haber insistido en que esperaran. Katie era quien tenía prisa, quien no era capaz de mantenerse alejada de él, quien había forzado las cosas, quien quería hacerlo suyo. Era innegable. Y ahora ella ya no estaba y era él quien iba a pagar por ello.
La injusticia de la situación lo encolerizaba y hacía que la carne le ardiera como si le hubieran vertido ácido encima. La prensa seguía apretándole el cráneo cada vez más y más, y ha deseado que Dios se lo aplastara y —como ella, como Katie— poder terminar de una vez con todo.
Lena
Al despertarme, me he asustado. No sabía dónde estaba. No podía ver nada. El lugar estaba completamente a oscuras. Por el ruido, el movimiento y el olor a gasolina, al final me he dado cuenta de que me encontraba en un coche. La cabeza me dolía, y también la boca. Hacía calor y el aire estaba viciado. Algo se me clavaba en la espalda, algo duro, como un tornillo metálico, y he deslizado una mano hasta la espalda para intentar cogerlo, pero estaba sujeto.
Ha sido una pena, porque lo que en realidad necesitaba era un arma.
Estaba asustada, pero sabía que no podía permitir que el miedo me dominara. Necesitaba pensar con claridad. Con claridad y rapidez, pues tarde o temprano el coche pararía y entonces sería él o yo, y en modo alguno pensaba permitir que se cargara a Katie y a mamá y a mí. Ni de coña. Tenía que creérmelo, de modo que me lo repetía una y otra vez: eso iba a terminar conmigo viva y él muerto.
En las semanas que han pasado desde la muerte de Katie, he pensado muchas formas de hacerle pagar a Mark Henderson lo que había hecho, pero nunca había considerado el asesinato. Se me habían ocurrido otras cosas: hacer pintadas en las paredes de su casa, romper las ventanas de la misma (eso lo he hecho), llamar a su novia para decirle todo lo que Katie me había contado: cuántas veces, cuándo, dónde, o que le gustaba llamarla «niña mimada del profesor». También pensé en juntar a algunos chicos de un curso superior al mío para darle una paliza. O en cortarle la polla y metérsela en la boca. Pero no en matarlo. No hasta el día de hoy.
¿Cómo he terminado aquí? No puedo creer lo estúpida que he sido de dejar que se hiciera con el control de la situación. Nunca debería haber acudido a su casa, no sin un plan claro, no sin saber exactamente qué iba a hacer.
Ni siquiera lo he pensado, he ido improvisando sobre la marcha. Sabía que iba a regresar de sus vacaciones porque se lo había oído comentar a Sean y a Erin. Y, después de todo lo que Louise había dicho y de la conversación que había tenido con Julia acerca de que no era culpa mía ni de mamá, he pensado: «¿Sabes qué? Ha llegado la hora». Solo quería plantarme delante de él y hacerle compartir parte de la culpa. Quería que lo admitiera, que admitiera lo que había hecho y que estaba mal. Así pues, he ido a su casa y, como ya había roto la ventana de la puerta trasera, no he tenido ningún problema para entrar.
El lugar olía mal, como si se hubiera marchado sin sacar la basura o algo así. Durante un rato, me he quedado en la cocina y he utilizado la linterna del móvil para orientarme, pero luego he decidido encender la luz porque esta no podía verse desde la calle y, en caso de que sus vecinos lo hicieran, pensarían que Mark había vuelto a casa.
Olía a suciedad porque estaba sucio. O, más bien, directamente asqueroso: en el fregadero había platos con restos todavía pegados y envases de comida preparada, y todas las superficies estaban cubiertas de grasa. También había montones de botellas de vino tinto vacías en el cubo de reciclaje. No era para nada como me lo esperaba. Por la apariencia de Mark en la escuela —siempre bien vestido y con las uñas bien cortadas y limpias—, pensaba que sería más quisquilloso con la limpieza.
He pasado al salón y he echado un vistazo usando de nuevo mi móvil. Ahí no he encendido la luz por si podía verse desde la calle. Era del todo convencional. Muebles baratos, montones de libros y cedés, ningún cuadro en las paredes. Convencional, sucio y triste.
El piso de arriba era todavía peor. El dormitorio era directamente nauseabundo. La cama estaba sin hacer, los armarios abiertos, y olía mal. Se trataba de un olor distinto del de la planta baja, era agrio y sudoroso, como un animal enfermo. Tras correr las cortinas, he encendido la luz de la mesilla de noche. Era todavía peor que la planta baja. Parecía que en ese sitio viviera un anciano: paredes de un espantoso color amarillo, cortinas marrones y ropa y papeles por el suelo. He abierto un cajón y he visto unos tapones para los oídos y un cortaúñas. En el cajón inferior había condones, lubricante y unas esposas acolchadas.
Me he sentido asqueada. Al sentarme en la cama, me he dado cuenta de que, en la esquina opuesta, la sábana estaba un poco retirada y en el colchón podía verse una mancha marrón. He pensado que iba a vomitar. Era doloroso, físicamente doloroso, pensar que Katie había estado ahí, con él, en esa horrible habitación de esa asquerosa casa. He decidido marcharme. De todos modos, lo de ir ahí sin un plan había sido una idea estúpida. He apagado la luz y he descendido a la planta baja y, cuando ya casi estaba en la puerta de nuevo, he oído un ruido fuera. Unos pasos en el sendero de la entrada. Y entonces la puerta se ha abierto y ha aparecido él. Tenía un aspecto horrendo, con la cara y los ojos rojos, y la boca abierta. Sin pensarlo, me he abalanzado sobre él. Quería arrancarle los ojos de su fea cara, quería oírlo gritar.
No sé qué ha pasado entonces. Se ha caído, creo, y yo me he quedado de rodillas en el suelo, y algo ha salido rodando de su maleta en mi dirección. Una pieza de metal, como una llave. He extendido la mano para cogerla y me he dado cuenta de que no era un objeto dentado, sino liso. Un aro. Un aro de plata con un cierre de ónice negro. Le he dado la vuelta en la mano. Podía oír el fuerte tictac del reloj de la cocina y el sonido de la respiración de Mark.
—Lena —ha dicho, y yo he levantado la mirada y me he dado cuenta de que Mark tenía miedo. Me he puesto de pie—. Lena —ha vuelto a decir, y ha dado un paso hacia mí.
Yo he notado que mis labios formaban una sonrisa porque con el rabillo del ojo había atisbado otro objeto plateado y afilado, y he sabido exactamente lo que iba a hacer. Iba a respirar hondo para recomponerme y, cuando volviera a decir mi nombre, cogería las tijeras que descansaban sobre la mesa de la cocina y las clavaría en su jodido cuello.
—Lena —ha repetido extendiendo la mano hacia mí.
A continuación, todo ha pasado con mucha rapidez. He cogido las tijeras y lo he atacado con ellas, pero él es más alto que yo y ha levantado los brazos, y debo de haber fallado porque no está muerto, sino conduciendo, y yo estoy encerrada aquí con un chichón en la cabeza.
He comenzado a gritar, lo cual ha sido una estupidez pues, vamos a ver, ¿quién iba a oírme? Podía notar que el coche circulaba deprisa, pero aun así he gritado «¡Sácame de aquí, sácame de aquí, cabrón de mierda!», al tiempo que golpeaba con los puños la pared metálica del maletero. Y, de repente, ¡bang!, el coche se ha detenido y yo he salido disparada contra el fondo del mismo y he empezado a llorar.
No se ha debido tan solo al dolor. Por alguna razón, no podía dejar de pensar en todas esas ventanas que rompimos Josh y yo, y lo mucho que eso habría molestado a Katie. Ella habría odiado esto. Todo: que su hermano se hubiera visto obligado a contar la verdad después de meses de mentir, que yo hubiera sufrido estas heridas y, sobre todo, esas ventanas rotas, pues eso era lo que temía. Ventanas rotas y la palabra pedófilo escrita en las paredes de la casa y mierda en el buzón y periodistas en la acera y gente escupiendo y soltando puñetazos.
He llorado por el dolor y he llorado porque me sentía mal por Katie y por cómo todo esto le habría roto el corazón. «Pero ¿sabes qué, K? —he susurrado como una loca, como Julia mascullando para sí en la oscuridad—. Lo siento. Lo siento de veras, porque no es esto lo que se merece. Ahora puedo decirlo porque no estás y yo estoy en el maletero de su coche con la boca ensangrentada y la cabeza abierta y puedo decirlo categóricamente: Mark Henderson no se merece que lo acosen o le peguen. Se merece algo peor. Sé que lo amabas, pero no solo arruinó tu vida. También ha arruinado la mía. Él asesinó a mi madre».
Erin
Estaba en el despacho del fondo con Sean cuando hemos recibido la llamada. Una pálida joven con gesto afligido ha asomado la cabeza por la puerta.
—Hay otra, señor. Alguien la ha visto desde lo alto de la colina. En el agua…, una chica joven.
A juzgar por la expresión que ha puesto Sean, me ha parecido que iba a vomitar.
—Es imposible —he dicho yo—. La zona está llena de agentes uniformados, ¿cómo puede haber otra?
Para cuando hemos llegado, había una multitud en el puente y los agentes hacían todo lo posible para mantener a la gente ahí. Sean ha empezado a correr y yo he ido detrás de él. Hemos pasado a toda velocidad por debajo de los árboles. Yo quería aminorar el paso, quería detenerme. Lo último que deseaba era ver cómo sacaban el cuerpo de esa chica del agua.
Pero no era ella, sino Jules. Ya estaba en la orilla cuando hemos llegado. He oído entonces un extraño ruido parecido al graznido de una urraca. Me ha llevado un rato darme cuenta de que lo hacía ella, Jules. Era el castañeteo de sus dientes. Toda ella temblaba. Tenía la ropa empapada y pegada a su delgado cuerpo, y este estaba doblado sobre sí mismo como una tumbona plegable. La he llamado y ella ha levantado la vista hacia mí. Sus ojos inyectados en sangre me han mirado inexpresivamente, como si no pudiera enfocarme bien o no registrara quién era yo. Sean se ha quitado la chaqueta y entonces se la ha puesto sobre los hombros.
Ella mascullaba algo como si estuviera en trance. No decía nada inteligible, era como si ni siquiera hubiera advertido que estábamos ahí. Tan solo permanecía sentada, temblando y mirando con expresión amenazadora el agua negra mientras movía los labios como el día que vio el cadáver de su hermana en la camilla, sin pronunciar ningún sonido pero con determinación, como si estuviera manteniendo una discusión con un adversario invisible.
El alivio, por escaso que este fuera, ha durado apenas unos minutos antes de que estallara la siguiente crisis. Los agentes que han ido a casa de Mark Henderson a darle la bienvenida tras sus vacaciones la han encontrado vacía. Y no solo eso, sino que también han descubierto restos de sangre. En la cocina parecía haber tenido lugar una pelea. Había manchas de sangre en el suelo y en las manijas de las puertas. Además, el coche de Henderson había desaparecido.
—¡Oh, Dios mío! —ha dicho Sean—. Lena…
—¡No! —he exclamado yo, intentando convencerme a mí misma tanto como a él. He recordado la conversación que tuve con Henderson la mañana antes de que se marchara de vacaciones. Había algo raro en él, algo débil. Algo herido. No hay nada más peligroso que un hombre así—. No puede ser. Había agentes en la casa, estaban esperándolo, no puede haber…
Sin embargo, Sean ha comenzado a negar con la cabeza.
—No, no había ningún agente. Anoche hubo un accidente en la A68 y hacían falta hombres. Se tomó la decisión de reubicar recursos. No había nadie en casa de Henderson, no hasta esta mañana.
—Joder. ¡Joder!
—Sí. Al llegar a casa y ver las ventanas rotas, debió de sacar la conclusión correcta. Que Lena Abbott nos había contado algo.
—Y ¿luego qué? ¿Fue a casa de ella, la cogió y se la llevó de vuelta a la suya?
—¿Cómo cojones quieres que lo sepa? —me ha respondido Sean—. Esto es culpa nuestra. Deberíamos haber estado vigilando la casa, deberíamos haber estado vigilándola a ella… Es culpa nuestra que Lena haya desaparecido.
Jules
El policía —uno que no había visto antes— quería entrar en casa conmigo. Era joven, de unos veinticinco años tal vez, si bien su rostro imberbe y querúbico le daba un aspecto todavía más juvenil. Por amable que fuera, he insistido en que se marchara. No deseaba estar sola con un hombre en casa, por inofensivo que él pudiera parecer.
He subido al primer piso y me he preparado un baño. Agua, agua por todas partes. No sentía ningún gran deseo de volver a sumergirme en agua, pero no se me ocurría mejor modo de quitarme el frío de los huesos. Me he sentado en el borde de la bañera mordiéndome el labio inferior para que mis dientes cesaran de castañetear y, con el móvil en la mano, no he dejado de llamar al número de Lena, pero solo he conseguido oír una y otra vez el alegre mensaje de su contestador. En él, su voz estaba llena de una luz que yo nunca había visto cuando hablaba conmigo.
Cuando la bañera ha estado medio llena, me he metido en el agua apretando los dientes para vencer el pánico y con el pulso de mi corazón acelerándose a medida que mi cuerpo iba hundiéndose. «No pasa nada, no pasa nada, no pasa nada». Eso fue lo que me dijiste. Aquella noche, cuando estábamos aquí las dos, tú echándome agua caliente encima y tranquilizándome. «No pasa nada —dijiste—. No pasa nada, Julia. No pasa nada». Sí que pasaba algo, claro está, pero tú no lo sabías. Tú solo pensabas que yo había tenido un día terrible: se habían reído de mí, me habían humillado, había sido rechazada por el chico que me gustaba y, por último, en un acto extremadamente melodramático, había ido a la Poza de las Ahogadas y me había metido dentro.
Estabas enfadada porque creías que lo había hecho para hacerte daño, para meterte en problemas. Para que mamá me quisiera más; todavía más de lo que ya lo hacía. Para que te rechazara. Porque habría sido culpa tuya, ¿no? Me habías amedrentado y se suponía que debías estar vigilándome, y eso había sucedido mientras cuidabas de mí.
He cerrado el grifo con el pie y he dejado que mi cuerpo se deslizara en la bañera sumergiendo los hombros, el cuello y, al final, la cabeza. Podía oír los sonidos de la casa distorsionados, amortiguados, deformados por el agua. Un repentino golpe ha hecho que me irguiera bruscamente en el frío aire. He aguzado el oído. Nada. Estaba imaginando cosas.
Nada más sumergirme de nuevo, sin embargo, he estado segura de oír un crujido en la escalera y unos pasos, lentos y regulares, recorriendo el pasillo. He vuelto a incorporarme y me he agarrado a los bordes de la bañera. Otro crujido. La manija de una puerta al accionarse.
—¿Lena? —he preguntado entonces en un tono de voz que ha sonado infantil, aflautado y débil—. ¿Eres tú, Lena?
El silencio ha pitado en mis oídos y me ha parecido oír voces.
Tu voz. Otra de tus llamadas telefónicas, la primera. La primera después de nuestra pelea en el velatorio, después de la noche en la que me hiciste esa terrible pregunta (una semana más tarde, tal vez dos). Me llamaste a última hora de la noche y me dejaste un mensaje. Estabas llorosa y arrastrabas las palabras. Tu voz apenas era audible. Me decías que ibas a volver a Beckford para ver a un viejo amigo. Tenías que hablar con alguien y yo no te dirigía la palabra. En aquel momento no le di importancia. Me daba igual.
Solo ahora lo comprendo, y me he estremecido a pesar de la calidez del agua. Durante todo este tiempo, he estado culpándote a ti, pero debería haber sido al revés. Fuiste a ver a un viejo amigo. Fuiste en busca de consuelo porque yo te había rechazado, porque no quería hablar contigo. De modo que acudiste a él. Me he sentado de nuevo envolviendo con fuerza las rodillas con los brazos y han empezado a sacudirme oleadas de dolor: te fallé, te hice daño, y lo que me mata es que nunca llegaste a saber por qué. Te pasaste toda la vida tratando de comprender por qué te odiaba tanto, y lo único que yo tenía que hacer era decírtelo. Lo único que tenía que hacer era contestar a tus llamadas. Y ahora es demasiado tarde.
De repente he oído otro ruido, más alto. Un crujido o un arañazo. Esta vez no eran imaginaciones mías. Había alguien en la casa. He salido de la bañera y me he vestido tan silenciosamente como he podido. «Es Lena —me he dicho—. Lo es. Es Lena». He mirado en las habitaciones del piso de arriba, pero en ellas no había nadie, y en cada espejo mi aterrorizado rostro se burlaba de mí. «No es Lena. No es Lena».
Tenía que ser ella, pero ¿dónde debía de estar? En la cocina, tendría hambre. Seguro que, cuando fuera a la planta baja, me la encontraría con la cabeza metida en el frigorífico. He descendido la escalera de puntillas, he cruzado el vestíbulo dejando atrás la puerta del salón y, con el rabillo del ojo, lo he visto. Una sombra. Una figura. Había alguien en el asiento de la ventana.
Erin
Cualquier cosa era posible. Cuando una oye cascos, lo más probable es que sean caballos, pero no puede descartar la posibilidad de que en realidad sean cebras. No sin más. Por eso, mientras Sean iba con Callie a echar un vistazo a casa de Henderson, yo había sido enviada a hablar con Louise Whittaker sobre esa «discusión» que había mantenido con Lena antes de que esta desapareciera.
Cuando he llegado a casa de los Whittaker, Josh me ha abierto la puerta, como siempre parece hacer. Y, también como siempre, ha parecido alarmarse al verme.
—¿Qué sucede? —ha preguntado—. ¿Han encontrado a Lena?
He negado con la cabeza.
—Todavía no. Pero no te preocupes…
Él ha girado sobre sus talones y sus hombros se han hundido. Lo he seguido al interior de la casa. Al pie de la escalera, se ha vuelto otra vez hacia mí.
—¿Ha huido por culpa de mamá? —Ha querido saber. Sus mejillas se han sonrojado un poco.
—¿Por qué preguntas eso, Josh?
—Mamá la hizo sentir muy mal —ha respondido con amargura—. Ahora que la madre de Lena no está viva, mamá le echa las culpas de todo lo ocurrido a Lena. Es estúpido. La culpa es tan suya como mía, pero le echa las culpas a ella de todo. Y ahora Lena ha desaparecido —ha afirmado alzando la voz—. Ha desaparecido.
—¿Con quién estás hablando, Josh? —ha preguntado Louise desde el piso de arriba.
Su hijo la ha ignorado, de modo que he respondido yo:
—Conmigo, señora Whittaker. La sargento Morgan. ¿Puedo subir?
Louise iba vestida con un chándal gris que había visto mejores días. Llevaba el pelo recogido y tenía el rostro demacrado.
—Está enfadado conmigo —ha dicho a modo de saludo—. Me culpa de que Lena haya huido. —La he seguido por el descansillo—. Él me culpa a mí y yo culpo a Nel y a Lena. No salimos de ese bucle.
Me he detenido en la puerta del dormitorio. La habitación estaba prácticamente vacía. En la cama no había sábanas. Los armarios habían sido vaciados. En las paredes de color lila pálido todavía eran visibles las cicatrices del Blu-Tack recién retirado. Louise ha sonreído con cansancio.
—Puede entrar. Ya casi he terminado. —Entonces se ha arrodillado para retomar la tarea que debo de haber interrumpido, que era colocar libros en cajas de cartón.
Me he arrodillado a su lado para ayudarla, pero ella ha apoyado una firme mano en mi brazo.
—No, gracias. Preferiría hacer esto yo sola. —He vuelto a ponerme de pie—. No pretendo ser maleducada —ha dicho a continuación—, es solo que no quiero que otras personas toquen sus cosas. Es una tontería, ¿verdad? —ha añadido levantando la mirada hacia mí. Los ojos le brillaban—. Pero quiero que solamente ella las haya tocado. Quiero que quede algo de ella en las cubiertas de los libros, en las sábanas, en el cepillo para el pelo… —Se ha callado un momento y ha respirado hondo—. Parece que no estoy haciendo muchos progresos en cuanto a lo de pasar página y seguir adelante…
—No creo que nadie espere que lo haga —he dicho en voz baja—. Tod…
—¿Todavía no? Eso implica que en un momento dado ya no me sentiré así. Lo que la gente no parece tener en cuenta es que yo no quiero dejar de sentirme así. ¿Por qué debería dejar de hacerlo? Mi tristeza no me resulta ninguna carga. Su peso es… el adecuado, me aplasta lo justo. Mi enojo es limpio, me reafirma. Bueno… —Ha suspirado—. Salvo que ahora mi hijo piensa que soy responsable de la desaparición de Lena. A veces me pregunto si cree que fui yo quien empujó a Nel Abbott desde ese acantilado. —Ha sorbido por la nariz—. En cualquier caso, me considera responsable del hecho de que Lena se quedara así. Sin madre. Sola.
He permanecido en medio de la habitación con los brazos cuidadosamente cruzados, intentando no tocar nada. Como si estuviera en la escena de un crimen, como si no quisiera contaminar nada.
—Es huérfana de madre, pero ¿qué hay del padre? —he dicho—. ¿De veras cree que Lena no tiene ni idea de quién es? ¿Sabe si ella y Katie hablaron alguna vez al respecto?
Louise ha negado con la cabeza.
—Estoy segura de que no lo sabe. Eso es lo que Nel siempre decía. A mí me parecía raro, como muchas de las decisiones parentales de Nel. No solo raro, sino también irresponsable. Es decir, ¿y si surgía algún problema genético? Una enfermedad, algo así. Y, en cualquier caso, me parecía injusto para Lena no darle la opción de conocer a su padre. Si se le insistía, y lo hice cuando ella y yo nos llevábamos bien, Nel decía que había sido un rollo de una noche con alguien que había conocido al poco de mudarse a Nueva York. Aseguraba que no tenía ni idea de cuál era su apellido. Al pensar más tarde sobre ello, llegué a la conclusión de que debía de ser mentira, porque había visto una fotografía de cuando estaba mudándose a su apartamento de Brooklyn y bajo la camiseta ya era visible su barriga de embarazada.
Louise ha dejado de apilar libros y ha negado con la cabeza de nuevo.
—De modo que, en ese aspecto, Josh tiene razón: Lena está sola. No tiene más familia, aparte de la tía. O, al menos, ningún otro familiar del que yo haya oído hablar. En cuanto a los posibles novios de la madre… —En sus labios se ha dibujado una triste sonrisa—. Nel me confesó en una ocasión que solo se acostaba con hombres casados porque eran discretos y poco exigentes y nunca interferían en su vida. Mantenía sus aventuras en privado. No tengo ninguna duda de que había hombres, pero no lo comentaba en público. Siempre se la veía sola. Sola o con su hija. —Ha dejado escapar un pequeño suspiro—. El único hombre con el que he visto a Lena ser vagamente afectuosa es Sean.
Louise se ha sonrojado ligeramente al decir su nombre y luego ha apartado la mirada, como si se le hubiera escapado algo que no debería haber explicado.
—¿Sean Townsend? ¿De verdad? —Ella no ha contestado—. ¿Louise? —Se ha puesto de pie para coger otra pila de libros del estante—. ¿Qué está diciendo, Louise? ¿Insinúa que hay algo… inapropiado entre Sean y Lena?
—¡Dios mío, no! —Se ha reído débilmente—. Con Lena no.
—¿Con Lena no? Entonces… ¿con Nel? ¿Está diciendo que hubo algo entre Sean y Nel Abbott?
Ella ha fruncido los labios y ha apartado la mirada, así que no he podido ver bien su expresión.
—Porque, como puede imaginarse, eso sería altamente inapropiado. Investigar la muerte sospechosa de alguien con quien uno ha mantenido una relación sería…
¿Qué sería? ¿Poco profesional, poco ético, motivo de despido? Es imposible que Sean haya hecho eso, es imposible que no me lo haya dicho. Yo habría visto o advertido algo, ¿no? Y entonces he recordado su expresión la primera vez que lo vi, de pie en la orilla de la poza con el cadáver de Nel Abbott a sus pies, con la cabeza inclinada como si estuviera rezando por ella. Los ojos llorosos, las manos trémulas, el aire ausente, la tristeza. Eso era debido al recuerdo de su madre, ¿no?
Louise ha seguido guardando los libros en cajas en silencio.
—Escúcheme —he dicho entonces alzando la voz para que me hiciera caso—. Si tiene usted conocimiento de que hubiera algún tipo de relación entre Sean y Nel, debe…
—Yo no he dicho eso —ha replicado mirándome directamente a los ojos—. Yo no he dicho nada semejante. Sean Townsend es un buen hombre. —Se ha puesto de pie—. Y ahora, si me disculpa, tengo muchas cosas que hacer, sargento. Creo que es probable que ya sea hora de que se vaya.
Sean
Los agentes de la policía científica han dicho que la puerta trasera estaba abierta. No solo sin cerrojo, sino abierta. Nada más entrar, mis fosas nasales han percibido el fuerte olor metálico. Callie Buchan ya estaba dentro, hablando con los agentes. Cuando me ha visto, me ha hecho una pregunta, pero no la he oído porque yo estaba intentando escuchar otra cosa. Algo que parecía el gimoteo de un animal.
—Chisss —he dicho—. Escucha.
—Han registrado la casa, señor —ha dicho Callie—. Aquí no hay nadie.
—¿Henderson tiene perro? —le he preguntado. Ella me ha mirado inexpresivamente—. ¿Hay algún perro, alguna mascota en la casa? ¿Alguna señal de alguna?
—No. Ninguna señal. ¿Por qué lo pregunta?
He vuelto a aguzar el oído, pero ya no podía oír nada y he tenido una sensación de déjà vu: ya había vivido eso antes, ya había hecho todo eso antes. Ya había oído el gimoteo de un perro y había cruzado una cocina ensangrentada para salir a la calle, bajo la lluvia.
Solo que ahora no estaba lloviendo y no había ningún perro.
Callie estaba mirándome fijamente.
—¿Señor? Ahí hay algo. —Ha señalado un objeto en el suelo, unas tijeras que descansaban sobre una mancha de sangre—. No parece que esa sangre se debiera a un mero arañazo, ¿verdad? Es decir, puede que no sea arterial, pero no tiene buena pinta.
—¿Hospitales?
—Hasta el momento, nada, ningún rastro de ninguno de los dos.
En ese instante, su móvil ha sonado y ha salido fuera para coger la llamada.
Yo he permanecido inmóvil en la cocina mientras los dos agentes de la científica trabajaban en silencio a mi alrededor. He visto cómo uno de ellos recogía con unas pinzas un largo pelo rubio que se había enganchado en el borde de la mesa. He sentido una repentina oleada de náuseas y la saliva ha inundado mi boca. No lo entendía: había visto peores escenas que esa —mucho peores— y había permanecido impasible. ¿No? ¿Acaso no había estado en cocinas más ensangrentadas que esa?
Me he frotado la muñeca de una mano con la palma de la otra y me he dado cuenta de que Callie había asomado la cabeza por el umbral de la puerta y estaba diciéndome algo.
—¿Podemos hablar un momento, señor? —La he seguido fuera y, mientras me quitaba los protectores de plástico de los zapatos, ella me ha contado las novedades—. Tráfico tiene el coche de Henderson —ha dicho—. Bueno, no lo tiene, pero ha conseguido imágenes de su Vauxhall rojo. —Ha bajado la mirada a su cuaderno—. Es un poco raro porque la primera imagen, captada poco después de las tres de la madrugada, lo sitúa en la A68 en dirección norte, hacia Edimburgo, pero un par de horas después, a las cinco y veinticinco, estaba dirigiéndose al sur por la A1 a la altura de Eyemouth. ¿Es posible que tal vez… dejara algo? —Ha querido decir si tal vez se libró de algo. De algo o de alguien—. ¿O quizá solo está intentando confundirnos?
—O cambió de parecer acerca de cuál era el mejor lugar al que huir —he dicho—. O simplemente le entró el pánico.
Ella ha asentido.
—Y está dando vueltas como un pollo sin cabeza.
No me ha gustado esa idea. No quería que estuviera sin cabeza, ni él ni nadie. Lo quería tranquilo.
—¿En las imágenes se ve si hay alguien más en el coche, en el asiento del copiloto? —he preguntado.
Ella ha negado con la cabeza.
—No. Aunque… —Su voz ha ido apagándose.
Por supuesto, eso no quería decir que no hubiera otra persona en el coche. Solo que esa persona no iba erguida.
De nuevo he tenido esa extraña sensación de haber estado allí antes y me ha venido a la cabeza el fragmento de un recuerdo que no parecía propio. Aunque, ¿cómo podría ser de otra persona? Debía de ser parte de una historia que me había contado alguien que no recordaba. Era la imagen de una mujer tumbada en el asiento de un coche. Enferma, con convulsiones, babeando. Ni siquiera llegaba a ser una historia, no podía acordarme del resto. Solo sabía que pensar en ello me ha revuelto el estómago. He descartado el pensamiento.
—Newcastle parece la posibilidad más obvia —ha dicho Callie—. Quiero decir si está huyendo, claro. Aviones, trenes, transbordadores… El mundo a sus pies. Lo extraño es que desde ese avistamiento de las cinco no hay ninguna imagen más. O sea que, o bien ha parado, o bien ha salido de la carretera principal. Puede que haya tomado carreteras secundarias, tal vez la de la costa…
—¿No tenía una novia? —he preguntado, interrumpiendo su discurso—. ¿Una mujer que vive en Edimburgo?
—La famosa prometida —ha dicho Callie enarcando las cejas—. Me he adelantado, señor. Unos agentes han ido esta mañana a buscar a esa mujer, Tracey McBride, se llama, y ahora están trayéndola a Beckford para que podamos interrogarla. Ya le advierto, sin embargo, que Tracey asegura que no ha visto a Mark Henderson desde hace mucho. Casi un año, de hecho.
—¿Cómo? Pensaba que acababan de ir juntos de vacaciones.
—Eso fue lo que Henderson dijo cuando habló con la sargento Morgan, pero Tracey nos ha explicado que no le ha visto el pelo desde que su relación terminó el pasado otoño. Dice que la dejó de forma inesperada porque se había enamorado de otra mujer.
Tracey no sabía quién era esa mujer ni qué había hecho.
—Tampoco quise saberlo —me ha dicho abruptamente una hora después. Estaba sentada en la comisaría, sorbiendo su té—. Yo… me quedé bastante hecha polvo, la verdad. Un minuto estoy mirando vestidos de novia y, al siguiente, me dice que no puede casarse conmigo porque ha conocido al amor de su vida. —Me ha sonreído con tristeza, pasándose los dedos por su corto pelo oscuro—. Después de eso, ya no quise saber nada más de él. Borré su número, dejé de seguirlo en las redes sociales, etcétera. ¿Podría explicarme a qué viene todo esto? ¿Es que le ha sucedido algo? Nadie quiere decirme qué diantre está pasando.
He negado con la cabeza.
—Lo lamento, pero ahora mismo no hay mucho que pueda contarle. En cualquier caso, no creemos que haya sufrido daño alguno. Solo queremos encontrarlo porque tenemos que hablar con él sobre algo. Usted no sabrá adónde podría haber ido si necesitara escapar, ¿verdad? ¿Padres, amigos en la zona…?
Ella ha fruncido el ceño.
—Esto no tendrá que ver con esa mujer muerta, ¿verdad? Leí en los periódicos que hubo otra hace una o dos semanas. Es decir…, no estaba… Esa no es la mujer a la que estaba viendo, ¿verdad?
—No, no. No tiene nada que ver con eso.
—¡Ah, vale! —Ha parecido aliviada—. O sea, habría sido algo mayor para él, ¿no?
—¿Por qué dice eso? ¿Es que le gustaban las chicas jóvenes?
Tracey se ha mostrado confundida.
—No, es decir… ¿Qué quiere decir con lo de jóvenes? Esa mujer tenía…, no sé, unos cuarenta, ¿no es cierto? Mark no había cumplido todavía los treinta, así que…
—Entiendo.
—¿De verdad no puede decirme qué sucede? —ha insistido.
—¿Mark fue alguna vez violento con usted? ¿En alguna ocasión perdió los estribos o algo así?
—¿Qué? Dios mío, no, nunca. —Ha echado la espalda hacia atrás con el ceño fruncido—. ¿Lo ha acusado alguien de algo? Porque él no es así. Es egoísta, sin duda alguna, pero no una mala persona. No en ese sentido.
Luego la he acompañado al coche en el que unos agentes estaban esperándola para acompañarla a casa. No podía dejar de preguntarme en qué sentido era Mark Henderson una mala persona y si había conseguido convencerse a sí mismo de que estar enamorado lo absolvía.
—Antes me ha preguntado adónde podría haber ido Mark —me ha comentado Tracey cuando hemos llegado al coche—. Es difícil de decir sin conocer el contexto, pero se me ocurre un sitio. Nosotros… O, mejor dicho, mi padre tiene una casa en la costa. Mark y yo solíamos ir a menudo los fines de semana. Está bastante aislada, no hay nadie alrededor. Mark siempre decía que era el escondite perfecto.
—¿Está desocupado, ese lugar?
—Bueno, no se usa mucho. Antes dejábamos la llave debajo de una maceta, pero a principios de este año descubrimos que alguien había estado utilizando la casa sin nuestro permiso (encontramos tazas sucias, basura en el cubo…, cosas así), de modo que dejamos de esconderla ahí.
—¿Cuándo fue la última vez que sucedió eso? Me refiero a la última vez que alguien usó la casa sin su permiso.
Ella ha fruncido el ceño.
—Oh, Dios. Ya hace un tiempo. Creo que abril. Sí, abril. En las vacaciones de Semana Santa.
—Y ¿dónde está ese lugar exactamente?
—En Howick —ha dicho—. Es un pueblo muy pequeño, sin nada destacable. Está en la costa, a unos pocos kilómetros de Craster.
Lena
Cuando me ha dejado salir del maletero, se ha disculpado.
—Lo siento, Lena, pero ¿qué querías que hiciera?
Yo he comenzado a reírme, pero él me ha dicho que cerrara la boca con el puño apretado y he pensado que iba a pegarme otra vez, de modo que le he hecho caso.
Nos encontrábamos en una casa junto al mar. Estaba situada justo en el acantilado y tenía un jardín rodeado por un muro y una mesa como las de las terrazas de los pubs. La casa parecía estar cerrada y no había nadie alrededor. Desde donde yo estaba no podía ver ningún otro edificio, solo un sendero que no llegaba a ser un auténtico camino. Tampoco se oía ruido de tráfico ni nada; solo las gaviotas y las olas chocando contra las rocas.
—Gritar no te servirá de nada —ha dicho como si me hubiera leído el pensamiento.
Luego me ha agarrado del brazo, me ha llevado a la mesa y me ha dado un pañuelo de papel para que me limpiara la boca.
—No te pasará nada —ha asegurado.
—¿De verdad? —he preguntado, pero él ha apartado la mirada.
Durante mucho rato, hemos permanecido tan solo ahí sentados uno al lado del otro, él con las manos todavía en mi antebrazo. Su presa ha ido aflojándose poco a poco a medida que su respiración se ralentizaba. Yo no he retirado el brazo. De nada habría servido forcejear. No había llegado el momento. Estaba asustada. Mis piernas no dejaban de temblar debajo de la mesa y no conseguía que pararan. Aunque, en realidad, tenía la sensación de que se trataba de algo bueno, o incluso útil. Me sentía fuerte, del mismo modo que cuando él me encontró anoche en su casa y peleamos. Sí, vale, él había ganado, pero solo porque yo no había ido a matarlo directamente, porque no sabía bien con qué estaba lidiando. Eso había sido solo el primer asalto. Si pensaba que me había derrotado, lo llevaba claro.
Si supiera lo que había estado sintiendo y las cosas por las que había pasado no habría estado sujetándome el brazo. Habría salido corriendo para salvar su vida.
Me he mordido con fuerza el labio inferior hasta sentir el sabor de la sangre en la lengua y me ha gustado. Me ha gustado su sabor metálico y me ha gustado la sensación de la sangre en mi lengua y de tener algo con lo que escupirle. Cuando llegara el momento adecuado. Antes tenía muchas cosas que preguntarle, pero no sabía por dónde empezar, de modo que me he limitado a decir:
—¿Por qué lo has guardado? —He tenido que esforzarme mucho en mantener la voz serena y evitar que se me quebrara, o que temblara, flaqueara o delatara de algún modo que estaba asustada. Él no ha dicho nada, de modo que he vuelto a preguntárselo—: ¿Por qué guardaste su brazalete? ¿Por qué no lo tiraste? ¿O lo dejaste en su muñeca? ¿Por qué te lo llevaste?
Él me ha soltado el brazo, pero no se ha vuelto hacia mí y ha seguido mirando el mar.
—No lo sé —ha contestado con cansancio—. Honestamente, no tengo ni idea de por qué lo cogí. Como póliza de seguro, supongo. Solo es un clavo ardiendo al que me agarré para poder utilizarlo en contra de alguien si era necesario… —De repente, se ha interrumpido y ha cerrado los ojos.
Yo no sabía de qué estaba hablando, pero tenía la sensación de que había destapado algo y había surgido una oportunidad. Me he apartado un poco de él. Y luego un poco más. Él ha vuelto a abrir los ojos, pero no ha hecho nada, ha continuado mirando el agua con el rostro inexpresivo. Parecía agotado. Derrotado. Como si lo hubiera perdido todo. Me he echado hacia atrás en el banco. Podía salir corriendo. Puedo ser muy rápida cuando lo necesito. He dirigido un vistazo por encima del hombro al sendero que había detrás de la casa. Tenía una buena oportunidad de escapar de él si lo cruzaba, saltaba el muro de piedra y salía corriendo campo a través. Si hacía eso, él no podría seguirme con el coche y tendría posibilidades de huir.
No lo he hecho. A pesar de ser consciente de que tal vez era la última oportunidad que tenía, me he quedado ahí sentada. He pensado que, llegado el momento, sería mejor morir sabiendo lo que le había sucedido a mi madre que no llegar a saberlo nunca y pasarme toda la vida preguntándomelo. Creo que eso no podría soportarlo.
Me he puesto de pie. Mark no se ha movido. Se ha limitado a mirarme mientras yo rodeaba la mesa y me sentaba delante de él, obligándolo a mirarme a la cara.
—¿Sabes que pensaba que me había dejado? Me refiero a mamá. Cuando la encontraron y vinieron y me lo contaron, pensé que había sido decisión suya. Pensé que había decidido morir porque se sentía culpable por lo que le había pasado a Katie, o porque estaba avergonzada por ello, o… No lo sé. Quizá porque el agua ejercía mayor atracción en ella que yo.
Él no ha dicho nada.
—¡Eso fue lo que creí! —he exclamado tan fuerte como he podido, sobresaltándolo—. ¡Creí que me había abandonado! ¿Sabes cómo sienta eso? Y ahora resulta que no fue así. Ella no decidió nada. Tú tuviste la culpa. Tú me la quitaste, igual que hiciste con Katie.
Él me ha sonreído. He recordado que solíamos pensar que era atractivo y se me ha revuelto el estómago.
—Yo no te quité a Katie —ha replicado—. Katie no era tuya, Lena. Era mía.
Me han entrado ganas de gritarle y arañarle la cara. «¡No era tuya! ¡No lo era! ¡No lo era!». Me he clavado las uñas en las manos tan fuerte como he podido y me he mordido el labio para volver a saborear la sangre mientras él se justificaba.
—Nunca me había considerado a mí mismo una persona capaz de enamorarse de una chica joven. Nunca. Pensaba que la gente así era ridícula. Tristes perdedores entrados en años que no podían conseguir a una mujer de su edad.
Me he reído.
—Así es —he dicho—. Tenías razón.
—No, no. —Ha negado con la cabeza—. Eso no es cierto. No lo es. Mírame. Nunca he tenido ningún problema en conseguir mujeres. Siempre me han tirado los tejos. Ahora niegas con la cabeza, pero lo has visto. ¡Por el amor de Dios, si hasta tú lo has hecho!
—¡Y una mierda!
—Lena…
—¿De verdad crees que me interesabas? Eres un iluso. Era un juego, era… —He dejado de hablar.
¿Cómo explicarle algo así a un hombre como él? ¿Cómo explicarle que no tenía nada que ver con él y sí todo contigo? ¿Que —al menos para mí— era algo que tenía que ver conmigo y con Katie y con las cosas que podíamos hacer juntas? La gente a la que se lo hacíamos era intercambiable. No tenían la menor importancia.
—¿Sabes lo que es tener el aspecto que tengo yo? —le he preguntado—. Es decir, sé que piensas que estás bueno o lo que sea, pero no tienes ni idea de lo que es ser como yo. ¿Sabes lo fácil que me resulta que las personas hagan lo que yo quiero o que se sientan incómodas? Lo único que he de hacer es mirarlas de un determinado modo, o colocarme cerca de ellas, o meterme los dedos en la boca y chupármelos, e inmediatamente puedo ver cómo se sonrojan, o se les pone dura, o lo que sea. Eso es lo que hice contigo, gilipollas. Estaba tomándote el pelo. No estaba interesada en ti.
Él se ha burlado con una risita escéptica.
—De acuerdo, está bien —ha dicho—. Si tú lo dices, Lena… Entonces ¿qué es lo que querías? Cuando amenazaste con traicionarnos, cuando lo soltaste todo a grito pelado para que tu madre pudiera oírte, ¿qué es lo que querías?
—Quería… quería…
No he podido decirle qué era lo que quería porque lo que quería era que las cosas volvieran a ser como antes. Quería volver a la época en la que Katie y yo siempre estábamos juntas, cuando pasábamos todas las horas de todos los días la una con la otra, cuando nadábamos en el río y nadie nos miraba y nuestros cuerpos eran únicamente nuestros. Quería volver a la época anterior a ese juego, antes de que descubriéramos lo que podíamos hacer. Pero eso es solo lo que yo quería. Katie no. A Katie le gustaba que la miraran. Para ella, el juego no era solo un juego; era algo más. Ya al principio, cuando me di cuenta y discutimos por ello, me dijo: «Tú no sabes lo que se siente, Lena. No puedes imaginar lo que es que alguien te desee tanto que sea capaz de arriesgarlo todo por ti. Todo. Su trabajo, su relación, su libertad. No comprendes lo que se siente».
He notado que Henderson estaba observándome a la espera de que dijera algo. Yo quería encontrar un modo de contar lo que pensaba, de hacerle ver que Katie no solo se había sentido atraída por él, sino también por el poder que tenía sobre él. Me habría gustado ser capaz de explicárselo para borrar esa mirada de su rostro, la que insinuaba que él la conocía y yo no; o no de verdad. Pero no he podido hallar las palabras y, en cualquier caso, no habría sido toda la verdad, pues nadie podía negar que ella lo quería.
He comenzado a sentir un dolor detrás de los ojos, una intensa punzada que me indicaba que estaba a punto de llorar otra vez y, al bajar la mirada para que él no viera lágrimas en mis ojos, he descubierto que, en el suelo, justo entre mis pies, había un clavo. Uno largo, de unos nueve o diez centímetros por lo menos. He movido el pie ligeramente hasta colocarlo encima de la punta y entonces lo he pisado para que se levantara el otro extremo.
—Estabas celosa, Lena —ha dicho Henderson—. Esa es la verdad, ¿a que sí? Siempre lo estuviste. Creo que tenías celos de nosotros dos, ¿no? De mí, porque me eligió a mí, y, de ella, porque yo la elegí a ella. Ninguno de los dos te quería a ti, de modo que nos lo hiciste pagar. Tú y tu madre, tú…
He dejado que hablara, he permitido que siguiera engañado y soltara sus sandeces, y no me ha importado que estuviera tan equivocado respecto a todo porque lo único en lo que podía concentrarme era en la punta de ese clavo que había levantado del suelo con el pie. He deslizado la mano debajo de la mesa. En ese momento, Mark ha dejado de hablar.
—Nunca deberías haber estado con ella —he replicado mirando por encima de su hombro para intentar distraerlo—. Y lo sabes. Tienes que saberlo.
—Ella me quería, y yo a ella. Con locura.
—¡Eres un adulto! —le he espetado manteniendo la mirada en el espacio que había detrás de él, y ha funcionado: por un segundo, ha echado un vistazo por encima del hombro y yo he deslizado el brazo entre mis piernas y he estirado los dedos hasta que he notado el frío metal. Luego he vuelto a erguir la espalda y me he preparado—. ¿De verdad crees que importa lo que sintieras por ella? Eras profesor suyo. Le doblabas la edad, joder. Eras tú quien se suponía que debía hacer lo correcto.
—Ella me quería —ha repetido con expresión abatida. Patético.
—Era demasiado joven para ti —he dicho yo, agarrando con fuerza el cuerpo del clavo—. Era demasiado para ti.
Entonces me he abalanzado sobre él, pero no he sido lo bastante rápida. Al ponerme en pie de un salto, se me ha quedado atrapada la mano debajo de la mesa apenas un segundo. Mark ha reaccionado deprisa y, agarrándome del brazo izquierdo, ha tirado de mí tan fuerte como ha podido y me ha tumbado parcialmente sobre la mesa.
—¿Qué estás haciendo? —Se ha puesto de pie sin soltarme y me ha colocado de costado, retorciéndome el brazo a la espalda. Yo he gritado de dolor—. ¡¿Qué es lo que estás haciendo?! —ha vuelto a decir, retorciéndome un poco más el brazo y abriéndome el puño con los dedos.
Ha cogido el clavo de mi mano y, tras empujarme sobre la mesa, me ha agarrado del pelo y se ha colocado encima de mí. He sentido entonces la punta de metal arañándome la garganta y el peso de su cuerpo sobre el mío, tal y como debió de sentirlo ella cuando estaban juntos. He notado un acceso de vómito subiendo por la garganta y, tras escupirlo, he dicho:
—¡Era demasiado buena para ti! ¡Era demasiado buena para ti! —Lo he repetido una y otra vez hasta que su peso me ha dejado sin respiración.
Jules
Un chasquido. Un chasquido y un siseo, un chasquido y un siseo, y luego:
—Oh, estás ahí. Me he tomado la libertad de entrar, espero que no te importe.
Era esa anciana, la del pelo púrpura y el delineador negro, la que dice ser médium, la que deambula por el pueblo escupiendo y maldiciendo a la gente, la que había visto justo el día anterior discutiendo con Louise delante de la casa. Estaba en el asiento de la ventana, balanceando sus hinchadas pantorrillas adelante y atrás.
—¡Claro que me importa! —he dicho alzando la voz para que no notara que me había asustado y que, estúpida y ridículamente, todavía estaba asustada—. Me importa mucho. ¿Qué cojones está haciendo aquí? —Chasquido y siseo, chasquido y siseo. Tenía un encendedor en la mano. Era el encendedor plateado con las iniciales de Libby grabadas—. Eso es… ¿De dónde lo ha sacado? ¡Es el encendedor de Nel! —Ella ha negado con la cabeza—. ¡Sí que lo es! ¿Cómo ha llegado a sus manos? ¿Es que ha estado llevándose cosas de esta casa? ¿Ha…?
Ella ha hecho un gesto con su gorda y ostentosamente enjoyada mano para que me callara.
—¡Oh, vamos, tranquilízate! —Me ha ofrecido una sucia sonrisa marrón—. Siéntate. Siéntate, Julia. —Ha señalado el sillón que tenía delante—. Vamos, siéntate un momento conmigo.
Me sentía tan atónita que he hecho lo que me decía. He cruzado la habitación y me he sentado mientras ella se revolvía en su asiento.
—No es muy cómodo esto, ¿no? Le iría bien algo más de relleno. ¡Aunque algunos podrían decir que ya tengo suficiente con el mío propio! —Se ha reído de su chiste.
—¿Qué es lo que quiere? —le he preguntado—. ¿Por qué tiene el encendedor de Nel?
—Oh, no. Este encendedor no es de Nel. Mira aquí. —Ha señalado la inscripción—. ¿Lo ves? «LS».
—Sí, ya lo sé. «LS», Libby Seeton. Pero no perteneció a Libby, ¿verdad? No creo que fabricaran ese tipo de encendedores en el siglo XVII.
Nickie ha soltado una carcajada.
—¡No es de Libby! ¿Has pensado que las iniciales «LS» eran por Libby? ¡No, no, no! Este encendedor perteneció a Lauren. Lauren Townsend. De soltera, Lauren Slater.
—¿Lauren Slater?
—¡Así es! Lauren Slater, luego Lauren Townsend. La madre de su inspector.
—¿La madre de Sean? —He pensado en el chico subiendo los escalones, el chico del puente—. ¿La Lauren del relato es la madre de Sean Townsend?
—Así es. No es que seas muy perspicaz, ¿verdad? Y no es un relato. No solo eso, al menos. Lauren Slater se casó con Patrick Townsend y tuvo un hijo al que quería con locura. Todo le iba de maravilla. ¡Solo que, entonces (o eso quiso la poli que creyéramos), la mujer va y se tira! —Se ha inclinado hacia delante y me ha sonreído—. Poco probable, ¿no? Eso dije en su momento, pero, claro, a mí nadie me escucha.
¿Era Sean ese chico? ¿El de los escalones, el que vio caer a su madre, o no vio caer a su madre, según a quien creyera una? ¿Era eso cierto, Nel? ¿No se trataba de una mera invención? Lauren era la que tuvo una aventura, la que bebía demasiado, la libertina, la mala madre. ¿No era esa su historia? Lauren es aquella en cuyas páginas escribiste: «Beckford no es un lugar propicio para suicidarse. Beckford es un lugar en el que librarse de mujeres conflictivas». ¿Qué estabas intentando decirme?
Nickie seguía hablando.
—¿Lo ves? —ha confirmado señalándome con un dedo—. ¿Lo ves? Eso es lo que quiero decir. Nadie me escucha. ¡Tú estás ahí sentada y yo estoy delante de ti y ni siquiera me escuchas!
—Estoy escuchando. Lo hago. Es solo que… no lo entiendo.
Ella ha carraspeado indignada.
—Bueno, si me escucharas, lo entenderías. Este encendedor —chasquido, siseo— pertenecía a Lauren, ¿de acuerdo? Tienes que preguntarte entonces por qué tu hermana lo tenía ahí arriba con sus cosas.
—¿«Ahí arriba»? Así pues ¡sí que ha estado en la casa! Usted lo cogió, usted… Un momento, ¿fue usted? ¿Ha estado en el cuarto de baño? ¿Escribió algo en el espejo?
—¡Escúchame! —Se ha puesto de pie con gran esfuerzo—. No te preocupes por eso. Eso no es importante.
Entonces ha dado un paso hacia mí, se ha inclinado hacia delante y ha vuelto a accionar el encendedor. La llama ha parpadeado entre nosotras dos. La mujer olía a café requemado y demasiado a rosas. Yo me he echado hacia atrás para alejarme de su olor a anciana.
—¿Sabes para qué lo utilizó él? —ha dicho.
—¿A quién se refiere? ¿A Sean?
—No, idiota. —Ha puesto los ojos en blanco y ha vuelto a acomodarse en el asiento de la ventana, que ha crujido penosamente bajo su peso—. ¡A Patrick! El padre. No lo utilizaba para encenderse sus cigarrillos. Después de que su esposa muriera, cogió todas sus cosas (toda su ropa, y sus fotos, y todo lo que poseía), las llevó al patio trasero y las quemó. Lo quemó todo. Y esto —ha accionado el encendedor una vez más— es lo que utilizó para encender el fuego.
—De acuerdo —he dicho. Mi paciencia estaba agotándose—. Pero todavía no lo entiendo. ¿Por qué lo tenía Nel? Y ¿por qué se lo llevó usted?
—Preguntas, preguntas… —ha soltado Nickie con una sonrisa—. Bueno, en cuanto a por qué lo tengo yo… Necesitaba algo suyo, ¿no? Para poder hablar con ella. Antes oía su voz alta y clara, pero…, ya sabes, a veces las voces enmudecen, ¿no?
—No tengo ni la menor idea —he replicado fríamente.
—¿No me crees? No será porque tú nunca has hablado con los muertos, ¿verdad? —Ha soltado una risita de complicidad y se me ha erizado el vello de la nuca—. Necesitaba algo para invocarla. ¡Ten! —Me ha ofrecido el encendedor—. Te lo devuelvo. Podría haberlo vendido, ¿no? Podría haber cogido de todo y haberlo vendido. Tu hermana tenía algunas cosas caras, ¿verdad? ¿Joyas y demás? Pero no lo hice.
—Muy amable de su parte.
Ella ha sonreído.
—Vamos a la siguiente pregunta: ¿por qué tenía tu hermana este encendedor? Bueno, no puedo decirlo con seguridad.
La frustración se ha apoderado de mí.
—¿De verdad? —he dicho con desdén—. ¿Acaso no habla con los espíritus? Pensaba que eso era lo suyo. —He mirado alrededor de la habitación—. ¿No está ella aquí ahora? ¿Por qué no se lo pregunta directamente?
—No es tan fácil, ¿verdad? —ha respondido herida—. He intentado invocarla, pero ha enmudecido. —Podría haberme engañado—. No hace falta ponerse así. Solo estoy tratando de ayudar. Lo único que estoy intentando decirte…
—¡Bueno, pues dígamelo de una vez! —la he interrumpido yo—. ¡Suéltelo!
—No te enfades, mujer —ha dicho ella haciendo pucheros con la barbilla trémula—. Es lo que estaba haciendo. Si me escucharas… El encendedor era de Lauren, y Patrick fue la última persona que lo tuvo. Y eso es lo importante. No sé por qué lo tenía Nel, pero es el hecho mismo de que lo tuviera lo que resulta destacable. ¿No lo ves? Puede que ella se lo quitara a Patrick, o quizá él se lo dio. En cualquier caso, eso es lo importante. Lauren lo es. Todo esto, lo de tu Nel, no tiene que ver con Katie Whittaker y ese estúpido profesor, ni tampoco con la madre de Katie ni nada de eso. Está relacionado con Lauren y Patrick.
Me he mordido los labios.
—¿En qué sentido está relacionado con ellos?
—Bueno… —Se ha removido en el asiento—. Ella estaba escribiendo sus narraciones sobre ellos, ¿no? Y la de Lauren se la contó Sean Townsend porque, al fin y al cabo, se supone que él fue testigo de todo. Así pues, ella pensaba que él estaba contando la verdad; ¿por qué no habría de hacerlo?
—¿Y por qué no habría de hacerlo él? ¿Acaso está diciendo que Sean mintió sobre lo que le había pasado a su madre?
Ella ha fruncido los labios.
—¿Has conocido al padre? Es un demonio. Y no quiero decir en el buen sentido.
—Entonces ¿Sean mintió sobre la muerte de su madre porque tiene miedo de su padre?
Nickie se ha encogido de hombros.
—No puedo decirlo con seguridad, pero esto es lo que sé: la historia que oyó Nel (la primera versión, en la que Lauren sale corriendo en plena noche y su marido y su hijo van detrás de ella) no era cierta. Y así se lo dije. Porque, verás, mi Jeannie (esta es mi hermana) estuvo presente. Aquella noche estuvo ahí… —De repente, Nickie ha metido una mano dentro de su abrigo y ha comenzado a buscar algo mientras seguía hablando—: La cosa es que le conté a Nel la historia de Jeannie y ella la puso por escrito.
Finalmente, ha sacado un montón de papeles y me los ha ofrecido. Yo he extendido la mano para cogerlos, pero ella ha apartado el brazo.
—Un momento —ha dicho—. Tienes que comprender que esto —ha agitado las páginas en alto— no es toda la historia. Porque, a pesar de que yo se lo conté todo, ella no quiso escribirlo tal cual. Una mujer testaruda, tu hermana. En parte, por eso me gustaba tanto. Fue entonces cuando tuvimos nuestro pequeño desencuentro. —Ha vuelto a acomodarse en el asiento y ha comenzado a balancear las piernas con más energía—. Le hablé de Jeannie, que trabajaba de policía en la época en la que Lauren murió. —Ha tosido ruidosamente—. Mi hermana no creía que Lauren cayera del acantilado sin que nadie la empujara, porque había otras cosas que había que tener en cuenta. Sabía que el marido de Lauren era un demonio y que le pegaba y luego decía que ella se encontraba con su amante en la casita de campo de Anne Ward, a pesar de que nunca nadie le vio el pelo a ese supuesto tipo. Al parecer, esa fue la razón, ¿lo ves? El tipo al que supuestamente Lauren estaba viendo huyó y, presa de la desesperanza, ella decidió tirarse. —Nickie ha desestimado la idea con un movimiento de la mano—. Tonterías. ¿Con un niño de seis años en casa? Tonterías.
—Bueno, en realidad —he dicho—, la depresión es algo complicado…
—Bufff… —Me ha silenciado con otro movimiento de la mano—. No había ningún hombre. Ninguno que nadie de aquí llegara a ver nunca. Podría preguntárselo a mi Jeannie, pero está muerta. Y sabes quién la mató, ¿verdad?
Cuando finalmente ha dejado de hablar, he oído el rumor del agua en medio del silencio.
—¿Está diciendo que Patrick mató a su esposa y que Nel lo sabía? ¿Y que luego mi hermana escribió sobre ello?
Enojada, Nickie ha chasqueado la lengua.
—¡No! Ya te lo he explicado. Escribió algunas cosas, pero no todas. Y por eso discutimos, porque estaba dispuesta a escribir las cosas que me contó Jeannie cuando estaba viva, pero no las que me contó cuando ya había muerto. Lo cual no tiene sentido.
—Bueno…
—No tiene el menor sentido. Tienes que escucharme. Y, si no me escuchas a mí —ha dicho, ofreciéndome las páginas—, puedes escuchar a tu hermana. Porque él se las cargó a todas. En cierto modo, Patrick Townsend se cargó a Lauren, y a mi Jeannie y, si no estoy equivocada, también a tu Nel.