Se lo ponemos muy difícil a los virus

pero renunciamos a la eternidad

Es muy probable que el acto de copular tal y como lo entendemos hoy también se desarrollara en el periodo en que los primeros artrópodos abandonaron el mar. El medio acuático ya no servía para transportar material genético de unos individuos a otros. Aunque el aire asumió esas funciones en el caso de algunas especies, hubo que inventar mecanismos más seguros y precisos y el mejor incentivo para ello era que generaran placer. Había nacido la reproducción sexual tal y como la entendemos en el mundo moderno.

Una vez identificado el momento de la reproducción sexual, sólo nos queda aludir a sus consecuencias. La mayor diversidad genética, propia de la reproducción sexual, ha facilitado la adaptación de los organismos complejos a entornos extremadamente cambiantes. Genes diseñados para sobrevivir en un entorno determinado estaban condenados a desaparecer cuando cambiaran las circunstancias. Este problema sigue intrigando a los genetistas que estudian las poblaciones, pero ha fraguado un consenso de que la diversidad genética aneja a la reproducción sexual ayuda a una especie a sobrevivir en entornos mutables. Si los padres producen varios individuos con diversas combinaciones genéticas, se incrementan las posibilidades de que, al menos uno de los descendientes, posea el conjunto de características necesarias para la supervivencia.

La mezcla constante de genes distintos en un mismo individuo, la irrupción incesante de nuevo material genético, complicó sobremanera la vida de los parásitos que, a partir de entonces, se enfrentaban a huéspedes desconocidos. Tales son las principales ventajas. No parece muy lógico seguir cuestionando el valor del afianzamiento de la diversidad, ni las pruebas de la relación causa-efecto, aduciendo el coste desmedido de la misma.

La siguiente ventaja de la reproducción sexual no es fácil de sobrestimar. Se trata de incrementar decisivamente el nivel de complejidad y sofisticación de la especie, que desemboca en la creación de individuos diferenciados de los demás. Dejamos de ser clones para transformarnos en individuos únicos e irrepetibles.

Sí hay un coste inconmensurable que, paradójicamente, rara vez se menciona. Superar el mundo de la clonación para acceder al de la individualidad supone aceptar la finitud y la muerte. Como se decía antes, una bacteria que se repite a sí misma no muere nunca. Un individuo único e irrepetible, por definición, no se da dos veces. Tal vez porque han sido protagonistas de los dos universos, sucesivamente, los humanos siguen sin estar del todo reconciliados con la idea de que la creatividad individual y el poder de cruzar fronteras desconocidas tenga que ir aparejado con la muerte. Ahora entiendo, tal vez, por qué la gente me sigue haciendo en los aeropuertos el tipo de preguntas a que me refería en el capítulo anterior y el lector aceptará, quizás mejor, mi tipo de respuesta.

Es en este sentido que antes se mencionaba la complejidad como un objetivo potencial de la evolución si lo tuviera. Las bacterias que carecen de núcleo genético pueden dividirse eternamente pero renuncian a formas de vida más complejas. El precio que pagamos nosotros en aras de una mayor complejidad es aceptar que vamos a morir.

Asombra pensar en el parecido del misterio que acompañaba a la transmutación de materiales hasta comienzos del siglo xx (y su antecedente paracientífico, la alquimia), con el misterio de los procesos de la reproducción sexual en los humanos. Cuando los humanos descubrieron, por fin, la habilidad para crear nuevos materiales inertes, no eran conscientes del secreto que les permitía a ellos crear vidas nuevas. ¿De dónde procede el embrujo del amor materno?

Con toda probabilidad, radica en el alumbramiento, precisamente, del misterio sobrevenido de la transmutación humana. El amor materno se alimenta de la sorpresa incontenible de haber generado en las entrañas, dentro de uno mismo, algo distinto a uno mismo. Es difícil imaginar el mismo sentimiento en una estrella de mar que suelta en el océano una pequeña parte de sí misma para engendrar un clon. ¿Dónde estaría aquí la sorpresa?

Lo anterior referido al enamoramiento explicaría que nadie pudiera enamorarse de un clon de sí mismo. Uno quiere fusionarse con la otra mitad a la que se echa de menos, justamente porque siendo distinta es imprescindible.

Cuando en 1901 los químicos Frederick Soddy (1877-1956) y Ernest Rutherford (1871-1937) descubrieron que del material radiactivo torio emanaba, naturalmente, un gas radiactivo que era un elemento nuevo y distinto, el primero gritó:

–¡Rutherford! ¡Esto es una transmutación en toda regla; el torio se está transmutando en un gas distinto!

–¡Por Dios, no menciones esa palabra, que nos van a cortar el cuello por alquimistas! ¡Ya sabes cómo son!

El miedo de Rutherford -al que se concedió el premio Nobel por este descubrimiento en 1908 (a Soddy se lo concedieron en 1921)- estaba sobradamente justificado. Centenares de miles de alquimistas en los últimos siglos habían dedicado ingentes esfuerzos y sacrificado sus vidas intentando transmutar un elemento como el plomo en materiales nobles, como el oro. Los fracasos milenarios habían generado una desconfianza generalizada en la capacidad de los humanos para interferir con la naturaleza y para crear nuevos materiales. A los alquimistas se les ridiculizaba, cuando no se les condenaba a morir en la hoguera.

Detalle de El laboratorio de alquimia

(1570) de Giovanni Stradano,

Palazzo Vecchio, Florencia.

Es paradójico que, simultáneamente, nadie se hubiera interesado por las transmutaciones que los humanos efectuaban cotidianamente mediante la reproducción sexual, desde hacía millones de años. Al contrario de un organismo clónico, los que son fruto de la diversidad genética constituyen algo nuevo, inédito y absolutamente irrepetible. Una masa de material casi añeja, los padres, genera un individuo joven y totalmente nuevo.

Es absolutamente cierto que, como asegura Graham A. C. Bell, profesor de la Universidad McGill en Montreal, Canadá, el dilema del sexo sigue siendo el mayor de los problemas de la biología evolutiva. Puede que ningún otro fenómeno haya suscitado tanto interés y, desde luego, ninguno ha creado tanta confusión. Las visiones de Charles Darwin (1809-1882), a quien debemos el concepto de evolución, y de Gregor Mendel (1822-1884), que tantos misterios han ayudado a resolver, no han conseguido hasta ahora despejar completamente las incógnitas del misterio básico de la sexualidad.

Portavoces de la corriente de pensamiento llamada creacionista, como Brad Harrub y Bert Thompson, lo han utilizado como arma arrojadiza contra las versiones científicas al uso sobre el origen del sexo y la vida tal y como la conocemos. «¡Sólo una inteligencia superior pudo dar con un mecanismo tan enrevesado y milagroso!», sostienen.

La victoria arrolladura de la reproducción sexual sobre la asexuada es una prueba clara de sus ventajas; de otro modo, no se habría impuesto a lo largo de la evolución. Frente a este instinto arrollador palidece el sistema de reproducción asexuada que consiste en la formación de nuevos individuos a partir de las células de un solo progenitor, sin la formación de un gameto o la fecundación por parte de otro miembro de la especie. Basta un solo progenitor.

Para la comunidad científica en general y para el genetista británico Michael Majerus, de la Universidad de Cambridge, existen pocas dudas de que los primeros organismos en la Tierra se reproducían efectuando copias de sí mismos. Bacterias, algas unicelulares y algunos animales como amebas, esponjas, anémonas de mar o hidras lo siguen haciendo. Como se mencionó antes, muchas plantas, incluidas especies complejas, también se reproducen, total o parcialmente, de forma asexual recurriendo a estolones, rizomas, esquejes o incluso hojas que desarrollan raíces. Si el comienzo de la vida fue microbiana y asexual, es lógico que haya muy pocos organismos de gran tamaño que sean asexuales. Además de la diversidad genética, la reproducción sexual ha hecho posible el salto a mayores tamaños de las especies.