El acuerdo final sobre los márgenes

de libertad

Decíamos, al iniciar este capítulo, que el anterior instrumento modulador de la vida de la pareja suele ir muy vinculado al último y más complejo de todos: la negociación de los márgenes respectivos de libertad e intimidad individual. Y que, en resumidas cuentas, todo estaba condicionado a la resistencia de los materiales biológicos, tanto como a la plasticidad de los circuitos cerebrales por donde fluye el torrente inconsciente de los flujos hormonales.

La última etapa -de la que depende la futura vida en común en igual medida que las anteriores- consiste en la delimitación negociada de los campos respectivos de libertad. Superado el tiempo dedicado primero a la fusión y después a la construcción de una arquitectura para sobrevivir, llega el momento de negociar los grados de libertad que regirán las actividades de cada uno.

Se trata de un proceso lento y complicado, cuyo resultado suele venir dado por la propia experiencia cotidiana. El ánimo de realización individual se intenta conciliar con las exigencias de acceso a los procesos de producción, fidelidad recíproca, cuidado de los hijos, relaciones sociales, ocio y esparcimiento. Esta negociación, no siempre declarada y abierta, está sujeta a poderosos avatares tanto emocionales como externos. Y su resultado es incierto. Existe una señal indeleble que permite anticipar el resultado negativo de esta negociación.

Si en el curso de la vida, en alguno de los sucesivos recodos enumerados, han quedado rastros en el interlocutor de la emoción básica, universal y negativa del desprecio, un síntoma emocional tremendamente infravalorado, aquella negociación será imposible. Recuerdo una conversación en Nueva York con Malcolm Gladwell, psicólogo y periodista del semanal New Yorker, que un año más tarde tuvimos ocasión de rememorar al encontrarnos, por casualidad, en el barrio londinense de Primrose Hill. Habíamos reflexionado sobre las causas de los matrimonios fallidos en Estados Unidos. «Sí; es cierto», dijo de pronto, «que hemos descubierto una causa infalible para un buen número de ellos.» El motivo en cuestión pudo explicitarse gracias a las investigaciones de una empresa de consultoría cuyos psicólogos habían elaborado pruebas para parejas en apuros en las que, mediante un sencillo ejercicio de asociación de significados de palabras, se descubría cualquier indicio de desprecio subyacente en la relación de la pareja. Si no había desprecio, se buscaban otras causas del malestar para intentar remediarlo. Pero si se descubría que uno de los dos miembros abrigaba algo parecido al desprecio hacia el otro, se les aconsejaba que terminasen la relación, antes de que fuera demasiado tarde.

Es imposible sobrestimar el alcance de la emoción negativa del desprecio. La antítesis del amor no es el odio, sino el desprecio. En la historia de la evolución, el desprecio implicaba la expulsión de la cueva y, por lo tanto, la muerte segura. Haría falta meditar dos veces antes de profesar desprecio hacia los demás. Es uno de los descubrimientos recientes de los expertos que, en la actualidad, están intentando fabricar los ladrillos con los que diseñar un modelo de gestión emocional para niños y adolescentes.

El mundo académico lo llama la competencia social y emocional, cuyo propósito consistiría en gestionar nuestras emociones algo mejor que hace cuarenta mil años. No sólo para apuntalar las ansias de amor y felicidad, sino para evitar -como se sugiere en los dos capítulos siguientes- los estragos del desamor.