Siempre me intrigaron, a mí y a otros muchos, esos casi mil millones de años silenciosos que se necesitaron para que la vida escenificase su aparición. Es cierto que los científicos han reducido un poco este silencio clamoroso desde la formación del sistema solar, pero sigue siendo sorprendente que durante casi mil millones de años no pasara nada y, de pronto, estallara la vida por todas partes. ¿Tan minuciosos fueron los preparativos y prolegómenos antes de que el azar, microbios llegados de otro planeta en donde la vida ya había cuajado, o la primera reacción químicobiológica de un ARN mensajero atinaran con la vida?
Se trataba de entornos que hoy son singulares pero que eran comunes en los inicios de la vida en la Tierra. Lo único que necesitaban aquellos organismos para vivir, como recuerda Betsy Mason, redactora de la revista Science, eran temperaturas muy elevadas, mucho azufre y sal. Prescindían del oxígeno y de la luz. Y de los demás organismos vivos, si los hubiera. Durante un largo tiempo, en aquel escenario bucólico -a pesar de las altas temperaturas, que no les importaban, y de la falta de oxígeno, que no necesitaban- no existían depredadores. La mayoría de los organismos eran autosuficientes.
Quizá nunca sepamos cuánto tiempo duró el reinado de los organismos no depredadores en entornos muy difíciles, ni cuándo les sucedieron, en parajes más asimilables, los organismos que sólo podían vivir consumiendo materia orgánica. Ahora bien, mediante experimentos se ha podido demostrar que las descargas eléctricas diseminadas por los relámpagos, la radiactividad y la luz ultravioleta sintetizaron los elementos de la atmósfera primordial en moléculas de la química biológica, las llamadas moléculas prebióticas como los aminoácidos, los nucleótidos y las proteínas simples. Parece probable que la Tierra estuviese recubierta entonces por un fino y caliente manto de agua y materia orgánica. Con el paso del tiempo, las moléculas se volvieron más complejas y empezaron a colaborar entre sí para iniciar procesos metabólicos.
Ya hemos visto el caso de la unión simbiótica entre bacterias que originó las células con mitocondrias, que habrían permitido a las primeras proveerse de energía. Otras alianzas se consolidaron con células que podían respirar oxígeno sin abrasarse, o con otras que aportaban mayor velocidad a los movimientos y transporte celular. Ya existían, pues, seres vivos que se alimentaban de materia orgánica, pero seguía siendo un mundo relativamente inocente. Tanto más cuanto que las cianobacterias, las algas y, mucho más tarde, las plantas estaban descubriendo el milagro de la fotosíntesis.
Gracias a la fotosíntesis, la tierra, el agua y el fuego quedan conectados por las plantas, los árboles y organismos como las cianobacterias, que controlan un ciclo vital que sólo ellos saben ejecutar. Las hojas de los árboles atrapan los fotones del sol y utilizan su energía para descomponer moléculas de agua en oxígeno e hidrógeno. El primero nos da el aire que respiramos y del que tanto dependemos ahora. Del hidrógeno se obtiene toda la materia de la que están hechos los seres vivos, simplemente combinándolo con dióxido de carbono de la atmósfera y añadiendo un poco de nitrógeno de la tierra recuperado para la biosfera por las bacterias. Si la célula eucariota ancestral era en esencia un depredador de otros organismos, podemos considerar que con la fotosíntesis las plantas dieron el salto de la caza a la agricultura.
Nosotros y nuestros antepasados somos los parásitos de los protagonistas de la fotosíntesis: tenemos que comerlos directamente, o digerir a los animales que se alimentan de plantas para aprovecharnos de este proceso básico. La violencia en la Tierra (como ya expliqué en El viaje a la felicidad) apareció el día en que una célula eucariota se comió a una bacteria cien mil veces menor que ella, porque no sabía valerse por sí misma. A partir de entonces todo cambia: al paraíso natural ardiente le sucede un mundo de alimañas dedicadas a la depredación. La vida ya nunca fue igual.
Sabemos, pues, que la vida no empezó de forma tan consecuente y sosegada, con el paraíso terrenal primero -aunque fuera ardiente- convertido más tarde en un infierno para vagos y maleantes. Al parecer podría haber habido pecadores e inocentes desde el mismísimo comienzo. Es decir, organismos heterótrofos que no podían fabricar su propio sustento y que echaban mano de la materia orgánica disponible en la sopa primordial. Gracias al proceso metabólico de estos organismos se emitía CO2 en la atmósfera que los organismos autótrofos utilizaban, junto a la luz, para producir sus propios aumentos. Es muy probable, pues, que la historia de la vida no haya sido, como se creía, una marcha lenta desde la autosuficiencia hacia actitudes belicosas. Lo bueno y lo malo, la colaboración metabólica y la agresión, el amor y el odio hicieron acto de presencia desde el comienzo.
La manifestación más emblemática del poder absoluto y de los ademanes despóticos nace con la capacidad de adaptarse al entorno, prodigada por la comunidad andante de genes, células y bacterias representada por el cuerpo humano. Por una parte, es estupendo que estemos constituidos por miles de millones de células capaces de colaborar hasta el extremo de encauzar esta reflexión entre el autor y los lectores de su libro. Es el logro increíble de un equipo.
Por otra parte, si se analiza bien, un organismo complejo como el de un cuerpo representa un modelo totalitario sin piedad. Es una dictadura del sistema: no hay un Gran Hermano ni un Führer, sino el puro ejercicio del despotismo a nivel celular, impulsando el suicidio de las células ya deterioradas o inservibles, aunque gocen de buena salud. Ésos son los malos. Se da la exclusiva de la perpetuación de la especie a sólo un grupo de células. Las demás son todas perecederas. Y cada ciudadano está completamente dedicado al Estado, que es el cuerpo fisiológico.
Las células de un organismo multicelular como el nuestro constituyen una comunidad extremadamente avanzada. Se controla el número de ciudadanos mediante regulaciones del número de divisiones celulares y de la mortalidad. Cuando alguien sobra, se suicida activando el proceso de muerte celular denominado apoptosis. Es chocante la cantidad de suicidios que experimenta a diario una persona adulta sana: millones y millones de células de la médula espinal y del intestino mueren cada hora a pesar de su buena salud. ¿Para qué sirve tanto suicidio colectivo?
En los tejidos adultos la muerte celular es idéntica al número de subdivisiones celulares, ya que, de otro modo, el cuerpo cambiaría de tamaño. Si a una rata se le extirpa parte del hígado, aumenta enseguida la proliferación celular para compensar la pérdida. Cuando una célula muere de muerte natural se inflama, revienta y contamina a sus vecinas; todo lo contrario de la muerte por apoptosis, en la que la célula se condensa y es fagocitada limpiamente, sin filtraciones de ninguna clase, por los encargados del orden.

muerte de una célula por apoptosis.
Si nuestro sistema celular parece una organización fascista -pensará más de un lector-, se podría entender que nuestra forma de organizarnos socialmente se decante, a veces, por el despotismo, porque respondería a nuestra estructura biológica más íntima. A una conclusión así sólo podría llegarse olvidando un hecho fundamental en la historia de la evolución, que separa nítidamente la estructura molecular de la estructura social. En la búsqueda por conocer el funcionamiento de las otras comunidades andantes de células, se comienza por interiorizar un proceso que desemboca en la conciencia de uno mismo, el nacimiento de la memoria y el poder consiguiente para interferir consciente o inconscientemente en los demás. El nacimiento de la conciencia de uno mismo, la capacidad de intuir lo que piensa y sufre la otra comunidad andante de células y, en definitiva, la inteligencia confieren la capacidad de interferir y trastocar los reflejos puramente biológicos.
Para ser sincero, al autor le habría gustado relatar lo que he llamado los cuatro grandes hitos en el camino a la complejidad -sexo bacteriano, fusión de dos células, secuestro de la línea germinal y medidas compensatorias de orden y seguridad- de forma espaciada, como habría correspondido en buena lógica. Me habría gustado, pues, que la cronología de la complejidad se hubiese ajustado a lo sugerido, reflejando estructuras cotidianas del pensamiento a las que estamos acostumbrados, como la de que las cosas, cuanto más complejas, más tiempo toman. Pero no fue así. No sucedió de esta manera en absoluto.
La verdad es que las primeras células eucariotas ya habían recorrido todos los grandes hitos a un tiempo: eran el resultado de una fusión para sobrevivir, habían secuestrado a las células germinales separándolas del resto y tenían montado ya el Estado policía. Como dice la bióloga molecular Lynn Margulis, de la Universidad de Amherst, en cuestiones de vida todo estaba inventado hace dos mil millones de años. No ha ocurrido nada nuevo desde entonces. Sucede igual con el amor.
Más de un lector pensará tal vez que el proceso de reflexión que nos ha traído hasta aquí ha sido largo y accidentado, pero la recompensa para los que buscamos por qué aman los humanos es altamente satisfactoria. Antes de adentrarnos en el tercer capítulo ya contamos con un hallazgo fundamental y hasta ahora desconocido para la mayoría: el amor tiene por cimientos la fusión, desde tiempos ancestrales, entre organismos acosados por las necesidades cotidianas, como la respiración o la replicación, empujados por la necesidad de reparar daños irremediables en sus tejidos y sumidos en una búsqueda frenética de protección y seguridad.
Ahora bien, ya podemos entrever que ese instinto de fusión para garantizar la supervivencia no se detiene en los límites del organismo fusionado, sino que irrumpe hacia campos que no son estrictamente necesarios para sobrevivir o garantizar la propia supervivencia. En el impulso de fusión radican también las raíces no sólo del amor, sino del ánimo de dominio sobre el ser querido. Estoy apuntando a un hecho cuyas consecuencias nos costaba imaginar hasta ahora porque se trata, ni más ni menos, que de las bases biológicas del ejercicio del poder destructor.
Estamos identificando, pues, el entramado molecular de un impulso de fusión que ha precedido en el tiempo a todos los demás. Desde sus comienzos, este impulso de fusión obedecía a razones de pura supervivencia encaminadas a romper la soledad que impedía reparar y proteger el propio organismo. Desde sus comienzos también, este impulso sienta las bases del ejercicio del poder que avasalla y destruye. Eso era el amor hace dos mil millones de años. Y, mucho me temo, sigue siendo lo mismo a comienzos del siglo xxi.