Los niños, particularmente cuando tienen hermanos, piden y exigen más a los padres de lo que éstos pueden dar. Por una razón muy sencilla: los niños necesitan recabar no sólo el amor de sus padres, sino el amor del resto del mundo. Los padres mediocres no ofrecen ni lo que ellos, por sí solos, podrían dar. Los buenos son impotentes para conseguir el amor del resto del mundo, por mucho que se empeñen. Es el segundo, a la vez, cimiento y escollo serio en la vida común de los enamorados: la irrupción de su descendencia en el hogar.
La novelista de origen canadiense Rachel Cusk expresaba así el drama de partida: «El ser puro y diminuto de mi hija requiere un mantenimiento considerable. Al inicio, mi relación hacia ella es la de un riñón. Dispongo de sus desechos. Cada tres horas pongo leche en su boca. Pasa por una serie de tubos, sale de nuevo y la tiro. Cada veinticuatro horas sumerjo a la criatura en agua y la limpio. Le pongo ropa limpia. Cuando lleva un tiempo dentro de casa, la saco fuera. Pasa un tiempo más, y la llevo dentro. Cuando duerme la dejo sola. Cuando se despierta la tomo en brazos. Cuando llora la acuno con amor, y me preocupo de si le estoy dando demasiados o demasiado pocos cuidados. Ampararla es como ser responsable del tiempo, o del crecimiento de la hierba».
Desde que la neurociencia ha aportado pruebas difíciles de cuestionar sobre los efectos a largo plazo en la neocorteza de los adultos o de las equivocaciones cometidas durante el proceso del cuidado maternal de los niños, no debería sorprender el efecto negativo acumulado sobre el comportamiento de la especie. Bastará una muestra de lo que estoy diciendo. Ni siquiera las parejas más voluntariosas e inteligentes tienen hoy día respuestas más válidas que las de sus predecesores para dilemas que ya acongojaban a sus abuelas y tatarabuelos.
¿Es mejor dejar llorar al niño por la noche un buen rato para que se acostumbre a un cierto grado de independencia o, por el contrario, lo correcto es precipitarse para acunarlo con vistas a interrumpir el estrés del miedo de la separación? ¿Pueden los niños manipular a sus padres mediante el llanto? ¿Cuál de las dos posturas es la mejor para la estabilidad emocional del niño: que duerma solo y separado de los padres en una habitación -los occidentales somos los únicos en hacerlo, frente al resto de los animales y del mundo-, o bien que duerma en el mismo lecho? ¿Existe el riesgo de que una disciplina exagerada o abandonos continuados terminen abocando al niño a una situación, cuando sea adulto, en la que sea incapaz de crear lazos afectivos con otras personas?
La mayoría de las respuestas a esas preguntan pueden rastrearse en dos descubrimientos básicos de la neurociencia moderna. En primer lugar, el cerebro de un niño no está dotado todavía para afrontar por sí solo la consecución del equilibrio y el bienestar. En segundo lugar, las resonancias magnéticas de cerebros infantiles sometidos a periodos prolongados de estrés revelan una disminución del volumen del hipocampo, que aumenta su vulnerabilidad a la depresión, la ansiedad y el consumo de droga o alcohol en su etapa adulta.
Son alarmantes los signos de desarraigo, la profusión del miedo, el crecimiento de la violencia y los índices de delincuencia, unidos a la proliferación de los desequilibrios mentales. Se me dirá que ya se trataban equivocadamente las emociones de los niños antes de que la neurociencia demostrara que no es bueno dejarlos llorar hasta que revienten. ¿Por qué iban a empeorar ahora, en mayor medida, los comportamientos de los adultos?
Si resulta cierto -como afirman científicos como Jaak Panksepp, jefe del Instituto de Chicago de Neurocirugía e Investigaciones Neurocientíficas, o Margot Sunderland, directora de educación y aprendizaje del Centro para la Salud Mental Infantil, Londres, que investigan las modalidades y los efectos de lo que hoy podemos llamar, afortunadamente, la ciencia de la inversión parental- el vínculo entre el tipo de inversión en la infancia y el comportamiento adulto, hay razones para echarse a temblar. Por dos motivos muy simples.
Porque las víctimas cometen los mismos errores en la siguiente generación, sólo que con mayor intensidad; y porque la universalización de la educación y las costumbres da mayor visibilidad al efecto acumulado de la degradación temperamental. Asusta pensar en la magnitud de la ignorancia sobre la educación emocional de la infancia compartida por sus progenitores, generación tras generación. Bowlby llamó a la progresión geométrica de los efectos de la degradación social el «ciclo de la desventaja», alimentado por el hecho de que los niños maltratados de hoy son los padres irresponsables de mañana. Las cifras más fiables apuntan ahora a que entre un 10 y un 25 por ciento de los niños en edad escolar sufre trastornos neuróticos o de conducta.