No siempre hubo libre albedrío

La vida en el Planeta depende de una biosfera que garantice la diversidad de las especies, pero el progreso depende de la existencia, por encima de ella, de lo que he dado en llamar una tecnosfera que asegure la conversión del conocimiento científico en una red extensa de productos y procesos tecnológicos automatizados. Es lo que nos ha diferenciado de las hormigas, que siguen empotradas en su reducto biológico desde hace sesenta millones de años; es lo que ha permitido que en el Planeta sobrevivan siete mil millones de personas en lugar de unos centenares de miles. En las próximas décadas, no sólo se considerarán delitos los comportamientos resultantes de la insensibilidad y la violencia contra la biosfera y la diversidad de las especies, sino, quizá, también las actitudes de aquellas culturas dogmáticas que supongan un obstáculo insuperable para el desarrollo de la tecnosfera.

Un hormiguero «La vida sin tecnosfera

ser siempre la misma»

La defensa más lúcida de la capacidad de los homínidos para decidir en función de la cultura adquirida -al margen de cualquier automatismo- procede, inesperadamente, del filósofo y neurocientífico estadounidense Daniel Dennett, uno de los pensadores reduccionistas más originales de los últimos cincuenta años. Dennett, que ha superado no hace mucho un fallo cardiaco que lo dejó inconsciente durante largas horas -«él lo sabe todo de la conciencia», le dije a su mujer, «y nadie mejor que él para recuperarla»-, salva al libre albedrío por los pelos a costa de renunciar al supuesto valor absoluto y permanente del mismo.

El libre albedrío -viene a decir Dennet- es una invención humana efímera, como el dinero, e igualmente supeditada su vigencia a los plazos de vencimiento de la cultura que nutrió a uno y otro. Si Richard Dawkins y Susan Blackmore aceptaran los postulados de Daniel Dennett, al libre albedrío lo meterían en el saco de lo que ellos llaman memes en lugar de genes; es decir, las unidades de transmisión de la herencia cultural.

Este planteamiento es muy distinto de la aproximación más convencional o dogmática según la cual decidimos libremente y, por lo tanto, siempre hemos sido responsables de nuestros actos. Al contrario: el libre albedrío surge en un momento dado como la creación reciente de los humanos. Y puesto que los humanos andan por el Planeta desde hace más de dos millones de años, quiere decir que durante mucho más tiempo han concebido y agotado su existencia sin libre albedrío que con él. Muchos humanos jamás tuvieron la libertad de elegir. De la misma manera que hubo homínidos que no dominaban el lenguaje, hubo generaciones enteras de homínidos anteriores a la aparición de la escritura y de la música que no conocían el libre albedrío.

El punto débil de esa justificación transitoria o sobrevenida del libre albedrío reside en la naturaleza de la información. No toda la información adquirida es relevante o fundada. Es más, la mayor parte del conocimiento genético es irrelevante y -como explicaba en mi libro Adaptarse a la marea- la casi totalidad de la cultura adquirida es infundada en un sentido evolutivo. Por lo demás, desde que el paleontólgo Stephen Jay Gould (1941-2002) sugirió, en la perspectiva del tiempo geológico, que «no marchamos hacia algo cada vez más grande y perfecto», ningún otro paleontólogo ha descubierto todavía ningún atisbo de propósito o finalidad en la evolución.

La mera acumulación de información, ya sea genética o adquirida, no tiene por qué conllevar ningún enriquecimiento que agrande el mundo visible e invisible, sobre todo si es irrelevante, infundada o inconexa en el baile generacional que tiene lugar en la perspectiva sin propósito de la evolución.

«La gente hoy día está mejor informada que antes», se oye decir a menudo. «Pues depende del sesgo de la información»: ésa sería la respuesta adecuada.

Caben pocas dudas de que, como organización social, preferiríamos algo menos estricto y más democrático que el sistema de un organismo vivo. Un organismo está excesivamente controlado y no deja margen alguno a ningún tipo de discriminación consciente. Si el alma no fuera otra colección de neuronas robotizadas, organizadas de una manera determinada, podría ser la alternativa al imperio de los procesos automatizados. Otra alternativa sería, efectivamente, una cultura que confiriera -aunque fuera por poco tiempo- la independencia del entramado darwiniano y sus instrucciones subyacentes para «multiplicarse o reproducirse».