Procesos de negociación frente al

desamor

También los procesos de negociación para paliar la catástrofe de la separación de la madre en el caso del niño o del ser querido en caso de ruptura o fallecimiento son similares. Según Catherine O'Neill y Lisa Keane, autoras de un libro acerca del dolor tras la muerte de un ser querido, todo empieza con el shock inicial con el que se pretende negar la realidad.

«¡No puede ser cierto que me dejen solo otra vez!»

«¡No me creo que se haya ido para siempre!»

«¡No voy a poder lidiar solo con todo!»

Sigue la fase de la rabia y el enfado. De gritos y hasta de alaridos. Después, el flujo de hormonas se encarga de dejar las huellas en el cerebro -algunas para siempre- del dolor y la pena. Llega luego la hora de negociar con uno mismo la salida que afectará, sin duda, al comportamiento futuro. Entretanto, se gesta la retirada sobre uno mismo y se abren las puertas de la depresión. Incorporados ya los efectos del vendaval, llega la hora de la paz y la aceptación de los hechos consumados.

Lo paradójico, lo realmente sorprendente, es que las fases de negociación son las mismas tanto para el niño encerrado en una habitación oscura como para la pareja rechazada, para la víctima que se enfrenta con la noticia de su muerte anunciada o para los que se quedan solos, aunque sea queriendo. Si es así en todos los casos, sólo cabe una conclusión: los parámetros de todas las negociaciones, con uno mismo y con los demás, son innatos. ¿Es posible que la evolución nos haya dejado márgenes de movimiento tan estrechos?

Antes la gente se separaba porque se odiaba. Ahora porque ya no se ama lo suficiente. De las tres etapas en la inversión parental que hemos distinguido en el capítulo anterior -fundirse con el otro, construir el nido, es decir, percatarse de que existen otras cosas fuera del dormitorio, y la reafirmación de uno mismo o el comienzo de la negociación entre dos personas que conviven-, salvo en casos excepcionales, el terreno en el que cristaliza el desamor es el último.

Existen otras pistas menos conocidas para evitar los avatares del desamor porque su descubrimiento es demasiado reciente. Se lo debemos a un equipo de científicos encabezado por Larry Young y Steven Phelps, de la Universidad de Emory. Sabíamos que la vasopresina y la oxitocina juegan un papel fundamental en las áreas del cerebro que determinan qué rasgos sobresalientes ayudan a identificar a un individuo. Si a un ratón se le desactiva el gen de la oxitocina antes de nacer, sufrirá amnesia social y no recordará a los ratones de su entorno. Se encontraron grandes diferencias en la distribución de los receptores de la vasopresina entre distintos ratones de la pradera, por lo que estas variaciones podrían contribuir a las diferencias en el comportamiento social de estos animales, es decir, que algunos ratones de la pradera serán más fieles que otros.

Young reconoce que es probable que haya muchos genes involucrados en la regulación de la vida de pareja de los humanos. «Nuestro estudio arroja pruebas de que en un modelo animal relativamente sencillo, los cambios en la actividad de un solo gen pueden tener consecuencias profundas en el comportamiento social del animal en su especie.» Paralelamente, el doctor Young y sus colegas han encontrado muchas variaciones en el gen receptor de la vasopresina en los humanos. «Eventualmente», predice, «podríamos ser capaces de hacer algo como estudiar el genoma de una persona y relacionarlo con su capacidad de fidelidad.»

Si no hay ni ha habido dos cerebros iguales, ¿por qué nos sigue sorprendiendo un grado de diversidad tan elevado entre especies e individuos? La pura verdad es que, como se pregunta el genetista Steve Jones, del University College de Londres, no hay mayor misterio por descifrar que el de la diversidad aplastante surgida de un núcleo clónico ancestral. No sólo cada persona es un mundo aparte, sino que la diferencia de género también es patente en el teatro del amor.

Los neurocientíficos han admitido, particularmente por boca de la neuropsiquiatra Louanne Brizendine, de la Universidad de California en San Francisco, que el cerebro tiene sexo. A partir de aquí, ha sido factible sugerir las bases biológicas del desamor.

A causa de las fluctuaciones que comienzan nada menos que a los tres meses y que duran hasta después de la menopausia, la realidad neurológica de una mujer tiene un grado mayor de variabilidad que es difícilmente aprehensible por los hombres. El desconcierto producido por los cambios repentinos de humor y la excitación somatosensorial figuran, a menudo, en el semillero del desamor.

Tampoco es fácil conciliar estructuras de espacio distintas en el cerebro de las mujeres y los hombres. Las primeras disponen de mayor número de neuronas para los centros que rigen los sentidos del lenguaje y el oído. También son mayores los espacios ocupados por el hipocampo, los puntos neurálgicos de la memoria y las emociones. ¿Por qué se extrañan tanto los hombres de la precisión con que las mujeres recuerdan detalles vinculados al amor que ellos ni siquiera percibieron? ¿O de que, en determinados momentos, las mujeres respondan a los avances sexuales del hombre -que dedica dos veces y media más de espacio cerebral al instinto sexual- con la frase envenenada de «ahora no me apetece»?

La gente de la calle ya sabía que los hombres se enamoran más deprisa que las mujeres, pero nadie había podido demostrar que su libido funcione de manera distinta. El reciente descubrimiento sobre la incompatibilidad entre el estrés y el orgasmo femenino explica no sólo muchas desventuras amorosas, sino también hasta qué punto la organización social camina por senderos opuestos a los condicionantes biológicos.