En parte, la sociedad constituida suministra las herramientas necesarias para solucionar este problema mediante un entramado de tecnologías del compromiso, que aportan pautas para tomar decisiones. Así que si nos preguntamos «¿y ahora qué?», no tenemos que sacar la calculadora y empezar, cada vez, a sopesar los pros y los contras de todo. Vamos a la universidad, nos casamos, tenemos un hijo. Se nos dice cuándo es más sensato hacer un sacrificio para ganar algo en el futuro.
Pero la abundancia de opciones característica de los tiempos modernos ha trastocado estas tecnologías del compromiso. Nuestros antepasados barajaban un número misérrimo de opciones que exigían cambios exiguos en sus tecnologías del compromiso. La prosperidad económica provoca, en cambio, un flujo de novedades y de nuevas recompensas a cuál más atractiva.
Poco a poco, se asienta una programación mental distinta para valorar las cosas que están inmediatamente al alcance de la mano, comparado con el valor de las cosas mucho más remotas. Las nuevas prioridades y valores afectan a los bienes y valores preexistentes. Es decir, la multiplicidad de opciones cambia el modo en el que escogemos y obliga, constantemente, a alterar el orden de prioridades en la tabla de compromisos.
En ese trasiego transcurre gran parte de la vida de la pareja, incluidas las locamente enamoradas. Las incorporaciones al trabajo y los cambios de actividad truncan la compartimentación de estructuras de asignación de tiempo largamente enraizadas; la incesante movilidad geográfica activa nuevos apegos que arrinconan a los antiguos; las exigencias de la educación de los hijos, a medida que se aproximan a la pubertad, provoca separaciones traumáticas en el entorno familiar; las hipotecas asumidas para mejorar el lugar de residencia obligan a expurgar compromisos menores o a asumir el pluriempleo; el aumento de los niveles de deuda a los máximos permitidos legalmente convierte en cuestión de vida o muerte el reparto de las fuentes tradicionales de ingresos como las herencias, distorsionando la naturaleza de los lazos familiares que antaño parecían intocables.
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persigue? Los jugadores de cartas
(1890-1895), óleo sobre lienzo de
Paul Cézanne, Museo de Orsay,
París.
La solución no radica en disminuir el número de nuevas opciones, como que los hombres cuiden de los niños, sino en tamizarlas y cuestionar algunos de los viejos compromisos adquiridos, como que las mujeres se cubran la cara con un velo. Se trata de un cambio cultural que, como todos los cambios culturales, da muestras de una morosidad casi genética. Un ejemplo que afecta a toda la sociedad ilustra sobre la naturaleza de estos cambios. Se trata de la incorporación de la mujer al trabajo y de la educación emocional de los hijos.
La incorporación de la mujer al trabajo no es sólo una de las grandes conquistas del ejercicio de las libertades individuales, sino una condición sine qua non para poder competir en la economía mundial. La consecución de este activo ha cuestionado el compromiso, muy extendido en las sociedades tradicionales, de que la educación emocional de los niños correspondía, primordialmente, a las mujeres. La incorporación de la población femenina al trabajo desguarnecía, pues, uno de los compromisos heredados.
Dado que las dos exigencias son irrenunciables -la incorporación de la población femenina al mundo laboral y la educación emocional de los niños-, resulta evidente que la nueva situación obliga a replantear el orden de los asuntos en la tabla de compromisos y, sobre todo, a diseñar nuevos caminos estratégicos para conciliarlos. Son procesos graduales, extremadamente complejos que, en este caso particular, comportan cambios de mentalidad en la población masculina, como asumir que la educación es un problema que incumbe a toda la sociedad y no sólo a los maestros y a las madres; reformas importantes de las políticas de prestaciones sociales y cambios en el orden de prioridades de la política, incluida la política científica y cultural.