39

POR ALGUNA RAZÓN, LA GENTE que se había alojado una vez en el hotel de Finn en Belfast, al inscribirse de nuevo recibían la misma habitación. Según malas lenguas eso se hacía para facilitar la tarea del personal del ejército encargado de registrar las llamadas telefónicas. Pero Caragh tomó esa habitación a su nombre mientras Finn volaba a Londres. Cuando éste regresó, descubrió que le habían asignado un cuarto dos puertas más allá que su primera vez, en el quinto piso.

Durmió doce horas seguidas. Era mediodía del miércoles cuando Caragh corrió las cortinas y él sentóse en la cama guiñando todavía ante la luz que entraba por la ventana desde la cual se divisaba la ciudad. En el curso de la noche se habían visto varios incendios, pero ya sólo se notaban dos o tres finas columnas de humo en el horizonte. Como él suponía, a los «Vigilantes» se les acababa el resuello.

—¿Volveré contigo? —preguntó Caragh.

—Sería lo peor que podrías hacer. Te vigilarían. Vete a Dublín y espera. Cuando las cosas estén más seguras te avisaré, te mandaré buscar, de lo contrario le harías correr un riesgo a tu hermano.

—Le conozco muy bien —dijo ella—. No está hecho para sobrevivir en tales condiciones por mucho que diga. ¿Estás seguro de que tu plan saldrá bien?

—No lo garantizo. Si hace exactamente lo que le digo tiene muchas probabilidades.

Caragh había intentado ocultar la ansiedad que tenía por su hermano, pero no pudo seguir ocultándola. Él se levantó de la cama, se acercó a la ventana, tomó a la chica en sus brazos y la besó para tranquilizarla. El afecto volvióse lánguido deseo y de nuevo se la llevó a la cama.

Más tarde, ya vestidos y pensando en el almuerzo, ella comentó:

—¿Sabes que eres el hombre más extraño que conozco?

—¡Ah!

—Suave y, sin embargo, rudo. Puedes ser tan rudo como Sullivan cuando te lo propones.

—Me interesa sobrevivir, eso es todo. He aprendido a no darlo todo por descontado.

La habitación se estremeció. Todo el edificio pareció sacudirse sobre los cimientos. Luego se oyó como un resquebrajamiento en algún lugar y a través de las paredes. Unos instantes después se oía el ruido de cristales rotos un poco más abajo.

—¡Jesucristo! —exclamó Finn con la respiración entrecortada.

Captó su propio rostro repentinamente rodeado de un extraño color en el espejo del tocador mientras corría hacia la puerta. La abrió de par en par y se alejó por el pasillo.

Por otras puertas asomaban rostros asustados, pero él fue el primero en salir. De la que debía ser su habitación salía humo. La puerta había sido arrancada por la explosión. Al acercarse notó en la garganta la peste parecida al olor de almendras amargas.

La habitación todavía estaba envuelta en sucio humo grisáceo. El légamo del producto químico se adhería a las paredes. La bomba había sido colocada tal vez en una caja de cartón, pues podían verse trozos de la misma, y colocada para que estallara al abrir la puerta del baño. La explosión había derribado la pared del cuarto de baño y un armario del lado opuesto. Por doquier se veía sangre, como si hubiese estallado todo un saco lleno. Entre ladrillos y azulejos rotos yacían cosas grotescamente reconocibles: trozos de costillas humanas, una mano, una media con una pálida pierna dentro. Un cuerpo mutilado yacía envuelto en la bata verde de una camarera del hotel.

Los rostros apabullados habían formado un semicírculo detrás de Finn. Luego llegaron otros abriéndose paso, un guardia de seguridad, el vicedirector, el doctor de la empresa. Al final del pasillo alguien chillaba histéricamente. Finn se alejó de allí.

—¿Quién? —preguntó Caragh en un frenético susurro. Le había seguido y estaba entrando en su cuarto—. ¿Quien podía hacerte esto a ti?

—Adivina. ¿Los «Vigilantes»? ¿El IRA? Muy poca gente me preferiría muerto. Sólo se me ocurre una persona que se tomaría la molestia de matarme, pero no me lo esperaba tan pronto. Ahora estoy seguro de que ha llegado el momento de salirme de todo esto.

—¿A Londres? ¿Ya?

—No voy a estar esperando que vengan por segunda vez. Tampoco puedo esperar a que la policía empiece a hacer preguntas sobre los últimos ocupantes de esa habitación.. Cuando las cosas estén más seguras te mandaré buscar.

—¿Lo dices en serio, Finn?

—Lo digo en serio —afirmó.

Y era verdad, pero no tenía tiempo para considerar las consecuencias de su promesa. Le acarició fugazmente la mejilla y salió; pasó frente a la gente aglomerada ante la habitación siniestrada y se dirigió hacia el ascensor.

En el hall de la planta baja tuvo un momento de pánico. Se estaba llenando de policías. La gente que pagaba la cuenta para irse debía someterse a registro minucioso del equipaje. Finn no llevaba maleta. Salió por la puerta al mismo tiempo que el equipo de una ambulancia se llevaba en un saco de plástico lo que pudieron reunir del cuerpo mutilado de la camarera.

Frente a la acera de la estación Great Victoria había un solo taxi y cuando Finn se le acercaba se disponía a partir. Nerviosamente, se quedó esperando unos minutos hasta que llegó otro.

—Hacia Aldergrove —ordenó—; lo más rápido que pueda.

Tenía que haber algún vuelo en la hora siguiente, a Londres, a Glasgow o a Birmingham, no le importaba. El país de Irlanda, norte o sur, cada minuto se le hacía más peligroso. No habría vuelto de Londres la noche anterior si no hubiese sido para tranquilizar a Caragh. Mejor dicho: para ver a Caragh. Ahora sabía que la mandaría buscar y que ella se iría con él. '

El viaje al aeropuerto se hizo en veinte minutos. El otro taxi de la estación también llegaba al aeropuerto y dejaba un pasajero frente al edificio terminal. El chófer que llevaba a Finn se colocó detrás. Finn salió, buscó su cartera y entonces reconoció al pasajero del otro coche que estaba entrando en el edificio. Era Partington.

Incluso por la espalda, con su abrigo de cuello de terciopelo y su gorro de piel de astracán, era inconfundible: una figura chaparra, apresurándose, con aire autosuficiente, cruzando frente a los policías de guardia y avanzando hacia el mostrador de la BEA donde entregaban los billetes reservados. En una de sus manos enguantadas llevaba una voluminosa cartera.

Finn se quedó un instante mirándolo estupefacto antes de darle al taxista las tres libras importe del viaje. Crecía en él la convicción que, a la vez, aumentaba su indignación. De repente tomaba forma todo el dolor, el miedo y los ultrajes para convertirse en odio hacia Partington. Sus manos le producían desazón. Deseaba golpear, arañar, humillar físicamente porque era lo único posible. Se detuvo a unos pasos del mostrador donde el gordinflón había presentado su ticket de reserva.

—Dentro de cuarenta minutos sale uno para Londres —le dijo la muchacha—. ¿Le sirve?

Finn se adelantó:

—¿Puede conseguirme billete para este vuelo? —preguntó. —Si el señor espera un momento...

Partington se volvió, pero no mostró sorpresa. Su expresión sólo denotaba el desdén del inglés por los extraños que no esperan en la cola. Bajo el ridículo gorro, con el cuello oculto bajo la pesada indumentaria, su cara se veía más fofa y más llena que antes, sus facciones se empequeñecían. No dijo nada y volvió a su posición anterior, tamborileando el mostrador con los dedos de los guantes, mientras rellenaban su ticket.

Otra persona atendió a Finn. La indignación le impedía incluso expresarse con claridad, explicar lo que quería. Tenían un asiento para él en el vuelo a Londres, pero había que comprarlo todavía y seguía esperando cuando Partington dejó el mostrador. Finn lo vio detenerse en la oficina de control y subir la escalera hacia el sector de salidas. Un minuto después tomaba la misma dirección.

De pie, sobre la escalera mecánica, miró primero hacia la cafetería y después hacia el bar. En la sala había poca gente. Vio que Partington se dirigía a los WC de caballeros, junto al bar. Lo hacía muy fácil, demasiado fácil. Así habría razonado Finn si no se hubiese hallado en tal estado de indignación. Estaba obsesionado por la necesidad de castigar al otro, de hacerle pagar algo por todo lo que había hecho. Las consecuencias no le importaban. Se dirigió hacia los lavabos deteniéndose en una mesa libre junto al bar para recoger una botella de cerveza vacía. Un minuto a solas con él era todo lo que quería, un minuto en el cual el miedo y el dolor se reflejasen en aquellas facciones jactanciosas.

Abrió la puerta y miró a la parte lateral. Partington estaba orinando dándole la espalda. La cartera estaba en el suelo junto a él. Estaban solos.

—jPartington!

Se volvió.

Finn dio un paso adelante, levantó la botella dispuesto a romper su cuello en el canto de la taza del urinario.

—Yo no me acercaría, Finn.

Se paró en seco. Partington tenía algo en la mano, que levantaba por encima de su hombro, y por la expresión de su rostro parecía dispuesto a arrojarlo. Era un frasco de boca ancha lleno de un líquido incoloro. Hasta la misma nariz de Finn llegaba el olor a almendras amargas.

—Nitrobenceno —dijo Partington—. Peligrosa mercancía.

Finn se quedó donde estaba. Si necesitaba una prueba de lo que Partington había hecho, allí estaba.

—Ya he notado que produce un gran estruendo —dijo.

—Mezclado a otras materias, sí. Intrínsecamente es sólo venenoso. Un poco en su rostro, Finn, y se muere. No en seguida, según me han dicho. La piel lo absorbe y ataca el sistema nervioso. Lentamente. Imagínese que me disponía a arrojarlo al retrete. ¡Qué casualidad! —Esbozó lo que pretendía ser una picara sonrisa. Nunca fue más evidente la frialdad que anidaba en sus entrañas—. ¿Pensaba darme una lección? No puede, ¿sabe?, no puede si se comporta como un estúpido gamberro. Si tiene algo que decirme, dígalo pronto, pero antes suelte la botella.

La ira de Finn se transformó súbitamente en un gran cansancio. Resignadamente soltó la botella en el cesto de las toallas de papel usadas. En todo caso, quizá tampoco la hubiera utilizado.

—Ha tratado de matarme dos veces —dijo—. Una en Dublín, y hoy en el hotel. ¿Es tan importante lo que sé? ¿Teme que le coloque en una situación embarazosa? ¿Tratará de matarme de nuevo?

—Quizá —Partington bajó el frasco de nitrobenceno, pero seguía conservándolo—. No espero que se convierta en un engorro, Finn. Sencillamente debo protegerme de la posibilidad de que lo sea. Es más limpio. Permitirá dormir tranquilos a varios personajes importantes,

—¿Porque yo sé que prepararon el asesinato de Kilshaw? ¿Que abastecieron al IRA con armas?

—Exacto. A veces, por alguna razón, puede presentársele la ocasión de revelarlo por su conveniencia. No digo que hubiera mucha gente que se lo creyera. No tiene la menor prueba ni otros testigos. Si lo tomara a la tremenda podría producir una conmoción. Preferiríamos que no se le presentara la ocasión.

—Hay otro testigo —dijo Finn—. Con Michael Hughes, También esperaba usted que muriera, ¿verdad?, que fuera asesinado por su propia gente o por los «Vigilantes» en las primeras horas que siguieron a la muerte de Kilshaw. Pero no ocurrió así.

—No tardaremos en encontrarle —contestó Partington—. Irá a la cárcel protestando y diciendo que Sullivaii le ha traicionado. Nadie se lo creerá. Sabe muy poco.

—Sabe más de lo que usted cree. —Finn hizo una pausa—. Anoche tuve con él una larga conversación. Intercambiamos toda la información de que disponemos. Nos pusimos de acuerdo sobre una especie de póliza mutua de seguros.

—¿Usted? —El chorro del agua del urinario que se produce automáticamente impidió a Partington hablar durante unos segundos. Cuando lo hizo su tono era escéptico—. ¿Trata de decirme que usted sabe dónde está cuando su propia gente no puede localizarlo?

—Fue Billy McGarry quien me dio la buena pista. Ayer mismo. Antes de que le mataran. ¿Tampoco lo cree? ¿Por qué no pide ver la ropa que llevaba cuando lo sacaron de los astilleros? Tenía en la muñeca un torniquete hecho con una corbata de seda. Recordará usted la corbata, la que llevaba yo el martes. Si todavía no está convencido, mire la marca de origen: Jermyn Street.

Partington se quedó mirándole sin expresión alguna, pero por primera vez desde que Finn le conocía parecía perdido, falto de recursos.

—Con Michael y yo llegamos a un acuerdo —prosiguió Finn—. Si usted lo hace matar yo me las arreglaré para que toda la historia sea divulgada de la forma más perjudicial para usted. Y viceversa. Ambos tenemos los hechos a punto de ser revelados. Utilizaremos la oposición, la prensa radical, todos los medios que tengamos a mano. La única manera de impedirlo es matarnos a los dos juntos, pero ya procuraremos que nunca nos encuentren juntos.

—¿Y si... no puedo impedir que la policía lo busque?

—Creemos poder manejar esta cuestión. Todo lo que queremos de usted, de su comité y del IRA es que nos dejen tranquilos. Es la única garantía de silencio que tiene.

Partington asintió muy lentamente, por espacio de medio minuto. Luego pareció darse cuenta de que llevaba el nitrobenceno en la mano. Estiró el brazo y lo vació lentamente en la taza del urinario.

—Muy bien, Finn. Lo dejaremos en tablas para no llamarlo jaque mate. ¿De acuerdo? Siempre creí que no era usted de fiar. Vamonos, porque a este paso perderemos el avión.