7
HABÍAN ABIERTO UNA NUEVA ZONA de especulación, pero el incidente no les permitió avanzar en sus indagaciones; no habían ido más allá de lo que ya sabían. Tanto Finn como Fortune eran perfectamente conscientes de ello y todavía lo tuvieron más claro cuando se encontraron al día siguiente, bajo el tibio sol otoñal. Era domingo. En coche recorrieron la orilla norte del río Lough y se detuvieron en una especie de mirador desde el cual se divisaba la corriente gris y levemente agitada.
—Sabemos dos cosas más que ayer —dijo Finn—. Sabemos que la caja fuerte de Kilshaw fue saqueada y estamos seguros de que su propietario no dio parte del robo a la policía. ¿Qué significa esto?
—Significa que le robaron algo comprometedor; que la persona que lo hizo, sea quien fuese, es la misma que escribió la carta a Partington.
—Muy bien, pero sigue siendo una prueba circunstancial. A mi juicio hay otra implicación. El personal del despacho de Kilshaw tuvo que enterarse del robo y él confió en su discreción absoluta. Por otro lado, los ladrones debían saber que el cofre contenía algo de valor. Es un asunto interno, entre familia, ¿me equivoco?
—¿Por qué no podían ser un par de rateros comunes y corrientes en busca de botín? Abren el boquete, echan mano al contenido y, de pronto, se dan cuenta del filón. ¿Vale?
—...y da la casualidad de que los rateros conocen el nombre y la dirección de Partington. ¡No vale! Un ratero en sus cabales no carga una perforadora a gas para abrir un boquete en el cofre desconocido de un despacho desconocido con la esperanza de encontrar una fortuna. Necesitaban información previa. Necesitaban saber que se trataba de una caja de caudales anticuada, de metal vulgar, sin las modernas aleaciones refractarias. Los cofres modernos no se abren de ese modo. Por lo menos, tuvieron que operar dos para cargar el equipo con los cilindros y otras herramientas y hacer la faena en un tiempo prudencial. Y, sin embargo, el trabajo huele a chapuza de aficionados. Paddy Keefe dice que la puerta del despacho ha sido reemplazada, lo que significa que la rompieron en vez de forzar la cerradura. ¿Sabemos algo del personal del despacho de Kilshaw?
—Sabemos que tiene un secretario que lleva trabajando con él dieciséis años, desde que se estableció por su cuenta. Sabemos que en la plantilla hay dos oficinistas empleadas desde hace ocho y diez años respectivamente. Hay un joven que cursa segundo año de Derecho, y un chaval de dieciséis años que prepara el té y hace los recados.
—¿Algún despido reciente? ¿Alguna dimisión?
—Según el fichero de la Seguridad Social, ni uno en los últimos tres años, desde que empezaron los disturbios y el negocio va de capa caída. Una tercera empleada fue despedida, pero ya no ha sido reemplazada. Ahí no hay por dónde agarrarlo, Harry.
Finn contempló la otra orilla del Lough y después volvió a mirar la carretera. Había poco tráfico. El tiempo excesivamente frío no sacó las familias de sus aparatos de televisión para dar el clásico paseo dominical. Sintió el cerebro vacío. Sabía que, poco a poco, había agotado las ideas.
—¿Puedes decirme algo más? —preguntó Finn mecánicamente.
—Sólo que los informes que pedí a mi contacto en el Colegio de Abogados llegaron esta mañana. No ha cometido ninguna infracción, excepto una de tráfico.
—¿Por qué fue denunciada ante el Colegio de Abogados?
—Porque así se le ocurrió a un policía excesivamente quisquilloso.
—¿Tienes copia?
—Aquí está.
La carta llevaba fecha de octubre de 1969 y estaba firmada por el inspector jefe del cuartel del RUC y redactada en un tono santurrón. En interés del Colegio y de su colegiado, el señor J. C. Kilshaw, el firmante consideraba pertinente advertirles que el coche del señor Kilshaw tuvo que ser retirado en grúa de un cruce de peatones donde se hallaba aparcado indebidamente la mañana del 19 de septiembre.
Aunque la denuncia extendida por el agente de turno sigue su curso normal (proseguía la carta) debo insistir, con la máxima energía, en la gravedad de ese tipo de infracciones para la seguridad de las vías y carreteras, delitos que los tribunales suelen castigar con retirada del permiso de conducir y una multa considerable.
La denuncia concluía expresando la esperanza de que el organismo profesional ante el cual respondía Kilshaw —el Colegio de Abogados— amonestara al infractor para que, en lo sucesivo, no incurriera en semejante falta.
Naturalmente, el Colegio de Abogados desestimó la petición del escrupuloso agente de tráfico, pero la carta fue archivada.
—Lo único que me interesa —dijo Finn— es saber por qué no han abierto el expediente reglamentario a esa infracción
—Influencias —contestó Fortune—. Había sido ministro del gobierno provincial y, para entonces, ya era caudillo de los «Vigilantes». Probablemente uno de sus compinches de la Orden de Orange logró que en el RUC rompieran la citación extendida por el agente de turno.
—Valdría la pena indagar en el asunto.
—¡Vamos, Harry! Estás dando palos de ciego.
De todos modos Fortune lo verificó, con ayuda de su «contacto» en la policía que al día siguiente pudo dar un vistazo al fichero de la División de Tráfico. Allí constaba que el Rover de Kilshaw fue retirado de un cruce de peatones en el extremo norte de la calle York, el día 19 de septiembre de 1969 a las ocho cincuenta minutos de la mañana. El agente de tráfico que extendió la papeleta por triplicado llamó a la grúa. Inmediatamente después aparecían señales de una apresurada intervención para echar tierra al asunto: una nota ordenando que soltaran el coche dirigida a la policía de tráfico y una convocatoria al infractor redactada por la autoridad competente, convocatoria que nunca fue entregada al destinatario. La explicación que se daba a semejante irregularidad hacía hincapié en los detalles técnicos y fue redactada por el jefe superior, y adjunta a la convocatoria no entregada, pero sí archivada.
De modo que Fortune tenía razón: las influencias habían intervenido con celeridad y eficacia. No podían seguir inculpando al sujeto, pero Finn se quedó con las dudas, insatisfecho, intrigado de que Kilshaw se hubiese tomado tantas molestias para no pagar una pequeña multa por estacionamiento prohibido.
Trabajaron doce días sin encontrar nada que pudiera darles un solo indicio de la información que buscaban, suponiendo que alguien tuviera esa información. Seguían obsesionados en un hecho único y aislado: la caja fuerte saqueada.
Ya desesperado, Finn decidió vigilar a Kilshaw durante una semana, período que se marcaba como prueba. Parecía la cosa más fácil pero, en realidad, fue más difícil que compensador. No podrían abordar ellos solos semejante tarea, pero Partington se oponía terminantemente a la incorporación de refuerzos por entrañar riesgos suplementarios a los que ya corrían de ser detectados. En esos días los hombres de la Rama Especial del RUC no se alejaban mucho de Kilshaw, y los guardaespaldas «Vigilantes» estaban constantemente con él; tratar de vigilar su domicilio en tales condiciones habría provocado camorra. Finn y Fortune se limitaron a trazar, en lo posible, sus desplazamientos, con la esperanza de descubrir alguna incongruencia, algún acto injustificado o reuniones y entrevistas cuyo significado pudiera aportar algún elemento a la investigación.
Los desplazamientos de Kilshaw podían preverse bastante bien de un día a otro. A las nueve de la mañana iba a su despacho desde el cual activaba la mayoría de sus asuntos políticos y profesionales. En esos días recibía más «Vigilantes» que clientes. La organización crecía cada día haciéndose más audaz y amenazadora. En pleno Belfast se veía a grupos de hombres en uniforme paramilitar en pleno día, armados de pistola o fusil, desafiando prácticamente a las fuerzas de seguridad. Walter Barnett, su incondicional, era uno de los visitantes más asiduos. Barnett era un joven pálido, de pelo rojizo y encrespado que también asistió la misma semana a una reunión del comité Shankill Distress y a una sesión del Consejo de Administración de la Sydenham Holdings Limited a la que asistió igualmente Kilshaw.
En realidad, Kilshaw paraba poco en casa, incluso de noche. Éstas las ocupaba con reuniones, conferencias y viajes a otras sucursales del movimiento, pero reservaba dos noches por semana (lunes y miércoles) para su recreo y solaz. Solía jugar al squash en un club campestre de la Orden de Orange situado en la carretera de Ormeau. Generalmente cenaba allí mismo y hacía tertulia de sobremesa con algunos de sus correligionarios hasta las once y media. Si excepcionalmente tenía una noche libre, se iba directamente de la oficina a su casa y de allí ya no salía. Como mucha gente en nuestros días, el matrimonio Kilshaw no asistía con frecuencia a veladas sociales. Su único hijo estaba casado y residía en Canadá
—Total: no sabemos nada de nada; no hemos averiguado nada —constató Finn—. Hay que reconocerlo y afrontarlo.
Todavía no eran las nueve de la mañana del último día de la semana que se habían fijado como período de prueba. Ya habían comprobado que Kilshaw llegaba a su trabajo. Sin tener nada que hacer deambulaban por la ciudad a bordo del Austin. Al objeto de no encontrarse con alguna patrulla del ejército —o con una banda de «Vigilantes»— preferían no detenerse. Fortune exclamó:
—No te hagas mala sangre, Harry; después de todo tampoco nos hacíamos ilusiones.
—Voy a decirle a Partington que no hay nada que hacer, que arrojamos la toalla.
—No le gustará ni pizca.
—Si cree que puede hacerlo mejor, que venga y lo intente —Finn, ensimismado, se frotó la piel descolorida y tensa de su mejilla—. Le tiene apego a este país, ¿verdad?
—Se especializa en él desde hace mucho tiempo. Durante la guerra lo destinaron a Dublín con una especie de equipo de enlace. Operaban con relación a la prisión de Mountjoy, nada menos.
—¿Enlace? Irlanda del Sur era neutral, ¿no?
—Lo era, pero a la irlandesa. Los sentimientos del puebla eran evidentes; sólo tienes que fijarte en los miles de irlandeses voluntarios en las fuerzas armadas británicas. Los pilotos que caían en territorio irlandés eran internados, todos: aliados y alemanes sin distinción pero, no sé por qué, los aliados se las arreglaban siempre para escapar del Norte. Sólo había algunos germanófilos recalcitrantes y estaban en el IRA, no por simpatía hacia los alemanes sino por antibritánicos. ¡Ah!, sí, señor, sí, ya lo creo que se colaboraba, aunque no sé exactamente qué pito tocaba Partington en todo eso.
El coche se metió por la calle York. Finn reconoció el cruce donde tres años atrás habían retirado el coche de Kilshaw con la grúa. De repente se le ocurrió una extraña conjetura.
—Este sitio —murmuró como para sí mismo—. ¿No sería el sitio lo importante?
—¿De qué estás hablando, Harry?
—El asunto del estacionamiento prohibido. Mandó retirar la denuncia y llegamos a la conclusión evidente de que quería impedir su comparecencia ante un tribunal. ¿Y si se tratara de algo más circunstancial? ¿Y si fuese esta calle York lo que quería enterrar? ¿Comprendes? Habría tenido que figurar esta dirección en las diligencias, en el Sumario presentado al Tribunal. Seguramente habría salido en los periódicos.
Fortune paró el coche.
—¿Estás diciendo que Kilshaw hacía algo por aquí que no debía hacer?
—¿Por qué no?
—¿A las nueve menos diez de la mañana de un viernes?
Finn tuvo que admitir que su hipótesis tenía una base endeble. La calle era una de tantas en las inmediaciones del centro de la ciudad, algo descuidada; en parte comercial, en parte residencial: una hilera de casas de tres pisos frente a una hilera de tiendas y un templo metodista.
—Es una probabilidad —prosiguió Finn—. Una probabilidad muy escuálida, pero la única que tenemos. Alguien, en este vecindario, podría recordar el incidente.
—Pues adelante: Vamos a preguntar. ¿De qué nos disfrazamos?
—De agentes de una Compañía de Seguros.
Finn era perro viejo en el oficio. Había conocido épocas en que, tras semanas y semanas de buscar sobre una pista falsa, de repente era recompensado encontrando una vía que se cruzaba con otra: la buena pista. Y ese día, sin necesidad de atar cabos, dos caminos parecían encontrarse por su propia inercia.
Las tiendas no habían abierto todavía y decidieron empezar por las casas. El primer timbre que apretaron era el de la puerta de una tal señora Downey, una ancianita ciega, menuda y vivaracha como un gorrión. Acababa de preparar el té e insistió en llevarles a la cocina para compartirlo.
El marido de la señora Downey llevaba treinta años muerto; lo mató la misma bomba alemana que la dejó ciega. Había transformado la casa. Ella vivía en la planta baja y alquilaba los dos pisos independientemente. En su vida no ocurría nada especial y por este motivo conservaba fresco en la memoria lo que había pasado tres años atrás.
—No creo que pueda ayudarles, caballeros, pues nunca vi al hombre en cuestión. Sólo la señorita Hughes podría informarles, pero se fue hace tiempo.
—¿La señorita Hughes?
—Claro, la chica del último piso. No tengo la menor idea de dónde pueda estar ahora. Por su acento era de Belfast, pero recuerdo haberle oído decir que nació en Dublín. Quizás haya regresado al Sur. Fue ella quien bajó a pedirme si podía utilizar el teléfono y trajo al hombre sin decirme quién era, ni ese día ni nunca. Oí que, por teléfono, le decía a alguien que la policía había retirado su coche y pedía que hicieran algo sobre el asunto. Aunque, no sé si debería contarle todo esto. ¿Dicen que hay una reclamación ante el Seguro?
—Una reclamación contra el conductor de ese coche. Estamos buscando su rastro.
—¿Desde hace tres años? —preguntó la señora Downey con cierto recelo.
—A veces se tarda incluso más —dijo Finn sorbiendo su té y mordiendo una galleta de la señora Downey—. Tenemos que estar seguros de que se trata del mismo hombre. ¿Mencionó la marca del coche?
—¡Oh!, yo no entiendo nada de coches.
—¿Un Rover negro?
—Puede que sí, eso es: un Rover.
—¿Había estado antes en esta casa?
La ancianita titubeó. Los ojos azules y brillantes, pero invidentes, no cambiaron de expresión, pero su boca se contrajo en un mohín:
—Sí, había estado antes. No sé qué decir sobre esto. La moralidad de la joven no es de mi incumbencia. —Finn esperó—. Siempre me dije que era cosa suya. La chica era un encanto y él subía dos veces por semana, un par de horas, no más, el lunes y el miércoles por la noche. Yo sabía lo que significaba aquello.
—Conque jugando al squash, ¿eh? —murmuró Fortune.
—Sabía perfectamente lo que se traían. El hombre debía estar casado. Era siempre el mismo, cada lunes y cada miércoles. Le reconocía por sus pasos en la escalera. Supongo que debería estarle agradecida a la señorita Hughes de que sólo hubiera uno. Una chica tan decente; una católica, ¿se dan cuenta? Aquello no me gustaba nada, pero nada. Sin embargo, no intervine, nunca se lo mencioné. Un día se acabaron las visitas y ella se mudó a otro sitio. No hubo motivo para que le guarde rencor. ¡Con las cosas que ocurren en estos tiempos, Dios santo! Espero que ustedes no se metan en este asunto, caballeros. No quisiera que la chica tuviera problemas.
—Pierda cuidado. Gracias. Nos ha ayudado mucho.
Una vez en la calle, Finn y Fortune se miraron entre eufóricos e incrédulos. ¿Habían encontrado el filón?
La señorita Hughes tenía el mismo apellido que la oficinista de Kilshaw despedida un mes después del incidente. La señora Downey la describió a su manera. Fortune necesitó diez días para localizarla en casa de su madre en Stillorgan Road, cerca de Dublín y, desde allí, a la casa de Coolnasilla Park.