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SEAMUS FORTUNE ABANDONÓ EL CLUB TOOLEY'S, en Ardoyne, a las dos de la madrugada y con las prisas que le permitía la cortesía. Tooley's era un club por una razón única y bien sencilla: no necesitaba el permiso exigido a una taberna y, por consiguiente, podía estar abierto sin atenerse a un horario tope. Si algún indiscreto, un comité o un socio cualquiera hubiese metido sus narices en las interioridades del Tooley's habría descubierto que ni siquiera tenía autorización como club. Lo que sí tenía era grandes reservas de alcohol vendido a precios tan sacrificados que ni el patrón más entrometido osó jamás preguntar de dónde procedía.

Pero Fortune encontró útil el Club Tooley's por otros motivos: era el mercado central de los rumores y chismorrees del país. Lo que ocurría en cualquier club republicano, tarde o temprano se sabía en el Tooley's, y las horas que allí pasara Fortune bebiendo y escuchando fueron bien empleadas.

Sacó su Austin del aparcamiento, lo puso rumbo a Crumlin y partió hacia la ciudad. Estaba contento de poderle hacer un favor a Finn. Fortune era hombre concienzudo y tenía cierto remordimiento por haber dejado al inglés en la estacada. Le prometió ser todo oídos y las noticias que le traía compensarían los contratiempos que pudo ocasionarle su renuncia.

Dio la vuelta en la calle Tennent para tomar la carretera de Shankill. Era territorio de los «Vigilantes», pero no podía eludirlo a menos de alargar el itinerario. En los muros se leía: «AQUÍ NO QUEREMOS PAPA», o bien: «JAMES KILSHAW, POR DIOS Y POR EL ULSTER».

Pensó telefonear desde la cabina situada tras la estación del autobús, y lo único que le daba miedo era que Finn no estuviera en el hotel. Si no estaba le esperaría. Las noticias eran demasiado importantes para esperar la mañana siguiente.

Pero llegó tarde. La carretera estaba interceptada. Demasiado tarde para parar, dar la vuelta o salir. Habría sido lo más seguro a condición de que no hubieran disparado contra él al intentarlo. Varios hombres apostados en barricadas de bidones de petróleo vacíos bajaron de las aceras para rodearle. Uno de ellos llevaba una pala y los otros iban provistos de porras. Los vistosos brazaletes de los «Vigilantes» se destacaban sobre las mangas de la guerrera color parduzco. Fortune detuvo el coche, se humedeció los labios y bajó el vidrio de la ventanilla. Una linterna eléctrica enfocó insolentemente su rostro.

—¿Adonde va?

—A la ciudad.

—¿Dónde vive?

—En Antrim Road —dijo cauteloso, sin especificar.

—¿Tiene algún documento para identificarse? ¿Permiso de conducir?

Asintió con un movimiento de cabeza y sacó la cartera. Procurando no mostrar lo nervioso que estaba, permaneció callado. Era muy fácil hacer chistes sobre esos comediantes, pero no cuando te acorralaban en una calle desierta. Mentalmente le pedía a Dios que apareciera una patrulla del ejército, otro coche o lo que fuera. Entregó su permiso de conducir al hombre de la lámpara quien enfocó el chorro de luz sobre las páginas del librito.

—Fortune —leyó en voz alta, y luego—: ¿Seanius?

Le bastaron dos segundos para identificar el nombre católico. De repente, el chorro de luz pasó del librito al rostro de Fortune.

—¡Salga! —ordenó tranquilamente el «Vigilante».

—¿Para qué?

—Salga y no pregunte. Está en zona lealista. Tendrá que explicar qué hace por estos barrios.

—Nada; iba de paso. No tienen derecho. ,

—Aquí es Kilshaw quien hace la ley. Tenemos todos los derechos.

El pánico se apoderó de Fortune. El motor del coche seguía en marcha. Puso primera, pero antes de que pudiera sacar el pie del embrague alguien había sacado la llave de contacto. Se inclinó con todo el cuerpo hacia la puerta que daba a las barricadas, abrió y se dejó caer fuera. Tenía ciertas nociones sobre el arte de atravesar una barricada, pero en ese momento lo único que se le ocurría era correr, correr sin rumbo fijo.

Los «Vigilantes» habían acudido en tropel y rodeaban el coche. Cuando él se incorporaba, el canto de la pala le dio en la mejilla y en la mandíbula, haciéndole tambalearse.

—¡Bastardo!

—¡Jodido bastardo! ¿Qué tratas de ocultar?

Esa vez pudo eludir el segundo golpe que sólo le rozó un lado de la cabeza. Los «Vigilantes», siete u ocho, le rodeaban con sus porras, pero él se lanzó sobre la cubierta del coche y logró burlar el cerco. Echó a correr y los otros fueron en su persecución. Entre los bidones vacíos que formaban la barricada había una especie de apertura, lo suficientemente ancha para darle paso. Alguien le dio un porrazo, pero no le alcanzó por unos centímetros. Luego se sintió jadear sobre la calle desierta seguido de pasos confusos y de improperios. Lo que más temía era encontrarse con otro grupo de «Vigilantes».

La calle se llenó de ruidos de disparos y junto a su oído silbaban las balas. Se metió en una oscura entrada a su izquierda rezándole al santo de su devoción para que no fuera un callejón sin salida. No lo era. A unas veinte yardas había otra esquina y Fortune se fue corriendo hacia esa dirección. Corazón y cerebro brincaban al unísono, aterrorizados, porque todavía le parecía ver a sus perseguidores.

A lo lejos se divisaban las luces de la carretera de Shankill, y más allá el barrio católico de Falls. Mientras no llegase allí no podía esperar refugio entre los hogares protestantes. Y entonces estalló en sollozos entrecortados.

Corrió hacia el último cruce antes de llegar a Shankill y de repente captó sombras movedizas en la calle segundos antes de tropezar con alguien en la esquina. Algo caliente se derramó en su mano y el hombre contra el cual había chocado lanzaba maldiciones a granel. Fortune perdió el equilibrio y se cayó de bruces. Dando vueltas se detuvo en el canto de la acera, sin fuerzas para incorporarse.

De nuevo enfocaron una linterna eléctrica a su rostro. Alguien recobrando aliento velozmente había agarrado la culata de un fusil ametrallador. Con retraso registró el puro acento inglés de los tacos. Miró hacia atrás: los «Vigilantes» eran mantenidos a raya a unas treinta yardas de distancia. Estaban frenéticos como sabuesos a los que se niega la presa. Tuvieron que retroceder ante la aparición de los «paras» de la patrulla con la cual había tropezado Fortune.

En la puerta posterior de uno de los vehículos blindados, el mayor Howarth se servía más té para sustituir el que había derramado Fortune. Se acercó sosteniendo la taza con sus manos enguantadas.

—¡Vaya, vaya, qué casualidad! —dijo—. Seamus Fortune, el detective privado. Tengo la impresión de que deseamos hablar con usted.