31

DURMIÓ TRES HORAS METIDO EN UN SACO sobre el camastra de su cabina de popa. Cuando despertó sintióse repuesto, descansado, mejor que nunca o, por lo menos, desde hacía mucho tiempo. Se afeitó con su máquina de pilas, se lavó con agua fría que él mismo sacó de la cisterna de proa, se mudó de ropa; camisa limpia, pantalón de pana, una chaqueta de cuero... Colocó la ropa sucia y el bolso de aseo en el pequeño saco de viaje que se había llevado a Francia. Se miró fugazmente en el espejo roto que colgaba junto al camastro y vio que sus facciones seguían distorsionadas por el tratamiento de radio, como si no fuesen realmente las suyas. Sin embargo, la travesía por mar le había dado un aspecto sano y robusto.

Aparecieron las primeras estrellas en el firmamento. Río arriba, tras las elegantes siluetas de las mansiones de la época del rey George que bordeaban el malecón, el cielo conservaba aún el arrebol del sol poniente.

A las seis menos diez salió del remolcador y paseó por el muelle dejando atrás la fábrica de gas y los depósitos de carbón. En la taberna desde la que había intentado llamar a Partington, una de esas desoladoras tabernas de Dublín que tienen el tamaño de un salón de baile, entró de nuevo en la cabina y llamó a otra no lejana: la de la oficina central de correos.

La voz irlandesa-londinense de Sullivan era inconfundible, incluso en un monosílabo.

—¿Sí?

—Soy Finn.

—Esté en el remolcador dentro de media hora. Solo. Y no vuelva a dejarlo.

—¿Traerá usted...?

Había colgado. Finn se encogió de hombros y dejó el auricular en su sitio. Podía haberse ahorrado la llamada. Otro golpe de teatro irlandés porque Sullivan ya debía estar enterado, por Muldoon, de la llegada del remolcador. Preparativos tan perfectos seguían preocupándole y no lograba explicárselos. Temía que Partington los subestimara.

Pasó en el bar la media hora que le quedaba, tomando dos whiskys, un bocadillo y leyendo el diario. El periódico estaba lleno de Kilshaw y de rumores sobre guerra civil; la tensión en el Norte estaba a punto de estallar. También tuvo que rechazar una ramera que le abordó, una bonita muchacha con un filo desesperado en la voz y unos ojos que le recordaron los de Caragh. En los últimos días no había pensado mucho en Caragh, pero, súbitamente, la echó de menos. Luego pensó que debía estar en Dublín. Recordarlo le produjo cierto desánimo. No podía arriesgarse a llamarla por teléfono. Se iría esa misma noche sin poder averiguar cuándo volvería a verla. ¿Desearía verlo ella? Sí. La respuesta no podía ser otra. Todavía le asustaba un poco la habilidad con que la chica consiguió penetrar en su alma, extrañamente muerta.

Sin prisa y casi paseando, se dirigió hacia el remolcador. Diríase que disponía de mucho tiempo, sin tener en cuenta la advertencia que le hiciera Sullivan, No creía que los hombres del IRA se presentasen tan pronto y llegar antes que ellos no tenía sentido. No obstante, su instinto le aconsejó detenerse unos instantes tras los barriles amontonados sobre el muelle para observar el «Astrid» antes de acercarse a él. Se hallaba a oscuras. Una ola sin brío le balanceaba suavemente. Sobre el puente se movió una sombra.

La mano de Finn, involuntariamente, se fue hacia el sitio donde solía llevar la pistola. Pero no estaba. Rápidamente se percató de que los hombres de Sullivan habían llegado temprano, contrariamente a sus suposiciones. Había visto perfectamente la silueta de una persona que se movió entre la cabina del piloto y el enorme tubo de lona de la ventilación. Lo vio fugazmente porque en seguida se ocultó en la sombra. Reapareció y, cautelosamente, salió a la luz estelar cruzó la pasarela y salió rápidamente al muelle.

Finn esperó a que el hombre le pasara delante y, a corta distancia vio un fulgor rojizo y minúsculo, como si el fantasma fumase un cigarro barato.

—¡Alto! —ordenó.

Las manos del intruso se alzaron automáticamente; en una de ellas conservaba el puro ordinario. Sin cambiar de posición miró por encima del hombro.

—¡Harry!

—No se mueva. ¿Qué hace aquí?

Fortune escudriñó la tiniebla para verle.

—¡Jesús! i Vaya susto que me has dado! Tienes nervio, Harry, y eso que no vas armado.

Bajó los brazos y se acercó a Finn,

—¿Qué quieres? —preguntó sin recobrar confianza.

—¿Que qué quiero? ¡Verte! Hace una semana que busco la manera de hablar contigo.

—¿Y cómo diablos me encontraste?

—Ya sabes como trabajo, Harry. Susurros, rumores y amigos de amigos. Te he buscado por todo Dublín.

—¿Por qué en Dublín?

—Tuve un presentimiento, eso es todo. Espera a que te lo cuente.

Finn examinó el rostro de Fortune a la tenue luz que llegaba del alejado farol de la calle. Era un rostro diferente sin poder precisar en qué; los ojos parecían haberse hundido tras las largas pestañas. Se veían restos de un hematoma enorme en su mejilla izquierda.

—Te cascaron, ¿verdad?

—Fueron los muchachos de Kilshaw. Lo que me hicieron después se llama interrogatorio en profundidad. No te ponen la mano encima. No tienen necesidad de ello.

—¿Hablaste?

—Hablé, se lo conté todo, Harry. Todo lo que sabía de ti, de mí y de Kilshaw. No presento excusas. Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo.

Finn se encogió de hombros.

—Al punto donde estamos, ¡qué más da!

—A ese Crombie los «Vigilantes» lo tienen en el bolsillo. Y Howarth sólo piensa en aplastar al IRA-comunista-revolucionario. Su obsesión es utilizada por los otros. Cuando vuelvas allá te harán la vida imposible.

—No tengo intención de volver.

—Pero no es esto lo que he venido a decirte.

Fortune se colocó de nuevo el cigarro en la boca, estaba apagado y lo arrojó al río, cuyo discreto discurrir podía oírse en el súbito silencio que se produjo.

Finn seguía mirando atentamente el muelle; todavía no había señales de vida ni dentro ni fuera del remolcador.

—¿Estás haciendo algún trato con Sullivan?

—¿Qué sabes tú de esto?

—Nada, pero hago mis conjeturas. Crombie insistió en que tú ibas a entenderte con el IRA, a hacer una componenda para sacar a Kilshaw de la circulación. Comprendí por lo que dijo, que debiste llegar muy cerca de lo que tú y yo estuvimos buscando. Esto me trajo a Dublín; pensé que donde estaba Sullivan estarías tú. No tengo la menor idea de lo que te traes con él, Harry. Sólo me permito desearte que Sullivan cumpla con su parte en el trato.

Se hizo de nuevo el silencio y pudo oírse el murmullo del río a dos pasos. Finn inquirió:

—¿Qué quieres decir con esto?

—Te diré lo que sé, ni más ni menos. ¿Recuerdas el martes pasado? Fue la noche que le encargaste a Paddy Keefe que te abriera una cerradura. Esa misma noche me echaron el guante. En el intervalo estuve bebiendo con Paddy en el Ardoyne. No olvides una cosa: Paddy también se dedica a falsificar papeles. Últimamente sacaba mucho dinero con esa chapuza y esa noche lo estaba celebrando. Normalmente es discreto, pero esa noche estaba borracho y hablaba con un viejo amigo. Dos cosas le preocupaban; tanto le molestaban que quiso contármelas para desahogarse. Dos coincidencias y ambas nos conciernen a ti y a mí. La primera se refería a nuestra operación R y E, o sea al encargo que le hicimos de abrir la caja fuerte de Kilshaw. No dijo nada ese día, pero según me confió, se llevó una buena sorpresa al saber de qué despacho se trataba, pues poco antes él había hecho un documento imitando la escritura manuscrita del titular de ese despacho y por encargo de un cliente.

—¿La escritura manuscrita de Kilshaw? ¿Hablas en serio?

—Como lo oyes, Harry. Naturalmente quise sonsacarle el nombre del cliente, pero no me lo dijo pese a estar como una cuba. Pasó a la segunda coincidencia, que resultó tan interesante como la primera. Quienquiera que fuese su cliente lo llevó a una casa para recoger el material que deseaban falsificar y de ahí se fueron a otro lugar donde Paddy efectuó el trabajo bajo supervisión del cliente. La primera casa era la misma a la que tú le habías conducido aquella noche para abrir la cerradura sin violentarla,

—La casa de los Hughes —dijo Finn con aire distraído.

—En seguida lo comprendí —dijo Fortune— y, naturalmente, establecí el nexo: Con Michael Hughes-IRA-Sullivan. Le habría preguntado más cosas, pero se desplomó como un saco y no hubo manera de reanimarlo. Luego me fui corriendo a avisarte y entonces me echaron mano.

El cerebro de Finn no daba abasto. Unos metros más abajo el remolcador se balanceaba mecido por el oleaje de la marea nocturna; sus defensas de goma rechinaban al chocar con la pared de cemento.

—¡Santo Dios! —exclamó aturdido—. ¿No dijo de qué falsificación se trataba? ¿Qué palabras escribió?

—Nada.

—Pues será bueno que sepas lo siguiente: en las próximas horas Sullivan tiene que entregarme un legajo de papeles que, según dice, pertenecen a la empresa de Kilshaw y prueban que ha estado robando a su propia gente para comprar armamento ilegalmente. La parte esencial de dichas pruebas la constituyen «entradas» registradas por Kilshaw de su puño y letra. Si han sido falsificadas valen menos que nada. Si pudiera estar absolutamente seguro...

—Te he repetido las palabras de Paddy Keefe —dijo Fortune.

«Sí, y encajan en el asunto», pensó Finn. De repente, la revelación contestaba a toda una serie de interrogantes que le preocupaban cada vez más: la escritura de Kilshaw; la táctica dilatoria de Sullivan; el procedimiento previsto para el intercambio... Resultaba una ironía del destino el hecho de que Partington tratase de embaucar a Sullivan cuando a el lo engañaban con los documentos.

—Necesito tu ayuda —dijo Finn.

Fortune se mostró inquieto.

—No puedo meterme en esto, Harry, no puedo.

—No tienes que meterte en nada. Sólo quiero que me lleves un recado.

—Bastante arriesgué viniendo hasta aquí, Harry. Lo hice por ti, por ti personalmente.

—Y lo que voy a pedirte también es para mí. Escucha —en pocas palabras le explicó en qué consistía el trato con Sullivan—, tengo que estar aquí para recibirle. Debo confrontarlo con lo que tú has averiguado. Si el material está falsificado, si ha amañado todo este tinglado para apoderarse de los fusiles, no me dejará partir para evitar que yo se lo cuente a Partington. Probablemente se pondrá furioso. Podemos estropearle el plan avisando a la policía. Y, naturalmente, yo iría a parar al fondo del río Liffey.

—¿Por qué no escapas ahora que puedes?

—Porque necesito saber. Si pese a todo el material es auténtico, debo llevármelo. Partington es uno de esos hombres ante el cual no puedes presentarte con las manos vacías.

—Sí, no me cabe la menor duda —dijo Fortune con reticencia.

—Tú vas a hacer lo siguiente: Partington se encuentra en un coche estacionado en Peterson's Lane, a medio kilómetro de aquí. Vete a verle ahora mismo. Cuéntale lo que sabes, adviértele que Sullivan puede intentar jugarnos una mala pasada y dile que espere más información. Luego regresas aquí y te escondes tras los barriles. Estarás a buen recaudo. Espera que llegue Sullivan y su cuadrilla. Dame veinte minutos para dejar la nave y reunirme contigo. Esto querrá decir que todo va bien, que tengo los papeles auténticos. Si no aparezco, vuelves donde está Partington y dile que se vaya, que denuncie a Sullivan antes de que escape, llamando a la policía por teléfono. Después puedes desaparecer.

—¿Y te dejo a ti como rehén?

—Para sacar los fusiles tendrán que utilizar un perforador de autógena —dijo Finn—. Necesitarán más de una hora y no quieren echarlo todo a perder. Nada de asesinatos estruendosos, al menos mientras no acaben la faena de descargar. No puedo dejar que saquen los fusiles de su escondite. Si hay suerte, la policía debería llegar mientras tanto.

—Si tú lo dices, Harry...

—¡Ah!, y otra cosa, ¿tienes tu pistola?

—Sí.

—¡Préstamela!

Fortune vaciló un instante, pero acabó metiendo la mano en el bolsillo interior de su abrigo y sacó la pesada Colt 45.

—Toma, la llevo encima desde el asunto con los «Vigilantes». Aquello me puso algo nervioso. ¡No te duermas, Harry!

Fortune abandonó el muelle y desapareció en el callejón que conducía a la parte trasera de la fábrica de gas. Finn regresó al «Astrid». Lo primero que necesitaba era un lugar donde esconder la pistola. En el refectorio había una mesita de acero empotrada en un rincón. Se fue al cuarto de máquinas, encontró un rollo de cinta aislante en el banco de taller, se lo llevó y pegó la pistola bajo la mesita de acero. Acordándose de lo que le pasó a Barnett, procuró que el gatillo y las partes móviles quedasen al descubierto, sujetándola de manera que la cápsula del posible disparo no bloquease la recámara. El seguro estaba a la izquierda. Por primera vez violó la sagrada regla: retiró el seguro. La pistola estaba inclinada en posición de disparar.

¿Le había engañado Sullivan? Cuanto más pensaba en ello más probable le parecía. Se había preparado todo, desde el comienzo, a favor de Sullivan. Finn intentó varias veces advertir a Partington, pero éste no hacía caso. ¿Por qué? Era un tonto engreído y confiaba demasiado en su flamante informador en el seno del movimiento. Si esta fuente no había logrado —y todo parecía indicarlo— alertarles sobre los propósitos de traicionarles, tampoco podían fiarse de la exactitud de sus otras informaciones, a saber, el lugar donde Sullivan pensaba esconder las armas. Finn estaba decidido —con una obstinada vehemencia que a él mismo le asombró— a que Sullivan no se saliera con la suya. Y esto sólo podía hacerlo en esa ocasión: no habría otra.

Tenía miedo, pero era un miedo controlado que, en vez de disminuirlo le vigorizaba, aportando una agudeza a su pensamiento y movimientos que le permitían actuar con precisión. La experiencia no podía abolir el miedo, pero sí ayudaba a afrontarlo.

202

El refectorio del remolcador estaba alumbrado con una lámpara de gas a presión. Buscó dos lámparas más y las colgó a babor y estribor, sobre la caja de registro que conducía a los depósitos. Encendió la estufa de petróleo con la que calentaban el comedor, tomó asiento muy cerca, dejó reposar su cerebro y esperó.

El calor que desprendía la estufa cargó la atmósfera de la pieza. Dio un par de cabezadas de cinco y diez minutos, pero despertó inmediatamente al oír ruido de pasos y rumor de toses en la parte alta del muelle. No eran los hombres de Sullivan. En el mismo muelle había otros barcos amarrados y, ocasionalmente, pasaban por allí marineros, vagabundos y algún borracho. Volvió a quedarse dormido.