16
CONDUJERON A FORTUNE A UN CUARTO que —cosa extraña— carecía de ventanas. La luz de una lámpara que pendía del techo era tan potente que se quedó unos segundos deslumbrado y no reconoció al hombre sentado junto al mayor Howarth tras una mesa de caballete que les servía de parapeto. Una vez acostumbrado al chorro de luz identificó al subinspector Crombie. A su derecha y de pie había un policía militar con los brazos cruzados. Fortune oyó la llave de la puerta que lo dejaba encerrado con los tres hombres.
Sin poder precisar la razón, Fortune sentíase receloso. Calculó que debía encontrarse en un puesto de policía del RUC en la calle Hastings. Le habían tenido seis horas incomunicado en una celda sin otro motivo de preocupación que su mejilla izquierda grotescamente hinchada por el paletazo que le habían asestado. Pero lo que le inquietaba era no haber podido llegar hasta Finn, no haberle podido contar lo que Paddy Keefe, el cerrajero y forjador, le dijo en un momento de indiscreción en el club Tooley's, poco antes de caerse borracho perdido bajo la mesa, donde le recogieron para llevárselo a casa de su madre.
—Buenos días —exclamó Crombie fingiéndose amable.
—Quiero ver a un abogado —contestó Fortune.
—¿Alguna reclamación más? —intervino Howarth—. Tengo la impresión de que es usted un reclamante nato.
Fortune miró a Crombie, ignorando olímpicamente al mayor.
—Quizá me entienda mejor con usted. Quise escapar de los «Vigilantes» y me encontré con éstos. Sin darme explicaciones, sin motivo alguno, me trajeron aquí.
El policía carraspeó.
—No estoy de acuerdo con el procedimiento, pero desde entonces, hemos descubierto el motivo: una pistola, una Colt cuarenta y cinco automática. ¿La conoce?
Fortune reaccionó:
—¿Han registrado mi casa?
—Su esposa no tuvo inconveniente.
—Entonces les habrá mostrado también el permiso. Estaba en el mismo cajón. Es una pistola legal y la tengo desde hace cinco años.
—No lo dudo —comentó el policía—; lo malo es que, en los tiempos que corren, se falsifican muchos permisos de tenencia de armas de fuego. No podemos correr riesgos. Requiere un par de días verificar su autenticidad.
—Quiero un abogado —insistió Fortune.
—Mientras tanto —terció Howarth— queda detenido en virtud del artículo décimo del Reglamento de...
—¿Me aplican la Ley sobre Poderes Especiales? —preguntó Fortune sin reconocer su propia voz—. ¡Están locos! Necesitan un pretexto más serio para recurrir a esa ley.
—Necesitamos saber algunas cosas que usted sabe —replicó Howarth—. Según el artículo décimo podemos interrogar a un sospechoso durante cuarenta y ocho horas sin la presencia de un letrado. La ley no especifica sobre qué debemos interrogarle. —Sonrió—. ¿Verdad, sargento?
—Sí, señor —contestó el policía militar dando un paso adelante.
17
SENTADO EN LA CAMA, FINN REFLEXIONABA sobre lo que Partington acababa de decirle. Era evidente que el hombre tenía sus propias fuentes y Finn sabía perfectamente que debía abstenerse de hacer preguntas necias. Sin embargo, le quedaba en la mente la vaga reminiscencia de una frase pronunciada por aquél cuando cenaron juntos, una frase que había oído de nuevo doce horas antes y que ahora Partington acababa de repetir. Esa clase de coincidencias solían inquietarle y con mayor motivo si la coincidencia resultaba ser premeditada.
Pero también Finn contaba con sus propias fuentes. Para los efectos prácticos, el disfraz de periodista que había utilizado ya estaba quemado. Tomó el auricular del teléfono y marcó otro número.
Diez minutos más tarde se hallaba dentro de un taxi rumbo al sur, por la carretera de Malone. En un lugar como aquél, donde los suburbios se diseminaban entre verdes y ricos prados y la carretera seguía las sinuosidades del Lagan, entre bajas tapias de piedra y sotos de encinas, no le fue nada difícil localizar el coche que lo seguía, un Humber negro que, esa vez, llevaba cuatro hombres a bordo. Al menos con la gente de Crombie sabía a qué atenerse.
El taxi le llevó hasta la pequeña ciudad de Lisburn y lo dejó frente a la verja principal del cuartel general de las fuerzas británicas en Irlanda del Norte. Los centinelas habían sido advertidos de su llegada, le cachearon y le dejaron pasar. Unos minutos después tomaba el aperitivo con un teniente coronel llamado Barney Wilson en el bar de un extravagante edificio gótico Victoriano convertido en lugar de tertulia de los oficiales.
Barney Wilson era un viejo amigo. Estuvieron juntos en el ejército del Rin; había pasado muchos fines de semana pescando en la cabaña que tenía Finn en Höbe Eifel y eran de la misma edad y talante. Cuando a Finn le diagnosticaron el tumor, Barney había sido trasladado ya de servicio, pasando del Espionaje Militar al departamento Archivos del Interior, con dos años de destino en Lisburn.
Barney Wilson era una especie de solitario, circunstancia que le acarreó no pocos disgustos. Los dos se quedaron de pie en el extremo de la barra del bar, alejados de la tropa bulliciosa formada por los jóvenes oficiales.
—¿Te quedas a comer? —preguntó Barney.
—No. He venido a pedirte un favor.
—Bien, Harry, tú dirás. Creí que habías venido a buscar mi compañía.
—Quiero dar un vistazo al fichero MPO.
—¿El de los Miembros de Organizaciones Proscritas? ¿Buscas a uno en particular?
—Sullivan.
Barney Wilson sonrió y movió lentamente la cabeza.
—Necesitaría el permiso del jefe.
—No me conviene. Seguramente habría que pasar por el RUC.
—De todos modos, dime: ¿con quién trabajas ahora? —preguntó Wilson.
—Algo que depende del Ministerio del Interior: el PVP, Todo oficial y honorable, te lo prometo.
—¿Quieres decir que el Ministerio del Interior solicita un PVP sobre Sullivan?
—No exactamente. Mira, tú y yo sabemos perfectamente cómo se opera en el ejército. Nadie pregunta a nadie que lleve galones y te mira como si ya lo supiera todo. Tú puedes hacerlo, Barney. En veinte minutos examino la ficha y tu jefe no tiene por qué saberlo nunca.
—¿No quieres almorzar aquí?
—No, gracias.
—Hay algo bueno en el menú.
—Seguramente.
Barney sonrió a su manera, una sonrisa lenta y resignada; apuró su copa y exclamó:
—Vamos.
Lo sacó del bar y entraron al gran vestíbulo donde, previa presentación de la credencial del teniente coronel, el guardia de turno les dejó pasar. En el primer piso, el departamento de archivos estaba cerrado por ser hora de comer y Barney tuvo que ir a buscar la llave a la oficina del adjunto. Finn lo esperó un minuto. Era un día tranquilo para la tropa de infantería a juzgar por el número de incidentes señalados sobre el tablero de cristal que abarcaba los mapas «tribales» de Belfast y Derry, un mapa dividido en zonas protestantes y católicas. Sobre las paredes se destacaban las fotos de hombres del IRA buscados por la justicia. El único oficial de servicio en dicho departamento era un joven teniente que no se interesó en absoluto por la presencia de Finn. Estaba hablando por teléfono con alguien preguntándole quién había ganado las carreras en Chepstow.
Barney regresó llevando en la mano una carpeta negra.
—¡Estupendo! —exclamó el teniente colgando el auricular.
—¿Había apostado a ese caballo? —preguntó Finn en tono coloquial.
—Es mi caballo.
Pasaron al despacho de Barney. Finn tomó asiento y abrió la carpeta notando en seguida, como buen profesional, lo voluminoso del expediente y la indicación CONFIDENCIAL en un ángulo. Esto significaba —y era comprensible— que la base de esa información procedía de toda clase de fuentes oficiales, o secundarias. Si se tratase de un delator a proteger habría subido automáticamente de categoría con la mención: SECRETO.
Barney cerró con llave la puerta de su despacho. Finn examinó rápidamente los papeles, sin detenerse en lo evidente, en datos biográficos y en hechos intrascendentes aunque éstos a menudo son los que mejor ayudan a comprender un personaje. A Finn lo que le interesaba era la coincidencia del léxico.
Colm O Suilleabhain, como se hacía llamar, fue Colin Sullivan durante los primeros treinta años de su vida. Sus orígenes eran iguales o parecidos a los de la mayoría de la generación intermedia del IRA. Incluso era natural el hecho de que hasta los diecisiete años no hubiese puesto los pies en Irlanda, excepto como transportador ocasional de inmigrantes ilegales a Inglaterra para trabajar en los servicios de limpieza.
Sullivan nació en el norte de Londres; fue uno de los numerosos hijos de un labriego de Wexford convertido en conductor de autobús. Creció en un ambiente que fomentaba una imagen romántica de Irlanda, cosa muy frecuente entre los que llevan muchos años exiliados o nunca estuvieron allí. Al parecer, y con todos esos antecedentes, su irrupción en la política radical fue obra del azar.
El tráfico ilegal de mano de obra irlandesa no calificada quedó truncado durante la Segunda Guerra Mundial, guerra en la que participó Sullivan honorablemente, aunque sin distinguirse, desde las filas de la Marina Real. No llegó más allá del grado de camarero de la oficialidad.
Sullivan tenía veinticinco años cuando regresó a Dublín en peregrinaje sentimental en el año 1946. Su sueño parecía haber sobrevivido la realidad de una Irlanda de posguerra cuya neutralidad no había impedido que las viejas heridas fratricidas volvieran a abrirse. Varios centenares de miembros del IRA habían sido detenidos sin juicio previo, acusados de simpatizar con el nazismo (o, en todo caso, por antibritánicos), simpatías que pudieron comprometer la posición neutral del país.
Fueron esos hombres, una vez liberados, los que reorganizaron febrilmente el movimiento nacionalista radical en la primavera de 1946. Sullivan, en esa época, de vacaciones en Dublín, deambulando en un club republicano, conoció a uno de esos grupos. Eran tan imprudentes que invitaron al forastero a una reunión clandestina celebrada en un templo católico. Sullivan asistió a dicha reunión por simple curiosidad, así lo declaró al menos en un juicio posterior. La llamada Garda Siochana (Policía de Irlanda del Sur) irrumpió en la reunión y detuvo a todos los asistentes. El tribunal no creyó la versión que diera Sullivan para justificar su presencia en el acto ilegal y fue condenado a doce meses de prisión.
El episodio marcó un viraje en una carrera que, hasta entonces, parecía carecer de objetivo preciso. Su paso por la cárcel de Mountjoy puso en evidencia reservas de dinamismo soterradas en lo más hondo de su carácter y, con ello, salió a la superficie otra de sus características: una obstinación casi fanática. Renunció a su ciudadanía británica para adoptar la nacionalidad irlandesa. En la cárcel conoció la flor y nata del IRA y estudió la lengua y la historia de Irlanda. El joven londinense sin rumbo fijo que había ingresado en prisión salió de ella convertido en un fervoroso y abnegado patriota irlandés.
No fue aquel su único paso por la cárcel. También fue detenido e internado tras la desastrosa campaña fronteriza de finales de la década de los cincuenta y principios del sesenta, en la cual el IRA combatió para asegurarse el control republicano del norte de Irlanda en poder británico. En el intervalo había alcanzado la máxima jerarquía en el movimiento. Se casó con una chica irlandesa y se estableció por su cuenta como contable, respaldado por un título de dudosa legitimidad que le acreditaba como asesor en cuestiones del Fisco.
A mediados de la década de los sesenta el IRA iba de capa caída. Sin embargo, el líder que tenían entonces, Cathal Goulding, había conseguido apartar el movimiento de sus estrechos principios republicanonacionalistas para orientarlo hacia una política socialista activa. Muchos de los miembros de la vieja guardia vieron con malos ojos ese viraje, pero Sullivan se convirtió en su partidario más entusiasta. Buceó en la literatura más apropiada y, con el celo del converso, llegó más lejos de la izquierda que propugnaba Goulding. Cuando el movimiento se fraccionó a raíz de la crisis que sufrió el Norte en el año 1969, los tradicionalistas se organizaron como IRA-provisional, Goulding retuvo el control de los «oficiales» y Sullivan, que apenas era conocido, se lanzó a crear una izquierda con los más recalcitrantes del Comité revolucionario en vistas a establecer una Irlanda unida y socialista. Entre sus partidarios figuró, desde el principio, Con Michael Hughes,
Finn se mordía los labios mientras reflexionaba sobre aquellos datos. Con Michael le había parecido un pensador, un hombre sincero. Pero en el origen de Sullivan había cierto oportunismo, algo que le sugería a qué sombra cobijarse. Por ejemplo el negocio de los inmigrantes irlandeses, o el talento que mostró para servir en la Marina en calidad de camarero de oficiales, la manera menos dura de hacer la guerra. Sin embargo, esos detalles no interesaron a Finn tanto como el último informe de la ficha de Sullivan, un intento de análisis de su influencia personal en los combates del Norte. La mayoría de las guerrillas activas se quedaban al norte de la frontera, con incursiones ocasionales al Sur al objeto de abastecerse o descansar; las misiones que les confiaban eran agotadoras. Sullivan y un pequeño comando de estrategas dirigían las operaciones desde varios lugares más o menos secretos de Dublín, proporcionando armas y explosivos a los grupos de combate.
Se suponía que de vez en cuando Sullivan hacía una visita clandestina al Norte, pero no se aportaban pruebas al respecto. Tampoco se mencionaba el apodo «Boyle's Bypass» para el paso clandestino, nombre que Con Michael había mencionado la noche anterior y Partington esa misma mañana.
Finn quitó la vista de los papeles y miró a Barney Wilson:
—¿Cómo se elaboran estas fichas?
—Es lo mejor en su género. Es un depósito de nuestros datos y otros conseguidos por el RUC, Scotland Yard o la Policía Militar en Dublín y, naturalmente, la Garda de la República irlandesa que no siente por esos chicos más cariño que nosotros. Te habrás percatado de que la ficha está al día.
—¿No podría completarse con informes de otras fuentes independientes, por ejemplo, del Ministerio del Interior o de las sucursales del MOD?
—Si las hubiera costarían caras a quienes las retengan. Todo debe estar centralizado en estos archivos.
Barney tenía prisa para ir a comer.
—Otra cosa —dijo Finn—. ¿Sabes algo sobre una unidad del espionaje británico que operó en Dublín durante la guerra con el beneplácito oficial del gobierno irlandés? Tenía su base en la prisión de Mountjoy.
—He oído hablar algo sobre ese servicio. Se quedaron hasta el cuarenta y siete o el cuarenta y ocho para dejar todos los cabos atados.
—¿Qué se proponían?
—En lo esencial, ayudar a la policía a acorralar los hombres del IRA, particularmente los germanófilos. Todo se hacía a la chita callando, por supuesto; el país se decía neutral. El IRA era una espina para el gobierno de Irlanda, lo era entonces y sigue siéndolo. La cosa es bien sencilla: Dublín solicitó nuestra ayuda. Nuestros métodos eran más sofisticados: mejores procedimientos para interrogar, mejor personal calificado, mejores técnicas para reunir información táctica, etcétera. Los chicos del IRA eran conducidos a Mountjoy a bordo de camiones y luego se les internaba en el campo de concentración de Curragh. Así conseguimos acabar con la actividad y la propaganda nazi en Irlanda y reclutar algunos agentes logrando, a la vez, muchísima información sobre el IRA.
Finn estaba satisfecho.
—Me has ayudado mucho, Barney.
—No hagas que me arrepienta.
—No temas. Y ahora vete a comer y que aproveche.
El taxi que lo llevó a Belfast fue detenido una vez más por un coche de la policía. Eran tenaces; no tardarían en convertirse en un verdadero problema para Finn. Sullivan no tardaría en buscarlo. Sullivan iría al norte por una ruta secreta que el ejército británico y la policía ignoraban, pero no Partington, aunque éste lo conociera por una extraña razón o providencia. Finn tenía que llegar a la conclusión de que Partington contaba con informadores entre los «Voluntarios» de Sullivan, una fuente tan delicada que su información ni siquiera llegaba a los ficheros oficiales. ¿Había alguna relación entre esa información y los años que trabajó Partington como agente clandestino anti-IRA durante y después de la guerra? Las preguntas que se hacía Finn no tenían respuesta.
Pero había algo más, insignificante tal vez, pero tentador: Sullivan estuvo preso en Mountjoy cuando Partington tenía en esa prisión su cuartel de operaciones.
Se dejó cachear en la puerta del hotel y subió a su cuarto. Estaba cansado y apenas había transcurrido media jornada. Sin saber muy bien por qué, como impulsado por una vaga aprensión, sacó la pistola de su escondite habitual, verificó si estaba cargada, colocó el dispositivo de seguridad y la dejó bajo la almohada antes de acostarse.
Pasó el resto de la tarde durmiendo, leyendo o esperando, A eso de las seis tuvo hambre y bajó al bar para comer una hamburguesa. Al regresar a su habitación encontró a Caragh Hughes sentada en el borde de la cama y sopesando la pistola con sus manos.
—Un ejemplar del ejército británico —dijo—. Debía suponerlo, ¿verdad?
18
PARTINGTON TAMBIÉN ESTUVO LEYENDO un fichero. La policía francesa pudo proporcionarle, en menos de veinticuatro horas, un informe de sus propios archivos sobre las actividades de Gustave Brouhin, y la Rama Especial de Scotland Yard había logrado seguir de cerca sus andanzas más recientes.
Brouhin, para los efectos públicos, era un normando ni joven ni viejo, hijo de una familia de artesanos y hombre de suerte en toda una serie de negocios. Desde el comienzo de su fabulosa carrera se detectaba un rasgo de dureza en su carácter. A los veinte años fue enviado a Indochina como representante de un fabricante de máquinas herramienta. Al cabo de un mes dejaba su empleo, montaba su propia empresa de importación y conseguía franquicias para la distribución de toda una serie de artículos rivales. Mediante la audaz utilización del soborno a granel, las diversas sucursales de su empresa seguían operando con éxito tanto en Vietnam del Norte como en Vietnam del Sur, en Camboya y en Laos.
Huyó de Indochina invadida por los japoneses para regresar a la Francia ocupada donde se uniría a la Resistencia; fue herido y, tras la liberación, recibió una condecoración. Los héroes de guerra eran ya inofensivos. Por las razones que sea, las autoridades francesas no le inculparon jamás por traficar en el mercado negro de petróleo y chatarra durante las hostilidades. Regresó al Extremo Oriente para reemprender sus negocios que orientó hacia el mar, mejor dicho, hacia los fabulosos beneficios que podrían sacarse reparando los buques hundidos durante la guerra. Mostró siempre un sentido de la oportunidad verdaderamente genial.
Adquirió la mayoría de las acciones de una empresa «salvaje» con sede en Le Havre, titulada Compagnie Havraise de Radoub et de Sauvetage, invirtió parte de los beneficios que sacaba en terrenos para edificar, en Rouen, y en una agencia de importación y exportación de París, dedicada, principalmente, a encontrar mercados para la venta de maquinaria de la industria ligera en los países del bloque socialista. Brouhin era un convencido partidario de la diversificación.
Tal era la parte legal de sus actividades aunque —en Francia, al menos—, la otra parte tampoco podía calificarse de ilegal. Brouhin no dejó nunca una sola prueba que pudiera servir para demostrar que, a sabiendas, había entrado ilegalmente armas en Francia.
Su nueva empresa tenía unos seis años; la creó en el curso de un viaje a Praga. Un funcionario del «Omnipol» (corporación checoslovaca de armamento) le propuso un negocio. «Omnipol» era entonces el mayor abastecedor de armas militares a grupos y movimientos insurgentes. Sus fusiles y ametralladoras ligeras Kalashnikov y los obuses Katyushin fabricados con licencia soviética se habían convertido prácticamente en el equipo estándar de las organizaciones guerrilleras en todos los continentes. Su catálogo era distribuido legalmente y circulaba abiertamente. Cualquier ciudadano provisto de divisas y credenciales políticas del matiz revolucionario más vago podía adquirir lo que estuviera en condiciones de pagar.
Pero los tiempos se le habían puesto difíciles al «Omnipol». Los vecinos de Checoslovaquia habían extremado los trámites del tránsito de mercancías prohibiendo que por su territorio pasaran armas sin el debido certificado Internacional demostrativo de que el armamento en cuestión iba destinado a gobiernos reconocidos e institucionales. La corporación checoslovaca le propuso a Brouhin que se presentara como agente extraoficial en la Europa Oriental. La proproposición fue aceptada. El trabajo de Brouhin consistía en hacer, ni más ni menos, que lo que hizo siempre, como exportador de maquinaria checoslovaca: gestionar la venta y asegurar la entrega de mercancía en varios puertos, principalmente en Marsella y Le Havre; obtener los permisos de aduana, organizar el envío sin interrupciones a África, América Latina, Oriente Medio y Extremo Oriente. La diferencia consistía en que, una de cada cinco cajas declaradas en la aduana como piezas de recambio para tractores, maquinaria ligera o equipos de perforación, contenía armas del «Omnipol».
Cabía suponer que la policía francesa, conocedora de todos esos hechos, inculpara a Brouhin como correspondía. Sin embargo, la cosa no era tan sencilla. En primer lugar estaba protegido por un sistema de doble facturación que no dejaba pruebas sobre el contenido de las cajas enviadas. Luego, los pedidos legales y los ilegales, aparentemente mezclados, llegaban a los puertos de carga por infinidad de rutas, lo que imposibilitaba su intercepción. La policía, de todos modos, estaba menos interesada en impedir la revolución en lugares remotos que en pescar a Brouhin con las manos en la masa.
Las comisiones que le pagaba el «Omnipol» debían ser muy elevadas, pero no era hombre dispuesto a trabajar mucho tiempo en beneficio de otros. Una vez aprendido el negocio internacional armamentista, actuó por su cuenta y riesgo. Una vez más se manifestaba su excelente sentido de la oportunidad.
En esa época, el mercado negro de armamento más importante del mundo estaba centralizado en un país que conocía perfectamente y en el cual estaba muy bien situado: Vietnam.
Partington, ensimismado, dibujó una ristra de cebollas al margen de la última página del informe. Luego repasó el informe de Scotland Yard sobre las andanzas más recientes de Brouhin. Su negocio en Belfast iba viento en popa. Había estado tres veces en la ciudad en el espacio del último mes y se hospedó en tres pequeños hoteles distintos. Bien. Calculaban que esa misma noche iba a partir. Todavía mejor. El viaje de septiembre a Dublín también estaba detectado, viaje que habría extrañado a Partington de no haber sabido lo que sabía.
A través de la ventana miró la oscuridad de la calle Gosfield y encendió un cigarrillo. Sentíase satisfecho de sí mismo aunque esto le ocurría difícilmente. Estaba seguro de que podría razonar con Brouhin, pues estaba convencido de que —al igual que el otro sujeto— el francés tenía un mecanismo cerebral que sintonizaba en la misma onda que el suyo.