19

EL MOTOR DEL HELICÓPTERO EMITÍA un chirrido tan agudo que traspasaba la cabina. Había que gritar mucho para hacerse oír, en vista de lo cual nadie decía nada y esto convenía perfectamente a Seamus Fortune. Al menos, esa vez no le gritaban y el ruido que debía aguantar era uniforme y soportable.

Su cerebro, saturado de cansancio y totalmente embrollado, parecía suspendido como el casco de un barco hundiéndose en los abismos de lo irreal. Diríase que los bordes se habían reblandecido hasta hacerse más fibrosos, aunque sabía que en el centro quedaba algo sano y resinoso. No obstante, una especie de sentido común le decía que también estas reservas serían modificadas por el tiempo. El tiempo y el sargento de la policía militar.

Los reflejos estaban abotargados porque las sensaciones físicas lo denotaban. Captó la longitud de la cuerda del paracaídas que le ataba las muñecas. Sentía la presión de la venda sobre los párpados, más apretada y espesa que lo normal para impedirle saber si era de día o de noche. Sentía, también, la continua ráfaga de frío que llegaba de la parte de atrás, lo que indicaba que la puerta posterior del helicóptero de exploración había sido retirada.

El aparato mismo le intrigaba. Le pareció que durante quince minutos estuvieron volando sin rumbo fijo. A juzgar por los comentarios del piloto y lo que oía ocasionalmente por radio, calculaba que iban hacia el noroeste de la ciudad para regresar haciendo un enorme rodeo sobre el río Lough.

También se hizo una idea del lugar que ocupaban a bordo los demás pasajeros: el mayor Howarth junto al piloto, Crombie y él mismo en la parte de atrás con el sargento entre ambos, encargado éste de agarrarlo fuertemente por el brazo. En dos ocasiones estuvo a punto de quedarse dormido, pero el sargento se lo impidió apretándole los bíceps hasta lastimarlo.

El sargento olía a loción barata y hablaba con el acento de los montañeses del Tyn. Era un profesional que actuó con Fortune con la sistemática indiferencia que habría dedicado a sacar brillo de su cinturón de charol blanco Tenía también la habilidad profesional de hacer las cosas a su modo sin dar la impresión de que ignoraba a sus superiores. Dirigiéndose a Howarth gritó:

—¿No es buen momento para hablarle, señor?

—De acuerdo, sargento. ¡Adelante!

—Muy bien, señor.

Fortune olió la loción barata del sargento y dedujo que su rostro se le acercaba. Cuidadosamente, gritando cada palabra para que no las ahogara el ruido del motor, el policía anunció:

—Bien, supongo que ya sabe por qué le hemos subido tan alto.

Fortune denegó con la cabeza.

—Porque es un obstinado idiota. Porque desea que le apretemos los tornillos. Pues bien: vamos a empezar a apretar. Es su última oportunidad.

Hubo una pausa de mal agüero. Las hélices cortaban el aire; la cabina se llenó de ruidos y vibraciones.

—¡Qué majestuoso panorama del Lough! —exclamó Crombie.

—¿A qué altitud volamos? —preguntó Howarth al piloto.

—A dos mil doscientos, señor.

—¿Sabe lo que le pasaría si cayera, Fortune? ¿Sabe lo que ocurre cayendo sobre el agua desde esta altura? Es como si aterrizara sobre cemento: se abriría como un saco de patatas.

—Pero no me harán esto —dijo Fortune con voz enronquecida y que, posiblemente, no oyó nadie.

—Un accidente puede ocurrir fácilmente —gritó Howarth—. Una sacudida repentina, un empujón..., es cuestión de segundos.

—¡Mierda! —gruñó Fortune, pero abochornado notó que sus intestinos cedían.

—Nadie nos preguntaría nada. No tenemos ningún motivo para tratarle mal.

Y era verdad. No necesitaron recurrir a los procedimientos despiadados. Tenerlo de pie, taparle los ojos, preguntarle sin darle reposo eran parte de una técnica de desorientación que había sustituido la brutalidad física convirtiéndola en método anacrónico. Lo peor de todo era el ruido, que agudizaba la sensación de aislamiento hasta sus límites más tremendos. A un compresor de aire colocado en un rincón de la habitación donde lo encerraron, le adaptaron una tobera de escape que producía un chillido estridente y constante. Unos minutos en ese cuarto bastaban para que la víctima se subiera por las paredes.

Fortune ya no sabía qué creer, pero vestigios de su innata obstinación le impulsaban a decir y repetir:

—¡Mierda! ¡Mierda!

—Oiga —vociferó el sargento—, lo que ha de hacer es contestar a unas preguntas.

—¡No!

—Entonces perdemos el tiempo —dijo Howarth—. Vayamos al grano.

La orden fue recibida por el sargento con una leve sacudida. Fortune seguía a su lado aturdido y atento al tono del motor que parecía modificarse a medida que el aire frío disminuía. El helicóptero descendía. Y entonces empujaron a Fortune para arrojarle al vacío.

Sus reflejos le impulsaron hacia atrás. Inclinó su cuerpo sobre las rodillas del sargento pero sus pies, clavados en el suelo del aparato, fueron apartados brutalmente hasta que la mitad del cuerpo de Fortune parecía colgar del artefacto. Oyó sus propios gritos en el aire. Todavía encontró un punto de apoyo en los esquís de aterrizaje pero tenía las manos atadas y el torso entumecido y pegado al piso de la cabina en un intento inútil de aferrarse a algo. La bota del sargento le empujó el pecho y sintió que el corazón le daba saltos. Los intestinos cedieron del todo y cayó definitivamente fuera del helicóptero. Cayó de tres pies de altura, sobre el césped del campo de rugby de los cuarteles de Holywood. Las hélices del eje vertical levantaban arenilla que, mezclada al húmedo vapor, rociaba el cuerpo de Fortune a unos metros del aparato. Cuando llegó el sargento para recogerlo, lo encontró tendido y llorando sin reparo ni control alguno.

—Creo que esto bastará, señor —dijo el sargento en un tono afable.

—Sí, eso creo. Lléveselo dentro. Le dan una taza de té y toda la comida que pida. Necesitamos que se tranquilice.

—Buena idea, señor.

—Y que lo limpien antes de traerlo a mi presencia. Huele a su propia mierda.

—No es la primera vez que ocurre, señor. Conozco otros casos.