22

FINN Y CARAGH SALIERON DEL HOTEL sin ocultarse y, tras el obligado cacheo efectuado por el guardia de turno, se dirigieron al coche de la muchacha estacionado en un patio frontal. El coche partió hacia la calle Glengall, y sus ocupantes vieron lo que esperaban ver: el, Humber de la policía daba la vuelta para seguirles.

—Conduciré normalmente —dijo Caragh—. Ellos se confiarán. Luego ya veremos: no podemos permitirnos la broma de llevarlos hasta Sullivan.

—Pero Sullivan tampoco puede permitirse esperarnos más allá de lo convenido —comentó Finn—. Será mejor que los pierdas cuanto antes.

Ella seguía tranquila con las manos en el volante, tomó dos virajes muy pronunciados sin disminuir la velocidad antes de tomar otra curva hacia el camino de Grosvenor, entre enrevesadas callejuelas que la noche anterior habían sido escenario de abundante tiroteo. Poco tráfico y escaso alumbrado, factores que favorecían a los hombres del Humber que les seguían a unos cincuenta pasos de distancia.

—No te preocupes por Sullivan —dijo Caragh—. No puede ir a ningún sitio si yo no le llevo.

—¿Lo pasaste hoy por la frontera? ¿Por el «Boyle's By-pass»?

—Sí, al amanecer. Es la hora más segura. Está en la granja de un hombre llamado Boyle, exactamente en la línea fronteriza.

Las ventanas de las casitas que cruzaban mostraban todas el mismo reflejo; las mismas pantallas de televisión haciendo idénticos guiños al transeúnte. El Mini cruzó Falls Road y penetró en la llamada «Línea de Paz», situada entre calles católicas y protestantes. Había una hilera de cuarteles de madera, alambradas, garitas de centinela del ejército, etcétera. Sobre una pared, las luces del coche de Caragh pusieron en evidencia una consigna pro IRA, pero rectificada por sus adversarios.

Pero esa noche no había combates en la zona y las calles estaban casi desiertas. Podían agradecer aquella tranquilidad al partido de fútbol que, a esas horas, retransmitía la televisión.

El Humber seguía a una distancia prudencial. A Finn le sudaban las manos y sintió náusea temiendo que los hombres del RUC les siguieran toda la noche, imposibilitando su entrevista con Sullivan. Sin embargo, Caragh parecía estar segura de sí misma. Disminuyó la velocidad al acercarse a un puesto del ejército con su correspondiente parapeto de sacos de arena. Como de costumbre, en la carretera habían colocado dos rampas con linterna, a unos quince metros la una de la otra, a cada lado del puesto de observación, impidiendo que desde los coches que pasaban por allí pudieran disparar a gran velocidad. Tratar de cruzar aquel trecho iluminado a una velocidad superior a la de una tortuga podía ocasionar al atrevido serios desperfectos en su vehículo.

—Cronometra el tiempo —dijo Caragh poniendo primera.

Finn verificó su reloj y no lo perdió de vista. El Mini iba despacio; el Humber lo seguía al mismo paso.

—Veintiocho segundos —dijo Finn pasada la segunda rampa luminosa y cuando el Mini ya aceleraba para dar la vuelta a la esquina siguiente.

—Podemos cubrir un cuarto de milla en veintiocho segundos —comentó la chica—. Y podemos perderlos de vista. Vamos a buscar otro puesto del ejército.

Dieron la vuelta a la derecha y repitieron el trayecto. Finn se fijó en la calzada que tenía enfrente. Era estrecha, bordeada de las habituales casitas de una sola planta. El borde de la acera era bajo, podía saltarse fácilmente. Entre las tapias de los chalets y los postes eléctricos había una distancia que tal vez permitiera al Mini meterse allí sin apuros. Tal vez.

Pasada la primera rampa Caragh cambió la marcha y puso segunda.

—¿Preparados? —preguntó.

Finn se agarró bien al asiento y exclamó:

—¡Ahora!

Caragh se lanzó sobre su derecha, subió a la acera, se dirigió entre la pared de las casas y el poste de luz y aceleró. Las luces del Humber brillaron en el espejo reflejando el brusco cambio que se había producido. Del parapeto de sacos de arena partió un grito de advertencia. El paso sobre la acera parecía más estrecho de lo calculado. Se oyó un golpe tremendo, un chirrido metálico: la puerta del Mini había rozado la pared y el espejo lateral quedó colgado al chocar contra el poste de alumbrado público, mientras el coche corría a cuarenta millas por hora. Una de las luces del Humber se apagó de repente y luego se oyó un ruido espantoso: había chocado contra el hierro del poste de la calle.

Otro soldado gritó un «¡Alto!», desde el puesto de observación, pero Caragh dejaba ya la acera dando un brusco viraje. Un disparo se estrelló contra la pared a cuatro pasos del Mini.

Estaban a salvo. En menos de un minuto habían dejado las callejuelas desiertas y corrían sobre la carretera de Shankill donde podían ir a mayor velocidad y sin ser reconocidos, a menos de tropezar con una patrulla de «Vigilantes». Pero el anonimato no podía durar mucho. Desoída la orden de un puesto de observación del ejército, cada soldado, cada policía de Belfast saldría a la caza del Mini.

Caragh y Finn temblaban pese a su victoriosa huida. Él notó que la náusea del principio se agudizaba.

—Conduces como el diablo —dijo—, pero dentro de media hora te van a pedir cuentas.

—Esta noche todavía llevaré a Sullivan a Dublín. Hasta entonces puedo utilizar alguno de nuestros refugios. Quizá me quede un par de semanas en el sur hasta que se olviden de mí.

Dos minutos después estaban en la carretera de Ligoniel, subiendo por un camino alejado de la ciudad salpicada de luces de las fábricas dispersas en la profunda oscuridad del valle. Por allí no había peligro de topar con los «Vigilantes», pero tuvieron que buscar un atajo para evitar otro puesto de observación del ejército antes de proseguir por la sinuosa carretera. Allí, en la ladera del Lomo del Lobo, la ciudad se diluía en el campo entre sotos elevados divididos por cercas y lejos del alumbrado público. La tiniebla pareció tragarse el coche. Empezó a llover. Finn y Caragh siguieron callados hasta que se aproximaron a un grupo de casitas situadas a la izquierda. Allí se detuvo el coche.

Entre dos de aquellas casitas había una entrada al campo que indicaba un sendero que seguía la falda del monte.

—Toma ese camino —indicó Caragh—, y a un cuarto de milla encontrarás una vieja cantera abandonada. Allí esperarás, pero sin ocultarte. Han de verte. Irán a tu encuentro.

—¿Y tú?

—Tengo que recoger a Sullivan en otro lugar.

—¡Cuídate!

—¡Oh!, no cometí ninguna infracción: sólo me subí a la acera.

Finn se apeó. Una vez fuera se inclinó hacia la chica y la besó. Los dos sintieron una extraña sensación de miedo y ternura.

—Ya nos veremos —dijo ella jovialmente.

Finn cerró la portezuela del Mini y esperó a que se alejara, hasta perder de vista sus luces traseras. Entonces emprendió el camino indicado. La casa a su derecha tenía un nombre, escrito sobre una madera atada a la reja: «Villa Rosa.» Del salón de ese chalet y de otros en la vecindad partía el mismo reflejo, el mismo griterío de multitud enardecida. Jugaban los «Rangers» de Glasgow, tradicionalmente apoyados por los protestantes y, por eso mismo, profundamente amados y aborrecidos en Belfast. ¿Qué hacer con una gente que se nutre incluso del deporte para combatirse?

Siguió andando por la vereda que daba la vuelta a los chalets y desembocaba en una especie de hondonada abierta entre dos vallados. No había dejado de llover, poco pero tenazmente, aunque la luna conseguía rasgar los nubarrones y alumbrar algo el camino, gracias a lo cual Finn podía andar sin tropezar. A los cinco minutos de marcha ininterrumpida el sendero descendía por una ladera que llevaba a un riachuelo. Allí, entre la chatarra de dos coches abandonados sobre el barro, vio la entrada a la cantera abandonada. El suelo se había convertido en un lodazal, la lluvia llenaba los baches dejados por las pezuñas de ganado, y entre los charcos se amontonaban viejos neumáticos y bidones oxidados.

Finn se acercó cautelosamente a la entrada con los zapatos empapados de agua. Miró al interior del pozo y calculó que debía tener unos treinta pies de altura. No se veía un alma.

Volvióse para mirar hacia el riachuelo. No había traído impermeable y empezaba a notar los efectos de la ropa mojada en su piel y huesos.

Transcurrieron diez minutos. Desde allí se divisaban las luces de Belfast, el reluciente Lough, los reflectores de los astilleros, la simetría de las luces de bloques de viviendas arrapados a las faldas del monte. Las luces de los coches aparecían y desaparecían sobre la sinuosa carretera de Ligo-niel. El lugar era muy a propósito como escondite de alguien necesitado de que no le pillaran de sorpresa.

Oyó un rumor a su espalda que identificó automáticamente: un chasquido y ruido metálico que produce el percutor de un rifle automático al soltarse.

No se volvió. Moverse era peligroso. Pero mentalmente, calculó de dónde procedía el sonido: de atrás y de arriba, desde el borde superior de la cantera, a unos treinta metros aproximadamente. La tensión dio paso a una sensación de alivio. Lo habían dejado allí para asegurarse de que no trajo a nadie con él. Durante diez minutos, lo único que pudo enmarcarlo era la oscuridad y el visor nocturno del fusil de Billy McGarry.

Detectó otro movimiento en la parte derecha de la cantera; luego se oyeron otros ruidos: el chapoteo de pies sobre el barro y una voz.

—¡Jodído barrizal!

Era Con Michael. Si pensaba sorprender a Finn le falló el truco al resbalar por la vertiente de la cantera. Finn se arriesgó esa vez, volvió la cabeza y miró. La oscura figura del escocés gateaba al pie de la pendiente, por la cual se había deslizado sin desearlo.

—Finn, acerqúese, por el amor de Dios. He perdido mi zapato.

Finn sofocó una carcajada y se acercó al muchacho. Por encima de la cantera apareció otro hombre cuya silueta se destacaba en la oscuridad por efectos de una tenue luz lunar. Se quedó un instante parado y luego se dirigió a la boca de la cantera,

—Se atascó en el lodo. ¿Tiene una linterna?

—No.

—Pues no hay tiempo para buscar nada. —Se irguió y miró a Finn con detenimiento—. ¿No le ha seguido nadie?

—Los del RUC lo intentaron. Nos los hemos sacudido.

—Espero que sea verdad, por su bien.

Llegó Con Michael y dio unas palmadas afectuosas a Finn con las manos sucias de barro.

—¿Está a salvo mi hermana?

—Lo estaba cuando me dejó aquí.

A su lado, Billy McGarry simbolizaba en la oscuridad la esbelta figura del vigía, alerta, raudo y silencioso. Finn sólo podía ver el contorno de un rostro ancho, enmarcado de cabellera larga y ondulada, pero identificó el fusil que Billy sostenía por la culata, con su enorme dispositivo nocturno, un arma que costaba mil libras esterlinas y había matado a siete soldados.

—¡En marcha! —ordenó Con Michael

Llovía menos. Siguieron un trecho del sendero. El revolucionario, con un pie sin zapato, cojeaba junto a Finn, y Billy McGarry los seguía detrás. En un claro del camino esperaba un viejo Land Rover.

—Siéntese delante —indicó Con Michael—. Yo vigilo detrás, por su seguridad y la nuestra.

Billy se instaló tras el volante. Finn tomó asiento a su lado y Con Michael, desde la parte posterior, sacó una especie de funda de almohada y la colocó en la cabeza de Finn, tiró de un cordón y lo ató sin apretar demasiado para que el inglés pudiera respirar. No podía ver nada. Las luces de la ciudad a lo lejos, filtradas por la capucha, eran un tenue arrebol.

—¡Vamonos! —dijo Con Michael.

Billy, tranquilo y silencioso puso el Land Rover en marcha y lo sacó a la carretera. Empezó a tararear, en voz baja, una melodía que Finn reconoció: Black Water Blues.

El viaje fue corto, lo que Finn no esperaba. A los cinco minutos se paraban de nuevo. Dieron un par de vueltas por la carretera, pero según sus cálculos, no corrían a más de quince millas por hora. Finn estaba convencido de que no se habían movido de la Loma del Lobo.

Le ordenaron salir del coche y le condujeron hacia una puerta metálica que cerraron después con un candado. El terreno que pisaban estaba enlodado. A juzgar por el olor de aquel lugar se encontraban en una granja donde, pese a ser de noche, se trabajaba afanosamente. Se oían movimientos y cuchicheos desde varios sitios distintos mientras le llevaban a un edificio cuya puerta chirrió de tal modo al abrirse que sólo podía obedecer a unos goznes mal encajados. Detrás de aquella puerta la luz artificial era intensa.

Con Michael desató la cuerda de la capucha y sacó ésta de la cabeza del inglés; éste cerró los ojos, cegados por el deslumbramiento de las lámparas de gas. Luego respiró profundamente y notó el olor a pocilga y a heno. Acababa de entrar en el cuartel general de los «Voluntarios» de Sullivan en Belfast.