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A COMIENZOS DE OTOÑO VOLVIÓ al Regent's Park, pero esa vez iba de paso, para entrevistarse con un hombre llamado Partington en un despacho de la calle Gosfield. Si el objeto de la entrevista era todavía impreciso, la identidad del hombre ya estaba más clara porque Finn se había tomado la molestia de hacer algunas indagaciones el día anterior.
Había llegado a su casa malhumorado de la visita que hiciera al Estado Mayor de su Cuerpo Especial situado en Ashford. Lo primero que hizo fue telefonear a un amigo que tenía en el Ministerio de la Guerra. Cuando uno ha de moverse a menudo en terreno desconocido hay que aprender a utilizar a los amigos. La misma mañana de la cita le llegó por correo una nota casi telegráfica y apresuradamente escrita:
Radiografía de tu caballero: funcionario de alto rango, equivalente a vicesecretario permanente, ex agregado al Ministerio del Interior con tareas indefinidas. Ex falso miembro del directorio (en el interior y en el exterior); ambos sabemos lo que esto significa. Algunos detalles formales: origen angloirlandés, educado en Rugby y en Cambridge. Pasa revisión para el servicio militar en 1399; liberado del ejército pasa parte de la guerra en Dublín ¿Haciendo qué? Lo que tú y yo suponemos. Desde entonces especialista en cuestiones irlandesas; autor (con seudónimo) de una historia irlandesa. Viudo desde 1962, sin hijos. Un piso en Chelsea; un chalet en el campo. La única razón de que yo sepa tanto es que, en cierta ocasión, hicimos el PVP cuando él tenía que ingresar en un comité interdepartamental. Lo siento, pero ignoro a qué se dedica actualmente; no obstante, ¿se aceptan apuestas? Parece ser que en el seno del Gabinete (Consejo de Ministros) se ha creado un nuevo comité de «cerebros tanque» (todos sus detalles son COSMIC) dedicado a planificar una estrategia de largo alcance sobre la cuestión irlandesa. Me huelo que sería el hombre ideal como «enlace» de ese comité. ¿OK? Saludos.
MAURICE
Lo que le intrigaba a Finn es que Maurice Green utilizara palabras en clave que él conocía, y aquél lo sabía. COSMIC, en la NATO, significaba «Estrictamente Secreto» y un «enlace» era el encargado de supervisar la implantación de los planes secretos; una de sus funciones principales era ocultar el origen de las órdenes a quienes debían ejecutarlas. Así preservaba el anonimato de sus superiores. Si Partington asesoraba y servía al comité del Gabinete era, probablemente, uno de los altos jefes del servicio de espionaje de Gran Bretaña, uno de los seis personajes que en la sede del primer ministro se conocen por el encantador y vago denominativo de funcionario «suelto». Trabajaban en una zona gris situada entre los políticos y los diversos servicios de espionaje con sus distintas ramificaciones, manteniéndose cuidadosamente desconectados de unos y otros.
La única cosa que convenció a Finn para acudir a la entrevista fue, precisamente, tener conocimiento de esos datos.
La calle Gosfield era un remanso tras las elegantes fachadas de la plaza Portland en una zona ocupada, en parte por el comercio de los traperos y en parte por los tentáculos del pulpo que ha llegado a ser la BBC, tentáculos que se extendían hacia el Norte desde el edificio de la Radiodifusión. Partington ocupaba el último piso de una sombría casa de estilo Victoriano. En la planta baja había una sección de la BBC relacionada con la sindicación para ultramar; en el primer piso y subiendo unas desvencijadas escaleras, un agente de exportación e importación que se mudó había instalado una puerta de cristal a través de la cual podían verse aún algunos cachivaches sospechosos. Unos tramos más arriba, Finn encontró la puerta sobre la que se leía: «Sistema de almacenaje Gosfield; llamen antes de entrar, por favor». Al disponerse a llamar, el picaporte de cobre se le quedó en la mano. La ascensión le había dejado sin resuello.
—Ya he dado órdenes de que arreglen esto —dijo Partington ostentosamente, saliendo a recibirlo—. Supongo que tendré que repararlo yo mismo, es la única manera de que las cosas se resuelvan. Pase, pase y siéntese. Sí, a mí también me cansa subir esta escalera, es mucha escalera para mí. «Sistema de almacenaje», ¿le gusta? En nuestra época todo es un «sistema» y nadie se detiene a pensar en la falta de sentido que tiene la palabra.
Era un hombre rollizo, florido, cincuentón, con un apretón de manos húmedo pero cordial. Condujo a Finn a su despacho que era casi tan espartano como el desnudo vestíbulo. Una mesa de escritorio con un teléfono, situada en un ángulo, un aparato para captar mensajes telegráficos, un papel secante con huellas de taza de té, un par de sillas de asiento duro, una estufa de parafina y una alfombra deshilacliada. El escenario no tenía nada que ver con el aspecto de Partington. Lo uno y el otro se excluían automáticamente.
El despacho desprendía ese olor estancado y agrio propio de las viviendas que no se utilizan regularmente. Era evidente que sólo servía de uvas a peras, como lugar convencional. Tras el escritorio se veía una puerta de acero que daba a otra habitación más pequeña. El marco de la puerta tenía un dispositivo de alarma. Todo el significado del número 45 de la calle Gosfield lo contenía algo guardado detrás de aquella puerta.
—Nuestra pequeña biblioteca —dijo Partington siguiendo la mirada de su visitante.
—Supongo que no es una biblioteca pública.
—Me temo que no. Tampoco presta libros. Hay algunos ejemplares muy raros y de incalculable valor aunque, claro está, también los hay absolutamente inocuos. Sin embargo, tampoco éstos deben extraviarse; podría ser embarazoso. De este cuarto no sale nada, por eso tuve que convocarle aquí. Después tal vez nos veamos en un sitio más acogedor. Supongo que ya tendrá alguna idea del porqué le mandé llamar.
—Me dijeron que necesita alguien para una tarea PVP.
—Bueno, sí... ¿Fuma?
—Dejé de fumar.
—Claro.
Partington encendió un Gold Flake, se arrellanó en su silla tras el escritorio y juntó los dedos un instante como buscando la frase para entrar en materia. No tenía ningún aspecto de funcionario; parecía más bien un hombre de negocios seguro y satisfecho de sí mismo, sumamente necesitado de ejercicio físico en razón de una evidente tendencia a engordar irreverentemente. Su cogote se desbordaba por encima del almidonado cuello blanco retenido por una corbata pajarita; los botones de su chaqueta gris apenas retenían la presión de una protuberante circunferencia. Su pelo era incoloro y escaso y todos los detalles de su rostro resultaban excesivamente pequeños, dándole un aspecto infantil que contrastaba con los ojos. El contraste resultaba curioso. Eran ojos diminutos, azules, pensativos, con una fría opacidad levemente inquietante. ¿Qué había de auténtico en su apariencia, la pomposidad o la frialdad? En cuanto a su léxico sólo podía calificarse de «dramáticamente italianizado».
—¿Hasta qué grado cree poder interesarse en la tarea?
—Hablándole con franqueza, no creo que me interese mucho. Al parecer no tengo varias opciones, sino una sola. Ya debe saber que estuve enfermo. No consigo que los imbéciles me crean curado. Todavía estoy de baja en el servicio; siguen aplazando mi reingreso porque, según ellos, debo permanecer dos semanas más bajo control médico. Ayer estuve en Ashford. Estoy seguro de que usted está al corriente de todo lo que me concierne. No puedo volver a Alemania y mientras tanto quieren que acepte un...
—¿Trabajo discreto? —Partington disfrutaba proporcionándole las palabras extraviadas. Sonrió súbitamente y la sonrisa resultó asombrosa.
—Siento hablar en este tono displicente —dijo Finn—. El PVP no es mi trabajo. Yo era...
—Ya lo sé, ya lo sé. —Partington hizo un gesto con la mano como si rechazara algo—. Usted trabajaba en la Seguridad, rama de investigación especial, contraespionaje. Lo sé todo, pero en su lugar, yo no rechazaría el PVP (Positive Vetting Procedure). Lo que tengo en proyecto, aunque sea poco, es muy positivo. —Partington se enderezó para sentarse mejor y recalcó—: Muy positivo.
—Solían llamarle «pupilaje temporal». Me imagino lo que quiere decir.
—¿Conoce bien la situación en Irlanda del Norte? —preguntó Partington repentinamente.
—¿Qué tiene que ver esto con lo otro?
—Vamos, mayor Finn —dijo Partington con una sonrisa indulgente—, su candor no es convincente. Usted se ha tomado seguramente la molestia de averiguar todo lo que pudo sobre mi persona. Si no lo hubiera hecho me decepcionaría. Conoce, grosso modo, el sector de mi competencia. Sabe perfectamente que no pierdo mi tiempo ni el suyo para hablarle de un irrisorio empleo en el PVP.
Finn quedó reducido al silencio.
Partington intentó de nuevo hallar una postura más cómoda sobre la silla, pero desistió de su empeño y se incorporó. Acercóse a la ventana y miró la angosta calle.
—Irlanda del Norte está hoy más cerca de la guerra civil que en los últimos cincuenta años. ¿Se da usted cuenta de ello? Se veía venir desde hace tiempo, por supuesto. El comité ante el cual debo responder se impone una sola tarea: impedir que ocurra. Impedirlo por todos los medios. Queremos que nos ayude, Finn. —Hizo una pausa significativa.
Finn carraspeó antes de inquirir:
—¿Qué puedo hacer yo que no puedan resolver quince mil soldados? ¿Y qué puede hacer usted?
—Quince mil, cincuenta mil —comentó Partington haciendo un ademán expresivo—; si llega el descalabro se verán impotentes. Pueden disolver motines; pueden combatir contra grupos de hombres armados con fusil o con bombas, pero cuando un millón de protestantes tomen las armas contra medio millón de católicos... ¿Ha tratado alguna vez de impedir una pelea de perros cuando de todas partes acuden más animales para intervenir en ella? Si uno se mete puede salir mal parado. El poder, en última instancia, lo tiene la «chusma» amotinada. Siempre ha sido así en esa tierra.
Regresó a su mesa para aplastar el cigarrillo en un cenicero con publicidad de un vermut. Habló con seguridad, en tono coloquial y en su propio terreno, pero su mirada adquirió de nuevo la opacidad que despojaba a sus ojos de toda expresividad.
—Irlanda fue fraccionada hace cincuenta años porque la mayoría protestante se negó a incorporarse al autónomo Estado Libre de Irlanda que tendría preponderancia católica. Apoyaron su negativa con la amenaza de una rebelión armada y la amenaza surtió efecto. Nunca lo han olvidando; están dispuestos a esgrimirla de nuevo. No es un secreto para nadie que nuestro Gobierno quisiera desentenderse de toda la cuestión irlandesa, pero ese millón de protestantes lo imposibilita. Están resueltos a seguir siendo británicos: ser británicos a toda costa. La fuente de este conflicto es realmente tribal, con un ingrediente adicional: el religioso. La mayoría de los protestantes son descendientes de los colonos escoceses; los católicos son celta-irlandeses. Temperamentalmente son dos pueblos situados en polos opuestos. Polos opuestos.
Cansado de estar de pie, Partington se entregó de nuevo a merced de la silla. De repente se había fijado en la corbata de Finn, una corbata de seda color carmesí. Se la quedó mirando con una expresión casi alarmada. Finn permanecía callado.
—Tras la escisión de Irlanda dejamos que los lealistas siguieran gobernando el país y lo dirigían como si se tratara de un club para protestantes exclusivamente. A través de sus caciques en el Partido Unionista y las sinecuras a los amigos conseguidas mediante la Orden de Orange y otros sutiles procedimientos, se ejerció la discriminación contra los católicos. Cuando estalló la crisis hace tres años y nos vimos obligados a reasumir nuestras responsabilidades en Irlanda del Norte, no sabíamos cuál era la situación real. Cometimos muchos errores. Pero las cosas han ido de mal en peor y no podemos permitirnos el lujo de cometer nuevos desatinos. Mi Comité, por lo menos, está bien informado. Yo me he encargado de ello. Hemos reunido y estudiado muchísima información. Tenemos acceso a todos los informes departamentales y, además, hemos establecido nuestras propias fuentes. Las personas: necesitamos saber más cosas sobre las personas. En una situación volátil las personalidades son la clave de los acontecimientos. De ahí que... —Hizo un ademán de propietario hacia la puerta de acero.
—¿Fichero personal? —preguntó Finn.
—Fichas sobre cada una de las personas con una significación política, por insignificante que sea. Una especie de regla de valores que nos permite calcular su fuerza y sus debilidades, incluso podemos predecir, si se tercia, sus eventuales movimientos. Bueno...
—...Y comprometerles, ¿no?
—Prefiero la palabra influir. —Partington habló sin disimulo y su rostro de querubín no se inmutó lo más mínimo—. ¿Le interesa la política? A mí me fascina. El cuerpo político tiene sus puntos culminantes, como el cuerpo humano. Puede llegar el momento en que necesitemos la colaboración de un hombre o, al menos, un buen pretexto para deponerlo. Voy a hacerle una pregunta y pido su opinión al respecto: ¿quién tiene más poder actualmente para influir en los acontecimientos de Irlanda del Norte?
Sus modales empezaban a resultar algo irritantes.
—Los expertos sólo te piden la opinión para demostrarte que estás equivocado —contestó Finn—. Dígame lo que piensa usted.
—Muy bien —replicó Partington sin inmutarse. Abrió un cajón, sacó una carpeta morada y la depositó sobre la mesa. La portada estaba en blanco. Finn la abrió, miró una hoja de papel que contenía datos biográficos y leyó:
Apellido: KILSHAW.
Otros nombres: JAMES CAMPBELL.
Retiró la mirada de la carpeta y dijo:
—Líder de los «Vigilantes lealistas». Un mesías presbiteriano. De acuerdo.
—No se moleste en leerlo ahora. No hay nada negativo.
Finn se pasó algunas líneas y leyó más abajo:
Ocupación: Solicitante, político.
Fecha y lugar de nacimiento: 12-3-26, Belfast.
Estado civil: Casado (1 hijo).
—No se tome en serio el sambenito que le cuelgan los periódicos: «Hitler de hoy» —dijo Partington cambiando de postura sobre el asiento—; en el contexto de su sociedad es un personaje perfectamente natural. Durante años fue un político legitimizado, un ministro del Gabinete del parlamento en la provincia de Stormont. Pero también fue líder de la fracción «dura» que intentó hacerse con la dirección del Partido Unionista. Seguramente no tuvieron más remedio que echarle, pero subestimaron el inmenso apoyo que tiene en la base protestante. De la noche a la mañana se convirtió en un héroe, en un nuevo lord Carson, en el hombre que podía dirigir la gloriosa causa del Ulster contra la gentuza de Fenian, contra las fuerzas de la Corona si ésta intentaba traicionar a los lealistas. Y todo ello derramando ríos de sangre si fuera necesario. Puede que la visión sea algo espeluznante, pero todos sabemos que podría ocurrir. Sólo tiene que mirar la pantalla del televisor.
Finn asintió, recordando las imágenes nocturnas, las columnas de hombres en uniforme paramilitar y las bandas armadas de los «Vigilantes» marchando sin orden ni concierto, pero decididos a enfrentarse con los católicos y el ejército; los frenéticos discursos de Kilshaw, los choques ocasionales entre sectarios, algo realmente feo. El peligro de violencia organizada siempre estuvo implícito en la existencia de grupos como el de los «Vigilantes», pero nunca había sido tan evidente. Saltaba a los ojos. Casi se olía.
Partington encendió otro cigarrillo. Finn comentó:
—...y ustedes buscan la manera de hundirlo o de quitarlo de la circulación, ¿no es así?
—Un puñado de hombres pueden decidir el futuro del Ulster —dijo Partington—. Kilshaw es el más importante de todos. No quiere la guerra civil más que la desean otros, pero se ha desarrollado un estado de crispación histérica que encuentra enorme audiencia entre gente irresponsable. La forma más habitual de comportamiento político es situarse al límite. Nadie se asombrará y rabiará tanto como Kilshaw cuando se halle al borde del abismo con todos los demás. Por otro lado, Irlanda del Norte le cuesta al contribuyente británico doscientos millones de libras al año en concepto de subsidios, sin contar los desperfectos producidos por las bombas y lo que cuesta mantener un ejército en ese territorio. Incluso sin guerra civil, los «Vigilantes» pueden meternos hasta el cuello, y durante años, en ese berenjenal. O sea: Kilshaw es un maldito engorro. Y él lo sabe. ¿Qué hacer con él? Ahí está el problema. No es susceptible a la presión política porque ejerce el poder sin responsabilidad alguna. ¿Presión personal? Teóricamente sí; podemos atraparlo, pero, en la práctica, el tanteo más exhaustivo ha demostrado que no hay por dónde agarrarlo. Pero de repente, hace tres días, por obra y gracia de lo que suele llamarse un «efecto teatral», se nos presentó el momento oportuno.
Abrió un cajón y sacó una hoja de papel de cuaderno con el sobre dentro del cual había sido enviada por correo. El sobre estaba sujeto al papel por un alfiler. Finn tomó la carta; estaba escrita a máquina pulcramente y decía, como encabezamiento:
A PROPÓSITO DE JAMES KILSHAW
El texto era breve y redactado en un estilo militar, con los párrafos numerados para mayor precisión.
1. Dispongo de información que podría acabar con él.
2. Estoy dispuesto a entregársela a condición de llegar a un acuerdo sobre el pago correspondiente. Habrá que tener paciencia.
3. Muestre su interés presentándose en la estación Victoria el día 7 de noviembre por la noche. Quédese frente al Indicador de las líneas, entre las 18 y 18.15 horas. No le abordará nadie. Contactarán con usted llegado el momento.
No había firma ni fecha. El 7 de noviembre había pasado desde hacía dos días.
—¿Un ligamen?
—¡Vamos, amigo mío! —exclamó Partington, encantado del despiste de su visitante—. ¿Se le escapó? Mire de nuevo.
Finn observó otra vez el papel, le dio la vuelta y se tomó la molestia de examinar el sobre que llevaba sujeto. El matasellos era de Belfast. Estaba dirigido a:
Sr. Partington
Sistema de Almacenaje Gosfield
Calle Gosfield, 45
Londres W. 1.
Finn tuvo la sensación incómoda de quien descubre su propia estupidez. Se le ocurrió comentar, en tono interrogante:
—Alguien que conoce este despacho.
—¡Exacto! Y que puede identificarme, reconocerme.
—De modo que usted acudió a la cita en la estación Victoria.
—¡No faltaría más! Claro que sí.