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OCURRIÓ SUFICIENTEMENTE TEMPRANO como para que todos los diarios matutinos lo publicaran en su primera edición. La versión del «News Letter» era muy detallada. Antes del gran titular había una introducción subrayada: EL LÍDER DE LOS «VIGILANTES» ABATIDO A TIROS AL EMPEZAR EL ALTO EL FUEGO. Luego había un subtítulo: El RUC acorrala a los dos asesinos del IRA.

—El precio de Partington —repetía Finn mortalmente apabullado.

—No lo entiendo.

Caragh se había vuelto a sentar frente al volante mirando a Finn con la expresión vacía, reflejo del impacto que acababa de recibir.

—A Sullivan le dieron los fusiles a cambio de dos cosas: no sólo el cese el fuego sino la muerte de Kilshaw —comentó Finn—. Cronometradas para que coincidieran de manera que ni Sullivan ni los británicos puedan aparecer como responsables.

—¿Quién, pues?

—La culpa puede recaer por igual sobre tu hermano y sobre Biliy McGarry. ¿Has leído esto? No cabe duda de que son dos. Es la tarea especial que Sullivan les había ordenado. Debió convencerles de que así servían a la causa revolucionaria. En cuanto cumplieron la tarea los denunció. No fueron advertidos sobre la tregua. Alguien tenía que cargar con el muerto, ¿comprendes? El movimiento los repudiará. Las casas seguras en que ayer se refugiaban, les cerrarán las puertas.

Caragh exclamó atribulada:

—¡Ah, el hijo de perra!

Volvió a leer el primer párrafo de la crónica:

El líder de los «Vigilantes» lealistas, James Kilshaw, ha sido abatido a tiros por dos pistoleros del IRA cuando se dirigía a Belfast a las 12.30 de esta mañana, media hora después de la tregua anunciada por Colin Sullivan, líder de la fracción del IRA, los «Voluntarios».

El señor Kilshaw recibió dos balazos en la cabeza, disparados por un fusil de gran velocidad, en una emboscada cuidadosamente preparada entre «Villa Rosa» y la carretera de Ligoniel. Se dirigía a su casa tras asistir a una concentración de «Vigilantes» en Crumlin. Su coche formaba parte de un convoy de tres, a bordo de los cuales viajaban guardaespaldas «Vigilantes» y hombres de la Rama Especial. Cuando el coche disminuyó la marcha a menos de diez millas por hora para abordar una pronunciada curva, uno de los terroristas enfocó un poderoso reflector a los ojos del señor Kilshaw mientras el otro disparaba. La muerte fue instantánea.

Al parecer, los guardaespaldas habían contestado a tirosr pero no consiguieron impedir que los asesinos escaparan a bordo de un Land Rover. Lograron huir por la carretera de Glencairn. Una patrulla de búsqueda descubrió una granja desierta y un granero cercano que, al parecer, acababa de ser utilizado como cuartel general del movimiento de Sullivan.

La información contenía un párrafo de especial significación:

En Dublín, Sullivan denunció inmediatamente el crimen alegando que era obra de disidentes que actuaban contra las órdenes recibidas. Añadió que serían sancionados. Los adjuntos de Kilshaw en el Consejo del movimiento de los «Vigilantes» calificaron el asesinato de «bárbara afrenta», pero añadieron en una declaración: «Sullivan ha declarado una tregua y debemos poner a prueba su buena fe. Los planes para la invasión de los bastiones rebeldes serán suspendidos hasta que los asesinos sean capturados y pueda demostrarse que su acción no estaba autorizada».

Los «Vigilantes» participarían en la búsqueda de los asesinos —decía la información—, y añadían, con desfachatez, que no se hacían responsables de los actos de represalia que pudiera provocar la afrenta.

El texto de la declaración de Sullivan se hallaba en el centro de la primera página. Concebía que los asesinos eran un ex oficial de alta graduación y un antiguo voluntario de su movimiento. Automáticamente quedaban expulsados. El movimiento, además, consagraría todas sus energías a la captura y castigo de los criminales. Nunca fue práctica de la política de los republicanos socialistas llevar una guerra sectaria contra sus conciudadanos irlandeses. La violencia no lograría nada..., etcétera.

La última reflexión de Sullivan era repugnante. Al repasar el periódico, Finn se fijó en un párrafo de la columna de Stop Press. Según dicha información, la chusma —o las masas, como prefería calificarla el «News Letter»— de airados «Vigilantes» se hallaba en la carretera de Shankill. Se enviaban tropas adicionales para proteger los hogares católicos.

Caragh sentóse al lado de Finn y le miró como si retuviera las lágrimas.

—Ahora ya sabemos para quién era la emboscada —dijo él—. ¿Dónde irán ahora?

—¡Oh, Dios mío!, no lo sé. No hay sitio seguro. Aquí, si no lo coge la policía lo pescarán los «Vigilantes». En el sur, sería Sullivan. Acaso en Inglaterra. Tiene amigos en Londres que podrían ayudarle si es que no hemos llegado demasiado tarde. ¡El pequeño idiota! Si hubiese podido vigilarlo de cerca...

—Londres no es más seguro que otro sitio —dijo Finn—. El IRA tiene allí demasiados amigos. Se entregaría él mismo contándoles la verdad, pero su verdad nadie iba a escucharla. De todo esto puede salir una paz temporal, la paz más precaria, la más severa de todas porque quien la pone en peligro es castigado. La sociedad se vuelve justiciera. En Belfast no tendrá sino su propia casa, pero no durará mucho como escondite seguro.

—Por Dios, Finn, no hables así; vamos a ir allí.

No consiguió llorar, pero empezó a temblar. Él tomó el volante y no tardaron en tomar la Nacional I hacia Belfast, a 80 millas por hora. Para colmo de ironías, el día era espléndido y el sol le daba de lleno en los ojos.

Sullivan y Partington. Su mente mencionaba los dos nombres y apenas conseguía abarcar el significado del acuerdo que entre ambos habían tomado. Llegó a la conclusión de que se trataba, sencillamente, de alterar un poco la Historia. Sullivan creía en la Historia, al menos eso decía. A Partington le fascinaba su mecanismo. Entre los dos habían matado a Kilshaw, y no el dedo de Billy McGarry que apretó el gatillo. Sin querer, también Finn había contribuido. Ahora comprendía por qué quisieron matarle: era el hombre que daba la cara para que no la diera Partington, el hombre que le protegía asumiendo sus bochornosos vínculos con el IRA, el único testigo de todo el asunto. Mientras Finn examinaba meticulosa y pacientemente documentos sin valor alguno, los acontecimientos le habían desbordado. Se había dado el ultimátum. En algún recodo del laberinto de Comités y Ministerios habían optado por el remedio drástico.

Lo esencial, lo crucial, fue saber calcular el tiempo. Al producirse inmediatamente después del anuncio del alto el fuego, sembraban la confusión entre los «Vigilantes». Al acaecer un día antes de la expiración del ultimátum, su reacción quedaba decapitada. El odio al IRA era la fuerza que les atizaba; Kilshaw era el manantial de ese odio. Antes de que se reagruparan en torno a un nuevo líder, su razón de ser habría desaparecido.

Tras algunos virajes desde el sudoeste, la carretera principal entraba en Belfast a través de una hondonada entre las lomas y el río. Poco antes de que el tráfico desembocara en las calles, la carretera ofrecía un súbito panorama de la ciudad, una alfombra de techos grises descendiendo hacia los astilleros y el río Lough. Había humo, formando, por lo menos, una docena de columnas densas y oscuras sobre el aire tranquilo de Andersonstown. El centro de la ciudad se difuminaba en un halo que, lentamente, se disolvía entre el radiante cielo azul.

—Los hogares católicos —dijo Caragh compungida—. Están prendiendo fuego a las casas de los católicos. Esta vez no puedo echarles toda la culpa.

—De todos modos mañana habrían ardido muchas más y con mayor virulencia. Es el riesgo calculado que aceptó Partington.

Salieron de la autopista y entraron en Andersonstown. La atmósfera en la calle era impresionante, perceptible incluso desde el interior del coche daba la sensación tangible de un miedo desagradable y degradante. Se notaba en la manera de escurrirse de la gente por las aceras, o en su tendencia a congregarse en grupos sin objetivo alguno; grupos nerviosos, como si esperasen que alguien pronunciara algo. Hablaban poco, pero sus miradas agudas expresaban la ansiedad, en que vivían desde hacía tres años, la angustia de que algún día la bestia protestante fuese provocada excesivamente. Algunas familias salían de sus casas en tropel; sobre furgonetas desvencijadas y trailers se amontonaban colchones, cacharros de cocina, máquinas de lavar compradas a plazos o alquiladas, niños, perros, jaulas con canarios... Había mucha tropa por las calles y, por primera vez, éstas podían circular libremente sin que les arrojasen ladrillos desde los tejados. De repente se convertían en los mejores amigos que podían tener los católicos.

—Esto podría ser el comienzo —dijo Caragh. Ambos sabían lo que significaba la reflexión.

—¿La guerra civil? No. No lo creo.

—Es lo que piensa la gente en lo más hondo de su mente. Se vive con esa idea, asumiendo el fatalismo de su propia vida y de la inevitable muerte.

—A los «Vigilantes» les han cortado el resuello —dijo Finn—. De repente se encuentran con que no hay por qué luchar y han perdido al único hombre que podía conducirles al combate. Claro que tardarán dos días en calmarse...

En el parque Roger Casement, escenario de muchas congregaciones de simpatizantes del IRA, se había instalado apresuradamente un campamento del ejército. Las boinas rojas de los odiados paracaidistas se movían entre vehículos aparcados sobre el césped, rodeados de niños que ayer les habrían apedreado con la misma diligencia que hoy se agrupaban para observarlos.

—Quieren el desquite —dijo Finn—. Los culpables han sido bien elegidos. Con Michael y Billy contienen los ingredientes del chivo expiatorio ideal, condensan todo lo que la famosa mayoría silenciosa recela y desprecia: un melenudo radical manejando un guiñapo de la clase obrera. Repudiados incluso por los suyos. Bien —dijo Finn cambiando de tema—, ¿por dónde empezamos?

—Por nuestra casa, al menos para poder eliminarla. Después habrá que jugar al escondite.

Habían decidido, tácitamente, buscar juntos a Con Michael, hacer todos los posibles para encontrarlo. Esto no significaba que, en caso de dar con él, pudieran hacer mucho para ayudarle, Finn ayudaba, en parte por Caragh y en parte por razones personales. Con Michael había sido un estúpido, víctima de su propia arrogancia e ingenuidad; también fue víctima —al igual que Finn— de una conspiración en la que no participó, Finn sabía que si lo eliminaban mucha gente sentiría un placer inexplicable. Le parecía importante privarles de ese placer. Nada impulsa tanto a la gente como la necesidad primaria de defenderse y esa imperiosa sensación incita a destruir. Recordó la analogía que había hecho Par-tington con la jauría de perros. Tal vez hubiera manera de parar a los perros soltando un par de conejos en el mismo lugar donde aquéllos se estaban despedazando entre sí.

Habían entrado en Coolnasilla Park. Finn descubrió, con aire distraído, una de las columnas de humo a las que iban acercándose frente a ellos. Pero lo que notó con más precisión fue un grupo de hombres que bloqueaban la calle a unas cincuenta yardas de distancia. Podrían ser un centenar y algunos hacían gestos violentos que, a través de la cortina de humo azulado que caía sobre la calzada, Finn logró reconocer, hasta ver la fila de soldados vestidos con todo el equipo antimotín. Luego oyó el estampido de las piedras y los improperios de quienes las arrojaban.

—¡Santo Dios! —exclamó Caragh—. Es nuestra casa.

El edificio debía llevar ardiendo varios minutos y el incendio tomaba envergadura. Las llamas lamían la pintura de las puertas y de los marcos de las ventanas; del antetecho surgían ramalazos de humo espeso, y cuando Caragh hizo su exclamación el calor rompía los vidrios de las ventanas superiores y el humo empezó a salir en gran cantidad.

—¿Y si él estuviera dentro? —dijo la muchacha, horrorizada.

Finn trató de dar la vuelta al coche. Desde el fondo de la calle llegaron disparos de pistola, lanzabombas de gas lacrimógeno, y la masa retrocedió empujada por el vapor blanco del gas nauseabundo. Algunos hombres y adolescentes, con máscara antigás de los sur plus del ejército británico, se hallaban tan cerca de Finn que pudo ver los brazaletes de los «Vigilantes». Iban armados de palos, de botellas, de ristras de cadenas. Dio la vuelta en plena calle y puso el motor en primera.

—Mi hermano podría estar dentro —repetía Caragh. Y antes de que él pudiera impedirlo, abrió la puerta del coche y echó a correr.

—¡Vuelve! —gritó Finn.

Pero ella corría sin detenerse hacia la verja principal. Él corrió detrás, sin perder de vista a los «Vigilantes». Los que vieron a Caragh la observaron con curiosidad. Luego la reconocieron y estalló un aullido que recordaba el de una jauría de sabuesos.

—¡Es su hermana!

—¡Agarrad a esa perra!

Hasta entonces no pareció notar la existencia de aquella gente y ante la verja titubeó. Parada frente a una sólida muralla de calor que desprendía la casa, miró a su alrededor. Finn le dio alcance. Unos veinte hombres que apedreaban a la tropa corrían a su encuentro; la tenían a unas treinta yardas. A través de aquel barullo y humareda, de aquella confusión de nauseabundo gas y de ruido infernal, Finn vio que los soldados rompían la línea y se acercaban con porras antimanifestación. Iban seguidos de un reflejo rojo: una máquina contra incendios.

Caragh no sabía qué hacer, allí parada y totalmente aturdida. Finn la tomó del brazo y ordenó:

—¡Vamonos!

Una piedra arrojada a unas veinte yardas le dio en el hombro y esto la decidió. Volvieron juntos calle arriba.

Ya era demasiado tarde. A su derecha aparecía otro grupo de hombres que se había congregado en las praderas sin vallas, en descampado. Finn y Caragh se vieron acorralados por dos grupos.

Antes de que se le ocurriera la única posibilidad de salir del atolladero, la mente de Finn se debatió en mil ideas confusas. Por fin llegó a la conclusión de que debían hallar la manera de navegar entre los soldados que avanzaban. Dio de nuevo la vuelta sin soltar a Caragh. El más cercano de los «Vigilantes» estaba a unas diez yardas, lanzándose sobre ellos, porra en mano.

Finn sintió que algo le golpeaba entre las costillas. Cayó sobre una rodilla, agarró la mitad del ladrillo que le habían arrojado y se levantó a tiempo para devolverlo aplastándolo en el rostro de un «Vigilante». Era un muchacho de unos dieciséis años. Aulló, se agarró la cara y soltó el mango de hacha que blandía. Finn agarró el palo y golpeó con él al hombre que seguía al crío: le dio un porrazo en el estómago. Pero acudía el resto reculando ante las tropas y el gas, jadeando, blasfemando. Le quitaron el mango a Finn y le golpearon los pies. Se cayó, miró a Caragh debatiéndose entre dos hombres que le arrancaban el abrigo y desgarraban su vestido. El ruido de vidrios rotos le dio a entender que estaban destruyendo el coche.

Dos veces le patearon las costillas antes de conseguir ponerse en pie y tumbar a uno de sus atacantes. Dos o tres más se liaron a golpear todo lo que se les ponía por delante. La siguiente bomba de gas estalló entre ellos.

Era un día sin brisa; el gas se extendía regularmente formando un hongo. Antes de que tuvieran tiempo de recoger del suelo el artefacto y arrojarlo fuera de allí ya estaban todos tosiendo y ciegos. El estómago de Finn palpitaba al abrirse paso entre el montón de hombres en plena y caótica pelea. Le escocían los ojos. Su garganta y pulmones se contraían por los efectos angustiosos del humo nauseabundo.

Se retorció en un espasmo de vómito, pero su estómago estaba vacío, no podía arrojar nada, excepto saliva amarga, una saliva que formó un charco sobre el suelo, bajo su cara. Entre espasmo y espasmo abrió los ojos, guiñando a través de las lágrimas. El gas se extendía lentamente calle arriba, junto a los «Vigilantes» que despertaban. Los más afectados se arrastraban, vomitaban, tropezaban acosados por las tropas que conseguían controlar la calle. Los bomberos acudieron raudos y las llamas empezaron a rechinar airadas cuando el chorro de las mangueras roció la casa.

Dos soldados con el rostro oculto tras sendas máscaras antigás y visera de plástico se turnaban en la tarea de golpear la cabeza de un adolescente contra un farol. A oídos de Finn llegó una orden. Procedía de detrás suyo y le llegaba por encima del hombro. Los hombres soltaron al muchacho y se alejaron de allí. Finn había reconocido la voz.

Antes de volver la cabeza tuvo que vomitar de nuevo. El mayor Howarth, de pie, se lo miraba con una desagradable sonrisa en los labios.

—i Qué condenada suerte la suya, Finn! Ha sido pura suerte haberle localizado entre esa banda.

—¡Agradecido! —dijo Finn. Pero todavía seguía guardándole rencor al sujeto.

—¿Qué diablos le ha traído aquí? ¿No sabe que hoy no hay que andar por las calles?

Finn tuvo que hacer otro vano esfuerzo por vomitar, con la cabeza casi clavada al suelo. Sus ojos eran como dos ascuas. Le dolía horriblemente la cabeza. Tenía la garganta seca e irritada. Pese a todo dijo:

—¿Y usted qué hace dirigiendo a los bomberos? Yo creí que iban a la caza de asesinos.

—Las dos cosas —dijo Howarth. No parecía divertirse y se le veía cansado—. Estamos extenuados. ¡Ah! —exclamó viendo acercarse a Caragh conducida por un sargento—. Ahora empiezo a comprender. Supongo que es usted la señorita Hughes.

El gas no la había afectado tanto como a Finn, pero estaba lívida. Agarró las solapas de su abrigo para tapar las desnudeces que su vestido desgarrado ponía al descubierto.

—Sí... —Le falló la voz. Involuntariamente miró hacia atrás, donde las llamas seguían lamiendo su casa.

—Está buscando a su hermano, ¿verdad? —Parecía como si Howarth disfrutase el malicioso instante de suspense—. No, no está allí —dijo bruscamente—. No lo hemos encontrado aún, pero es cuestión de tiempo. Por su bien espero llegar antes que los «Vigilantes» o que el IRA.

Cinco minutos más tarde estaban todos juntos en el vehículo blindado personal de Howarth tomando un té bien caliente en sendos tazones de porcelana. Las tropas se desparramaron por los prados del vecindario para darse un respiro. Los bomberos pudieron con las llamas y la casa quedó como una cascara humeante, con las paredes todavía intactas, pero con todo lo del interior destruido. Ladrillos y cristales rotos bloqueaban la carretera. El coche de Caragh también sufrió desperfectos. Todas sus ventanillas fueron aplastadas. Los «Vigilantes» no tuvieron tiempo de proseguir su labor demoledora.

—Sí, están desorganizados y sin líder —dijo Howarth—. No tienen quien les mande desde arriba. Lo único que hacen, sistemáticamente, es incendiar las casas. Cualquier sitio que caiga en sus manos es atacado si ellos creen que se trata de simpatizantes del IRA. Tal vez sea comprensible. Supongo que antes o después esperan poder cazar a Hughes y a McGarry.

—¿Y usted qué cree? —preguntó Caragh Hughes—. ¿Los cogerán?

Howarth la miró inseguro. La pregunta había sido mecánica pero deliberada. La chica seguía bajo los efectos del golpe recibido. Howarth se encogió de hombros porque llegó a la conclusión de que Caragh no podía saber nada. De haber sabido algo no se habría metido en aquel berenjenal,

—Bueno —dijo el mayor—, desde primeras horas de la mañana hemos irrumpido en todas las llamadas «casas seguras» que conocemos. Nada. La cooperación del pueblo es un fenómeno raro. Es evidente que el movimiento no les da cobijo, lo que significa que, o bien han salido del país o han encontrado un escondite por su cuenta, algo personal, acaso sin conexión con el movimiento. Sólo puede ser temporal, naturalmente. —De nuevo parecía disfrutar el momento de pausa—. Es mejor que afronte los hechos, señorita Hughes. Sin el respaldo del IRA, sin la gente que les daba albergue, no pueden sobrevivir. Lo mejor que les podría pasar es ser detenidos. Bueno, y ahora debemos irnos. ¿Les dejo en algún sitio?

—Nos arreglaremos con el coche —dijo Finn fríamente.

—Estarían mejor metidos en un hotel sin dejarse ver —aconsejó Howarth—. Nadie está seguro si sale a la calle.

Volvieron al Mini. Caragh se sentó guardando un silencio que parecía de aturdimiento, mientras Finn sacaba los cristales rotos de lo que fueran parabrisas y ventanillas. Luego se metió en el coche. Howarth y su escuadrón partían a bordo de sus vehículos.

—Es un bastardo que tiene su propia táctica —comentó Finn.

Ella se volvió para mirarle y su expresión seguía siendo remota a incomprensible.

—Creo saber dónde podríamos encontrarles —dijo finalmente.