20
FINN CERRÓ LA PUERTA DETRÁS SUYO.
—¿Quién la dejó entrar? —preguntó.
—Una de las camareras. Una chica de Andersonstown, claro. En los tiempos que corren, uno ha de recurrir a sus amigos.
Dejó la pistola sobre la mesita de noche y miró al hombre con cierto desdén.
—De modo que se trata del ejército británico, ¿no? ¡Después de lo que me dijo ayer...!
—Le dije la verdad.
—¿Quién me garantiza que no es usted un espía?
—La persona que le envía lo sabe y esto es lo que cuenta en definitiva.
Ella adoptó un tono irónico:
—No es usted muy cortés, que digamos. Yo cumplo una tarea, es cierto. Tengo que conducirle a un lugar.
—¿Dónde?
—Lo sabrá a su hora.
—¿Para verme con alguien?
—No haga esta clase de preguntas, Finn.
Finn se acercó a la ventana, apartó la cortina y miró la calle Gran Victoria. Bajo un farol del alumbrado público podía verse perfectamente el Humber estacionado junto a la acera del Crown.
—Los del RUC me han seguido los pasos —dijo.
—Podemos eludirlos.
—Si tenemos que ir donde me imagino será mejor que tome usted todas las precauciones para despistarlos,
—Confíe en mí —dijo Caragh—. Sé conducir y he llevado gente más importante que usted.
En la mente de Finn surgió de repente la idea que empezaba a obsesionarle. Encaróse con la muchacha:
—Los viajes que hace a Dublín..., utiliza el «Boyle's By-pass», claro.
—¿Y usted qué sabe de esto? —replicó bruscamente la muchacha.
—Poca cosa, sólo que su hermano lo mencionó anoche y que, por una extraña coincidencia, el hombre que me manda desde Londres conoce también el apodo del paso. Debí haberme dado cuenta antes de que está usted metida hasta el cuello con los «Voluntarios» de Sullivan.
—Todo lo que hago es para ayudar a mi hermano.
—No veo en qué pueda ayudar a su hermano pasar a Sullivan por la frontera, de ida y de vuelta.
—¿Pero no comprende, estúpido? Con Michael vive para ese hombre. Empecé a ayudarle porque mi hermano me lo pidió, porque necesitaban alguien que no estuviese quemado. —Hizo una pausa—. Aunque debo admitir que ya estaba predispuesta porque en estos tiempos ningún católico puede quedarse al margen de lo que pasa.
—Usted también empieza a estar preocupada por Con Michael, ¿verdad? Admítalo. Lo cree un iluso, vulnerable; un chiquillo en el universo de los hombres, y opino como usted. Quiso estar cerca de su hermano para poder vigilarle, ayudarle en caso de apuros, y la única manera de hacerlo era ingresar en el movimiento. A mí no me engaña usted; en seguida detecté los rasgos maternales en su comportamiento.
Por un instante, la muchacha pareció que iba a arrojarle otra vez el primer objeto contundente que tuviera a mano, pero, de repente, cambió de expresión y saltó a otro tema.
—Sólo media docena de personas conocemos la existencia del «Boyle's By-pass».
—No es de mi incumbencia tranquilizarla al respecto —dijo Finn—. Esto corresponde a sus amigos. ¿A qué hora es la cita?
—Podemos salir de aquí antes de las siete.
—Entonces ha venido demasiado pronto.
—Pensé que podríamos charlar. Apenas nos conocernos.
Él la miró detenidamente y luego, desconcertado, tomó asiento en el borde de la otra cama gemela, frente a la chica. Iba vestida con pantalón y camiseta de verano, pero llevaba sobre los hombros un chaquetón de cuero negro. Sonreía con la boca apretada; era una sonrisa defensiva. Había recogido en la nuca su rojiza cabellera poniendo de relieve el cutis de su rostro que semejaba la porcelana más fina. Sentada con la barbilla apoyada en sus manos sostuvo la mirada inquisitiva del hombre con una intensidad que parecía emanar del subconsciente. Él recordó la extraña corriente que se había producido entre ambos la noche anterior, cuando forcejearon y él la agarraba por las muñecas y la acorralaba contra la pared.
—¿Y de qué quiere que charlemos? —preguntó por fin, en un tono inseguro.
—De lo que sea; de coches si lo prefiere, o de pistolas. No tengo dificultad con los hombres porque puedo hablar de coches y de pistolas. Por cierto —dijo mirando la Browning sobre la mesita—, para ir a la cita no puede llevarse esto.
—No, claro —hizo una pausa—. Las pistolas no me interesan hasta ese extremo.
—¿Qué le interesa, entonces?
—Pescar la trucha; el jazz instrumental...
Ella farfulló:
—Es usted un tipo raro, Finn. Le importa un bledo lo que piensen de usted. Dígame: ¿a qué le da importancia en la vida?
—Tengo un pequeño chalet en un lugar secreto de Alemania: a esto le doy importancia. Son muy pocos los que conocen su existencia. Allí paso gran parte de mi tiempo, a salvo de los que hacen preguntas necias sobre lo que me interesa en la vida.
—Mire, usted no es un verdadero cínico; finge serlo, que es distinto. ¿Le interesan las mujeres?
—Hace mucho tiempo que no me interesa ninguna.
—Lo mismo me ocurre a mí con los hombres. Kilshaw ha sido el único que me he tomado en serio. No me enredaré con gente que pueda perjudicarme.
—Voluntariosa la chica, ¿eh?
—En lo que a hombres se refiere, sí.
—¿Todos los hombres?
—La mayoría.
Sin que ellos se dieran cuenta, sus rostros se habían acercado. La conversación tenía una calidad irreal, como si las palabras fuesen pronunciadas por el mero sonido de las voces, la de un hombre y la de una mujer.
—Tiene usted aspecto de enfermo —dijo Caragh—. ¿Por qué hace ese trabajo?
—Porque supongo que me gusta, que disfruto haciéndolo,
—Es peligroso. A un hombre enfermo deberían confiarle algo más fácil.
—Ya le dije que no estoy enfermo.
El clima de la conversación pareció alterarse. Finn se levantó bruscamente y dio unas zancadas por el cuarto. ¿Por qué tenía esa chica el poder de perturbarlo, de llegarle a lo más hondo? Nadie lo había conseguido hasta entonces.
—No quiero su maldita piedad. Ya se lo dije ayer.
Ella permanecía sentada, mirándolo.
—Se equivoca, Finn. La piedad es una cosa, la compasión es otra.
—Llámelo como quiera: es peligroso. Puede sucumbir a eso. Si lo hubiese aceptado me habría destruido.
—Llegó muy cerca de la muerte, ¿verdad?
—¿Y qué?
—Uno se esfuerza tremendamente preparándose para la muerte —dijo—, y luego, si pasa de largo, uno ya no sabe cómo vivir. Es como si hubiese vendido todo lo que llenaba una existencia digna de ser vivida. La vida se convierte en una casa vacía, pero un día u otro hay que empezar a amueblarla de nuevo.
—¡Vaya, vaya!, se ve que sabe mucho de esto, ¿verdad? —comentó Finn en un tono sarcástico.
—Estuve a punto de morir de difteria. Era muy pequeña, pero con edad suficiente para comprender lo que pasaba.
—¡Ah, vamos!, ahora se explica su interés morboso por el terna. Los irlandeses tienen esta característica: supersticiosos. Observan, hacia la muerte, un respeto empapado de sentimentalismo.
El despecho de Finn era auténtico y, a diferencia de la noche anterior, la provocación no era premeditada. No podía evitarlo: sentíase amenazado. Seguramente era su instinto lo que le indicaba que la muchacha había estado muy cerca de la verdad. Pero esa vez Caragh devolvió la pelota.
—Prefiero ser así, como dice que somos los irlandeses, que ser como usted. Está vacío, Finn. Podría ser un cadáver porque en el fondo está muerto y helado. Es una casa vacía.
Tampoco pudo evitar lo que pasó seguidamente. Frenético por demostrar que ella se equivocaba, se le acercó y la besó.
Ella no mostró sorpresa alguna. Su boca respondió suavemente y él saboreó su aliento y el lechoso aroma de su piel. Caragh se puso de pie y dejó que Finn la rodeara con sus brazos; luego, apartándose un poco, dijo:
—No debería hacer esto, Finn.
—Tenía que hacerlo.
—Se me ha puesto la piel de gallina, María Santísima...
Volvió a besarla. Sus cuerpos se inclinaron sobre el lecho. La sangre de Finn emprendió un galope caótico y sintió un desconocido ramalazo de deseo y de ternura.
—¡Caragh!
—Sí.
—Maldita seas.
—¿Qué haces, Finn? Eres un tipo curioso y adorable. Vamos a tener líos...
—No.
—Esto no estaba en el programa. Tus manos arden.
El chaquetón había caído al suelo. Finn tomó en sus manos los firmes senos de la muchacha. La cabellera, por alguna razón, se había soltado y, con un gesto vigoroso, la muchacha echó atrás la cascada de rizos de color caoba. Se miraron con asombro. Vivieron el estremecimiento que anticipaba algo...
Sonó el teléfono.
El sonido llenó la habitación de sobresalto. Se mantuvieron juntos, más juntos si cabe, queriendo ignorar el teléfono pero conscientes de que no podrían.
—¡Cristo! —exclamó Finn.
Se desprendió de la muchacha y agarró el condenado artefacto.
—¿Finn? —dijo Partington—. Ponga el dispositivo embrollador.
Cuando Finn hubo tomado las disposiciones de rigor en la comunicación telefónica con su jefe, éste prosiguió:
—Estaba algo inquieto.
Finn lanzó un taco de boca para adentro. Caragh se acurrucó sobre la cama.
—Estoy bien —dijo Finn—. Estoy muy bien.
—No me refería a su salud. ¿Puede hablar? ¿Está solo?
—Puedo hablar.
—Es evidente que debemos encontrar la manera de apresurar las cosas. ¿Puede usted...?
—Se me adelanta. ¿Por qué es evidente?
Se produjo una pausa breve y crispada.
—¿No se ha enterado del ultimátum de Kilshaw? Lo publican los periódicos de la tarde.
—He estado clavado en mi cuarto.
—Ha dado siete días al gobierno británico para que ponga fin a la violencia del IRA, bien sea negociando con él o aplastándolo. Exactamente siete días. Naturalmente, esto concierne a los «Voluntarios» de Sullivan porque son los únicos idiotas que siguen combatiendo. Si el gobierno británico no actúa en consecuencia, Kilshaw dice que sus hombres armados irrumpirán en las zonas católicas para iniciar la caza. Ya sabemos lo que esto significa.
—Sí. La guerra civil, el levantamiento de la veda para que cualquier maníaco pueda cargar un fusil al hombro. ¿Apareció por fin el de la carta?
—En absoluto —dijo Partington—. Sólo puede medrar en una atmósfera de crisis. Pero, ¿no se da usted cuenta de que ha colocado la pelota al otro campo? Desafía a Sullivan para que declare una tregua. Sin embargo, no quiere una tregua; su intención es que cuando empiecen los combates aparezca Sullivan como el iniciador
—¡Malditos irlandeses! —exclamó Finn. Pero le asaltó otra idea y se la expuso a Partington—. Si usted proyectara algo semejante y esperase una gran remesa de armas al mismo tiempo, ¿no aguantaría hasta la llegada del cargamento? Sería una táctica para respaldar su amenaza ¿no?
—Así es. —Partington no soportaba que se anticiparan a sus propias ideas—. Los «Vigilantes», en general, están mal pertrechos en armas de fuego. Si este cargamento, sea lo que sea, no ha llegado aún, debe esperarlo en los próximos siete días. Primera cosa que debemos hacer: impedir su llegada. Segunda: apoderarse de los documentos que nos proporcionen el pretexto que necesitamos para derrocarlo del pedestal, derribarlo sobre la base de un delito común y no con una inculpación con carga política. Dispone de una semana exactamente, Finn.
—Tengo la entrevista para esta noche.
—Bien: quiero un informe inmediatamente después. Estaré en este número toda la noche.
Finn colgó el teléfono. Caragh se había colocado de nuevo el chaquetón sobre los hombros. Se miraron con incertidumbre.
—Sonaba a algo tremebundo —dijo la chica.
—Demasiado tremebundo para mi gusto.
No podían disimular una realidad embarazosa y lúgubre: su pasión se había esfumado. Partington no pudo calcular mejor su interrupción.
—¿Quieres una copa? —preguntó Finn tras un instante de titubeo.
—Ya debemos irnos.
—Kilshaw amenaza con atacar las zonas católicas. De repente diríase que sólo con ayuda de Sullivan podemos pararle los pies. —No añadió que, a su juicio, también Sullivan había calculado el tiempo con una precisión providencial. Prosiguió—: En Londres consideran que hay que atajar a Kilshaw de raíz. Pero, ¿cómo lo harán sin precipitar lo que quieren evitar? —De nuevo echó un vistazo a la calle por la ventana. El Humber seguía estacionado en el mismo sitio—. Quizá Partington tiene algo en la manga. La mitad del problema reside en que se ignoran los verdaderos motivos de cada uno.
—Los motivos del RUC me parecen clarísimos —dijo Caragh recogiendo de nuevo su cabellera—, al menos los extremistas que hayan en su seno: respaldan a Kilshaw.
—...y quieren aplastar a Sullivan. ¿Estás segura de que podemos llegar a él sin percances?
—No te prometo un viaje cómodo.
Ambos habían recobrado la compostura. El recuerdo del instante de lujuria recíproca, el fabuloso punto culminante de atracción mutua parecía una ilusión, pero una ilusión que había modificado la esencia de sus relaciones. Caragh se le acercó.
—Lo siento —dijo Finn.
—Ya nos desquitaremos. Otra vez será.
—¿Hablas en serio?
—Te lo prometo.
—Tenías razón cuando dijiste que debo aprender a reamueblar la casa.
—Te ayudaré, si me dejas —dijo ella rozándole los labios con los suyos—. He deseado hacerlo desde ayer.