CAPÍTULO XVIII

Fiel a su palabra, Corbett se pasó todo el día siguiente redactando su informe para Burnell en la esperanza de que Alicia se salvara y no advirtiera a sus compañeros de asociación. Como Ranulfo aún no había regresado, le pidió a Swynnerton que enviara a uno de sus más sagaces escuderos a la ciudad para averiguar si había ocurrido algo extraño en La Mitra. El escudero regresó bastante bebido al anochecer, pero Corbett lo sumergió en una bañera de fría agua del foso y logró que se recuperara lo bastante como para informar de que no había observado nada especial en los alrededores de la taberna. A primera hora de la mañana siguiente, Corbett terminó su informe. Contenía todo lo que le había dicho a Alicia y otros datos y observaciones adicionales. Lo volvió a repasar todo detenidamente, lo secó con arena, lo selló con la indicación «sólo para el canciller» y lo envió a la ciudad bajo una escolta armada desde la Torre. Una vez cumplida su misión, salió de la Torre y se dirigió al lugar donde se había reunido con Alicia por última vez. La hierba donde ambos se habían sentado aún conservaba la huella de sus botas y el silencio y la triste desolación de las ruinas contrastaba con la pasión y la furia que él había sentido en aquel lugar. Estaba a punto de dar media vuelta cuando vio sobre un resto de muralla un ramillete de flores primaverales atado con un pequeño guante de seda negro. Alicia lo había dejado allí, sabiendo que él regresaría. Corbett lo tomó, se guardó las flores bajo la chaqueta y se apoyó con aire abatido contra la muralla, maldiciendo su mala suerte y pensando que cualquier cosa hubiera sido preferible al hecho de tener que enfrentarse con aquel terrible vacío de su corazón.

Con la mirada perdida más allá de los campos, se dio cuenta de que aún le quedaba una tarea por cumplir. Regresó a toda prisa a la Torre y dejó unas rápidas instrucciones para Synnerton y Ranulfo. Después le pidió prestado a un clérigo de la Torre una gruesa capa marrón con una cogulla para protegerse la cabeza y, cubriéndose el cabello y el rostro con ceniza, abandonó la Torre disfrazado de anciano monje y tomó una barca para dirigirse a Westminster. Llegó al lugar acostumbrado, pero, tras haber subido lentamente los peldaños de la orilla del río, no siguió el camino habitual del palacio sino que se dirigió al pórtico principal de la abadía. Avanzó lentamente por la nave central sin molestarse en admirar los muros de un blanco purísimo, la piedra labrada o la impresionante majestad de las columnas, sobre las cuales la bóveda del templo parecía flotar en el aire como por arte de magia.

A pesar de los débiles rayos del sol que se filtraban a través de las vidrieras multicolores, la abadía estaba muy oscura y Corbett se sentía protegido con su disfraz. Conocía la abadía y salió por una puerta lateral al desierto claustro donde un anciano monje permanecía sentado sobre el murete de piedra. El anciano le miró con sus llorosos ojos y levantó una esquelética mano a modo de saludo. Corbett le saludó a su vez con una inclinación de cabeza y siguió adelante, procurando arrastrar los pies y mantener la cabeza inclinada y las manos ocultas en el interior de las holgadas mangas de la capa. Miró a su alrededor, pero todo estaba desierto, a excepción del anciano monje y de un cuervo que se posó en el jardincillo central, arrancando unas frágiles hojas de hierba con su amarillo pico. Corbett se dirigió al ángulo sudeste del claustro y se sentó en el murete con la cabeza inclinada como si estuviera rezando mientras sus manos buscaban desesperadamente en la sillería bajo su cuerpo. Al final, encontró un sillar desprendido que se podía deslizar hacia adentro y hacía afuera. Fingió que se le había caído algo al suelo y se agachó para recogerlo. Descubrió que el sillar estaba completamente libre de argamasa y que, cuando se retiraba, dejaba un pequeño hueco.

Deslizó la mano por el interior del hueco, pero no encontró nada, respiró muy despacio para disimular su emoción y a punto estuvo de lanzar un grito cuando alguien le dio unas leves palmadas en el hombro. Dio media vuelta, buscando la daga bajo la capa, pero sólo era el anciano monje cuyos labios se entreabrieron en una desdentada sonrisa de la que se escapaba un hilillo de saliva mientras sus ojos le imploraban compañía. Corbett hizo un apresurado benedicite y entonces el anciano inclinó la cabeza y se alejó murmurando para sus adentros. Corbett le vio alejarse, se levantó y miró furtivamente a su alrededor. Seguía sin aparecer nadie. ¿Habría llegado demasiado tarde? Decidió esperar y, pasando las piernas por encima del murete, se dirigió hacia el otro extremo del claustro donde había unos arbustos rodeados de malas hierbas. Se abrió paso entre ellos sin prestar atención a las frías y húmedas hojas que le empapaban la ropa con sus gélidas gotitas. Allí, en la certeza de que nadie podría verle, inició su vigilancia.

El claustro seguía tan desierto como antes. Los monjes de la abadía debían de estar en el escritorio o bien ocupados en distintas tareas. El anciano monje regresó al claustro y pasaron otras personas, criados, auxiliares y otros hombres que trabajaban en la abadía, pero nadie se quedó. Hacía mucho frío y Corbett se preguntó cuánto rato podría esperar; las piernas y los pies se le estaban helando y el cuerpo se le estaba quedando como un témpano. Las campanas de la abadía ya estaban empezando a tocar para las oraciones vespertinas cuando, de repente, una figura con la cabeza cubierta por una cogulla entró en el claustro y se encaminó presurosa hacia el mismo lugar donde antes se había sentado él. Tras mirar a su alrededor, el desconocido se agachó para retirar el sillar y buscó en el hueco. La figura volvió a enderezarse y se alejó por el mismo camino. Hugo no le había podido ver la cara oculta en las profundidades de la cogulla, por cuyo motivo esperó hasta que abandonó el claustro y entonces la siguió.

Entró de nuevo en la oscura iglesia de la abadía y vio a la figura cruzando la nave del templo para dirigirse hacia una puertecita entreabierta del muro norte. Corbett se detuvo para recuperar el resuello antes de seguir al desconocido, cruzando la puertecita. Entonces se dio cuenta de que se encontraba en un campo que se extendía entre la abadía y el palacio, en el cual se amontonaban los andamios y los hornos de ladrillos dejados por los canteros que estaban dando los últimos toques al muro exterior del lado norte de la abadía. Temió que su presa se le escapara en medio de las sombras del anochecer y apuró silenciosamente el paso. Alarmada por algún sonido, la figura se medio volvió justo en el momento en que Corbett apoyaba la mano en su hombro. El hombre se libró de la mano de Corbett y retrocedió.

— ¿Qué ocurre?, ¿qué es lo que deseáis? -preguntó una voz ligeramente asustada.

Corbett se echó la cogulla hacia atrás para revelar su propia identidad.

— Vaya, pero si es maese Huberto Seagrave -dijo-, soy Hugo Corbett. Me ha parecido reconocer vuestra voz. -Corbett se acercó un poco más-. Sois maese Huberto de la Cancillería, ¿no es cierto?

Unas blancas y regordetas manos echaron la cogulla hacia atrás mientras Huberto miraba fríamente a Corbett, frunciendo severamente los labios.

— Maese Corbett -dijo Huberto en voz baja-. ¿Por qué estáis vagando por aquí en medio de la oscuridad? -preguntó, poniendo tímidamente los ojos en blanco cual si fuera una inocente doncella-. ¿Acaso me habíais confundido con otra persona?

— ¿Qué estabais haciendo? -preguntó Corbett.

— Estaba rezando. ¿A vos qué os importa?

— Conque rezando, ¿eh? -dijo Corbett, sintiendo que la furia le pulsaba en las sienes-. Nada de oraciones, maese Huberto. Dudo que vos recéis alguna vez. Habéis venido para ver si vuestros amigos del Pentágono os habían dejado dinero o algún mensaje. ¡Sois un traidor, maese Huberto, y yo lo demostraré!

Huberto entornó los ojos y Corbett adivinó que, a pesar de su suave cara de cachorro y sus elegantes modales de escribano de la corte, era un hombre muy peligroso.

— No tenéis ninguna prueba, maese Corbett -dijo Huberto en tono burlón.

— Ni siquiera habéis preguntado qué es el Pentágono -le interrumpió Corbett mordazmente-. A lo mejor, sois uno de ellos.

— No -gritó Huberto-. Del Pentágono, no, Corbett, pero sí de los populares, los representantes del pueblo. Mi padre luchó y murió en Evesham, mis tíos y primos perdieron la vida en otras batallas y los que quedaron sirvieron para adornar los patíbulos de los alrededores de Londres. -Huberto hizo una pausa y miró enfurecido a Corbett, tratando de dominar su cólera mientras apoyaba la espalda contra un horno de ladrillos-. No tenéis ninguna prueba, maese Corbett -repitió.

Corbett sacudió la cabeza, sonriendo.

— Vaya si la tengo. Conozco al Encapuchado. Sé quién es. Ella misma me ha dicho que vos erais el espía del Pentágono en la Cancillería, ¡pero tenía que pillaros con las manos en la masa!

— ¡Ella! -exclamó Hubert en un ronco susurro.

— Eso no tiene importancia -dijo Corbett-. Vos les hablasteis de mí. Les dijisteis cuándo iría a la iglesia de Santa María Le Bow. Les dijisteis a los asesinos dónde vivía y a qué hora regresaba. Y, por encima de todo, les hablasteis de mi vida pasada, de mi esposa y mi hijito muertos, de mi afición a la flauta. Reunisteis información sobre mí, como una de esas ratas que corretean por la Cancillería buscando restos de cera para roer, en vuestro caso, información para vender a cambio de un precio. Lo puedo demostrar. A fin de cuentas, no hay muchos escribanos en la Cancillería. ¡Sospecho que los torturadores del rey empezarán por vos! -Corbett se inclinó hacia adelante y vio asomar el miedo en los ojos de Huberto-. El Pentágono está acabado -murmuró-. Y también los populares. Probablemente, mientras vos estabais aquí, comprobando si vuestros amos os habían dejado dinero a cambio de la información, el canciller ya ha dictado órdenes de detención de personas en toda la ciudad. ¡Puede que vos estéis entre ellas! Os han traicionado, Huberto, nada menos que el Encapuchado. Ella me dijo dónde y cuándo el espía del Pentágono en la Cancillería dejaba información. Os podría decir su nombre, pero, qué más da. ¡Me encargaré de que os maten!

Huberto se mordió los labios, mirando ansiosamente a su alrededor.

— Os puedo dar oro -dijo-. ¡Mirad!

Se abrió la capa y Corbett pensó que iba a sacar la bolsa, pero, en su lugar, vio un apagado brillo de acero y pegó un salto hacia atrás mientras Huberto desenvainaba la espada que ocultaba bajo los pliegues de la capa.

Corbett comprendió ahora que su adversario ya no era un suave y blandengue escribano, pues empuñaba la espada como un experto soldado o un luchador callejero y estaba avanzando hacia él sin que el arma le temblara en la mano. Corbett desenvainó de inmediato su larga daga galesa, retrocediendo con cuidado para afianzar sus pies en el suelo sin apartar los ojos del rostro de Huberto.

— Maese Corbett -dijo Huberto-, os voy a matar y después me esconderé.

Corbett iba a contestar, pero inmediatamente se dio cuenta de su error, pues Huberto se abalanzó de pronto sobre él, buscando su corazón con la punta de su espada. Corbett saltó hacia atrás, pero sus pies tropezaron con un trozo de madera, cayó de espaldas al suelo. Huberto se situó entre sus piernas y apoyó la punta de la espada en su garganta, empujando ligeramente hasta que Corbett sintió un alfilerazo de dolor y un ligero goteo de sangre.

— ¿Y bien, Corbett?

Huberto ladeó la cabeza como si estuviera reflexionando acerca de lo que iba a hacer a continuación. Los dedos de Corbett buscaban en el suelo, pero no había nada. Tomó un puñado de algo que le pareció arena y, mientras Huberto retiraba la espada, se lo arrojó al rostro y rodó hacia un lado.

Huberto cayó de rodillas, lanzando gritos de dolor.

— ¡Estoy ciego! ¡Estoy ciego! -chilló.

Corbett se olió la mano y se dio cuenta de que había arrojado cal directamente al rostro de su adversario. Tomó la espada caída de Huberto y, sin el menor asomo de remordimiento, trazó con ella una amplia curva en el aire y la hundió profundamente en su garganta. Una gran fuente de sangre brotó de la herida y, con un prolongado suspiro, Huberto cayó de lado y se quedó inmóvil. Corbett no lamentó ni se arrepintió de lo que había hecho. Limpió la ensangrentada espada con la capa de su enemigo muerto y buscó cuidadosamente por el suelo. Al final, cerca del lugar donde había caído, encontró la calera y, arrastrando el cadáver de Huberto por los pies, lo acercó al borde y lo empujó hacia adentro. El cuerpo flotó brevemente en la superficie antes de hundirse poco a poco hasta desaparecer por completo.