CAPÍTULO III

Corbett dedicó buena parte de la tarde a despedirse de sus compañeros del Tribunal Real. Sabía muy bien que nadie le echaría de menos. Era un forastero con muchos conocidos, pero muy pocos amigos, por lo que su provisional dedicación a un nuevo puesto apenas suscitó preguntas. A los escribanos se les solían encomendar tareas tales como misiones diplomáticas en el extranjero, verificaciones de las cuentas de alguna mansión real, cosa, por cierto, no demasiado agradable, o el recorrido de los distintos condados, siguiendo los circuitos de los jueces reales. Corbett sacó algunas de sus pertenencias del interior de un pequeño baúl de cuero que tenía en una de las salas de registros y las envolvió en un fardo; unas cuantas monedas, la sortija de su difunta esposa, un mechón de cabello de su hijo, una cuchara de asta de vaca y algún material de escritura.

Burnell le había ordenado que se pusiera inmediatamente manos a la obra y Corbett no perdió el tiempo. Pensó en la posibilidad de utilizar su mandato judicial para sacar dinero de la Tesorería, pero sabía que le resultaría un poco complicado. Los escribanos de la Tesorería recelaban de todo el mundo y muy especialmente de otros escribanos. Le harían esperar, examinarían el mandato y después le soltarían unas moneditas. No, pensó, envolviéndose en su capa, sacaría un poco del dinero que tenía depositado en las arcas de un orfebre de Cheapside y después le presentaría directamente la cuenta a Burnell. Al fin y al cabo, el dinero no era ningún problema para él, le pagaban un buen sueldo y había vendido su propiedad de Sussex. ¿Por qué mantener una casa cuando uno no tiene un hogar? Corbett trató de apartar de su mente aquellos negros pensamientos mientras abandonaba el palacio de Westminster. Una candela horaria colocada en un candelero de hierro sobre uno de los bancos de la sala le dijo que eran las tres de la tarde. La gente se estaba dispersando. Litigantes con sus fajos de documentos, abogados contentos o deprimidos, oficiales de orden con sus vestiduras multicolores, cuerdas de prisioneros saliendo de las salas de justicia para ser conducidos bajo vigilancia a las prisiones de Tun, Marshalsea o Newgate.

Corbett se abrió paso entre ellos, salió del palacio y bajó al río. Decidió enfrentarse con el mal tiempo y alquiló una chalana, a cuyo mando se encontraba el barquero más feo que él jamás hubiera visto en su vida, el cual insistió en deleitarle con la descripción de los detalles más escabrosos de la visita que había efectuado la víspera a los burdeles de la ciudad. Al final, harto del frío y la humedad de la atmósfera y cansado de oír las escandalosas historias del barquero, Hugo llegó al embarcadero de Queenshithe y subió hacia San Pablo cuando ya había oscurecido y los pocos vendedores de anguilas y aguadores que aún había por allí trataban de exprimir las últimas gotas de negocio de la jornada. Las calles ya estaban casi desiertas, los niños habían regresado a sus casas y muchos aprendices se disponían a cerrar las tiendas y a encender los faroles de cuerna, según lo ordenado por los prohombres de la ciudad para que en las calles hubiera un poco de luz durante la noche. Corbett intuyó la sensación de tristeza que se cernía sobre la ciudad y recordó las palabras de Burnell sobre las viejas rencillas que se enconaban como pus en las calles y callejuelas de la ciudad. Compró una hogaza de un penique de la última hornada de un tahonero y se comió unos cuantos bocados mientras subía por la calle del Pez, sorteando los charcos de agua y los montones de basura entre el acre hedor de los tenderetes de venta de pescado. Se acercó un carro vacío de carbón cuyo conductor, con la cara tan tiznada como la del diablo, parecía visiblemente complacido del negocio de la jornada. Corbett se pegó al portal de una casa para cederle el paso, observando que, al otro lado de la calle, una solitaria figura permanecía acurrucada con las manos aherrojadas y un pescado podrido colgando alrededor del cuello. Algún vendedor de pescado sorprendido por su propio gremio o por las siempre vigilantes autoridades de la ciudad, vendiendo productos en mal estado y condenado por ello al escarnio público.

Corbett siguió adelante y dobló la esquina de Cheapside, una ancha avenida que atravesaba la ciudad de este a oeste y era el centro neurálgico del comercio de Londres. Allí las casas eran más grandes y lujosas, de dos o tres pisos de altura, ventanales acristalados, limpias paredes protegidas por zarzos y maderajes y gabletes brillantemente pintados, casi todas ellas con el escudo de armas del Gremio de los Orfebres. Corbett se detuvo delante de una de aquellas casas y llamó con los nudillos a la pesada puerta de madera. Se oyó un chirrido de cadenas y cerraduras antes de que la puerta se entreabriera levemente sobre sus gruesos y resistentes goznes de cuero. Un corpulento portero que sostenía en su mano una antorcha de crepitante pez, le preguntó de muy malos modos qué quería. Corbett reprimió su cólera ante la grosería de aquel hombre y solicitó hablar con el mercader Juan de Guisars. El portero estaba a punto de darle a Corbett con la puerta en las narices cuando apareció una menuda y oronda figura que tuvo que ponerse de puntillas para verle.

— Vaya -exclamó, casi empujando a un lado al portero-, pero si es Hugo Corbett. ¿Venís a depositar más dinero, maese escribano?

Hugo contempló con una sonrisa el mofletudo y generoso rostro. Siempre le había gustado De Guisars, el cual apenas se tomaba la molestia de disimular su codicia.

— No, maese orfebre -contestó Corbett-. Vengo para echar un vistazo a las cuentas y sacar un poco de dinero.

La decepción del orfebre fue tan grande que el escribano tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir la risa. Consideraba a Corbett un buen cliente que siempre depositaba dinero y raras veces lo sacaba de su cuenta. Un hombre un poco misterioso en realidad, pensó el orfebre, estudiando el tenso y moreno rostro y los entornados ojos del escribano. Su patrimonio era considerable y, sin embargo, vivía en una buhardilla de la calle del Támesis.

El astuto orfebre veía un cierto misterio en todo aquello, pero su discreción le impedía hacer el menor comentario. Lanzó un suspiro, le indicó por señas a su visitante que lo acompañara a la oscura trastienda y ordenó al ahora obsequioso portero que encendiera unas velas y sirviera un poco de vino al visitante. De Guisars tomó el brazo de Corbett, lo acompañó al interior de la casa y le indicó un pequeño escabel. El portero, con una velita en la mano, encendió las velas de sebo y cera colocadas en candeleros de hierro en distintos lugares de una estancia que rezumaba riqueza y comodidad por todos sus poros. El suelo era de lustrosa madera y las paredes estaban cubiertas por unos gruesos tapices ribeteados de oro que representaban escenas de la Biblia. Al fondo había una gran mesa de madera de roble y una silla, por encima de las cuales se podían ver varios estantes llenos de rollos y fajos de pergamino, todos pulcramente ordenados y clasificados. A ambos lados de la mesa había unas arcas de madera reforzadas con tiras de cuero y cerradas con gruesos candados. El portero entró finalmente con dos copas de vino que Corbett identificó inmediatamente como el mejor de Gascuña, calentado y ligeramente aderezado con especias. Él y De Guisars brindaron el uno por el otro y, en cuanto el portero se retiró, el orfebre se sentó en un baúl y preguntó:

— ¿Cuánto?

Corbett le miró sonriendo.

— Diez libras, pero no os preocupéis, maese De Guisars, buena parte de ellas las devolveré a la cuenta. Es por un asunto del rey.

El orfebre asintió, complacido. Sosteniendo la copa con ambas manos, le miró con cara de niño viejo.

— ¿Y el asunto? -preguntó en tono esperanzado.

Corbett sabía que De Guisars le iba a hacer aquella pregunta y ya tenía la respuesta cuidadosamente preparada.

— Bien -contestó muy despacio-, os lo puedo decir. Es por Duket. Pertenecía a vuestro gremio y se ahorcó en Santa María Le Bow. Me han pedido que lo investigue…

Interrumpió sus palabras al ver la reacción de De Guisars. ¿Temor? ¿Terror? ¿Tal vez incluso remordimiento? Corbett no pudo establecerlo, pero la transformación del menudo comerciante había sido asombrosa. Su rostro palideció mientras su estado de ánimo se alteraba visiblemente.

De Guisars se levantó presuroso y se acercó a uno de sus baúles de cuero. Contó en pocos minutos el dinero de Corbett, regresó sin tardanza y casi se lo arrojó a la mano como si estuviera deseando librarse de él.

— Vuestro dinero, maese escribano. -Abrió la puerta-. Ya es tarde y… -añadió, señalando con un vago gesto de la mano la parte de atrás de la casa.

Corbett se levantó, se guardó las monedas en la bolsa y se encaminó hacia la puerta.

— Buenas noches, maese De Guisars -murmuró-. Puede que tenga que regresar.

En la fría y oscura calle, Corbett oyó el portazo a su espalda y comprendió que el encargo secreto que había recibido había agitado unas aguas un poco revueltas. Levantó la vista hacia la angosta brecha que separaba las casas de ambos lados de la calle. El cielo estaba despejado y las estrellas brillaban con intenso fulgor. Adivinó que la noche sería muy fría y apuró el paso por el casi desierto Cheapside. Al ver unas sombras en un callejón, sacó la larga daga que ocultaba bajo la capa, pero las sombras se perdieron en la oscuridad. Corbett se detuvo al llegar a una taberna. El rótulo, el calor y la luz del interior parecían invitarle a entrar. Tenía frío y estaba hambriento. De pronto, se dio cuenta de que aquel día apenas había comido, pero, al contemplar al fondo de Cheapside la oscura mole de Santa María, llegó a la triste conclusión de que la taberna tendría que esperar.

La iglesia de Santa María Le Bow se levantaba sobre su propio terreno detrás de un bajo muro de piedra, ligeramente apartada de la calle principal de Cheapside. El ancho y airoso presbiterio daba a la calle mientras que la cuadrada torre y el pórtico se levantaban al fondo y un poco más allá se encontraba el cementerio. En la parte lateral del templo y paralelo al mismo había un edificio con muros de entramado de madera y techumbre de paja que, a juicio de Corbett, debía de ser la casa de los clérigos. Ambas edificaciones mostraban un aspecto bastante descuidado y deteriorado y a su alrededor se respiraba una atmósfera de tristeza y una sensación de velada, pero siniestra amenaza que le erizó los pelos de la nuca.

Corbett rodeó lentamente la iglesia. Vio la entrada principal de la torre cuadrada y el pequeño pórtico que daba acceso a la nave del templo, pero todo daba la impresión de estar abandonado desde hacía mucho tiempo. Las ventanas tenían los postigos cerrados y el pórtico principal estaba inamoviblemente cerrado y atrancado. Levantó la vista, pero sólo le devolvió la mirada el siniestro y diabólico rostro de una gárgola, desde la cual el agua de la lluvia iba goteando lentamente al suelo de abajo. Corbett rascó la tierra con la puntera de la bota y se dirigió a la casa de los clérigos. Le pareció que no había nadie, pero, tras aporrear la puerta con insistencia, oyó el rumor de unas pisadas y el chirrido de un pestillo.

— ¿Quién es? -preguntó una áspera voz, teñida de temor.

— Hugo Corbett, escribano real, enviado por el rey para investigar la muerte de Lorenzo Duket.

La puerta se abrió de par en par y una alta y encorvada figura, sosteniendo en su mano una palmatoria con una vela encendida, se apartó a un lado para franquearle la entrada.

— ¿Qué es lo que hay que investigar?

Corbett miró a su interlocutor de enjuto y demacrado rostro, ojos brillantes, cabeza medio calva y descuidada barba. Aquel hombre de sucia sotana oscura le desagradó de inmediato y le inspiró al mismo tiempo un cierto recelo.

— Eso es un asunto del rey, no vuestro -replicó, observando que la mano del cura, que más que una mano parecía una garra, asía con mayor fuerza si cabe la palmatoria de la vela-. Y, por cierto, ¿vos quién sois? -le preguntó.

— Soy Rogelio Bellet -contestó el hombre-. Párroco y sacerdote de la iglesia de Santa María Le Bow.

Sus ojos se apartaron de Corbett como los de un niño atemorizado mientras encendía otras velas.

Corbett miró a su alrededor en el zaguán de la casa, una vasta estancia con una puerta al fondo que seguramente conducía a otras estancias o estudios. Contempló las vigas del techo ennegrecidas por el humo y se acercó un poco más a un brasero encendido. No le gustó aquel lugar de suelo de tierra batida y sucias esteras de junco. Corbett tenía más frío en aquella casa sacerdotal que en la calle. Bellet le acercó un escabel y le ofreció vino, pero Corbett rechazó la invitación. No se fiaba de aquel hombre. En su lugar, extendió las manos hacia el calor y esperó a que el sacerdote se sentara al otro lado del brasero.

— ¿En qué puedo serviros, maese escribano?

La voz tenía un tono congraciador y los finos labios del cura se habían ensanchado en una hipócrita sonrisa que dejaba al descubierto una hilera de mellados y amarillentos dientes.

— Decidme todo lo que sepáis de Lorenzo Duket.

Bellet contempló el resplandor del brasero.

— Es muy poco -replicó-. La tarde del 13 de enero, Lorenzo Duket apuñaló a otro mercader, un tal Ralph Crepyn de Cheapside. Buscó refugio en esta iglesia. Yo se lo concedí como es natural, pues el hombre estaba confuso, agotado y asustado. Después le ofrecí vino y un poco de pan y lo acompañé a la iglesia. Cerré la puerta por fuera, él la cerró por dentro y se montó una guardia de vigilancia del barrio en el exterior. A la mañana siguiente hacia la hora prima, regresé a la iglesia y descubrí que Duket había desplazado la Cátedra de la iglesia hasta el alféizar de la ventana y se había colgado de una barra de hierro. Yo y los miembros de la guardia cortamos la cuerda, depositamos el cuerpo en el suelo y avisamos al forense, el cual llamó a unos testigos y emitió su veredicto. El resto seguramente ya lo sabéis.

Cobett asintió con la cabeza.

— ¿Cerrasteis la iglesia aquella noche? Quiero decir inmediatamente después de haber dejado a Duket.

— No, regresé más tarde. Duket estaba durmiendo en la Cátedra. Fue entonces cuando cerré bajo llave -contestó Bellet.

— ¿De dónde sacó Duket la soga para ahorcarse?

Bellet se encogió de hombros.

— En la iglesia siempre hay cuerdas -explicó-. Cuerdas nuevas y viejas. Se utilizan constantemente en el campanario. Duket debió de encontrar una y llevó a cabo ese terrible acto de autodestrucción.

— ¿El campanario está en la torre? -preguntó Corbett-. ¿Al fondo de la iglesia y sin comunicación con su interior?

Bellet asintió con la cabeza.

— ¿Y Duket? -añadió Corbett-. ¿Qué cosas llevaba consigo?

El sacerdote se mordió el labio inferior y se echó hacia atrás en su escabel, pues la pregunta lo había dejado sinceramente perplejo.

— No demasiadas -contestó en un susurro-. La ropa con la que huyó, un cuchillo y una bolsa con un poco de dinero. ¿Por qué?

— Por nada -replicó Corbett, sonriendo-. Por nada. Una simple pregunta. ¿Dónde está el cuerpo?

El sacerdote le miró en silencio.

— ¡El cuerpo de Duket! -repitió Corbett-. ¿Dónde está?

El sacerdote volvió a encogerse de hombros.

— Duket era un suicida y como tal fue tratado. El subgobernador de la ciudad mandó arrastrar el cuerpo por los pies sobre un pellejo de buey hasta un lugar situado fuera de las murallas donde lo enterraron en la fosa de la ciudad. El destino normal para cualquiera que haya cometido semejante acto.

— ¿Y nadie -lo interrumpió Corbett-, nadie reclamó el cuerpo?

— Maese escribano -contestó Bellet, mirándole fijamente a los ojos desde el otro lado del brasero encendido-, ¡Duket fue un suicida y las enseñanzas de la Iglesia sobre este tema no admiten discusión!

Corbett frunció los labios y simuló estar profundamente perplejo.

— ¿Puedo ver el interior de la iglesia?

El sacerdote señaló que estaba muy oscuro y apenas se podría ver nada. Corbett asintió con la cabeza en gesto comprensivo y prometió regresar al día siguiente. Después se despidió, alegrándose de poder alejarse de aquella estancia y de la iglesia que tan poco consuelo ofrecía a los vivos y a los muertos.

Corbett regresó a la taberna, por delante de la cual había pasado anteriormente y entró para disfrutar de la luz y el calor. Se sentó junto a una mesa de tijera, se bebió un poco de caldo de buey con muchos puerros y ajos y después se tomó una buena jarra de embriagadora cerveza. Había entrado en calor, se sentía mucho más tranquilo y no le apetecía regresar a casa en aquellos momentos. Por consiguiente, le alquiló al tabernero una manta y un poco de espacio para dormir sobre los juncos del suelo. Estaba muy cansado, pero no podía olvidar la oscuridad de la iglesia ni al siniestro sacerdote. Recordó vagamente ciertas historias que había oído contar o había leído acerca de Santa María Le Bow. Un malhadado edificio. Pero, ¿por qué? ¿Dónde lo había oído decir? Mientras su cansado cerebro buscaba la respuesta, recordó de repente un hecho inquietante. El sacerdote lo estaba esperando, como si fuera normal que el rey enviara siempre a un escribano de alto rango para que investigara todos los suicidios que se producían en la ciudad. Aún estaba reflexionando sobre la cuestión, cuando se hundió en un profundo sueño.