CAPÍTULO VII
En los días sucesivos, Corbett regresó a La Mitra, oficialmente, «por encargo del rey», pero, en realidad, para ver a la señora Alicia. El forzudo gigante y sus compañeros lo sabían y la señora Alicia también. Pero a Corbett no le importaba, pues en su presencia se sentía vivo, libre de la Cancillería, del tedio de los días que pasaban y de la tensión de la tarea que le había sido encomendada. Unas veces se sentaba en la taberna y otras en la cocina. Alicia cultivaba hierbas, salvia, perejil, hinojo e hisopo, y puerros, cebolletas y cebollas. En el huerto había un peral en el que ya se estaban empezando a abrir las primeras flores primaverales y un parterre de finas hierbas, rodeado de una tierra muy bien cuidada de la que se esperaba, dijo Alicia, una abundante cosecha de rosas, lirios y otras flores cuando llegara el verano.
Alicia solía comentarle las épocas pasadas de su vida, su juventud de huérfana con toda una serie de ancianos parientes lejanos, su boda con Tomás de Bowe, su prematura viudez y su supervivencia en el ajetreado mundo del comercio de vinos londinense con Burdeos y la Gascuña. Estaba muy al tanto de la política y ya había calculado astutamente las consecuencias de las relaciones del rey Eduardo con los regios descendientes franceses de Hugo Capeto cuya posible intervención en Gascuña y reclamaciones territoriales sobre el ducado podían lanzar a ambos países a una guerra que daría al traste con el comercio del vino y sus beneficios. Llamaba al gigante y a los demás hombres que Corbett había visto en la taberna sus «representantes y protectores». Preguntaba delicadamente a Corbett sobre «aquel asunto del rey», pero cambiaba enseguida de tema, como si se tratara de algo demasiado aburrido o doloroso de escuchar.
Corbett se pasaba muchas horas en la taberna, donde hablaba como jamás lo había hecho de sus estudios en Oxford, su trabajo como escribano, su servicio militar y su mujer María y su hijo, muertos en un abrir y cerrar de ojos a causa de la peste. Comentó el dolor de aquella pérdida como si Alicia fuera su confesor y abrió ante ella todos los secretos de su corazón. A veces, se sentaba y se ponía a tocar la flauta, melodías solemnes, canciones de amor o alegres danzas y bailes escoceses mientras Alicia bailaba al compás. Su esbelto y liviano cuerpo se movía al ritmo de la música hasta que ambos quedaban sin resuello a causa de la música o de sus propias risas. Entonces saboreaban platos famosos por su exquisitez y sabor; tuétano con nuez moscada, arenques asados, lampreas, marsopa a la parrilla, esturión fresco con dátiles y jaleas o bien platos más ligeros como, por ejemplo, manzanas calientes y peras con azúcar u obleas con hipocrás, todo regado siempre con los mejores vinos.
Los días se convirtieron en una semana y en dos. Corbett estaba cansado de la taberna y prefería pasear con Alicia por las calles de Cheapside. Una vez la llevó a la feria de caballos de Smoothf ield o Smoothfield tal como vulgarmente lo llamaba la gente, donde todos los viernes se celebraba una maravillosa exhibición de los mejores caballos que había a la venta. Palafrenes adiestrados para las damas, grandes corceles para los caballeros y yeguas de finos cuellos y orejas y sólidas ancas. A Alicia le gustaban todos y muy especialmente los potrillos que brincaban y acoceaban con sus torpes patas. El ruido y la algarabía eran casi ensordecedores. Soldados, mercaderes y criados de grandes señores iban de un grupo de caballos a otro, discutiendo y comentando a gritos los precios con los propietarios.
En cierta ocasión, ambos acudieron tomados del brazo a ver la actuación de unos cómicos en Cheapside y se rieron con las gracias de un bufón de gigantesco falo y las torpes andanzas de un caballero con su pobre jamelgo. A veces presenciaban alguna pelea de gallos o asistían a un espectáculo en el que unos perros atacaban a un oso. A Corbett no le gustaba ver al pobre animal, rugiendo y mirando con sus enrojecidos ojos a los perros que lo acosaban y le clavaban los dientes, pero eran inmediatamente rechazados por sus movimientos en medio de un torbellino de sangre y mechones de pelo arrancado. En cambio, Alicia lo pasaba muy bien y les gritaba palabras de aliento tanto a los osos como a los perros, cosa que a Corbett tampoco le parecía mal, pues se sentía orgulloso de poder lucir a una mujer tan hermosa y de que otros hombres se la envidiaran.
Alicia insistía una y otra vez en hacerle preguntas acerca de su profesión, su trabajo en las salas de justicia y aquella misión especial que él trataba ahora de olvidar. A fin de cuentas, ¿qué más daba que un par de bribones se pelearan, uno apuñalara al otro y más tarde se ahorcara? Semejantes crímenes eran muy habituales en Londres y, por consiguiente, Corbett disimuló sus dudas y prefirió creer en la imagen que se había forjado de los acontecimientos de Santa María Le Bow. Era feliz y no le importaban ni Burnell ni la Cancillería. De hecho, pensó, tenía dinero suficiente como para abandonar el puesto que ocupaba. Hubiera sido un precio muy exiguo a cambio de la dicha que acababa de encontrar. Sin embargo, Alicia no paraba de insistir hasta que, al final, llegó a considerar incluso la posibilidad de llevarla a Westminster, pero pensó en Burnell y cambió de idea. En su lugar, fueron al Ayuntamiento y a la audiencia municipal que allí tenía su sede.
Corbett utilizó su influencia para poder asistir al juicio de dos impostores, Roberto Ward y Ricardo Lynham. Aquella pareja de desvergonzados, a pesar de ser aptos para el trabajo y de tener lengua para hablar, fingían ser mudos y recorrían la ciudad con un gancho de hierro, unas tenazas y un trozo de cuero ribeteado de plata en forma de lengua con una inscripción que decía: «Ésta es la lengua de Roberto». Con tales instrumentos y distintas inscripciones, habían engañado a muchas personas, induciéndolas a creer que eran unos mercaderes asaltados por unos ladrones, los cuales los habían privado de sus lenguas y sus bienes, utilizando aquel gancho y aquellas tenazas que ahora ellos llevaban consigo a todas partes. Desde entonces, sólo podían emitir unos terribles rugidos. En el tribunal quedó demostrado que todo aquello no era más que una sarta de mentiras y que ambos podían hablar sin dificultad con la lengua con que habían nacido.
Por consiguiente, fueron condenados a permanecer tres días en la picota con el gancho, las tenazas y la falsa lengua colgados de sus cuellos. Alicia se rió tanto que Corbett estuvo casi a punto de sacarla de la sala. Más tarde ella le confesó que los juicios le parecían mil veces más divertidos que todas las farsas que jamás hubiera visto y se burló tanto del rey y de la Iglesia que Corbett empezó a sospechar que pertenecía al grupo de los populares y que era una radical seguidora del difunto Simón de Montfort, lo cual no le hubiera sorprendido demasiado. En la ciudad éstos eran muy numerosos y varios amigos y conocidos suyos de la Cancillería y el Tesoro simpatizaban con el grupo, a pesar de que De Montfort ya había muerto y su cuerpo despedazado había sido arrojado como alimento a los perros unos veinte años atrás.
Como era de esperar, Corbett y Alicia no tardaron en convertirse en amantes, primero un beso, después un abrazo, otro día una cena en la taberna cuando las puertas ya estaban cerradas. Una noche, como si fueran marido y esposa desde hacía mucho tiempo, Alicia tomó de la mano a Corbett y subió con él a su alcoba del piso de arriba. La estancia era casi tan espaciosa como una solana, con grandes armarios y arcones, una mesa y varias sillas sobre un lustroso suelo cubierto con alfombras de lana. Las paredes eran de color verde salpicado de estrellas doradas y pequeñas cabezas pintadas de hombres y mujeres. Había unos pequeños braseros tapados y ramas recién cortadas que perfumaban el ambiente con su fragancia. Alicia acompañó a Corbett a un enorme lecho y, volviéndose recatadamente de espaldas, empezó a desabrocharse el vestido, lo dejó caer al suelo y se quitó las medias y las enaguas hasta quedar desnuda, con un charco de encaje a sus pies. Corbett sonrió al ver que no se había quitado los guantes negros e hizo ademán de quitarle uno, pero ella apartó la mano y empezó a desnudarle a su vez mientras él admiraba su menudo cuerpo de Venus.
Corbett jamás en su vida había experimentado una pasión como la de aquella noche. Los labios de Alicia buscaban incesantemente los suyos y lo atraían al oscuro torbellino del deseo hasta que, al final, los cuerpos de ambos se fundieron en un abrazo y cayeron en el profundo sueño de los enamorados. Cuando despertó a la mañana siguiente, Corbett la encontró levantada y vestida y tan lozana y encantadora como una novia. Alicia se sentó a su lado en la cama y se pasó un rato bromeando con él, pero desapareció en cuanto él amenazó con repetir sus proezas de la víspera. Corbett sabía, sin embargo, en lo más hondo de su ser que el idilio no podía durar demasiado. Pedro, el forzudo gigante, le dirigía miradas asesinas cada vez que lo veía entrar en la taberna y los «protectores y representantes» de Alicia no le quitaban en ningún momento los ojos de encima. Ninguno de ellos había hecho el menor intento de acercarse a él… ni él a ellos. Es más, Alicia procuraba por todos los medios mantenerlos apartados, a pesar de que a Corbett le daba igual y pensaba que la sorda malevolencia de aquellos hombres era un simple fruto de la envidia y los celos.
El canciller Burnell no paraba de enviarle severas cartas, exigiendo informes y preguntando qué progresos estaba naciendo. Corbett no contestaba, confiando en su fuero interno en que el asunto cayera en el olvido y se extrañaba de que el principal ministro del rey tuviera tanto interés por el suicidio de un patético hombrecillo como Duket. Fue Couville quien le hizo entrar en razón. Una noche, pocas semanas después de haber conocido a Alicia, al regresar a su casa de la calle del Támesis, encontró una bolsa de cuero aguardándole. La dueña de la casa le dijo que una persona la había entregado durante el día. Corbett subió con ella a su habitación, rompió el sello y sacó un largo y viejo rollo de pergamino y una breve carta de Couville que él arrojó sobre su cama. Después se sentó y desenrolló el pergamino. Estaba amarillento, desgastado y resquebrajado en los bordes y la elegante escritura franco-normanda aparecía muy desteñida, pero todavía claramente legible. Pasó por alto las habituales fiorituras y vio que era un informe de uno de los alguaciles de la ciudad al canciller del rey Enrique II. Al final del informe, por encima del viejo y cuarteado sello, Corbett leyó la fecha, «Escrito en la Torre, el 2 de diciembre del año 28 del reinado del rey». Corbett efectuó un rápido cálculo y comprendió que el documento se refería al año 1182. Tomó su bandeja y empezó a transcribir la esencia del informe.
A principios de verano de este año, un tal Guillermo Fitz-Osbert, traidor y hombre de mala vida, empezó a reunir gente en torno al culto de Satanás, rechazando al hijo de María, tal como él calificaba a Jesucristo Nuestro Salvador. Este hijo del diablo celebraba reuniones fuera de las murallas de la ciudad y, aprovechando la ausencia de nuestro buen rey Enrique, incluso dentro de ellas. Se ha establecido que Fitz-Osbert y los suyos celebraban ritos secretos y misas negras en cuyo transcurso profanaban la Sagrada Forma y trataban de manera abominable los cálices, imágenes y crucifijos robados en distintas iglesias de Londres.
Fitz-Osbert predicaba y proclamaba que su Señor, el Anticristo, estaba a punto de llegar y barrería todo el mal, tal como él calificaba al rey, la Santa Madre Iglesia y todos los pilares del gobierno y la ley del país. Las ceremonias se celebraban en varias casas de la ciudad o en las desiertas ruinas que rodean la Torre, donde los reunidos conspiraban para destruir el gobierno del rey. Suministros secretos de armas fueron introducidos en la ciudad para armar a sus seguidores y Fitz-Osbert fomentaba los movimientos de rebelión, predicando en la Cruz de San Pablo e incluso tuvo la temeridad de ocupar los jardines del cementerio de la catedral de San Pablo como si fueran suyos.
El obispo de Londres se quejó amargamente de tales prácticas e impuso pena canónica a Fitz-Osbert y a sus seguidores, pero el malvado se limitó a quemar la carta y prometió hacer lo mismo con el que la había enviado. Entonces el obispo pidió al alcalde y los alguaciles de Londres que expulsaran a Fitz-Osbert del cementerio de San Pablo y lo arrestaran junto con sus seguidores. Pocos días antes de la fiesta de San Miguel de aquel mismo año, los alguaciles, los condestables y la milicia de Walbrook y del barrio de los Zapateros trataron de despejar el cementerio de San Pablo, pero fueron derrotados, sufriendo considerables bajas a manos de Fitz-Osbert y sus seguidores. Como consecuencia de ello, el alcalde solicitó al señor canciller que ejerciera su autoridad y exigiera el envío de soldados desde los castillos de Dover y Rochester y reclutara hombres en los cercanos condados de Middlesex, Essex y Surrey.
La víspera de Todos los Santos, cuando se supo que Fitz-Osbert y sus seguidores se iban a entregar a abominables prácticas secretas en el cementerio de San Pablo, las fuerzas del rey atacaron el mencionado lugar. Sin embargo, el perpetrador de todos los males, junto con sus lugartenientes, consejeros y compañeros más íntimos, muchos de ellos gente de muy mala fama en la ciudad, huyeron de San Pablo por Cheapside y ocuparon la iglesia de Santa María Le Bow. El párroco Benedicto Fulshim los acogió en secreto y les permitió instalarse en la iglesia. Más tarde se demostró que el tal Benedicto Fulshim había autorizado a Fitz-Osbert y a los suyos a celebrar sus ritos secretos en la iglesia, facilitándoles hostias consagradas y sagrados cálices para sus sacrilegas prácticas. Una vez en la iglesia de Santa María Le Bow, el contingente de Fitz-Osbert fortificó el chapitel con arcos, flechas, hachas y espadas y consiguió derrotar a todos los soldados enviados en su contra. En vista de lo ocurrido, se decidió introducir teas encendidas por las ventanas de la mencionada iglesia en la esperanza de obligar con ello a Fitz-Osbert y a los suyos a salir a la calle. Una vez se hubo hecho, no sin pérdida de algunas vidas, Fitz-Osbert y todos los que se encontraban en el interior de la iglesia trataron de huir, pero fueron arrestados y encerrados en la Torre.
Dos días más tarde, por orden del canciller, fueron conducidos a la presencia de los jueces del Tribunal Real de Westminster. Fitz-Osbert se negó a reconocer su autoridad y maldijo al rey, a la Iglesia y a Jesucristo, jurando que Satanás lo liberaría. Los jueces condenaron a Fitz-Osbert y a nueve de sus seguidores a ser arrastrados por los pies hasta Smithfield y ser colgados con cadenas sobre una hoguera.
Fitz-Osbert y sus seguidores insistieron en sus maldiciones y sus súplicas a su Señor (tal como ellos llamaban al diablo) para que acudiera en su ayuda. Sin embargo, se cumplió la justicia de Dios y la del rey. Fitz-Osbert y sus seguidores fueron quemados vivos en Smithfield y sus cenizas fueron dispersadas en el foso de la ciudad.
Este Fitz-Osbert era un hombre de noble cuna y educación, tez morena y estatura media. Los jueces reales establecieron que había transcurrido parte de su vida en Oriente, donde conoció por primera vez las artes negras entre unos infieles de Siria, llamados «asesinos». Creía haber sido elegido especialmente por su señor Satanás y ostentaba en las palmas de las manos dos cruces invertidas, que eran las marcas del diablo. Su mujer Amisia y sus hijos también pertenecían al grupo, pero consiguieron escapar y las búsquedas decretadas por el alcalde y los alguaciles no consiguieron localizarlos.
Corbett terminó la transcripción y estudió de nuevo el informe de un funcionario municipal ya desaparecido antes de volver a enrollar cuidadosamente el pergamino y guardarlo en la bolsa de cuero, alegrándose de que sus iniciales sospechas acerca de Santa María Le Bow hubieran sido acertadas. Tomó la nota de Couville en la que el anciano se disculpaba por su retraso y le deseaba éxito en su misión, añadiendo en una siniestra posdata que la falta de interés de su antiguo discípulo por la tarea que le había sido encomendada estaba siendo comentada con preocupación por sus amigos de la Cancillería. Corbett tomó buena nota de la advertencia, comprendiendo que ya llevaba demasiadas semanas bajo el hechizo de Alicia y no tendría más remedio que completar su misión, aunque eso fuera lo último que hiciera como escribano real. Corbett era un hombre muy juicioso en todas sus cosas. Sus largos años de estudio y de trabajo en la Cancillería y en el Tribunal Real lo obligaban a terminar cuidadosa y satisfactoriamente cualquier asunto que tuviera entre manos.