INTRODUCCIÓN
Poco después del anochecer, se había levantado un indómito y frío viento que agitaba y rizaba la superficie del Támesis y azotaba las embarcaciones amarradas, haciéndolas balancearse y tirar de sus cabos. Los cadáveres putrefactos de tres piratas del río giraban y se torcían en medio del viento bajo el crujido del patíbulo del que estaban colgados, danzarines espectrales girando tristemente al son de una música macabra. El viento soplaba en las callejuelas y las trilladas roderas de la ciudad, congelando el barro y el estiércol y sumiendo más profundamente en la oscuridad a los depredadores humanos que, ocultos en las sombras, todavía aguardaran al acecho a algún desventurado que anduviera por las calles en una noche tan oscura y desapacible como aquella.
La iglesia de Santa María Le Bow se erguía solitaria y desierta con sus ladrillos y su obra de madera labrada expuestos al fuerte viento. En el cementerio que la rodeaba se escuchaban los susurros y murmullos de las hojas y las ramas irreverentemente golpeadas por el viento que doblaba y sacudía las frágiles cruces de madera de los muertos. En el frío y oscuro interior de la iglesia, el viento cerró de golpe un postigo abierto y siguió interpretando su distante y misteriosa música en las rendijas y las grietas de la ruinosa mampostería. El templo estaba desierto y en silencio, si se exceptuaba el furtivo y apagado rumor de las patas de alguna que otra rata y el lento goteo del agua de la lluvia que, a través de una grieta del tejado, se iba escurriendo por el mohoso muro, formando un verde charco en su base. En el templo, delante del altar mayor, un hombre permanecía rígidamente sentado en la Sagrada Cátedra, asiendo con sus suaves y regordetas manos la madera labrada como si quisiera convencerse de que, mientras estuviera sentado en aquella silla, tendría un refugio y estaría protegido por todo el poder temporal y espiritual de la Iglesia. Y, sin embargo, tenía miedo y sus saltones ojos escudriñaban la oscuridad, buscándolos y preguntándose si acudirían por él. Había pecado gravemente por haber pertenecido a su grupo y haber matado a uno de sus miembros y sabía que ellos jamás lo olvidarían y que Dios tampoco lo olvidaría. Sus dedos se deslizaron por las letras grabadas en los brazos de la silla, Hic est terribilis locus, éste es un lugar terrible, la casa de Dios habitada por los ángeles que adoran el Blanco Cuerpo de Cristo. Pero él también había pecado horriblemente en aquel lugar, había cometido un acto abominable en la esperanza de que con ello se aliviara su terror y su desesperación. Pensó en el cuchillo que lo había conducido hasta allí y que tan fácilmente se había hundido en la delicada garganta del hombre. Como si fuera un sueño, recordó que el arma había penetrado con tanta suavidad como una cuchara en la crema. No tenía intención de hacerlo, pero lo había hecho y ahora era un asesino, un fugitivo de la justicia del rey y de algo mucho más aterrador. Experimentó un sobresalto cuando un pájaro o un murciélago fue empujado por el viento hasta una de las altas ventanas con postigos que se abrían en la parte superior de la iglesia. Levantó los ojos hacia el oscuro y profundo hueco del muro y, al oír un leve sonido procedente del fondo del templo, volvió lentamente la cabeza, sintiendo que se le erizaban los pelos de la nuca mientras se preguntaba, presa de una angustia infinita, qué podría ser aquello. Estaban allí, iluminados por la luz de una antorcha que chisporroteaba por encima de sus cabezas. Parecían haber surgido repentinamente de la oscuridad, envueltos en sus capuchas y sus capas. Bajo el charco de luz de las antorchas, parecían unos negros y siniestros cuervos. De repente, les vio acercarse en silencio al lugar donde él se encontraba. Gimió aterrorizado y se hundió más profundamente en la silla, sin percatarse de la cálida humedad que le estaba mojando la parte interior de los gruesos muslos. Sus manos asían los brazos de madera y su cabeza estaba fuertemente apoyada contra el respaldo mientras sus ojos se desplazaban sin cesar de uno a otro lado. Sin duda tenía que haber algún medio de escapar del infierno que estaba avanzando hacia él, pensó. Quería echar a correr, pero no podía moverse, ¡tal vez por culpa del vino! Si no se sintiera las piernas y los brazos tan pesados, podría huir de los terrores que ahora se estaban aproximando a él.