CAPÍTULO II

Hugo Corbett, escribano de los jueces reales del Tribunal Real, estaba acurrucado sobre su camastro, envuelto en unas gruesas mantas. Bajo una tupida mata de recio cabello negro, su pálido rostro aparecía contraído en una mueca de frío. Se arrebujó mejor en las mantas y alargó sus fríos y entumecidos dedos hacia un pequeño brasero de carbón que finalmente había conseguido encender, observando cómo el vapor de su aliento se condensaba en el gélido aire. Estaba muerto de frío y no le apetecía lavarse en el cuenco de agua templada que un criado acababa de llevarle. A menudo era objeto de las burlas de sus compañeros cuando éstos se enteraban de su empeño en lavarse todo el cuerpo una vez al día. Se encogió de hombros al pensarlo, arrojó las mantas al suelo y, olvidando el frío, empezó a frotarse el cuerpo con un lienzo mojado en el agua. Un médico árabe que estaba en deuda con él le había dicho que tal costumbre contribuía a reducir las infecciones. Se detuvo y contempló el lienzo con aire abatido. ¡Las infecciones! Se preguntó si algo hubiera podido impedir la peste que mató a su mujer y a su hijo. Un sordo dolor largo tiempo enterrado le recorrió el cuerpo mientras se secaba enérgicamente. Su esposa y su hijo, rostros felices, cuerpos fuertes y saludables y miembros sin tacha, se convirtieron en cuestión de pocos días en unas hediondas y nauseabundas sombras, llenas de bubones y purulentas llagas por todas partes. Murieron casi sin que él se diera cuenta y ahora estaban enterrados en el tranquilo cementerio de Alfriston en Sussex. Diez años, casi diez años, pensó, y el dolor seguía ahí. Contempló su delgado cuerpo entrecruzado de cicatrices, herencia de su participación en las guerras del rey Eduardo en Gales. Se estiró y después giró el brazo para contemplar la larga cicatriz morada que tenía entre el hombro y la muñeca. ¿Cuándo se la habían hecho, siete u ocho años atrás? Lo había olvidado todo menos el hecho de que su familia ya estaba muerta y enterrada mucho antes de que ello ocurriera. Se había ofrecido voluntario para servir en la casa del rey durante la expedición galesa, esperando que la muerte que había respetado su vida durante la peste decidiera llevárselo allí. Estuvo en el calor de las más encarnizadas batallas mientras los ejércitos de Eduardo subían hacia los traicioneros valles del sur de Gales, persiguiendo el ejército de Llewellyn, sin poder quitarse de encima el miedo que le inspiraban los galeses, los cuales aprovechaban los desolados marjales y tremedales para disparar sus flechas de lengüetas o tender emboscadas. Sus fieros guerreros desnudos aparecerían de repente ante sus ojos, armados con sus largos cuchillos de caza y dispuestos a matar a los rezagados o los incautos.

Una noche lanzaron un ataque por sorpresa contra el principal campamento inglés en su intento de localizar el pabellón real. Él fue uno de los que les impidieran el paso, luchando con denuedo delante de la tienda del rey y trabando combate con un grupo de galeses cuyos engrasados cuerpos desnudos empujaban contra la barrera de guardias reales reunidos a toda prisa para cerrarles el paso. Luchó en medio del barro, pinchó y cortó a diestro y siniestro y gritó maldiciones hasta quedar exhausto. Al final, los galeses fueron rechazados y sólo entonces se dio cuenta de que tenía una profunda y sanguinolenta herida en el brazo izquierdo. Un médico real le curó las heridas y, al regresar a Londres, no se sorprendió demasiado de que lo nombraran escribano de los jueces del Tribunal Real. Allí estaba desde entonces, redactando contratos y anotando por escrito las decisiones del tribunal sin apenas prestar atención a las desventuras humanas que tales documentos encerraban. Excepto hoy. Hoy iba a ser un día distinto y por eso se vistió a toda prisa mientras miraba a través de las grietas de uno de los postigos para tratar de adivinar qué hora sería. Las campanas de una cercana iglesia tocando a misa lo habían despertado. Su cita era al mediodía y él creía que le quedaban todavía dos horas para hacer el viaje, aunque la espesa niebla del exterior le supondría una dificultad. Terminó de vestirse y se anudó alrededor de la cintura un ceñidor del que pendían la larga vaina de cuero de su daga y una pequeña bolsa. A continuación, sacó una gruesa capa de lana de la única arca que había en la estancia y abandonó el aposento para bajar por la larga escalera de caracol. A medio camino, recordó que no había cerrado la puerta con llave e hizo ademán de volver a subir, pero enseguida se encogió de hombros. Una pequeña buhardilla con una alfombra de juncos, una pequeña cama y una arca de madera casi vacía poco hubiera podido tentar a un ladrón, por muy desesperado que estuviera. Corbett se volvió y bajó para salir a la calle.

Fuera, la espesa bruma de la mañana aún se cernía sobre el rumor de los carros. Hugo subió por la calle del Támesis, caminando por el centro de la calzada, lejos de las ventanas de las casas, desde las cuales las criadas ya estaban arrojando la basura y los desperdicios de la víspera para que los animales callejeros dieran buena cuenta de ellos y los traperos recogieran lo que quisieran. Los prohombres de la ciudad condenaban tales prácticas e incluso habían colocado vigilantes en las calles para multar a los transgresores y matar a los animales a los que sorprendieran revolviendo las basuras. Hugo se arrebujó en su capa y recordó que semejantes ordenanzas se habían incumplido durante la última revuelta. Corrían tiempos peligrosos incluso de día y por eso su mano descansaba bajo la capa en el puño de la larga daga galesa que guardaba en el cinto. Reinaba la anarquía, los grupos de rufianes conocidos como los «mozos rugientes» recorrían las calles y a menudo se escuchaba la llamada de socorro de una cuerna o una voz, en un vano intento de apresar a algún malhechor. Ciertos barrios, como, por ejemplo, el recinto y el cementerio de San Pablo, estaban prácticamente fuera de la ley y se habían convertido en el refugio de todos los villanos, asesinos y ladrones de la capital.

Cuando Hugo salió de Queenshithe, la ciudad ya se estaba empezando a despertar. Vendedores de anguilas, carboneros, aguadores y los consabidos enjambres de pordioseros se disponían a entregarse a sus prósperas ocupaciones respectivas. Las pequeñas tiendas estaban abriendo sus puertas de madera y los mercaderes y comerciantes, bien embozados contra el frío, se preparaban para el negocio. Corbett no les prestó la menor atención mientras bajaba al río azotado por el helado viento. Al llegar al embarcadero más próximo, contrató una chalana para que lo llevara al palacio de Westminster, surcando las brumosas y agitadas aguas del Támesis. El trayecto fue de lo más desagradable y, al llegar a palacio, Corbett pensó que más le hubiera valido ir a pie. Subió los peldaños y cruzó un trillado sendero para dirigirse a la principal calzada empedrada que conducía al gran palacio de Westminster con sus característicos tímpanos y los majestuosos jardines, muros y edificios de la abadía. Llevaba años siguiendo aquel mismo camino, pero cada día la impresionante iglesia de la abadía, con sus pilares, arcadas y torres, le cortaba la respiración. Era una bellísima mole de piedra labrada que siempre producía la impresión de estar misteriosamente suspendida en medio de la bruma.

Aquella mañana, sin embargo, apuró el paso sin detenerse, avanzó entre la gente y entró en la inmensa sala abovedada del palacio, donde, en varios rincones y gabinetes, todos ellos debidamente acordonados, los jueces con sus rojas vestiduras, los escribanos sobriamente vestidos y los abogados envueltos en sus togas negras celebraban juicios y administraban justicia. Aquella sala y los edificios y estancias que la rodeaban eran la sede del gobierno del rey y el habitual lugar de trabajo de Corbett pero aquel día, sería distinto. Se acercó a uno de los escribanos del canciller, le mostró el documento y éste lo condujo a un pequeño aposento, donde hincó inmediatamente la rodilla en tierra al reconocer al canciller Roberto Burnell, obispo de Bath y de Wells. Bajito y envuelto en ropajes rojos ribeteados de armiño, Burnell le recordaba a Hugo a un pequeño querubín que una vez había visto en un cuadro de la casa de un rico mercader de la ciudad. Y, sin embargo, la calva y voluminosa cabeza y la nariz aguileña por encima de unos finos labios y una firme barbilla no tenían nada de angélicos mientras que los entornados ojos, tan duros como un ágata, más parecían los de un perro de caza que los de un alto representante de la Iglesia. Esos ojos fueron los que ahora se pasaron un buen rato estudiando a Hugo. Después, con una profunda voz sorprendentemente suave, el canciller le rogó que se levantara y se sentara en un escabel que un escribano se había apresurado a acercar antes de ser invitado a abandonar la estancia.

En cuanto el otro escribano se retiró cerrando la puerta a su espalda, Burnell se levantó y empezó a rebuscar entre unos documentos que tenía encima de la mesa. Al final, soltando un gruñido de complacencia, tomó uno de los documentos, lo desenrolló y se lo arrojó a Hugo.

— Leedlo -le ordenó-. ¡Leedlo ahora mismo!

Hugo asintió con la cabeza y desenrolló un barato pergamino en el que enseguida reconoció un escrito muy burdo que en modo alguno hubiera podido ser obra de un escribano adiestrado en la cancillería real. Era el informe de la investigación llevada a cabo por un forense en la iglesia de Santa María Le Bow:

Hallazgos del forense Rogelio Padgett llamado a la iglesia de Santa María Le Bow la mañana del 14 de enero de 1284 para examinar, en presencia de testigos del barrio, el cadáver de Lorenzo Duket, orfebre. Se estableció que el susodicho Lorenzo Duket asesinó a Ralph Crepyn en Cheapside y huyó a la iglesia donde se refugió en la Sagrada Cátedra. También se estableció que el susodicho Lorenzo Duket, temiendo las consecuencias de su acción, se quitó la vida, colgándose de una barra cerca de una ventana de la citada iglesia. El forense llegó a la conclusión de que el susodicho Lorenzo Duket fue un suicida y como tal se le debe tratar.

Corbett dejó que el manuscrito le resbalara desde las manos a las rodillas y miró al canciller real.

— ¡Un hombre que se ha suicidado, mi señor! ¿Qué tengo yo que ver con eso?

El canciller soltó un gruñido y se removió en su asiento como si los cojines sobre los cuales se sentaba no protegieran suficientemente su delicado trasero de las molestias.

— ¿Fue un suicidio? -preguntó-. ¿O fue un asesinato? Duket -añadió sin esperar la respuesta-, Duket era orfebre y vinatero. Un hombre de buena familia y con amigos muy influyentes. Era, además, un leal súbdito del rey y apoyó a Su Majestad en los recientes disturbios.

El canciller hizo una pausa y miró a Corbett, el cual sabía muy bien a qué «recientes disturbios» se refería.

En 1258, casi treinta años atrás, había estallado una guerra civil entre Simón de Montfort, conde de Leicester, y Enrique III, padre del rey Eduardo. Al principio, Eduardo se había aliado con los rebeldes contra su propio padre antes de preguntarse si era sensato combatir por una causa que amenazaba su propio medio de vida futuro, es decir, la corona de Inglaterra. Regresó inmediatamente junto a su padre y, tras una larga y encarnizada guerra civil, los rebeldes habían sido derrotados en la batalla de Evesham en el mes de agosto de 1265 y el cuerpo de De Montfort había sido despedazado como si fuera un perro rabioso.

Después Eduardo dirigió toda su cólera contra Londres por haber apoyado a Simón de Montfort y haberse constituido en una comunidad, es decir, en una república independiente de la Corona. Los radicales o «populares» tal como también se les llamaba, se habían adueñado de la ciudad, enarbolando la bandera negra de la anarquía y persiguiendo y asesinando a los leales a la Corona. Hasta la reina Leonor, madre de Eduardo, había sido objeto de sus ataques mientras trataba de abandonar la ciudad para trasladarse a Windsor. Los populares le tendieron una emboscada en el puente de Londres y arrojaron contra su cortejo palos, piedras y carroñas putrefactas, obligándola a refugiarse en la catedral de San Pablo. Eduardo jamás perdonó a la ciudad el trato que había dispensado a su augusta madre y, tras su victoria en Evesham, regresó a la capital e instauró el reinado del terror con todo el habitual aparato de espías, torturas, persecuciones, juicios sumarísimos y ejecuciones todavía más sumarias. La ciudad tuvo que renunciar a muchos de los privilegios, cédulas y derechos otorgados por la Corona a lo largo de los siglos. Eduardo se vengó con dureza y sólo ahora, veinte años después de Evesham, el soberano estaba empezando a suavizar el castigo.

El canciller esperó mientras Corbett meditaba acerca de lo que él le acababa de decir. Estaba muy satisfecho y sonreía para sus adentros. Había elegido al hombre más apropiado, un terrier humano que buscaría la verdad dondequiera que estuviera y conseguiría romper el espíritu de rebelión que imperaba en la ciudad. El canciller aborrecía el desorden y las irregularidades y en Londres abundaban ambas cosas. La ciudad era un hervidero de rencor contra la política y la justicia real, en el que las malas hierbas de la rebelión se enconaban y multiplicaban. Había que arrancarlas de raíz y Corbett les ayudaría a hacerlo.

— Bien, maese Corbett, es posible que os preguntéis qué tiene que ver este suicidio con las dificultades con que se enfrenta Su Majestad en el gobierno de esta ciudad. -El canciller hizo una pausa hasta que vio la expresión profundamente pensativa de los ojos del escribano-. Vos sabéis que el rey pretende aplastar de una vez por todas los elementos rebeldes que todavía persisten en la ciudad. El alcalde Enrique Le Waleys ha decretado toda una serie de disposiciones para meter en cintura a la ciudad. -El canciller empezó a enumerar con sus dedos las más recientes medidas de seguridad-: Las posadas y todos sus huéspedes se tienen que registrar; todos los oficios y gremios tienen que llevar un registro de sus miembros a partir de la edad de doce años. Se ha establecido un nuevo sistema de vigilancia en todos los barrios de la ciudad; toque de queda después del anochecer y confinamiento en la nueva prisión de Tun y Cornhill para todos los que lo quebranten.

El canciller hizo una pausa y miró fijamente a Corbett. El escribano era un hombre muy cortés, pero el brillo de sus duros ojos negros le hizo comprender al canciller que aún no estaba muy convencido. Burnell pasó por un momento de duda. ¿Sería Corbett demasiado íntegro e inflexible? Corbett, por su parte, no abrigaba la menor duda con respecto a sí mismo. Estaba esperando a que el canciller fuera directamente al grano y, cuando lo hiciera, él le prestaría toda su atención. El canciller soltó un gruñido, tomó una copa de vino caliente con azúcar y especias, la apuró y, ya un poco más tranquilo, se reclinó contra el respaldo de su asiento mientras el cálido líquido le calentaba las entrañas y serenaba su viejo cuerpo contraído a causa del frío. Sosteniendo entre sus manos la copa todavía caliente, el canciller se inclinó hacia adelante sobre la mesa.

— Os conozco muy bien, maese Corbett, con vuestro rostro obediente y vuestros ojos siempre alerta. Os estaréis preguntando qué tiene que ver ese suicidio con el rey o con la complicada política de la ciudad. Y sois demasiado cortés para preguntar qué tiene que ver con vos, un escribano del Tribunal Real, ¿no es cierto? -añadió, posando lentamente la copa-. Vos sabéis que De Montfort, a pesar de que lleva muerto casi dos décadas, cuenta todavía con muchos partidarios en la ciudad. Pues bien, Ralph Crepyn, el hombre a quien Duket mató, era uno de ellos. Un plebeyo. -El canciller hizo una pausa y esbozó una sonrisa-. No quisiera ofenderos, maese Corbett, pero Crepyn procedía del arroyo. Una rata de alcantarilla que utilizó su capacidad para prestar dinero y resolver turbios asuntos de negocios para elevarse hasta un puesto de relevancia en la ciudad. Los miembros de su familia eran populares o radicales como se les quiera llamar, partidarios del difunto Simón de Montfort, pero Crepyn consiguió sobrevivir al derrumbamiento e incluso llegó a ocupar el cargo de regidor. Ahí tropezó con la oposición de Duket, un orfebre que también pertenecía al concejo municipal. Duket estaba molesto con Crepyn, pero sus sentimientos se trocaron en odio cuando Crepyn le prestó dinero a su hermana con un interés tan alto que la muy insensata no se lo pudo devolver. Y entonces Crepyn exigió un precio. Redujo el préstamo con una condición, la de que la hermana de Duket se acostara con él. -Burnell hizo una pausa para carraspear-. No contento con eso, Crepyn lo proclamó a los cuatro vientos y reveló picantes detalles acerca del comportamiento de la hermana de Duket en la cama. Eso fue lo que condujo a la reunión en Cheapside y a la muerte de Crepyn. -El canciller se encogió de hombros-. La muerte de maese Crepyn nos trae sin cuidado, pero el rey está furioso por la muerte de Duket y es lo bastante astuto para utilizar el incidente como excusa para investigar las conexiones de Crepyn con los rebeldes clandestinos y los sicarios del mundo criminal. -El canciller le entregó a Corbett un pequeño rollo de pergamino fuertemente atado con la cinta escarlata de la Cancillería real-. Ésa es la misión que se os encomienda, maese escribano. Deberéis investigar las circunstancias que rodearon la muerte de Duket e informar directamente al rey a través de mi persona. ¿Me habéis comprendido?

Corbett aceptó el rollo, asintiendo con la cabeza.

— Muy bien -dijo-, ¿hay algún dato o algún manuscrito?

— ¿Qué queréis decir, Corbett? -preguntó Burnell.

— Pues que ambos hombres eran mercaderes y seguramente tenían libros y documentos de sus transacciones.

— No -replicó el canciller con firmeza-. ¡En los documentos de Duket no hay nada y Crepyn desapareció a las pocas horas de su muerte! ¿Alguna otra cosa? -preguntó tras una pausa.

Corbett sacudió la cabeza.

— Bien -concluyó el canciller con una sonrisa-. Os deseo mucho éxito. -Burnell no hubiera añadido nada más, pero le molestaba la impermeabilidad del joven escribano-. Es una misión muy peligrosa -le advirtió-.¡Rebuscaréis en unas ciénagas muy oscuras y el barro y las malas hierbas os podrían arrastrar y asfixiar!