CAPÍTULO XIV
Pocas horas después, un criado despertó a Corbett y Ranulfo para servirles carne estofada con verduras y dos jarras de una cerveza un tanto aguada. Ranulfo refunfuñó, pero se lo comió todo con tanta avidez como si fuera la última comida de su vida mientras contestaba a las preguntas de Corbett con la boca llena, quitándole a éste las ganas de comer. En cuanto Ranulfo terminó, Corbett mandó llamar a Swynnerton y le pidió caballos y una escolta militar para trasladarse a la ciudad, no tanto porque temiera un ataque cuanto para que no les detuviera la guardia por quebrantar el toque de queda. Sólo podían viajar de noche los que hubieran sido autorizados para ello, llevando una antorcha encendida, pero Corbett no deseaba en modo alguno proclamar su misión a los cuatro vientos.
Cuando todo estuvo listo, Corbett y Ranulfo, con la cabeza cubierta por la capucha de la capa y precedidos por un soldado, salieron por una poterna de la Torre y, teniendo a su izquierda la vieja muralla de la ciudad, se dirigieron al norte hacia la calle Aldgate. El viaje fue tranquilo, pero muy frío. Cuando llegaron a la taberna indicada por Ranulfo, el guardia de la Torre se alegró de poder dar media vuelta con su caballo y dejarles en la puerta del Mirlo, una espaciosa posada que ya parecía haber cerrado sus puertas.
Corbett y Ranulfo esperaron ocultos entre las sombras a cierta distancia de la taberna hasta que el soldado que les había acompañado dobló la esquina. Entonces Ranulfo acompañó a Corbett a una callejuela que discurría por la parte lateral de la taberna y llamó suavemente a una puerta. Lo repitió cuatro veces, siguiendo una pauta previamente acordada. Los pestillos del interior se descorrieron, la puerta se entreabrió, Ranulfo entregó las dos monedas de oro que Corbett le había dado y la puerta se abrió del todo.
Dentro estaba oscuro como la pez. Corbett sólo podía distinguir vagamente la figura del portero y ya empezaba a preguntarse qué iba a hacer a continuación cuando vio un rayo de luz en el suelo y, poco a poco, se abrió una trampa y una voz les invitó a él y a Ranulfo a bajar por una escala de mano. Bajó primero Ranulfo y Corbett le siguió, asombrándose de lo que estaba viendo y escuchando. La taberna tenía un amplio sótano a salvo de las miradas indiscretas y del resto del mundo. La estancia estaba muy bien iluminada por unas antorchas colocadas en unos candelabros de pared de hierro y en las distintas mesas ardían velas de cera pura de abeja. A primera vista, parecía una taberna corriente, pero sin ventanas. El aire penetraba por unas pequeñas rejillas del techo y al fondo de la estancia había una especie de cañón de chimenea que debía de servir como ruta de huida en caso de que aparecieran de repente los representantes de la autoridad. Las paredes encaladas estaban cubiertas de frescos y semejante detalle constituía una primera indicación de que aquello era algo más que una taberna.
Los frescos mostraban escenas de hombres y muchachos desnudos, entregados a la práctica de deportes tales como el lanzamiento de jabalina, la lucha o las carreras o bien recostados en unos lechos con coronas de arrayán en la cabeza y copas rebosantes de purpúreo vino en la mano. A pesar de la escasa iluminación, Corbett se maravilló ante el crudo realismo de las pinturas y miró con aire expectante a su alrededor. Había muy poca gente y, al igual que habían hecho él y Ranulfo, todo el mundo se cubría con capuchas y capas para ocultar su identidad. Los presentes conversaban en voz baja o hablaban en susurros con los muchachos que les servían vino o cerveza de unos grandes toneles alineados al fondo de la estancia. Los muchachos debían de haber sido escogidos por su buena presencia, lucían unos ajustados pantalones multicolores y unas cortas chaquetillas y se movían entre las mesas contoneando las caderas y agitando su rizado cabello como si fueran chicas.
Corbett notó que Ranulfo le tiraba de la manga y se dio cuenta de que se había quedado allí plantado como un pasmarote mientras otros invitados bajaban por la escala de mano y pasaban por su lado. Siguió a Ranulfo hasta un pequeño hueco abierto en la pared y le pidió vino a un chico que miró sonriendo a Ranulfo y le lanzó insinuantes miradas antes de retirarse. Corbett no podía creer lo que estaba viendo. Había oído hablar de aquellos locales, pero jamás había visto ninguno. A primera vista, era una taberna clandestina como cualquier otra, pero, en realidad, se trataba de un burdel masculino en el que todos los clientes corrían grandes riesgos en caso de que los descubrieran, pues no sólo se exponían a la humillación pública sino también a una lenta y dolorosa muerte. Por eso se reunían en secreto y procuraban comportarse con el mayor sigilo posible.
Ranulfo parecía más tranquilo, pues estaba acostumbrado a vivir fuera de la ley y a utilizar diariamente su ingenio contra el orden establecido de la sociedad. Cuando les sirvieron el vino, Ranulfo asió al criado de la manga y le susurró un nombre. El chico le miró enfurecido, hizo una mueca, tomó las monedas que Corbett había depositado sobre la mesa y se retiró. Poco después apareció otro chico y se sentó en un escabel delante de ellos. Era rubio como el maíz y tenía una cara muy femenina en forma de corazón, con largas pestañas, pálidas mejillas y unos pequeños labios muy rojos. A pesar de su aparente jovialidad, Corbett adivinó un profundo temor en los pintados ojos del chico y se compadeció de aquel devastado rostro de dieciséis o diecisiete veranos y de la infinita tristeza de su mirada.
— Soy Simón -dijo el chico, hablando en tono afectado-. Me han dicho que queréis hablar conmigo.
Corbett se inclinó hacia él.
— No -contestó en voz baja-, ¡pero Lorenzo Duket sí quería!
En los ojos del chico se dibujó un terror casi tangible. Hizo ademán de levantarse, pero Corbett lo sujetó fuertemente por el brazo y le explicó que era amigo de Duket y no quería causarle ningún daño.
— ¿Qué le ocurrió a Duket? -le preguntó Corbett en un susurro-. ¿Por qué murió? Lo asesinaron, ¿no es cierto? Dímelo, te lo ruego. Yo te puedo proteger y llevar a sus asesinos ante la justicia.
Simón miró a Corbett, mordiéndose el labio inferior y parpadeando para que no se le escaparan las lágrimas. Fue a decir algo, inclinó la cabeza e hizo un gesto afirmativo. Corbett esperó hasta que el chico le miró con el rostro surcado por las lágrimas.
— Lo asesinaron -dijo Simón.
— ¿ Quiénes ? -preguntó Corbett.
— Los Oscuros, encapuchados y enmascarados, conducidos por un gigante y un enano -contestó Simón con un hilillo de voz-. Entraron en la iglesia. No hicieron ruido. Lo apresaron, acercaron la silla y lo ahorcaron. -El muchacho se enjugó las lágrimas del rostro con la manga de la chaqueta y miró furtivamente a su alrededor-. No sé de dónde venían ni adonde fueron -añadió-. Debían de venir del infierno. Ni una palabra. Ni un sonido. -Simón miró a Corbett con los ojos muy abiertos-. ¡Y Lorenzo no dijo ni una sola palabra! ¿Por qué? -preguntó entre lágrimas.
— ¿Y tú cómo sabes todo esto? -le preguntó Corbett, procurando disimular su emoción.
— Yo estaba allí -contestó el muchacho-. Fui a la iglesia a primera hora de la tarde. Entré por una ventanita mientras el cura estaba en la puerta.
— ¿Y la guardia? -preguntó Corbett.
— Aún no había llegado -contestó Simón-. Me acerqué a Lorenzo e intenté consolarle, pero él me dijo que me escondiera. Me oculté detrás de un banco del presbiterio, me quedé dormido y desperté cuando ya estaba oscuro. Vi una vela encendida y estaba a punto de levantarme cuando, de repente, aparecieron ellos. Entonces me escondí. Tenía miedo y permanecí escondido hasta la mañana del día siguiente, en que el cura y la guardia forzaron la puerta. En medio de la confusión, conseguí escapar.
Corbett recordó los jirones de tela prendidos en el rosal silvestre y asintió con la cabeza.
— Tienes que saber algo más -dijo-. ¿Quiénes eran el Gigante y el Enano?
El chico sacudió la cabeza.
— Debo irme -dijo en un ronco susurro.
— Mañana -le dijo Corbett en tono apremiante-. Reúnete mañana conmigo antes de la hora prima delante de la iglesia de Santa Catalina, junto a la Torre.
El chico asintió con la cabeza, se levantó con una sonrisa forzada y se alejó con andares melindrosos.
Corbett y Ranulfo permanecieron un rato sentados y después, echándose las capuchas sobre la frente, se levantaron, subieron por la escala de mano y, una vez arriba, la sombra del portero les abrió la puerta de la calle. Corbett se alegró de encontrarse de nuevo bajo las estrellas y aspiró una bocanada de aire fresco para purificarse de la malsana atmósfera del sótano. A continuación, tras haber comprobado que no los seguían, dieron la vuelta para regresar a la Torre. Ranulfo casi no había podido oír la conversación que Corbett había mantenido con el chico y ahora no paraba de hacerle preguntas a su amo. Pronto se dio por vencido al ver que éste sólo contestaba con gruñidos y respuestas evasivas.
Corbett, a pesar de su interés por todo lo que el chico le había contado, se daba cuenta de que éste se había limitado, en realidad, a adornar lo que él ya sospechaba desde el principio. Duket había sido asesinado por más de una persona. Pero, ¿quiénes eran los demás? ¿Quiénes eran el Gigante y el Enano? ¿Quiénes eran aquellas figuras de negro que tan silenciosamente habían entrado en la iglesia? ¿Y cómo habían entrado? Aún estaba tratando de encontrar la solución cuando llegaron a la poterna de la Torre y un soñoliento guardia les franqueó la entrada. Al llegar a sus nuevos aposentos, Corbett le dijo a Ranulfo que se callara y dejara de incordiarle y, cubriéndose con su capa, se volvió de cara a la pared de granito y trató de dormir un poco y olvidarse del agotamiento y los terrores de la jornada, pensando en el suave cuerpo de seda de Alicia.
A la mañana siguiente, acudió a su cita, tras haberle dicho a Ranulfo que se quedara a descansar de los esfuerzos de la víspera. Salió por una poterna de la Torre y recorrió a pie la corta distancia que lo separaba de la iglesia de Santa Catalina. Por el camino, oyó las campanas de la iglesia tocando a prima.
Pensaba que el lugar estaría desierto y se sorprendió al ver un pequeño grupo de personas delante del pórtico. Apuró el paso, temiendo lo peor. La gente le abrió un camino y, al llegar al pórtico, a punto estuvo de tropezar con el cuerpo del joven con quien había hablado la víspera, vestido con las mismas prendas y con el rizado cabello rubio cuidadosamente peinado. La única diferencia era la enorme herida roja de su cuello y la sangre que le empapaba la túnica. Simón yacía en el suelo con las piernas y los brazos estirados y los ojos abiertos mirando al cielo.
— ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó Corbett a uno de los presentes, una mujer menuda y arrugada de cuya capucha se escapaban unos desgreñados mechones de cabello gris.
— No lo sé -contestó la mujer-. Un grupo de personas pasamos por aquí de camino hacia el mercado de la ciudad y descubrimos este cuerpo. No había nadie. Alguien ha enviado un mensaje al forense y al pregonero de la muerte. -La mujer miró a Corbett con la curiosidad propia de las viejas-. ¿Por qué lo preguntáis? ¿Acaso lo conocéis?
— No -contestó Corbett, sacudiendo la cabeza-, pensé que sí de momento, pero me he equivocado.
Dio media vuelta y se alejó muy despacio, pensando que la víspera, al salir de la taberna del Mirlo, alguien le habría seguido. Alguien debió de verle hablando con el chico y decidió seguirle.
De repente, se sintió profundamente abatido y enojado. Allí estaba él, un escribano real encargado de resolver un asunto por cuenta del soberano, tropezando a cada momento con obstáculos y atacado por unos desconocidos en dos ocasiones. Y ahora, quienquiera que fuera le había quitado la vida a aquel desventurado joven. Presa de una fuerte depresión, comprendió que estaba buscando a tientas en la oscuridad como un viajero extraviado y que cada vez se hundía más en el cieno. Alguien sabía algo. Alguien tendría que pagar la tremenda herida de la garganta del chico. Pero, ¿quién? ¿Sería Ranulfo? ¿Podía fiarse de él? ¿Y si los asesinos de Duket lo hubieran sobornado? Rechazó inmediatamente aquella idea como descabellada e indigna de Ranulfo, el cual le había ayudado con toda fidelidad en los últimos días. Al fin y al cabo, pensó, era Ranulfo quien le había conducido a su cita con el chico y, por consiguiente, no hubiera tenido sentido que primero le concertara la cita con el chico y después tramara su asesinato. La única persona de quien Corbett sospechaba que pudiera ser culpable de algún crimen o de complicidad con un crimen era Rogelio Bellet, el párroco de Santa María, aquel siniestro cura que siempre insinuaba saber más de lo que decía. Corbett experimentó una oleada de cólera y frustración al pensar en la irónica sonrisa de Bellet y en sus sarcásticos comentarios. Finalmente, llegó a la conclusión de que ya estaba harto de tantas provocaciones. Burnell le había dado carta blanca en el asunto. Ya era hora de que la utilizara en su propio provecho.