CAPÍTULO IX
Corbett se alegró de dejar a su espalda el palacio y verse libre de las imposiciones, advertencias y veladas amenazas de Burnell. Había estado investigando un suicidio que, en realidad, era un asesinato, el cual, a su vez, enmascaraba una traición, unos actos de brujería y una peligrosa rebelión. Mientras se encaminaba hacia el río, repasó mentalmente todo lo que había averiguado. Burnell había llegado a la conclusión de que Duket había sido asesinado por un traidor grupo secreto. Si se descubriera la razón, el medio utilizado y la identidad de los autores del asesinato, Burnell pensaba que también podrían descubrir el nido de los traidores.
Levantó los ojos al encapotado cielo y pensó que ojalá pudiera estar en otro sitio; por una parte, deseaba resolver el misterio, pero, por otra, ¿a qué precio?, se preguntaba. ¿Una garganta cortada en mitad de la noche, una muerte violenta y un solitario entierro? ¿Perdido en la oscuridad sin que a nadie le importara? Pensó en Alicia, pero consiguió apartarla de su mente no sin esfuerzo. Burnell se lo había dicho con toda claridad, tenía que actuar con rapidez para confirmar o refutar sus conjeturas a propósito de la muerte de Duket. ¿Por dónde debería empezar? Recordó a Savel y la taberna El Sollastre y pensó que quizás una visita a aquel lugar podría ayudarle a desvelar una parte del misterio.
Alquiló una barca en Westminster para trasladarse a Southwark. El barquero le miró con una picara sonrisa, pensando que iba allí a pasar un buen rato con la bebida y con el suave cuerpo de alguna prostituta. Él le devolvió la mirada con la cara muy seria y entonces el hombre empezó a remar en silencio. Corbett se encontró muy pronto en Southwark, un laberinto de estrechas y tortuosas calles y casas con miradores en el piso superior. Un cortejo fúnebre lo obligó a apartarse a un lado. El que portaba el crucifijo encabezaba la marcha, seguido por un grupo que entonaba oraciones y de un pregonero de la muerte que gritaba:
— ¡Despertad, los que estáis dormidos y rezad a Dios que os perdone vuestras culpas! ¡Los muertos no pueden gritar; rezad por sus almas mientras doblan las campanas en estas calles!
Los afligidos deudos pasaron musitando unas oraciones casi ahogadas por los roncos ladridos de los perros callejeros.
Corbett dejó pasar el cortejo y miró a su alrededor. En Southwark quedaban todavía unas horas de luz diurna antes de que las sombrías figuras que solían frecuentar aquel lugar salieran de sus escondrijos para entregarse a sus secretas actividades e ilegales negocios. En las tiendas abiertas, los tahoneros, alfareros y peleteros atendían todavía a sus clientes. Las prostitutas ya estaban en la calle, pero, dada la temprana hora del día, procuraban comportarse con la mayor discreción posible, a pesar de sus caras pintadas, su cabello trenzado y sus vestidos escarlata. Corbett dobló la esquina de una calle en la que abundaban los escribientes, iluminadores de pergaminos y vendedores de tinta. Le preguntó a uno de ellos por El Sollastre, pero las indicaciones eran tan complicadas que le soltó al hombre unas cuantas monedas y le pagó para que le dibujara un plano en un trozo de pergamino usado. De este modo, pudo llegar a un modesto edificio de dos plantas con el característico poste de las tabernas y un tosco rótulo por encima de la angosta entrada de madera en el que se proclamaba que aquello era El Sollastre. Empujó la puerta, pero estaba cerrada. Entonces siguió calle abajo y llegó a una placita donde la multitud se había congregado alrededor de dos carros cubiertos por unas tablas de madera. A su alrededor se había levantado una especie de plataformas cubiertas por unas gruesos lienzos adornados con motivos religiosos y profanos. Los bufones y los demonios se torcían y enroscaban alrededor de unas complicadas parras, unos conejos luchaban contra unos caballeros; textos sagrados se enredaban con unas criaturas fantásticas de alargadas cabezas; monjes con el trasero al aire se encaramaban a unas torres rematadas por unos dragones con las cabezas tonsuradas; curas con rostros de cabra perseguían a monjas con caras de simio y delicados cuerpos; ángeles y demonios luchaban por la posesión de unas pequeñas almas de color blanco.
Corbett se apoyó en el quicio de una puerta y observó a la muchedumbre que, apiñada alrededor del improvisado escenario, insultaba a un Herodes de negra barba y se burlaba del «asno» que transportaba a Jesús en su entrada en Jerusalén, pues el actor que se ocultaba en el interior de la piel no paraba de rebuznar y de levantar la cola, soltando enormes boñigas en el escenario. Después salieron unos demonios encabezados por un negro y gigantesco Satanás con una horrenda máscara, cuernos, rabo y un negro vestido de pelo de caballo. El personaje le hizo recordar a Corbett las palabras de Burnell sobre los seguidores del culto satánico de Fitz-Osbert. Se preguntó si los asesinos de Duket habrían utilizado malas artes para entrar y salir de la iglesia de Santa María.
Apartó rápidamente aquellas conjeturas de su mente, recordando las palabras de uno de sus maestros de filosofía: «No hay nada nuevo bajo el sol, todo tiene una causa, tanto lo bueno como lo malo, y esas causas están, o estarán, al alcance de la comprensión humana». No, pensó, Duket había sido asesinado por medio de la astucia humana. Pero, si hubiera algún grupo secreto que siguiera las creencias de Simón de Montfort o Fitz-Osbert, él lo encontraría. Pero, ¿y si no lo hubiera? ¿Y si Burnell estuviera equivocado? ¿Y si Crepyn hubiera sido el jefe y la muerte de Duket no hubiera sido más que un acto de venganza y los asesinos consiguieran ocultarse en los siniestros charcos de intriga que rodeaba la ciudad por todas partes?
Corbett sacudió la cabeza y levantó la vista hacia los aleros de las casas. El cielo ya empezaba a oscurecerse y él no quería estar en Southwark cuando cayera la noche, por consiguiente, abandonó la placita y regresó al Sollastre. Ahora las puertas estaban abiertas, se habían encendido unas velas de junco y el espacioso local se estaba empezando a llenar de una variada mezcla de parroquianos, sentados alrededor de unas sólidas mesas de madera. Había un sacamuelas con sus tenazas, su cubo y sus agujas, buscando clientes; un vendedor de pieles de ardilla con los pellejos secos colgados alrededor del cuello; un boticario con una calavera y una bolsa de hierbas; un falsificador con una «F» visiblemente marcada a fuego en su mejilla izquierda. Después llegaron unos estudiantes y unos escribanos del otro lado del río, burlándose sin disimulo de un buhonero de astuta mirada y finísimo olfato, el cual proclamaba los prodigios de una bandeja que llevaba sujeta alrededor de la cintura: un diente de Carlomagno, una pluma del ala del arcángel san Gabriel, un frasquito de leche de la Virgen María, un poco de paja del pesebre de Belén, unas púas de puerco espín y la muela de un gigante. Sonriendo ante el descaro de aquel hombre, Corbett se abrió paso entre la gente hacia el fondo de la sala, donde un pelirrojo de tez muy blanca, con coleto de cuero y delantal, montaba guardia junto a los enormes toneles que utilizaban los mozos para llenar hasta el borde las sucias jarras de cerveza negra de Londres.
Corbett se presentó y el hombre le miró con sus claros ojos azules.
— Sí, maese escribano, decidme en qué os puedo servir.
— ¿Roberto Savel trabajaba aquí? -le preguntó Corbett.
El hombre apartó la mirada antes de contestar.
— Sí, ¿por qué? ¿Tenéis acaso algo que ver con él?
— Sí -mintió Corbett-, soy pariente suyo. Quiero saber cómo y por qué murió.
El hombre asintió con la cabeza y le indicó una mesita de un rincón.
— ¿Queréis que os sirva? Pues entonces sentaos, bebed y pagad.
Corbett se encogió de hombros, se acercó a la mesa y se sentó. Poco después, el dueño regresó con un plato de carne de buey, espolvoreada con pimienta, ajo, puerros y cebolla. En la otra mano sostenía una buena jarra de cerveza.
— Comed -le ordenó- y yo hablaré.
Corbett hizo lo que le mandaban. La cerveza era muy fuerte, pero la comida estaba caliente y muy bien condimentada. El posadero se sentó delante de él.
— En realidad, no sé muy bien quién era Roberto Savel -dijo-. Parecía muy bien educado. Conozco a la gente y la observo y me di cuenta de que todo era un disfraz, pero, como era un buen mozo de cuadra y sabía manejar los caballos, lo acepté.
— ¿Qué hacía? Aparte de su trabajo, quiero decir -preguntó Corbett.
El hombre hizo una mueca.
— Lo mismo que vos, maese Corbett, hacía muchas preguntas e iba a muchos sitios donde a mí jamás se me hubiera ocurrido ir. -El posadero se inclinó hacia adelante y de su boca se escaparon unos fuertes efluvios de ajo y cebolla-. Soy un hombre honrado -añadió-. Apreciaba a Savel, pero todos sabemos lo que está ocurriendo en la ciudad. El malestar, las intrigas. Soy un posadero y la gente habla mucho cuando bebe. Yo escucho y mantengo la boca cerrada para no meterme en líos.
— ¿Con quién se reunía Savel? -preguntó Corbett.
— Lo ignoro, sólo sé que salía de noche y a veces hablaba de los populares, del difunto Simón de Montfort y del descontento que se respiraba en la ciudad. Savel hacía muchas preguntas a la gente que venía a esta casa, pero yo se lo prohibí. -El posadero se encogió de hombros con aire cansado-. Eso tenía que acabar mal más tarde o más temprano.
— ¿O sea que, en realidad, no sabéis nada sobre él? -preguntó Corbett.
El posadero miró cautelosamente a su alrededor en la ruidosa y abarrotada sala.
— Sí -contestó en voz baja-, sé una cosa. Salía y hablaba con una vieja que vivía en una choza cerca de una antigua iglesia en desuso a dos pasos del río. Aquella bruja solía presumir de que hablaba con los demonios y decía la buenaventura con la ayuda de unos huesos mágicos.
— ¿Está aquí ahora? -le interrumpió Corbett con impaciencia.
El posadero sacudió la cabeza.
— Lo dudo. La encontraron hace unos días dentro de un saco cosido, con los huesos mágicos metidos en la boca y la garganta cortada de oreja a oreja. Estaba atada como un cerdo por San Miguel.
— ¿Y Savel no dejó nada?
— Una muda de ropa, nada más.
Corbett se inclinó sobre la mesa.
— ¿Y a vos nunca os dijo nada? -preguntó en tono apremiante-. Algo os debió de decir.
El posadero se frotó los labios con los dedos y clavó los ojos en un punto situado por encima de la cabeza de Corbett.
— Sólo un acertijo -contestó-. Una mañana regresó muy temprano, justo el día de su desaparición. Estaba muy nervioso y me contó un acertijo. ¿Cómo era? A ver si me acuerdo. -El hombre hizo una pausa y entornó los ojos-. Ah, sí-añadió-. ¿Cuándo es más fuerte un arco que no se puede doblar que uno que se puede doblar?
— ¿Y cuál fue la respuesta? -preguntó Corbett.
— La respuesta de Savel -contestó el posadero- fue otro acertijo… «Cuando incluye todas las demás armas.» -El posadero se levantó-. Eso es todo. Ahora tengo que irme, ¡y vos también!
Mientras el hombre se alejaba, Corbett permaneció sentado, pensando en lo que acababa de averiguar.
Primero, Savel debió de descubrir alguna verdad, probablemente a través de la vieja a la que habían asesinado. En segundo lugar, a juzgar por la breve nota que Burnell había recibido, aquella verdad debía de estar relacionada con una reunión secreta de brujas y rebeldes. Pero, ¿qué significaría el acertijo? ¿Tendría la palabra «arco» algo que ver con el nombre de la iglesia de Santa María Le Bow?
Corbett miró a su alrededor y observó que la taberna estaba abarrotada de gente. El buhonero, ya embriagado, iba de un lado para otro, ofreciendo un frasco que, según él, contenía lágrimas de la Virgen María. Corbett echó un vistazo a algunos de los parroquianos y comprendió que ya era hora de irse. Se sintió incómodo, como si presintiera que algún malvado lo estaba vigilando. Sin embargo, hubiera podido ser cualquiera de los que le miraban de arriba abajo y apartaban los ojos cuando éstos se cruzaban con los suyos. De repente, tuvo miedo. Sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y experimentó el impulso de levantarse y salir corriendo de la taberna. La fuerte cerveza le había dado sueño, pero él no tenía más remedio que regresar a la orilla del río. Una prostituta con peluca rubia y holgado vestido escarlata se acercó y se apoyó contra su mesa. Tenía un rostro muy dulce y unos ojos de mil años de edad y le prometió delicias sin cuento a cambio de un trago y unas cuantas monedas. Corbett ya no pudo resistir. Se levantó, apartó a la mujer a un lado y, sin prestar la menor atención a sus procaces comentarios, se abrió paso entre la gente y alcanzó la puerta. ¿Habrían atrapado a Savel utilizando aquel método, propinándole primero un golpe en la cabeza y llevándoselo después a rastras? Abrió la puerta, salió al gélido silencio de la noche y a punto estuvo de echarse a gritar al ver acercarse un monstruo de pelo negro. Se pegó a la puerta y vio una figura con cara de Satanás.
Sacó la daga, pero, de repente, la máscara se levantó y, en su lugar, apareció el sonriente rostro de un alegre muchacho. Corbett lanzó un suspiro de alivio y se apartó a un lado para que el demonio de la farsa que antes había presenciado en la placita pudiera entrar en la taberna.
Recuperó la compostura, se alisó la capa y, estrechando la larga daga galesa contra su pecho, empezó a recorrer las tortuosas calles, rodeando la basura amontonada frente a cada puerta y el albañal que discurría por el centro de la calle. Había algunas sombras en varias puertas, pero, al ver la daga que sostenía en sus manos, le dejaron pasar sin molestarle. Dobló la esquina de la calle que conducía al río y, de repente, se detuvo en seco. Estaba seguro de haber oído unas pisadas a su espalda, algo que se movía sigilosámente sobre los adoquines. Se volvió, pero no vio nada. Reanudó su camino y el río apareció ante sus ojos.
Vio a los barqueros bajo la luz de una antorcha, oyó el murmullo de sus voces y siguió caminando. Oyó de nuevo a su espalda el mismo rumor de antes, muy parecido al de las pisadas de un niño, y supo con toda certeza que algo perverso lo estaba persiguiendo en la oscuridad. Respiró hondo, envainó la daga y pegó una súbita carrerilla con la capa volando a su espalda mientras el frío viento nocturno le azotaba el rostro. Llegó a la orilla y casi se arrojó al interior de una de las barcas. El sorprendido barquero saltó tras él. Corbett balbució las indicaciones sin apartar los ojos de la orilla. No vio nada, sólo la triste y desolada negrura de Southwark, inmediatamente engullida por la bruma en cuanto la barca empezó a deslizarse por las frías aguas del río.