CAPÍTULO I
Eduardo, rey de Inglaterra y duque de Aquitania, estaba sentado en la pequeña y sencilla cámara de su palacio de Westminster. Pocos sabían que se encontraba en la capital, pues acababa de regresar, accediendo a la apremiante petición de su canciller Roberto Burnell, obispo de Bath y de Wells. Agotado por el viaje y envuelto en su capa, el rey descansaba inclinado sobre un pequeño brasero encendido, tratando de no prestar atención al gélido viento que golpeaba con insistencia los postigos de madera de las ventanas. Al final, se levantó para asegurarse de que éstas estuvieran bien cerradas. Una densa bruma envolvía la ciudad y el río en medio de la oscuridad y sólo el gemido del viento y el aullido de algún perro callejero cortaban el pavoroso silencio. El rey se estremeció y experimentó un sobresalto cuando una rata hizo crujir los juncos que cubrían el suelo a modo de alfombra. Una estancia con demasiados rincones oscuros, pensó el rey, lejos de la luz de las antorchas que parpadeaban desde la pared.
— Sombras por todas partes -musitó Eduardo para sus adentros, regresando junto al brasero para examinar los sombríos fantasmas que poblaban su mente.
Primero, su padre Enrique, amante de los placeres y de la belleza, siempre ansioso de ganarse el favor de los demás y preocupado tan sólo por sus propias comodidades y las de sus protegidos, un hombre de suaves maneras y piel todavía más suave cuyo único interés había sido la construcción de su querida abadía, allí en Westminster.
Había otras figuras más amenazadoras: los De Montfort; el rubio Simón y sus arrogantes y violentos hijos de rostro sonriente y pérfido corazón. En otros tiempos, Simón había sido uno de sus más íntimos amigos e incluso le había prestado ayuda en la lucha que había mantenido contra su propio padre el rey en su afán por crear un reino más justo, pero aquellos sueños se habían convertido en pesadillas. Aunque no cabía duda de que Enrique era un mal rey, el de Montfort y los demás barones eran unos tiranos que sólo buscaban su propio provecho. Simón había sido uno de los peores, aficionado a los repugnantes y secretos ritos satánicos que su detestable familia había llevado consigo desde las dulces y sensuales provincias del sur de Francia. Incluso muerto, pensó tristemente Eduardo, la mano de De Montfort se extendía desde el sepulcro a través de los años para seguir acosándole. Más de una vez el rey se preguntaba si De Montfort habría muerto realmente o todavía estaba vivo y seguía participando en los aquelarres e instigando todos aquellos asesinatos que le perseguían como bien adiestradas jaurías de fieros sabuesos. Eduardo contempló la blanquecina y mellada cicatriz de su mano derecha.
— ¡De Montfort tiene que estar muerto! -le murmuró al brasero-. Murió hace años en Evesham.
Mientras contemplaba las brasas, las rojas llamas le hicieron recordar aquel aciago y doloroso día de unos veinte años atrás entre los verdes prados y los campos cubiertos de manzanas de Evesham. El y sus tropas habían avanzado contra Simón con sus estandartes ondeando a la suave brisa estival. El claro día había cambiado de golpe cuando una súbita tormenta barrió el cielo mientras el fragor de los truenos y los relámpagos ahogaba el sonido de los cascos de su bien pertrechada caballería en el momento en que ésta se lanzó sobre el pequeño y atrapado ejército rebelde. De todas las batallas en las que había participado, Eduardo todavía recordaba el instante en que se había abierto audazmente paso entre las tropas de Simón en Evesham, empapando su espada con sangre rebelde. Al final, Simón se había quedado solo y, enteramente protegido por su armadura, había pisado los cadáveres de los miembros de su guardia, retando a las tropas reales a acercarse a él. Eduardo, desde el lugar donde se encontraba, fue testigo de la caída del caudillo rebelde. Justo en aquel momento, cesó repentinamente la tormenta y los débiles rayos del sol iluminaron la sangre que manaba a través de las brechas de la armadura de Simón, convirtiéndola en una fulgurante cascada de rubíes. Los soldados hicieron pedazos el cadáver. Eduardo experimentó un leve estremecimiento de temor al recordar que, en medio del ardor de la batalla, había ordenado a sus hombres que arrojaran los restos del desmembrado cadáver de Simón a una jauría de galgos hambrientos.
— Sí -musitó Eduardo-, Simón tiene que estar muerto.
El rey miró a su alrededor en la desierta cámara. Pero, aunque Simón hubiera muerto, pensó presa de un profundo desaliento, no podía decirse lo mismo de sus seguidores, los cuales seguían con sus aquelarres y sus conspiraciones, firmemente dispuestos a acabar con su vida de día o de noche, en casa o en el extranjero, por medio del veneno, la daga, la espada, la clava o la flecha de algún sicario ¡El extranjero! Eduardo escudriñó la oscuridad. Recordaba San Juan de Acre en Palestina, donde unos ocho años después de su victoria en Evesham, él y su reina Leonor habían participado en la cruzada, tratando de imponer la unión entre los pequeños principados de Ultramar. Pensó que por lo menos allí podría estar a salvo, pero los asesinos trataron de matarle. Un ermitaño cristiano pidió audiencia y él accedió a recibirle sin darle mayor importancia, pues tenía la mente ocupada en otras cosas. El hombre, abyectamente servil como muchos de su condición, entró y permaneció inmóvil entre las sombras de la tienda. Eduardo recordaba haberle visto sacarse algo de la manga y sólo reaccionó cuando un afilado estilete buscó el camino de su corazón.
— ¡Traición! -gritó entonces, esquivando el golpe.
Sus guardias irrumpieron en la tienda y derribaron al hombre, pero la daga y su veneno quedaron alojados en su brazo. De no haber sido por Leonor, el veneno le hubiera llegado al corazón, pero ella abrió inmediatamente la herida y succionó con sus propios labios el veneno.
Eduardo se levantó y se escanció una copa de vino. ¡Leonor! Ahora hubiera tenido que estar con ella, gozando de su cálido y dulce cuerpo moreno en lugar de permanecer sentado en aquel desierto aposento, meditando sobre el pasado. Tomó un sorbo. Ojalá el pasado muriera y lo dejara en paz. Tenía muchas cosas que hacer, pero De Montfort y sus sociedades secretas lo perseguían sin descanso.
— ¡Regresa a tu tumba, Simón! -musitó con vehemencia, pero sólo le respondieron la oscuridad y el constante gemido del viento.
Se levantó y miró a través de las rendijas de los postigos. Bajo la espesa bruma del río, su capital parecía tranquila, pero él sabía que no lo estaba. Los seguidores de Simón, con sus perennes maquinaciones y planes secretos, se habían congregado allí para urdir asesinatos, traiciones y revueltas. Eran como ratas correteando por las entrañas de la ciudad, pensó Eduardo. Cualquier cosa que tramaran, maduraría como un grano lleno de amarillento pus. Sus espías se lo habían dicho. Todo apuntaba hacia una crisis inevitable. Ya habían empezado a actuar; el suicidio en Santa María Le Bow, pensó el rey, tenía que estar relacionado en cierto modo con aquellos rebeldes y ya era hora de que Burnell, su viejo y astuto canciller, hiciera salir a aquellos traidores a la luz del día y los destruyera.
Llamaron a la puerta, fue a abrir y se encontró con el hombre en quien precisamente estaba pensando en aquel momento. Roberto Burnell, obispo de Bath y de Wells y canciller de Inglaterra, se inclinó en levísima reverencia ante su soberano y se acomodó en la única silla que había en la estancia, enjugándose el mofletudo y rubicundo rostro con la holgada manga de su vestidura ribeteada de armiño.
— Dios salve a Vuestra Majestad -dijo casi sin resuello-. No comprendo cómo es posible que siempre insistáis en ocupar la cámara más alta en cualquier palacio, castillo o mansión donde os alojéis.
El rey esbozó una sonrisa y le miró con afecto. Entre él y su canciller sobraban los cumplidos y la pompa de la corte. Eran unos viejos amigos unidos contra unos viejos enemigos. El rey confiaba en Burnell tanto como en su brazo derecho y el canciller, a pesar de su ostentosa apariencia, tenía un agudo y perspicaz cerebro no sólo para redactar documentos legales sino también para descubrir a los enemigos del rey, tanto en casa como en el extranjero.
— Vos sabéis muy bien, mi señor Burnell -replicó el rey en tono de chanza-, por qué razón siempre elijo la cámara más alta. Muy listo tendría que ser el asesino que pudiera escalar estos muros o pasar inadvertido a los guardias que vigilan las angostas escaleras del exterior. ¿Habéis tenido noticias de vuestro espía?
Burnell sacudió la cabeza.
— No -contestó muy despacio- y no creo que las tenga jamás. Su cuerpo fue sacado del Támesis esta mañana. ¡Con la garganta cortada de oreja a oreja!
Eduardo soltó un bufido de desagrado.
— ¡O sea que sigue habiendo conspiraciones!
— Sí -replicó Burnell-. No obstante, sabemos que aquí en la ciudad hay grupos que están tramando traiciones y revueltas.
— ¿Y vos creéis que el incidente de Santa María Le Bow podría formar parte de todo eso?
— Sí -contestó el canciller en voz baja.
— ¿Cómo fue descubierto vuestro espía? -inquirió Eduardo.
Burnell se encogió de hombros.
— Es sólo una conjetura por mi parte -contestó-, ¡pero sospecho que hay un espía en el mismo corazón de la cancillería!
— ¿Queréis decir aquí?-preguntó el rey en tono escandalizado-. ¿Un funcionario real confabulado con los seguidores de De Montfort, tramando traiciones contra su rey?
Burnell asintió con la cabeza.
— Es la única forma de que hayan podido descubrir a mi espía -dijo con firmeza-. Alguien, alguno de los pocos escribanos que tenemos, comunicó indebidamente una información confidencial. Es posible que no fuera un conspirador y que simplemente lo hiciera por codicia, a cambio de una bolsa de oro. Si es apresado -concluyó amargamente Burnell-, tened por seguro que colgará tan alto como los demás.
— Y ahora, ¿qué? -preguntó el rey, acercándose a su canciller para darle una palmada en el hombro-. ¿Qué vamos a hacer ahora? Hace un rato -añadió-, estaba pensando que esos conspiradores, esos rebeldes que son la escoria de la ciudad, son unas ratas, y vos, mi señor obispo, mi cazador de ratas. Tenéis que conseguir que estas sabandijas salgan de sus escondrijos.
El canciller tosió y carraspeó.
— He elegido a un hombre -contestó-, otro escribano que ahora sirve en las salas de justicia del Tribunal Real. -Burnell hizo una pausa y miró temerosamente al rey-. ¡Es seguramente nuestra última y única esperanza, mi señor!
— Muy bien -dijo el rey en voz baja-. Pero no le expreséis vuestras sospechas sobre la posible existencia de un espía aquí dentro, en el palacio de Westminster. A fin de cuentas -concluyó significativamente-, ¡podría ser uno de sus amigos!
Siempre se reunían en el osario de una desierta iglesia de Londres, una vieja y mohosa cripta, lejos de los espías y de las miradas indiscretas de los curiosos. Habían entonado su plegaria a Lucifer, el Lucero del Alba tal como era llamado también el ángel caído, extendiendo las manos sobre una tosca piedra de altar en la que unos símbolos místicos rodeaban una cruz invertida. Sólo una antorcha ardía y chisporroteaba en medio de la fría oscuridad, pero esta vez no iluminaba a las trece figuras encapuchadas que se cubrían las cabezas con las cogullas de sus capas y ocultaban sus rostros con unas burdas máscaras de cuero. Ni siquiera se conocían entre sí, sólo su jefe, el Encapuchado, perennemente en silencio, conocía sus identidades. Los unían unos macabros pactos y unos sangrientos juramentos con los que se habían comprometido a destruir al rey y provocar una revuelta. Ése era el eslabón que los unía y todos se habían congregado allí para que les indicaran el medio de conseguir su propósito. La figura situada a la derecha del Jefe habló con la voz amortiguada por la máscara y sus palabras resonaron en la fría y siniestra cripta.
— Bueno pues, ya está hecho -murmuró-. Los que amenazaban el Gran Designio, tanto el espía como el asesino, ya han sido quitados de en medio y se encuentran en el lugar que les corresponde.
— ¿No existen más amenazas? -preguntó otro miembro del grupo.
— Sí y no -contestó el primer orador, volviéndose para estudiar uno a uno a sus compañeros-. Nuestro Maestro -añadió, volviéndose para inclinar la cabeza hacia la figura sentada en la silla-, nuestro Maestro dice que el rey y sus secuaces han nombrado a un escribano para que investigue el asunto. Nuestro espía en la cancillería nos ha aconsejado que tengamos cuidado con él.
— ¿Por qué? -terció otro componente del grupo-. ¿Qué peligro supone ese hombre?
El Encapuchado levantó la mano para pedir silencio e hizo unas señas con la mano en dirección a las sombras. Una arrugada anciana encorvada por la edad se adelantó mirando nerviosamente a uno y otro lado y se agachó en medio del grupo. Después se apartó del cadavérico rostro unos desgreñados mechones de cabello, introdujo la mano en una sucia bolsa de cuero y sacó un gallo de sedosas plumas negras, el cual se agitó entre sus manos, pero no pudo protestar demasiado, pues había comido maíz aderezado con una sustancia narcótica. La anciana sostuvo en alto el ave, hizo primero una reverencia al Encapuchado y después otra al altar, musitó una plegaria e hincó furiosamente el diente en el ancho cuello del gallo. El cuerpo experimentó una violenta sacudida y se aflojó mientras la mujer, con la boca toda manchada de sangre, carne viva y plumas, levantaba los ojos y miraba triunfalmente a los miembros del grupo que habían presenciado la escena sin inmutarse. Roció con la sangre el polvoriento suelo en una sacrílega parodia de la ceremonia de purificación de los feligreses que lleva a cabo el sacerdote con la vara de hisopo antes del comienzo de la misa y después se agachó y examinó cuidadosamente el charco de sangre que se había formado a sus pies, soltando gruñidos y murmullos para sus adentros.
— El hombre que el rey ha elegido -graznó, volviéndose hacia el Encapuchado- es muy peligroso. Si no se le paran los pies, no os podréis vengar de la casa de los Plantagenet. El día de la liberación tan cuidadosamente preparado jamás llegará. ¡Hay que matar al escribano!
El Encapuchado la escuchó con indiferencia, como si estuviera pensando en otra cosa, y, a continuación, se volvió para decirle algo al enmascarado que tenía a su derecha. Éste tomó la palabra:
— Dejemos que el escribano, quienquiera que sea, vaya dando tumbos por ahí. Es simplemente un hombre. Hay muchas trampas. Estad tranquilos. Le pararemos los pies. -Su voz se elevó con arrogancia-. El día de la liberación llegará. Entonces tened por seguro que limpiaremos el país de los reyes, obispos, curas y toda la gentuza que nos oprime. ¡Tranquilizaos con esta certeza!
Los miembros del grupo, comprendiendo que la reunión ya había tocado a su fin, empezaron a dispersarse uno a uno, inclinándose en reverencia ante el Encapuchado antes de retirarse. Cuando todos se hubieron ido, el enmascarado se volvió hacia el Encapuchado y le señaló a la vieja bruja, todavía agachada sobre el sucio suelo como si estuviera sumida en un profundo estado hipnótico.
— Espera su recompensa -dijo-. ¿Qué le vamos a dar?
— Ya ha cumplido su misión -contestó el jefe en un susurro-. ¡Córtale la garganta!