CAPÍTULO XIII

Corbett aún estaba tratando de resolver el enigma, hablando casi en voz alta y discutiendo consigo mismo, cuando terminó el largo paseo y él y Ranulfo llegaron a la calle del Puente que bajaba hacia el río, la puerta fortificada y la mole del puente de Londres. Sin embargo, no se dirigieron al puente sino que giraron a una callejuela que conducía al río donde alquilaron una barca para dirigirse a Westminster. A Corbett no le hacía demasiada gracia aquella reunión con el canciller y hubiera preferido regresar a La Mitra y a los cálidos y consoladores abrazos de Alicia y terminar de una vez por todas con aquel desdichado asunto.

Bajó de la barca como un sonámbulo y siguió el conocido camino del palacio, envidiando a los escribanos que trabajaban tranquilamente en sus gabinetes o iban de un lado para otro, resolviendo importantes cuestiones. Llegó a la sala de Burnell y, respirando hondo, le pidió al escribano que había junto a la puerta que le anunciara. El hombre entró y volvió a salir en compañía del presuntuoso Huberto, el cual miró a Ranulfo casi con una burlona sonrisa de desprecio y arrojó a las manos de Corbett una bolsa de cuero de la Cancillería.

— El señor canciller ha tenido que ir a reunirse con el rey en Oxford -explicó-. Me ha pedido que os entregue esto y esta orden -añadió, alargando una orden sellada. Huberto miró enfurecido a Corbett-. Bueno -dijo bruscamente-, ¿no vais a abrir las cartas?

Corbett sonrió, comprendiendo que Huberto ignoraba el contenido del documento y seguramente ardía en deseos de conocerlo.

— No -contestó-, ¡el señor canciller me dio instrucciones precisas de no abrirlas en presencia de ningún escribano fisgón!

Dicho lo cual, dio media vuelta y salió del palacio, dejando a Huberto clavado en el suelo como si hubiera sufrido un ataque de apoplejía mientras Ranulfo trotaba a su espalda. Sin interrumpir el paso, Corbett abrió el documento y descubrió que era una simple autorización para residir en la Torre, con derecho a entrar y salir siempre que quisiera.

Ranulfo gruñía a su espalda, agobiado por el peso de las alforjas, cansado de todos aquellos paseos y sin saber dónde dormiría aquella noche. A pesar de las flechas de ballesta, hubiera preferido regresar a la calle del Támesis. Pensó en la señora de la casa y se estremeció de placer. Era arrogante y malhumorada, pero él había visto cómo le miraba y sabía que hubiera podido poseerla. Aunque fuera la esposa de un gran mercader, con sus opulentas caderas y sus medias sujetas con jarreteras, en un lecho de plumas él la hubiera hecho feliz. Sin embargo, no podría ser de momento, pensó mientras seguía a su inescrutable amo hasta una barca y éste le ordenaba al barquero que los llevara al muelle de la Torre.

A pesar de su malhumor, Ranulfo decidió disfrutar del viaje, intercambiándose descarados insultos con el barquero mientras Corbett contemplaba el agua con aire ensimismado y meditabundo. La barca se cruzó con el Castillo de Banyards, el Steelyard y otras embarcaciones grandes y pequeñas que navegaban por el río. Al final, aceleró al pasar bajo el puente de Londres, con sus nueve ojos protegidos por tajamares, unas estructuras de madera en forma de embarcación, los cuales impedían que los barcos se golpearan contra los duros arcos de piedra. Después pasaron por delante del muelle de Botolph, Billingsgate y el Wool Quarry hasta llegar a la imponente mole de piedra de la Torre.

El impresionante anillo de murallas, fortalezas y torres dominaba el extremo sudoriental de la capital y tanto Corbett como Ranulfo se quedaron boquiabiertos de asombro cuando cruzaron el foso, pasaron por sucesivas torres, muchas de ellas en fase de reconstrucción, y entraron en el recinto interior que rodeaba la cuadrada torre central del homenaje o Torre Blanca. Corbett y Ranulfo tenían que detenerse en cada puerta, pero la orden de Burnell les franqueaba inmediatamente el paso. Una vez allí, un corpulento oficial de la guarnición, originario del condado de York, les dijo que aguardaran mientras él iba en busca del condestable sir Eduardo Swynnerton. Tardó un rato y ambos aprovecharon para echar un vistazo a su alrededor en medio del intenso frío. La muralla que rodeaba la Torre Blanca no mostraba la menor actividad, pero Corbett observó que las obras se reanudarían en primavera. Había ladrillos amontonados alrededor de los enormes hornos en los que se cocían; arena y grava esparcidas por el suelo y sólidas vigas de madera de roble formando asimétricos montones. La Torre era en sí misma casi una pequeña ciudad alrededor de cuyas murallas se alineaban las cuadras de madera, un palomar, varias cocinas abiertas por un lado, graneros y gallineros. A un extremo había un pequeño huerto sin árboles y en otro, más cerca de la entrada principal, se levantaban las casas de madera y argamasa de los oficiales de la Torre. Mientras Corbett se dirigía al lugar donde Ranulfo estaba contemplando una abandonada catapulta, un alto y austero personaje de cabello plateado se acercó envuelto en una gruesa capa militar y se presentó como sir Eduardo Swynnerton, condestable de la Torre. Corbett se presentó a sí mismo y presentó a Ranulfo, le mostró la orden del canciller y le explicó brevemente por qué razón se encontraba allí. El condestable miró con dureza a Corbett y pareció que iba a protestar, pero después se rascó la canosa cabeza y llamó a un guardia para que acompañara a Corbett y a Ranulfo a una sencilla cámara de la Torre Blanca.

Una vez allí, Ranulfo, cansado de tanto andar, se acurrucó sobre su colchón de paja y se quedó dormido mientras Corbett encendía dos velas para leer el informe que Burnell le había dejado en la bolsa de cuero de la Cancillería. Estaba escrito de puño y letra del canciller.

Roberto Burnell, obispo de Bath y de Wells y canciller de Inglaterra, a nuestro fiel y bien amado escribano Hugo Corbett, salutaciones. He leído vuestra carta y he tomado nota de su contenido. Creo que esta respuesta y la información que contiene os será útil.

Otrosí: el dibujo del Pentágono hallado en la casa de Ralph Crepyn (¡no os vamos a preguntar cómo lo conseguisteis!) no me es desconocido. El pentágono es un signo utilizado en la magia y las artes negras. El Mago o la Bruja lo suelen dibujar en el suelo o sobre la mesa como símbolo de protección cuando conjuran a Satanás o cualquier otro poder diabólico. Pero, por supuesto, una cosa es conjurar a las potencias del reino demoníaco y otra que éstas se presenten realmente. Pese a ello, quienes pratican las artes negras y la magia constituyen una amenaza para la Santa Madre Iglesia y, al hacerlo así, se convierten en una amenaza todavía mayor para la seguridad y estabilidad del trono. No cabe duda de que entre los miembros del Pentágono figuran muchos radicales que todavía defienden las ideas del difunto De Montfort.

Otrosí: El padre de Simón de Montfort era un cruzado y combatió por la Cruz en Palestina y otras tierras de Ultramar. De Montfort también encabezó cruzadas contra los albigenses en el sur de Francia, cuyas prácticas heréticas se consideraban secretas y estrechamente relacionadas con la nigromancia y la brujería. ¡Os lo digo simplemente para establecer una distinción entre la rebelión y aquellos que practican la magia negra bajo el nombre de «el Pentágono»! Aunque los De Montfort fueron unos valerosos cruzados, no cabe duda de que también pudieron contaminarse precisamente con las enfermedades que trataban de combatir.

Una de dichas enfermedades era el culto de los Asesinos, los cuales pertenecían a una secta secreta musulmana cuyo centro radica en la inexpugnable fortaleza de Alamut, en el valle de Kazvim de Persia. Están gobernados por su caudillo, el Misterioso y Siniestro Hombre de las Montañas, el cual domina sobre toda una cadena de plazas fuertes en toda Persia e incluso en Tierra Santa. Está al mando de un núcleo de fieles seguidores que asesinan a traición. Parece ser que la familia De Montfort entró en contacto con ese culto y cabe la posibilidad de que adoptara algunas de sus prácticas. El asesinato de un rey ungido por parte de los adeptos a la magia negra no es ninguna novedad en Inglaterra, tal como vos sabéis. Se dice que Guillermo Rufo murió a sus manos en el Bosque Nuevo; puede que Ricardo I fuera también su víctima y otros intentos frustrados se cometieron contra la persona del difunto Enrique III, el padre del rey actual.

Es indudable que los De Montfort utilizaron tales métodos. A la muerte de Simón de Montfort acaecida hace casi treinta años, su hijo Guido huyó al extranjero. Puede que no sea una coincidencia el hecho de que, durante la participación de nuestro rey actual en una cruzada en Palestina, un asesino tratara de matarle en su propia tienda mediante una daga envenenada. El rey pudo salvarse gracias a la rápida y solícita intervención de su esposa y de los médicos. En su camino hacia Palestina, Enrique de Alemania, primo de nuestro rey, visitó Palermo en Sicilia y asistió a misa en su iglesia catedral el 13 de marzo de 1271. Guido de Montfort, hijo de Simón, despreciando la santidad de la ocasión y el lugar, apuñaló de muerte a Enrique delante del altar mayor.

Otrosí: La fecha del 30 de abril de 1283 es significativa sólo porque se trata de una de las grandes festividades de los seguidores del culto satánico y probablemente el día en que el Pentágono se reunió. El trozo de pergamino debía de pertenecer al documento en que se convocaba la reunión. El factor más importante es saber quién lo envió. ¿Quién es el que en esta ciudad personifica y representa las tradiciones de De Montfort y Fitz-Osbert?

Otrosí: Resumiendo toda esta enredada maraña, cabe señalar que los adeptos a las doctrinas de De Montfort y Fitz-Osbert siguen actuando en la ciudad y promoviendo la rebelión y las intrigas de asesinato contra el rey y los miembros de su consejo. Son fieles a los ideales de sus maestros y están dispuestos a extenderlos por medio de prácticas tales como el asesinato y la magia negra. Son los miembros del Pentágono y yo os exhorto a no desdeñarlos como unos locos inofensivos, pues suponen una grave amenaza y su traición es todavía peor que la de sus difuntos maestros.

Corbett estudió el manuscrito, lo arrojó al suelo y se arrebujó en su capa. No tenía ninguna razón para despreciar la advertencia de Burnell. Aquellos asesinos que había mencionado el canciller le estaban persiguiendo con la firme intención de matarle. Contempló los gruesos muros de granito de la cámara de la Torre y, a pesar del frío y la escualidez, se sintió lo bastante seguro y protegido como para sumirse en un profundo sueño sin sueños.