Capítulo catorce

El protectorado de Catskills estaba atrapado en ese momento que separa al verano del otoño, cuando el bosque se encuentra al borde de convertirse en una feroz cacofonía de naranjas, rojos y amarillos, pero el sol sigue siendo cálido. Algunos árboles, proclives al cambio, ya se cubrían con abrigos granates, una pincelada de color que resaltaba en medio del verde exuberante del bosque.

Ojo de Tormenta podía oler que aquellos bosques rebosaban de vida salvaje. Las huellas de liebre, ardilla y mapache despertaban el apetito en su estómago, y una vaharada a esencia de ciervo sólo consiguió empeorarlo. Sabía que las presas de menor tamaño estarían fuera en gran número, aprovisionándose de víveres para los inminentes meses de invierno. Unos pocos giros de Luna y aquellas colinas se verían engalanadas de un blanco helado.

No obstante, aquella espesura no era prístina. Se apreciaba el tufo en el viento de los groseros motores de automóvil; Ojo de Tormenta sabía que una carretera importante bordeaba los aledaños orientales de las colinas. Los humanos acudían allí para recrearse, tal y como atestiguaban las dispersas latas metálicas aplastadas y las ajadas bolsas de plástico. Esperaba que algún humano con sobrepeso se dejase caer por allí y los viera. Qué espléndido sería ver el terror en el rostro de la oveja con dos patas que se encontrara de bruces con cinco lobos enormes.

Habían estado de marcha casi todo el día, tras haber dejado a Little Al y al May Belle amarrados en un pequeño puerto fluvial. Desde allí, una rápida carrera lejos de las instalaciones humanas, hacia el bosque. Desde ese momento, habían avanzado en forma de lobo, atravesando bosques y pequeñas granjas, manteniéndose ocultos.

Ojo de Tormenta recordaba a Hijo del Viento del Norte de la primavera anterior en aquel clan del norte. Él abría el camino y Ojo de Tormenta le pisaba los talones. Los demás los seguían a cierta distancia, menos acostumbrado a permanecer tanto tiempo en forma de lobo.

¿Cuándo te fuiste del Cruce del Caribú?

—Al acabar la primavera, por ahí. —Incluso en aquella forma, el joven Garou se sentía incómodo con el idioma de los lobos y se decantaba por la lengua Garou—. Evan vino a buscarme y nos marchamos al sur.

¿Con Gota de Lágrima?

—No de inmediato. Creo que seguía en la Forja del Klaive por aquel entonces. No, pasamos un tiempo con el santón de Albrecht, y también estuvimos una temporada en el sudoeste. Pasar del Ártico a Arizona fue un cambio de tres pares de narices.

Viajas mucho.

Ojo de Tormenta pensó en sus recientes vagabundeos. Aquellos bosques también estaban lejos de su hogar, pero al menos olían a Gaia. No como las dos ciudades infectas que había visitado en los dos últimos días.

—Háblame de ello. Evan no deja de enumerarme las excelencias de recorrer el ancho mundo. Para ver todas las tribus y multitud de clanes distintos. Para «ver por lo que combatimos», como dice él. —Saltó por encima de una valla de madera podrida y Ojo de Tormenta lo imitó—. Para él, todo es…

«Sana el Pasado». El Wendigo Evan hacía honor a su nombre, al parecer. Hacía todo lo que estaba en su mano por acercar a las tribus. ¿Qué dicen tus alfas de esto?

—Supongo que no les hace tanta gracia. Los Wendigo de donde provengo no son demasiado dados a compartir, me parece. Y creo que los entiendo.

En ese caso, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué lo permiten?

—Bueno, supongo que mi madre tiene algo que ver. Ella no es… no cambia, pero tiene cierta influencia entre los ancianos, y creo que Evan también. Parece que creen que soy especial o algo así, o por lo menos que me hace falta ver algo más de mundo. —Volvió la cabeza, quizá para comprobar que los demás no se rezagaban—. Por lo que a mí respecta, no sé, ya que así salgo de casa, ¿por qué no? O sea, antes no era más que un crío malcarado, con algo de suerte conseguiría una beca para jugar fútbol con los Beavers del estado de Oregón. Ahora, en fin, ahora tengo algo más.

Esto no es ningún juego, Hijo del Viento del Norte.

—Ya, ya lo sé. —La voz del Wendigo acarreaba una ambivalencia humana que desconcertaba a Ojo de Tormenta. Ningún Garou alcanzaba ni siquiera la corta edad de este párvulo sin haber saboreado la tragedia.

Corrieron el resto del camino en silencio.

Llegaron cerca del anochecer, cuando el sol rojo agazapado en el oeste estiraba las sombras entre los árboles, convirtiéndolas en oscuros estanques de noche. Los insectos revoloteaban en el aire que se enfriaba y Ojo de Tormenta podía sentir que la lluvia se acercaba sobre las colinas, agolpándose dentro de las nubes. También sabía que estaba en un lugar especial.

A lo largo de la pasada estación, había visitado una amplia variedad de túmulos. Desde los sencillos hogares de los lobos de los Pinos Celestiales y el Cruce del Caribú, hasta el abarrotado reducto de la Camada y el calvero urbano de los Moradores del Cristal londinenses. Sin embargo, era aquí donde la pureza de la tierra se hacía más evidente. Quizá fuese el contraste con la ciudad de la que había salido hacía escasos días, o incluso con la espesura mancillada por el hombre de los bosques circundantes, pero se sentía como si le hubiesen quitado un peso de encima.

El viento se abría paso entre las hojas con un melódico frufrú, el aire transportaba el fresco aroma del pino y el arce. Irguió las orejas ante el canto lejano de un arrendajo y el gorgoteo más cercano de un arroyo. La tierra bajo sus patas, rica tras un verano de vida y la caída de las primeras hojas, estaba embebida de una humedad deliciosa. Por primera vez en semanas, Ojo de Tormenta se sintió en paz.

—Guau —exhaló Carlita. Todos los demás habían reducido el paso a un trote y miraban a su alrededor sin disimular su asombro.

—Pues sí —dijo John Hijo del Viento del Norte—, es tope intenso.

Encontraron a Antonine Gota de Lágrima minutos después, junto al riachuelo que habían oído. Medía unos nueve metros de ancho y poseía una vigorosa corriente que sorteaba y cubría varias rocas de buen tamaño. Gota de Lágrima se encontraba en lo alto de una de esas piedras, de pie en su forma rubia plateada de Crinos. Ojo de Tormenta vaciló a la hora de considerarla una forma guerrera, dado que no parecía alterar la paz del escenario. En vez de eso, se erguía con sus tres metros de gloria, ejecutando una serie de movimientos lentos y precisos. El agua corría junto a los dedos de sus pies, pero su equilibrio parecía seguro y giró con un brazo extendido.

Ojo de Tormenta había oído hablar de los Contemplaestrellas y de sus extrañas costumbres, de un arte marcial que llamaban Kailindo, basado en golpes rápidos y precisos y en la supresión de la rabia, según contaban algunos. Ella nunca lo había visto. Los Contemplaestrellas siempre habían escaseado en el norte, y no habían hecho sino volverse aún más escasos desde que los ancianos de su tribu se hubiesen retirado de la Nación Garou en los albores de la aparición de la estrella roja.

—Vaya, hola a todos. —Gota de Lágrima había abierto los ojos. Una amplia sonrisa enmarcaba sus dientes de lupino. Pisó de piedra en piedra y se encogió a Homínido cuando hubo llegado a tierra firme. En su forma humana, no parecía un gran guerrero ni un sabio, tan sólo un hombre de mediana edad de rostro curtido por los elementos. Llevaba el pelo negro descuidado y salpimentado con las primeras canas. Se cubría tan sólo con un taparrabos, su torso exhibía la flaccidez y la falta de tono propias de la edad, pero sus movimientos eran fluidos y precisos. Dio una zancada y abrazó a Grita Caos, que asumió la forma de Homínido a su vez—. Gracias a Gaia, lo has conseguido.

El Hijo de Gaia parecía algo cohibido por la calurosa bienvenida.

—Este, gracias. Ha sido un viaje muy largo.

—La Forja del Klaive estaba siendo atacada cuando nos marchamos, Contemplaestrellas. —Ojo de Tormenta retuvo su forma natal de Lupus, pero empleó la lengua Garou—. ¿Tienes alguna noticia?

—Poca cosa. El túmulo no ha sucumbido, pero no sé más. He intentado ponerme en contacto con Albrecht en varias ocasiones, pero no lo he conseguido. ¿Sabéis dónde está Mari?

—La, ah… —Grita Caos se atragantó con las palabras—. La hirieron. En Bosnia, creo. Mephi Más Veloz que la Muerte iba a llevársela a Albrecht.

Gota de Lágrima recogió un montón de ropa tirado junto a un árbol y se vistió; vaqueros desteñidos, una camiseta de los Orangemen de Siracusa y una chaqueta de lana. Sus movimientos perdieron su gracia acostumbrada, impedidos por la preocupación.

—Albrecht la habría traído aquí. O Evan habría dicho algo. Vamos a la cabaña.

Los Garou, todos en forma homínida a excepción de Ojo de Tormenta, trotaron tras el Contemplaestrellas siguiendo el curso del riachuelo. En lo alto de la elevación apareció una pequeña cabaña sita en un claro donde, si era posible, el aire olía aún más fresco. Ojo de Tormenta observó que una especie de catalejo sobresalía de una trampilla en el tejado. La misma preocupación que sin duda sentía Gota de Lágrima por esa tierra se dejó oír cuando volvió a hablar, sin mirar atrás.

—¿Qué le ha ocurrido a Mari, exactamente?

Grita Caos comenzó a responder:

—En realidad, no lo sabemos, es que… ella…

Ojo de Tormenta se atuvo a los hechos:

—Está luchando con un espíritu del Wyrm en su interior. La ha paralizado, pero volvió con un nombre del Wyrm.

—Sí, un nombre que no me suena de nada —añadió Julia Spencer—. Jo’cllath’mattric.

Cuando la última y antigua sílaba del nombre hubo escapado de los labios de la joven Theurge, Ojo de Tormenta sintió que el aire se agriaba en su garganta. Un olor acre a podredumbre y a muerte consiguió que se atragantara; un cacareo desquiciador resonó en sus oídos cuando atacaron los fomori.

Anguila fue el primero. Salió de detrás de un arce coloreado de oro y herrumbre, con una hedionda nube de olor a pescado viciando el aire que lo rodeaba. Se agazapó ante Julia, la más próxima a él, y pareció que se quedara mirándola. Salvo por el hecho de que su rostro lechoso sólo exhibía un rasgo: un enorme fruncido que, muy despacio, floreció hasta convertirse en una serie de hileras superpuestas de dientes aserrados.

El grito procedente de John Hijo del Viento del Norte hendió el aire igual que una sierra que atravesara el metal. No se trataba de un grito de guerra formal, ni del ululante himno de los Wendigo que Ojo de Tormenta recordaba de sus días en los Pinos Celestiales. No, aquel era un aullido de rabia desatada, de furia y aversión que salían a la superficie, abrumando a la mente consciente del joven Garou y sumiéndolo en un frenesí asesino. Se irguió en su colosal forma de Crinos mientras gritaba; su negra melena dio paso a un pelaje gris oscuro que cubrió el tatuaje de su pecho. Cargó de frente contra la monstruosidad, con los ojos llenos de rabia.

Naz y Chico aparecieron a continuación, cayendo de una apertura en el cielo nocturno, a unos tres metros en el aire. El perro lombriz se abalanzó sin dudarlo sobre Gota de Lágrima, que lo vio venir impertérrito. Cuando el ser hubo saltado buscando su pecho y su garganta, el Contemplaestrellas fintó, giró en redondo y asumió la corpulenta forma humana de Glabro. Apartó al perro lejos de sí sin proferir ningún sonido.

Grita Caos no tuvo tanto éxito con Naz. La mujer menuda aterrizó cerca del metis, que asumió su forma natural de Crinos sin dudarlo ni por un momento. Embistió, con la cabeza gacha para golpearla con sus enormes cuernos de carnero, por lo que no vio ni olió la sustancia que relucía sobre la ampollada piel de la mujer. Ésta se movió igual que una torera algo lenta de reflejos y le propinó un golpe de refilón, que envió un torrente de la cobertura venenosa sobre el costado del Hijo de Gaia. Grita Caos profirió un alarido cuando la sustancia corrosiva le quemó el pelaje y la carne.

Durante el combate contra la fomor con alas de avispa, a bordo de la embarcación, Julia le había propinado el golpe de gracia al herir a la Perdición de su interior desde la Penumbra. El que esos fomori hubiesen surgido del mundo de los espíritus (algo que, según los ancianos, rara vez les resultaba posible) indicaba que disfrutaban de ayuda allí. Así pues, Ojo de Tormenta miró a la Moradora del Cristal Theurge junto a ella. Sin necesidad de que se lo pidieran, Spencer sacó un espejo de mano y ambas se adentraron en la Umbra. Carlita las imitó al otro lado del claro.

El mundo espiritual suponía tal contraste que las Garou tardaron un instante en sobreponerse. Por encima de todo, el reflejo en la Penumbra del territorio de Gota de Lágrima era una gloriosa sinfonía de colores y aromas. Los árboles hacían gala del verde más brillante que Ojo de Tormenta hubiese visto jamás, o componían un salvaje ramillete de sombras flamantes que anunciaban el otoño con la fuerza de unos clarines. Allí, el riachuelo era algo más que un río veloz; aparecía prístino y disparando esquirlas de cristal cada vez que se estrellaba contra las rocas jaspeadas. Mas, en las alturas, se fraguaba una tormenta. No la furia cinética de los espíritus del trueno, sino la rabia aciaga de la tormenta espiritual que se desatara sobre la Forja del Klaive. Si bien aquella tormenta había parecido apropiada allí, ésta se veía distante y ominosa; un portento de las tinieblas que lo engullirían todo. Ojo de Tormenta tuvo la diáfana impresión de que estaban observando la misma tormenta que había azotado a la Forja del Klaive; de alguna manera, el paisaje de la Umbra cruzaba el océano.

La amenaza más inminente, no obstante, la constituía la nube negra que borboteaba en medio del calvero. Ondulaba igual que la tinta encima del agua, formando ondulaciones y remolinos de una oscuridad tan completa que parecía anular el color que la rodeaba.

—¿Qué demonios? —Carlita, al otro lado de la nube, se adelantó, daga puñal en ristre.

—¡El lobo! —Ojo de Tormenta sabía lo que iba a ocurrir a continuación y saltó a su derecha, distanciándose de Julia para proteger a la Moradora del Cristal. De repente, la nube se desplomó para dar forma al correoso y mortífero lobo del Wyrm que llevaba acosando a Ojo de Tormenta desde que diera comienzo todo aquello. Ya surcaba el aire cuando se reformó y voló en dirección a las Garras Rojas, sin vacilación. Ojo de Tormenta rodó con el impacto y vio que el Danzante de la ciudad de Nueva York había aparecido con el lobo. Ladró su aviso a Carlita y a Julia, antes de que el lobo se ensañara con ella.

Mordía y se agarraba con la furia de un frenesí asesino, pero Ojo de Tormenta consiguió zafarse de él antes de que consiguiera imprimirle más que algunos arañazos. El lobo saltó de nuevo y, de nuevo, Ojo de Tormenta lo apartó con sus poderosos brazos de Crinos. La confianza la inundó ante aquella pequeña victoria. ¡Iba a derrotar a aquel engendro, aquí y ahora! En ese momento, pisó el agua corriente. Se dio cuenta de que no había estado repeliendo al lobo, sino retrocediendo frente a sus ataques. Echó un rápido vistazo sobre su hombro para confirmar que, en efecto, la había acorralado contra el río, tal y como haría un lobo experimentado con una presa desprevenida.

En cuanto se hubo vuelto, supo que había cometido un terrible error. El lobo saltó, exhibiendo todo el control del que antes parecía que careciese, y le hundió sus largos dientes donde se juntaban el hombro y el cuello. La carne y el pelaje del Crinos la protegieron en parte, pero sintió que los puñales de oscuridad se hincaban en ella. El lobo comenzó a revolverse y Ojo de Tormenta se cayó a los rápidos. Su sangre dibujó una cinta escarlata en medio del agua cristalina.

El lobo lo había sabido. Había sabido que ella apartaría la mirada. Había sabido que se confiaría y se volvería descuidada. Había sabido cómo iba a combatir y a atacar. Era como si el ser la conociera mejor de lo que cabría esperar en ningún enemigo, como si fuese un amigo, como si se tratara de un compañero de manada. En ese momento, mientras el lobo la empujaba hacia las rocas y el frío cieno, recordó su primera cacería como loba. Y al oso que había matado su hermano. De aquella misma manera.

—¿Lucha contra el Oso? —Su voz era un gorgoteo entre dientes, pero sintió que el lobo del Wyrm se crispaba.

Había reconocido su nombre.