Capítulo ocho

Ojo de Tormenta había procurado no gritar desde el momento en que llegaron a Heathrow. Por si fuese poco que hubiera tenido que asumir su forma de Homínido, débil, sorda y con el olfato de un cachorro recién nacido, ahora se encontraba a bordo de algún tipo de ingenio de la Tejedora que iba a llevarlos al otro lado del océano.

Tragó saliva y sintió la garganta áspera como una lima. Intentó reducir el pánico al mínimo, diciéndose que hacía años que conocía aquellos aviones. Los había visto surcar el cielo subártico. Incluso había llegado a acercarse a varios de ellos con su manada. Al fin y al cabo, su especie la consideraba una erudita en cuestiones humanas.

¡Pero meterse en esa punta de flecha gigantesca era bien distinto! Hasta el último instinto de su cuerpo, lampiño y embutido en esas ajustadas ropas homínidas, se rebelaba contra aquello. ¡Era una locura!

—Esto… —comenzó, y se maldijo por enésima vez por haber empleado la lengua Garou. Una rolliza mujer humana, más gorda que cualquier vaca que Ojo de Tormenta recordara haber visto jamás, se quedó mirándola con la boca abierta, tras no haber oído más que un sonido animal brotando de sus labios. Ojo de Tormenta se calló y comenzó de nuevo en un inglés susurrado—. Esto no me parece buena idea.

—No nos queda más remedio —repuso Grita Caos, con voz queda. Se tocaba con una gorra de lana que resolvía de forma pasable el problema de sus astas. Con suerte, los mismos espíritus que había convocado Julia para conseguir que el retorcido fetiche metálico de Ojo de Tormenta pasara desapercibido para los humanos contribuirían también a camuflar su deformidad. Ambos estaban situados en una esquina de la sala de espera de British Airways reservada para los pasajeros del Concorde, mientras Julia se ocupaba de un último recado en algo que llamaban Sala de Portátiles.

—Si queremos llegar a los Estados Unidos —continuó el Hijo de Gaia—, ésta es la vía más rápida.

—Está mal. Está mal fiarse de la Tejedora.

—Julia sabe lo que se hace. Tú misma se lo dijiste a ese cretino de Geoffrey. —Dio un sorbo de la botella de agua que le había pedido a la camarera antes de que se fuese Julia.

—Ese cretino estaba retándola por la superioridad, pero no le faltaba razón. Invocar a una araña de aquel modo fue muy arriesgado. Corriendo tantos riesgos sólo se consigue invitar al desastre.

Julia ocupó el tercer asiento frente a la diminuta mesa redonda a la que estaban sentados.

—Vosotros dos, a ver si bajáis la voz un poquito, que estáis asustando a los demás pasajeros. —Asintió con la cabeza hacia su izquierda, donde un niño humano los observaba con ojos como platos. Continuó, en un susurro—: El caso es que traigo buenas noticias. He comprobado mi correo electrónico y, al parecer, una amiga que tengo en los Estados Unidos está en Nueva York en viaje de negocios. Ha accedido a echarnos una mano cuando aterricemos. Nuestros asientos están asegurados y vamos a embarcar en cuestión de minutos.

Cuando la voz del hombre de British Airways tronó por el intercomunicador para llamar a la puerta de embarque a todos los pasajeros del Concorde con destino a Nueva York, Mick echó un vistazo a su reloj. Los buenos de BA, siempre a tiempo. Tiró su ejemplar del Times, pulcramente doblado, a una papelera de diseño y se incorporó a la cola.

Una docena de pasajeros lo separaban del trío, que a sus ojos se asemejaban a un enorme pez fuera del agua. Sintió cómo su maletín se estremecía y susurró un quedo «Calma, mascota» para apaciguarlo.

Y pensar que antes se había considerado afortunado. Esto iba mucho más allá del mero intercambio de sangre y poder. Ahora tenía un propósito. Dirección. Un plan.

Para empezar, su nueva mascota y él se encargarían de los tres cachorrillos de ahí delante. Luego le llevaría sus pieles a la Señora.

La misma Señora a la que sólo había visto la noche de su Primer Cambio, pero que ahora lo llamaba a América. Y después, después sería el día de Jo’cllath’mattric.

Esbozó una franca sonrisa cuando le entregó su tarjeta de embarque a la azafata. Tenía un aspecto delicioso, pero la emoción que sentía era tal que había perdido el apetito.

Por ahora.

Ojo de Tormenta (o «Rebecca Sterling», según el pasaporte estadounidense que había conseguido Julia gracias a sus espíritus aliados) no podía soportarlo más. El frío zumbido mecánico de los motores del avión. Los incesantes comentarios de los demás acerca de viajar más rápidos que el sonido. La panoplia de absurdos entretenimientos en las pequeñas pantallas que todo el mundo había sacado de sus asientos. La enorme cantidad de alcohol que todo el pasaje parecía decidido a ingerir.

De puro milagro había conseguido dormirse en algún momento cuando el agotamiento de los últimos días se le vino encima, pero eso sólo le había proporcionado sueños en los que se veía arrastrada por un inmenso río, por encima de cataratas hacia unas rocas que poseían el aspecto y el olor de las fauces de un gran lobo negro. Se había despertado aterrorizada y Julia había tenido que convencerla para que no cambiara de forma y redujera a trizas aquel engendro de la Tejedora. Podía saborear la furia en su boca.

Por fin habían aterrizado, lo que constituía todo un alivio, y habían salido de aquella cosa olvidada de Gaia, pero todo había ido de mal en peor. El aeropuerto John F. Kennedy parecía diseñado a propósito para enfurecer a Ojo de Tormenta. Allá donde mirara veía rebaños de humanos trashumando de acá para allá, divididos a partes iguales entre los que estaban perdidos sin remedio y los que se abrían paso entre ellos igual que alces entre la maleza. Por todas partes chillaba la gente, lloraban los niños, y unas voces mecánicas, tan monótonas como incomprensibles, barruntaban algo desde algún punto sobre sus cabezas. Si alguna vez había existido un rebaño que necesitara sanear su población, era aquel. Para colmo de males, los oídos la estaban matando.

—Respira hondo, Rebecca —apostilló Julia—. Ya casi estamos fuera.

«Casi» implicaba otra media hora de apretujones en medio de las ovejas humanas, de soportar que un sabueso patético olisqueara su equipaje, y de pelearse para conseguir que un destartalado coche amarillo se los llevara. A partir de ahí, un mar de vehículos y canales de asfalto que desembocaban en cañones de cemento, antes de sumergirse en otro océano de lastimera y maloliente humanidad hasta coger un lóbrego tren que se adentró aún más entre traqueteos en aquel erial urbano, a veces sobre plataformas elevadas, a veces a través de largos túneles oscuros.

El atuendo que le habían prestado a Ojo de Tormenta estaba empapado de sudor (otro ejemplo de la debilidad humana) para cuando hubieron desembarcado y se adentraron en la estación subterránea. Aunque hedía a herrumbre y a putrefacción, y la luz sufría para llegar hasta allí, al menos no había muchos humanos. Ojo de Tormenta se quitó por fin las ridículas gafas de sol que Julia había insistido en que se pusiera para camuflar su ojo izquierdo. Por si necesitaba otra prueba que demostrara que la humanidad era básicamente una especie de ovejas parásitas, ésa era su manía de cubrir las heridas de guerra.

—Menudo ojo a la funerala, chica. —La que así hablaba era una mujer, una muchacha al menos, vestida con pantalones holgados, camiseta aún más holgada y un abrigo verde que era el colmo de la holgura. Lo que parecía ser una larga melena negra estaba encajada a medias bajo una gorra con ribete de un curioso tono anaranjado con algún tipo de caricatura impreso. Estaba sentada en el único banco que se tenía en pie en aquel andén, con un trozo de comida artificial en la mano. Se lo tendió a Ojo de Tormenta—. Tómate un Kit-Kat.

Ojo de Tormenta se sobrepuso al impulso de convertirse en Lupus en aquel preciso instante. En vez de eso, se llenó los pulmones de aire. Incluso con el atrofiado olfato de su forma homínida, pudo embeberse de la fragancia de aquella mujer: Garou.

—¿Carlita? —Julia se bajó las gafas sobre el puente de la nariz a fin de escrutar por encima de ellas.

—Hermanaguapa745 arroba planet punto net, para ti. —Se metió el resto de la barrita de chocolate en la boca, rumió con ganas y engulló de forma audible—. Ñam. Supongo que éstos son la tía mala leche y el pimpollo de los que me hablaste.

Julia estudió los alrededores del pasillo vacío de la estación vacía.

—Carlita, Roehuesos de Tampa, Florida, te presento a Grita Caos, Hijo de Gaia del clan de la Forja del Klaive, y a Ojo de Tormenta, Garras Rojas del clan de los Pinos Celestiales.

—Chica, que pareces una Colmillos o algo así. —La Roehuesos metió la mano en uno de los grandes bolsillos de su desangelado abrigo verde y sacó otra chuchería. Desenvolvió un trozo y lo lanzó al aire. Aterrizó en su boca abierta con un chasquido—. Tú llámame Hermana Guapa, ¿vale?

Julia pareció perpleja durante el minuto que tardó en responder.

—Está bien, Hermana Guapa. Mira, el caso es que te quería dar las gracias por echarnos una mano. Me alegro de que andes por Nueva York.

—Anda que si ando. Estoy de mierda hasta el cuello en Florida. Si no llega a ser porque un capullo se puso a chapotear en la orilla equivocada del río espiritual que no debía allá por Tampa y no pudo venir él, no me habría puesto las pilas en la vida. —Levantó las manos al cielo y Ojo de Tormenta reparó en un tosco puñal de buen tamaño que pendía de su pulsera—. ¿Qué pensáis hacer?

Ojo de Tormenta olfateó el aire, más por costumbre que otra cosa, y el vello de su nuca de Homínida se erizaron. Aquel hedor oscuro le resultaba familiar, y la piel de gallina le cubrió los brazos hasta los hombros. Se dejó llevar. El pelaje marrón rojizo asomó por los poros. Las piernas y los brazos se estiraron y ganó los primeros gramos de lo que serían decenas de kilos de músculo e ira. Su ropa, al no estar dedicada a su forma, se estiró hasta romperse, pasando de un planchado impecable a no ser más que una colección de harapos en el segundo que tardó en convertirse en Crinos. Recuperados por fin sus sentidos, ya que no tan aguzados como los lupinos, al menos algo más que el estúpido embotamiento propio de la humanidad. La peste era fuerte y clara.

—Wyrm.

—Mi ropa… —balbució Julia, contemplando los jirones que cubrían el deslucido suelo de la estación de metro.

—¡Wyrm! —repitió Ojo de Tormenta, entre dientes. Una orden. Los demás Garou lo entendieron por fin y asumieron sus formas guerreras, agazapados contra el techo bajo. Parecía que los lugares atestados no repelían a Carlita. Toda deslucido pelaje marrón, músculos nervudos y colmillos desnudos, se agachó y extrajo su daga colmillo. Todos intentaban determinar la fuente del hedor.

—¡Allí! —Grita Caos se propulsó hacia delante en pos de una sombra escurridiza. El metis corrió hacia el andén por el que habían venido y dobló la esquina tras la sombra. Aulló de rabia y sed de batalla.

Ojo de Tormenta supo que se trataba de una trampa incluso antes de perderlo de vista. Se volvió hacia la plataforma a tiempo de ver cómo el muchacho hundía las garras en el lobo del Wyrm que habían visto por último vez cerca de la Forja del Klaive. Su visión le produjo escalofríos, suficiente para que su ladrido de advertencia llegase demasiado tarde.

Las garras de Grita Caos se clavaron en la sombra antes de que pudiera reaccionar, sin tocar más que las baldosas y el cemento del andén.

—¿Qué? ¡Maldición! —En ese momento, con un tintineo imperceptible, un trozo de cadena emergió de otro pasillo y se enroscó alrededor del cuello del joven Hijo de Gaia. Ojo de Tormenta vio cómo los garfios y los anzuelos de la cadena se hincaban en el pálido pelaje gris de Grita Caos, pero lo único que pudo hacer fue proferir un rápido aullido, porque el enorme lobo negro se había vuelto a materializar y estaba encima de ella.

La solidez de la bestia del Wyrm quedó fuera de toda duda cuando golpeó a Ojo de Tormenta, aplastándola con el peso y la fuerza de un oso. El impacto los envió a ambos rodando por el andén hasta las vías. Aprovechó el impulso para sacudirse al ser lobo de encima e intentó evaluar cuanto antes las propiedades de aquel nuevo campo de batalla. El agua que salía de una tubería herrumbrosa le llamó la atención y vio una señal en forma de diamante con un relámpago en su interior. Ojo de Tormenta se dio cuenta de que eso significaba que uno de los raíles era peligroso, estaba electrificado. ¡Gracias a Gaia, no había caído encima de él!

El lobo del Wyrm se acercaba paso a paso y Ojo de Tormenta volcó en él toda su atención. La estaba tratando como si fuera un alce u otro animal de presa, lo sabía, acortando distancias de forma gradual, confiando en obligarla a correr y a exponer así un flanco o un anca vulnerable. La clave estribaba en no correr; el lobo se detendría antes de ponerse al alcance de las defensas de su presa. Por tanto, Ojo de Tormenta esperó, permitiendo que se acercara cada vez más, aguardando el momento adecuado.

Ahora. En el preciso instante en que el lobo del Wyrm daba otro paso, ella saltó. El techo de la bóveda era lo bastante alto para permitirle ascender lo suficiente y caer sobre el ser. ¡Los Garou no son presas!, aulló mientras se abalanzaba sobre su enemigo. Sus garras se hundieron en la fría masa negra que era el ser. Sintió, más que oyó, su grito. Mas ya volvía a flotar a su alrededor como la bruma y, antes de que pudiera moverse, se había reformado detrás de ella. Se agarró a ella y corrió sobre su espalda, como si ella hubiese huido, después de todo, y le propinó un feroz mordisco.

Ojo de Tormenta sintió el aguijón del bocado, pero sabía que sería mucho peor si le daba al ser lobo la oportunidad de zangolotearla y desgajar la carne. Intentó retroceder hacia el lateral del túnel, pero la presa era firme. Se zafaba lejos de su alcance cada vez que procuraba sacudírselo de encima, como ya hiciera durante su primera batalla. A falta de opciones, Ojo de Tormenta giró sobre una de sus poderosas piernas de Crinos y se cayó, de espaldas, contra las vías.

La corriente que fluía por el tercer raíl golpeó primero al ser lobo, que emitió un chillido horripilante, al tiempo que emanaba un olor a alquitrán líquido. Transcurridos algunos segundos, el engendro se disolvió en una masa nubosa de cenizas y peste. Ojo de Tormenta rodó para esquivar la vía, sin demasiado éxito, pero unas cuantas quemaduras y sacudidas bien merecían la pena con tal de haber herido a aquel ser abominable. Y lo había herido, sin duda. Se tensó por un momento, preparada para su regreso, mas éste no se produjo.

«Se está lamiendo las heridas», pensó. Sería demasiado pedir que hubiese muerto.

Alejar al ser le había costado tiempo, más que suficiente para que los demás hubiesen sucumbido. Saltó fuera del foso y corrió hacia el segundo pasillo. Y se detuvo.

Grita Caos colgaba de una larga cadena que oscilaba sujeta a la escalerilla al final del pasillo, con el cuello y un brazo tembloroso enredados en los negros eslabones con púas. Sostenía la cadena con la mano libre, desesperado por intentar aliviar la presión sobre su tráquea. Ojo de Tormenta corrió en su ayuda y miró hacia lo alto de la escalera para ver qué era lo que había al otro lado de la cadena. Allí, a unos dos metros y medio por encima de ella, un Garou negro en forma de Crinos estaba acuclillado sobre la barandilla, tirando de Grita Caos. El pelaje del hombre lobo exhibía un negro aceitoso, demasiado perfecto, y sus orejas eran largas y puntiagudas.

—Ah, qué maravilla —ronroneó el Danzante de la Espiral Negra, con acento inglés—. Otra compañera de juegos.