Capítulo dos

Aquella mañana de invierno, con el estómago aún lleno de carne de caribú, Ojo de Tormenta se despertó al cálido roce de Lucha contra el Oso, que acariciaba su pelaje despeinado por el gélido viento subártico. Se giró, remolona, y correspondió a su gesto. En verdad era el mejor de los lobos, más merecedor que ninguno del puesto de alfa. Todavía se acordaba del día en que se ganó su nombre, hacía ya nueve inviernos. Aquello había ocurrido antes de su cambio, cuando seguían siendo unos críos, cachorros en la manada de su madre.

Habían matado a un alce cerca de un río y los alfas estaban alimentándose cuando apareció un oso. Profirió un aullido y empujó a los lobos con la intención de robarles su pieza. Parecía que la manada iba a permitir que la gran bestia se saliera con la suya pero, antes de que nadie pudiera detenerlo, su hermano se abalanzó sobre él. Un lobezno añal solo jamás debería haber sobrevivido al enfrentamiento con un oso enfurecido, pero había elegido el momento preciso para atacar. Tras saltar sobre el lomo del coloso, había hincado los dientes en su hombro y había mantenido su presa. Las poderosas zarpas del oso no podían alcanzar al lobato y, cuanto más se debatía, más se abría la herida entre las fauces del cachorro. La bestia, enloquecida, se había caído por la orilla del río, atravesando la fina capa de hielo hasta ir a parar al agua helada. A fin de no ahogarse, el oso había emprendido la huida. El recién bautizado Lucha contra el Oso regresó a la nieve para reunirse con su familia, y recibió una buena porción de la caza. Había demostrado el mismo fuego y la misma pasión la noche anterior, con el caribú.

Ojo de Tormenta se lamió el rocío del pelaje. El invierno estaba dando paso a la primavera, su calor no tardaría en hacerse sentir, y aquel era su sitio: una loba rodeada de lobos. Había cumplido con su deber para con la Nación Garou, para con la tribu y el tótem. Había peleado contra el Wyrm y la Tejedora. Había visto a compañeros de manada reducidos a trizas por grandes Perdiciones. Había paladeado la amarga bilis de fomori moribundos entre sus fauces. Había llegado la hora de ser una loba, como lo era por nacimiento. De ser lo que era.

La manada se alejó del macizo de altas coníferas tras despuntar las primeras luces. Los añales, ladradores, jugueteaban, estableciendo rangos para después deshacerlos con una velocidad que quedaba reservada para los jóvenes. Salta la Liebre no parecía más resentido del golpe que la noche anterior, enfrascado en tumbar boca arriba a su compañero y pretender que era el alfa.

Corre sin Fatiga promulgó su autoridad a los jóvenes lobos con una serie de sonoros ladridos. Cuando Salta la Liebre hizo caso omiso, lo inmovilizó sobre el manto de hojarasca. El joven lobo gañó su sumisión, tal y como ella misma había hecho ante Ojo de Tormenta tras la última cacería. Aúlla al Alba, de dos años de edad, volvió a hacer honor a su nombre comenzando la llamada. Su aullido estentóreo barrió las laderas de las colinas estivales, propulsado enseguida por la respuesta de Ojo de Tormenta y el resto de la manada…

Éste es nuestro territorio de caza, anunciaban, la tierra y las presas son nuestras para que las recorramos y las cacemos.

Ojo de Tormenta sospechaba que, a kilómetros de distancia, otra manada estaba percibiendo el último eco de sus aullidos y decidiendo que ese día irían a cazar a otra parte. Esperaba que quizá los espíritus de sus hermanos y hermanas víctimas del Wyrm escucharan también la llamada y se alegraran al saber que su hermana estaba donde debía. Los Garras Rojas llamaban a aquellas tierras el protectorado de los Pinos Celestes; los humanos, los Territorios del Noroeste; para ella era, sencillamente, su hogar.

Con una vigorosa sacudida, se desembarazó de las últimas gotas de rocío que salpicaban su pelaje y liberó su cabeza de aquellas ideas. La teoría y el arrepentimiento eran las muletas en las que se apoyaban los humanos. Ella era una loba. Observó con orgullo a los juguetones cachorros y se percató de que, si Gaia la hubiera traído de vuelta una o dos lunas antes, sería ella la que los hubiera parido. «Propiedad —pensó—. Otra muleta humana». Los cachorros pertenecían a la manada y ella era su madre alfa. «Al diablo con el embarazo de Corre sin Fatiga».

Pronto estaban corriendo de nuevo y, para cuando el sol hubo tocado el horizonte del oeste, se habían alejado dieciocho kilómetros del lugar donde habían dormido. Lucha contra el Oso condujo a la manada por una cañada abajo para obtener algo de agua y reponerse, pero no todos los lobos lo siguieron. Salta la Liebre coronó la cresta de la colina y su postura cambió. Presa, dijo, con mayor nitidez de la que ningún humano sería capaz. Una vaca que se ha alejado del rebaño. No nos ha olido ni oído. Es débil.

Ojo de Tormenta se tensó, presa de la anticipación ante la perspectiva de disfrutar de dos comidas suculentas tan seguidas. Los demás comenzaron a ascender por la colina, preparándose para seguir a sus alfas en la cacería.

Mas uno de los alfas no aparecía. Lucha contra el Oso se encontraba junto al pequeño riachuelo, lamiendo el agua. Se diría que se encontraba ajeno a todo, tal era la satisfacción que le proporcionaban el refrigerio y el descanso. Salta la Liebre se tensó, dispuesto a correr, y dio un primer paso, tentativo, para alejarse de su padre y alfa. Lucha contra el Oso se giró y ladró, y su hijo dio un respingo, atemorizado. El anciano lobo no corrió para amonestar a su hijo y compañero de manada extraviado, sino que lo inmovilizó con la mirada. Salta la Liebre se la sostuvo durante unos instantes interminables. Su actitud de desafío comunicaba de manera infalible lo que sentía ante la huida de la presa. Por fin apartó los ojos de los de su alfa y se tumbó en el suelo, en silenciosa sumisión. Los demás se aproximaron despacio hasta el agua, tal y como les conminaba Lucha contra el Oso. La comida del día anterior los sustentaría.

Más tarde, cuando la manada se detuvo a descansar por unas horas, Lucha contra el Oso habló con Ojo de Tormenta. Con unos cuantos barridos de su cola y unos movimientos de su cuerpo envejecido, transmitió su mensaje de forma diáfana. Salta la Liebre te dará buenos cachorros cuando llegue el calor. Aquella sencilla aseveración lo decía todo. Sólo el macho alfa de la manada podía aparearse, y ahora ése era Lucha contra el Oso. Para que Salta la Liebre pudiera engendrar descendencia tendría que desbancar a su padre, y para que éste abdicara tendría que…

Silencio, ladró Ojo de Tormenta. Los cachorros serán tuyos.

Estoy viejo y cansado, hermana, dijo, sólo con tumbarse. Éste va a ser mi último deshielo. Aquella afirmación carecía de tristeza y de amargura. Sólo había resignación. A la usanza del lobo.

Al cabo, mientras el resto de la manada dormía, Ojo de Tormenta dio un paseo. «No era justo», pensó, a su pesar. Ella tenía la misma edad que Lucha contra el Oso, el último superviviente de su camada. Sólo porque Gaia hubiera decidido concederle la piel cambiante, ¿por qué tenía que ser él y no ella el que se adentrara en la primavera a la espera de la muerte? Había dedicado sus diez inviernos a velar por la manada y los cachorros, conduciéndolos a cacerías con éxito y a veranos dichosos a pesar de los humanos y sus costumbres, campo abonado para el Wyrm. Ningún Galliard le dedicaría sus cantares y, sin embargo, era él el que había obedecido los mandamientos de Gaia. ¿Era ésa la justicia que imperaba en el mundo?

En ese momento, sus orejas se irguieron al escuchar el condenado sonido de un motor eructando y captó una débil vaharada de acre humo procedente de un tubo de escape. Fue entonces cuando supo que Lucha contra el Oso no iba a morir al olvido de Gaia.