Capítulo diez
La cadena dentada se clavó en el cuello de Grita Caos y éste emitió un gorgoteo gutural. Unos espumarajos escarlatas tiñeron el pálido pelaje de su mejilla. El Danzante de la Espiral Negra, por su parte, continuaba con su diatriba.
—¿Que no te gusta estar colgado? ¿Que no se vive bien sin aire ni esperanza? —El ser esbozó una sonrisa maliciosa y le propinó otro tirón a la cadena—. Lo que me figuraba. Pues, verás, es lo mismo que le hicieron los vuestros a él. Estuvo así, gritando, durante más tiempo del que eres siquiera capaz de concebir.
Ojo de Tormenta dejó que siguiera parloteando, sin apenas prestar atención a las palabras, y se movió un metro hacia la izquierda. Tensó las patas y se dispuso a saltar hacia arriba pero, en ese momento, su enemigo se volvió, balanceando a Grita Caos enfrente de ella para bloquear su brinco.
—Ah, ah, ah, nada de saltos. —La sonrisa del Danzante se ensanchó más de lo que debería ser posible, con hilera sobre hilera de dientes como alfileres resplandeciendo a la tenue luz del neón hundido en la pared. Balanceó a su presa hacia delante y atrás, clavando a Ojo de Tormenta en una esquina del hueco de la escalera—. Me parece que te vas a quedar ahí mirando a tu amiguito, igual que llevamos nosotros viendo a los nuestros desde hace tanto tiempo.
Clavó los ojos en él para asegurarse de que concentraba toda su atención en ella, y comenzó a aullar. La llamada consistía en una serie de gritos y ladridos, acentuados por un veloz estribillo extraído del Himno de Guerra de los Garou. Rezó para que los cliath que le había concedido Gaia estuvieran prestando atención.
—Aúlla a la luna todo lo que quieras, tu especie no va a encontrar ayuda en este lugar.
Ojo de Tormenta mantuvo la mirada impertérrita y dio gracias a los Incarna porque parecía que el Danzante no comprendía los detalles de su invocación. Por eso, y por los remolinos y los destellos que aparecieron en el aire encima del traidor del Wyrm.
Carlita saltó fuera de la Umbra y se abalanzó sobre el Danzante de la Espiral Negra con un clamoroso grito de guerra de los Roehuesos. Su daga colmillo se hincó en el correoso pelaje del ser, en la carne, y éste profirió un alarido.
—¡Bien! —aulló Carlita.
El Danzante soltó la cadena y Grita Caos se desplomó al suelo de golpe. La tensión que lo constreñía cedió al fin, su forma guerrera se encogió a la de un lobo delgado y se escurrió entre sus ligaduras, dejando trozos de carne recubierta de pelo prendidos de los garfios. Patinó sobre las baldosas y hubo recuperado la forma de Crinos para cuando hubo emprendido el ascenso de las escaleras en dirección a su torturador. Ojo de Tormenta eligió una ruta más directa; sus poderosas piernas la transportaron tres metros y medio hacia arriba de un enérgico salto. Aterrizó sobre la misma barandilla en la que había estado apoyado el Danzante hacía apenas unos segundos.
La primera estocada de Carlita había encajado su puñal en el bajo vientre del Danzante, e intentaba encontrar la oportunidad de asestarle una segunda y definitiva, pero no iba a resultarle tan sencillo. La bestia se sujetaba las entrañas con el brazo izquierdo mientras retrocedía por el pasillo que coronaba la escalera, sin ofrecerle un blanco fácil a la muchacha. Se movía hacia delante y atrás, esquivando sus envites y atacando con las largas garras bruñidas de su mano derecha que, al igual que sus dientes, eran tan afiladas como estiletes y parecían hechas de acero. Carlita presentaba ya varios cortes en el brazo izquierdo, pero se negaba a desistir.
Ojo de Tormenta miró hacia las escaleras, donde Grita Caos acababa de aparecer, y ladró una orden. Ambos adoptaron sus esbeltas formas de Lupus y se adentraron en el pasillo a la carrera. Aunque cualquier pasajero lo bastante desafortunado como para haberse topado de bruces con ellos habría pensado lo contrario, los dos lobos eran pequeños en comparación con los colosales Crinos que batallaban en el interior del pasillo. Ojo de Tormenta profirió un gañido, aceleró el paso y se colocó a la izquierda de Carlita, mientras Grita Caos se apostaba a la derecha. Otro segundo y habrían dejado atrás a los combatientes, alcanzando así la vulnerable retaguardia del Danzante.
Mas Carlita, ansiosa por esquivar las garras del Danzante, dio un inopinado paso a su diestra. Su musculosa pierna de Crinos golpeó de pleno a Grita Caos y el metis, herido con anterioridad, profirió un quejido lastimero. La combinación del tropezón con el Hijo de Gaia y su grito distrajo a Carlita, que se miró la pierna en vez de mantener los ojos clavados en su oponente.
El Danzante de la Espiral Negra abrió las fauces y vomitó un ensordecedor enjambre de agresivos insectos verduscos. La nube se apresuró a envolver a Carlita, pese a los denodados aunque fútiles intentos de Grita Caos por ahuyentar a los bichos. La oportunidad de Ojo de Tormenta de atacar al Danzante por la espalda se había evaporado, a menos que estuviera dispuesta a dejar a su merced a la joven Garou que acababa de cegar. Acumuló la masa extra que le confería la forma de Hispo y se abalanzó sobre él.
La vio venir. Alzó el brazo derecho para detenerla. El espacio estaba demasiado atestado como para que las garras resultaran efectivas pero, aún así, consiguió conectar con el abultado pecho de la loba. Por un segundo, la inercia la mantuvo allí colgada, inmóvil contra el brazo de la presa a la que no podía llegar. Se enseñaron las fauces abiertas, impotentes, antes de que él la empujara lejos de sí, contra la pared. Carlita y Grita Caos ya habían conseguido desembarazarse de los insectos, así que optó por emprender la huida por el pasillo y dobló la primera esquina con la que se topó.
Los tres Garou partieron en su persecución, pero el lóbrego pasillo estaba vacío cuando se asomaron a él. Les bloqueaba el paso una reja herrumbrosa que no debía de haberse abierto desde antes del Impergium. Ojo de Tormenta se apresuró a escrutar los alrededores. Su propio reflejo le devolvió la mirada desde el resquebrajado panel de Plexiglás que cubría un ajado mapa del metro.
La Umbra, ladró, antes de caminar de lado.
El doble en la Penumbra de la abandonada estación subterránea era tan gris y deslucida que a Ojo de Tormenta le recordó a la descripción que le había ofrecido Mephi Más Veloz que la Muerte de la tierra sombría de los fantasmas. Las paredes, ya mugrientas en el mundo físico, aquí aparecían cubiertas por una gruesa capa de moho y ceniza. Enormes cucarachas espíritu albinas se paseaban por la inmundicia que alfombraba el suelo y goteaba de las corroídas Urdimbres que adornaban el techo. La reja de hierro aquí no era más que una delgada cortina de eslabones roñosos, una barrera anecdótica. Ojo de Tormenta vio destellos de colores procedentes del pasillo, al otro lado de la puerta, y en medio de aquellos haces de luz, la silueta del Danzante. Se lanzó en pos de él.
Llegó a la siguiente cámara justo detrás del Danzante, al tiempo que escuchaba cómo Carlita entraba caminando de lado en algún punto a su espalda. La Moradora del Cristal Julia Spencer, en su cimbreña forma de Crinos negra y marrón, flotaba con las piernas cruzadas en el suelo de la Umbra, sumida en una especie de trance. También el lobo del Wyrm estaba allí, aunque atrapado en una sólida masa de refulgentes Urdimbres. Cerca de Julia aparecían cantidades ingentes de Arañas Tejedoras, tan grandes como conejos, emitiendo todas ellas un brillante haz de color al materializarse. Comenzaron a hilvanar otra hebra de Urdimbre, envolviendo aún más al lobo del Wyrm. El Danzante no aminoró la marcha. Se agazapó, manteniendo las mortíferas garras a ras de suelo, y corrió directo a por Julia.
Ojo de Tormenta profirió un sonoro ladrido de advertencia, rompiendo la concentración de Julia a tiempo de salvarle la vida. La Moradora del Cristal se cayó al suelo y se giró hacia el Danzante que se le echaba encima. Su instinto de supervivencia era muy agudo, por suerte, y se apresuró a agacharse y a protegerse el torso y el rostro con el brazo izquierdo.
El Danzante cambió de objetivo de inmediato… o puede que hubiese pretendido amagar el ataque a Julia desde el principio, después de todo. En cualquier caso, saltó por encima de la joven Theurge y, de un tajo formidable, deshizo gran parte de los finos hilos de Urdimbre que aprisionaban al lobo del Wyrm. Sin el hálito de Julia para impulsarlas, las pequeñas Arañas Tejedoras carecían de motivación para seguir hilando y, de una sacudida, el ser lobo se liberó.
Los dos engendros del Wyrm se volvieron hacia los Garou. Ojo de Tormenta, Julia y Carlita se erguían en forma de Crinos, con los colmillos desnudos y las garras extendidas. Carlita esgrimía su daga colmillo, en guardia. El Danzante retrocedió un paso hacia la lóbrega pared, con el lobo pegado a sus piernas. Ojo de Tormenta se dispuso a saltar, pero se vio privada de oportunidades. Con el húmedo sonido de la carne al desgarrarse, una gigantesca boca cuajada de dientes se abrió en la pared, detrás del Danzante. Permaneció así por un segundo, goteando baba verde de sus colmillos, antes de extenderse para engullir a los engendros del Wyrm. Aquel mordisco, profundo y ensordecedor, hablaba de bestias hambrientas tan grandes como ciudades. Cuando la boca se hubo cerrado, se formó una herida fresca en la pared de la que había surgido, supurando pus amarillo.
—Un agujero del Wyrm. —Julia observaba aquella enorme ampolla en la Umbra, con los ojos cerrados, concentrada. En un segundo, las numerosas Arañas Tejedoras se afanaban en tejer una tensa telaraña sobre el agujero. Abrió los ojos sin que las arañas aminoraran el ritmo. Al parecer, no hacía falta que nadie les ordenara sellar tan flagrante irrupción del Wyrm en su dominio, sólo que las apercibieran de su existencia—. Vale. Por ahí no van a volver. —Se volvió hacia sus compañeros—. El Danzante ya debe de estar muy lejos.
Momentos más tarde, los tres Garou había desandado sus pasos por el pasillo y habían caminado de lado para reunirse con Grita Caos en el mundo espiritual. El metis las recibió en su forma natural de Crinos, sentado con la espalda apoyada en la pared, cerca de la escalera. Tenía el pelaje y la carne lacerados por magulladuras, cortes y heridas profundas, fruto de la cadena fetiche. Tenía el cuello en carne viva, sangrando. Carlita se arrodilló junto al Hijo de Gaia; su talante bravucón había cedido el paso a la preocupación, el dolor y la fatiga. También su brazo izquierdo presentaba largos tajos provocados por las garras del Danzante. Julia, por su parte, parecía ilesa pero, cuando hubo recuperado su forma de Homínida, Ojo de Tormenta pudo ver que estaba tan pálida como la cera. Hasta su olfato llegó el olor de la pátina de sudor frío que le cubría la piel. Invocar y dirigir a tantos espíritus le estaba pasando factura. También ella se dejó caer al suelo. La propia Ojo de Tormenta seguía resintiéndose de las heridas de su espalda y su costado, resultantes de su primer enfrentamiento con el ser lobo. Se le ocurrió que era extraordinario que ninguno de ellos hubiese muerto todavía.
—¿Qué queréis que os diga? —dijo Grita Caos, entre flemosas expectoraciones—. ¡Le hemos dado una buena paliza! —Exhibía una amplia sonrisa, sus oscuros ojos castaños resplandecían con una llama ante la que empalidecía el dolor y toda la sangre derramada.
La estación de metro abandonada no tardó en resonar con las cuatro voces que, en armonía, entonaban el gran aullido de victoria de los Garou.
Mick atravesó el callejón, con una cojera tan visible como torva era la sonrisa que adornaba su rostro. Al parecer, aquellas rarezas de la naturaleza sí que sabían plantar cara. Supuso que no se daban cuenta de la futilidad de su causa. La venida de Jo’cllath’mattric estaba próxima, y ningún piojo iba a poder evitarlo.
Empero, podrían complicar las cosas. Empañar la perfección. La Señora exigía perfección.
Bajó la mano hasta el cinturón de sus pantalones de Gucci y se percató de que estaba empapando de sangre su camisa borgoña. Qué pena, estropear así una seda de Yves Saint-Laurent. Esa canija Roehuesos iba a tener que pagar por ello, un día u otro. A lo mejor le metía esa repugnante daga colmillo por el…
«Ea, ea, no nos pongamos groseros —se recriminó—. Concentrémonos en lo que tenemos entre manos».
Sacó su minúsculo teléfono Nokia y marcó una larga serie de números. En el preciso instante en que comenzó a sonar, apretó con toda la fuerza que le había concedido la Señora. El teléfono se agrietó, chispeó y se redujo a añicos cuando el pequeño espíritu atrapado en su interior sufrió una muerte tan lamentable como útil, por lo estridente. Llegarían enseguida.
Se adentró aún más en el callejón, observando los montones de periódicos y de harapos que podrían ser humanos, basura, o ambas cosas. La escalera del final de la salida de incendios ya estaba bajada cuando él se asió a ella y comenzó a trepar. Se detuvo en el tercer rellano, para inhalar el aire viciado que flotaba entre las viviendas y la antigua fábrica que se erguía tras ellas. Qué delicia, casi como en Londres. En el último rellano antes de llegar a la estancia, lanzó a un gato por el borde de una patada y oyó cómo se estrellaba contra el asfalto con un golpe sordo y satisfactorio. Seguía sonriendo cuando hubo sorteado los últimos peldaños y emergió al tejado alquitranado.
—Salid, todos.
Lo hicieron, cuatro. Mick, como tenía por costumbre, se fijó primero en las mujeres. Una era alta, con talle de avispa y cabello de ala de cuervo. Iba embutida en cuero y constreñida por un corsé con broches de hierro. Olía a sexo y a tierra podrida, y se hacía llamar la Dama del Tajo. La odió de inmediato, por culpa de sus patéticos intentos por imitar a la Señora.
La otra mujer prometía mucho más, sin lugar a dudas. Menuda, ataviada con vaqueros raídos, botas militares con puntera metálica y una camiseta gris impresa con las palabras Property of SUNY Athletics. Tenía el rostro salpicado de marcas blancas de quemaduras que contrastaban con su piel caoba y le conferían una elegante textura cerosa. Se llamaba Naz. Mick la nombró su segunda.
El hombre exhibía más a las claras que alojaba a una Perdición en su interior. Era alto, delgado y enjuto. Crestas óseas se apretaban contra su carne, formando un diseño sin duda reminiscencia de la gran espiral que la Señora le había mostrado a Mick con tanto mimo hacía años. Su cabello, de un blanco estridente, se erizaba formando ángulos extraños y servía de halo para su rostro, que sólo ofrecía un rasgo: una gran boca redonda, semejante a la de una lamprea. Una lengua roja coleaba dentro de aquellas fauces, lamiendo todos los olores que impregnaban el aire. Se llamaba Anguila.
Luego estaba el perro. Producto de generaciones de endogamia entre mastines, al parecer, pesaba más de cien kilos y su cara era enorme y achatada. Sus impresionantes mandíbulas resultaban visibles a través de la piel traslúcida. El resto de su cuerpo estaba cubierto, no de pelo, sino de una masa rizada de lombrices blancas. Se caían a puñados sobre el negro tejado al compás de su trote, pero se diría que crecían del interior del cuerpo del perro, porque en ningún momento quedaba expuesta su piel. Ése sería Chico.
Sí, éstos servirían, sin duda.
—Gracias, mi Señora —le susurró Mick al aire viciado—. Os servimos y, por medio de vos, a Jo’cllath’mattric y, por medio de él, al Padre Wyrm.
Estaba a punto de partir a la cabeza de su nueva manada, cuando Anguila percibió un rastro. Su lengua restalló hacia delante y atrás y emitió una hermosa cacofonía de chillidos. No estaban solos.
—¿Qué demonios? —El viejo holgazán surgió de detrás de los postes de la torre de agua que descansaba sobre el tejado. Las drogas, el alcohol, la inhalación de gases químicos, o una combinación de las tres cosas, hacía mucho que le habían freído la mayor parte de la sesera, pero conservaba el suficiente juicio como para dar media vuelta y empezar a correr. Todos los fomori miraron a Mick, que esbozó una tenue sonrisa.
—Chico, tráelo.