Capítulo cinco
Mick hizo un cuenco con las manos bajo el agua caliente que brotaba del grifo de cromo. La violenta iluminación de su cuarto de baño ponía de manifiesto hasta la última mota de mugre y porquería, y se había propuesto frotar hasta que no quedara nada. Tenía que frotar hasta que no quedara nada. El agua pasó de estar caliente a escaldar, levantando volutas de vapor del pulido lavabo de porcelana. Perfecto. Alcanzó la pequeña balda de cromo donde guardaba una añeja navaja de barbero y otros preciados útiles de aseo y presionó el difusor de Neutrógena una vez, dos.
El gel naranja se disolvió en una jabonadura blanca cuando lo frotó entre sus manos, hasta convertirse en espuma. Cerró los ojos y se llevó las manos a la cara, rellenando con espuma hasta el último resquicio y recoveco de su rostro perfecto. Empleó los anulares para frotarse alrededor de las aletas de la nariz, y sus anchas palmas para esparcir el jabón, primero por las mejillas y luego por la garganta. Volvió a ascender, empleando todos los dedos para acariciarse la frente. Cuando le pareció que había frotado hasta el último poro, sumergió las manos en el agua para enjuagarlas. La espuma había adquirido un satisfactorio tono rosado. No había otro jabón como Neutrógena para que saliera la sangre.
Después de aclararse el rostro con agua y palparse (frotarse jamás, sólo palparse) con una toalla limpia de algodón blanco para secarse, pasó la mano por el enorme espejo para limpiarlo de vaho. Su piel presentaba un leve rubor por culpa del tratamiento, pero desaparecería. Miró la toalla y vio que no la manchaba ni una sola mota de sangre. Como decía siempre, no había nada comparable a empezar el día con una buena limpieza.
El vapor había vuelto a empañar el espejo, sumergiendo su reflejo en una neblina gris. En esa niebla, veía cosas. En el agua corriente, oía cosas. Noticias, buenas noticias. Había gente que iba a acudir a él, gente con la que podría jugar de verdad. Mick sonrió al pensar en ello. Reparó en una mota de carne sanguinolenta atrapada entre el canino superior izquierdo y el incisivo. Cogió la seda dental.
La bestia hedía a Wyrm como nada que Ojo de Tormenta se hubiera encontrado antes, y se había enfrentado a más de un engendro a lo largo de sus diez inviernos. Cuando el ser dio un paso hacia delante, el olor a sangre y dolor emanó de él igual que enjambres de moscas de un cadáver al que se le hubiera dado una patada. Otros seres, bien fueran Perdiciones u otro tipo de espíritus de la putrefacción, reptaban y coleaban inmersos en las tinieblas de su pelaje y su cuerpo.
Grita Caos se irguió en Crinos y se aprestó para la batalla, pero el ser mantenía la mirada clavada en Ojo de Tormenta. Avanzó un paso más y, si es que su cuerpo era capaz de transmitir algún mensaje, su postura parecía decir: «Eres mía, cachorra. Ríndete».
Ojo de Tormenta sintió cómo arreciaba su rabia. En esta ocasión, no ofreció resistencia. Las heridas de su costado izquierdo, aún en carne viva, ardían y azuzaban su cólera. El trago amargo que le había hecho pasar Karin Jarlsdottir al obligarla a hacer de señorita de compañía para aquel cachorro incestuoso de Gaia contribuía a enfurecerla, y se dejó llevar. El fuego de Luna prendió en sus venas cuando su esbelta forma lupina se agigantó en una fracción de segundo. Las zarpas delanteras se estiraron y agrandaron hasta convertirse en poderosos brazos recubiertos de pelo, y no tardó en erguirse cuan alta era su imponente forma de Crinos. Con todos sus sentidos enfocados tan sólo en el lobo del Wyrm, se propulsó y surcó sin dificultad los veinte metros que la separaban del ser. Con sus temibles garras extendidas y las fauces abiertas, profirió un grito de guerra cargado de rabia y cayó sobre el engendro.
Pareció que apenas se moviera, que se limitara a seguirla con la mirada. Cuando atacó, sus garras se hundieron en humo. Sus zarpas, brazos, y luego todo su cuerpo traspasaron al lobo hasta golpear el suelo. El ente del Wyrm se disolvió en una bruma salobre, en cuyo interior se arremolinaban los espíritus igual que un enjambre de langostas.
—¡Es una ilusión! —gritó el metis, que había avanzado para sumarse a la refriega.
Ojo de Tormenta no tardó en comprobar que el joven se equivocaba, no obstante, cuando sintió un dolor lacerante en el hombro. El lobo volvió a materializarse con las fauces cerradas en torno a ese punto, intentando derribarla. Ojo de Tormenta lanzó el brazo izquierdo hacia atrás y asió al ser por la espalda. Su pelaje era resbaladizo, como si estuviese cubierto de aceite, o de los jugos de la carroña en descomposición. En cualquier caso, hizo presa, y sus garras se hundieron. Sintió que el mordisco se aflojaba una miera y tiró, arrancando al lobo del Wyrm de su espalda y arrojándolo contra un árbol cercano.
El ser planeó por el gélido aire, casi sin inmutarse. Se limitó a flotar, sin intentar en ningún momento contonearse para recuperar el equilibrio o encontrar asidero. Cuando se estrelló contra el árbol, pareció que se desintegrara igual que un puñado de arena apelmazada al golpear el suelo. De repente, fue una nube de humo negro y seres reptantes y, al instante, desapareció, igual que una pesadilla o un amargo recuerdo. Grita Caos proclamó vítores de victoria, pero Ojo de Tormenta no sentía ninguna satisfacción.
Su respiración se ralentizó cuando el torrente de frenesí remitió y las preguntas inundaron su cabeza. ¿Habría muerto? Seguro que no era tan fácil. Entonces, ¿dónde estaba? ¿Iba a regresar? Al librarse del acaloramiento de la batalla, fue plenamente consciente de que portaba su forma guerrera, algo que no ocurría desde hacía muchos ciclos lunares. Erguirse sobre dos piernas le resultaba extraño, así como ver el mundo desde aquella altura. Se acuclilló para captar los olores del suelo y sintió que el fetiche de su brazo derecho se tensaba alrededor del bíceps. Estaba formado por el cañón retorcido del arma de un cazador, y alojaba a un alce espíritu que odiaba a los asesinos humanos casi con el mismo fervor que ella. En su forma de loba permanecía oculto por el mismo espíritu, pero ahora volvía a resultar visible. Lo miró de soslayo con su ojo bueno y le recordó al humano al que había arrebatado el cañón. Aquella sí que había sido una cacería gloriosa.
Revirtió a Lupus y se desprendió de los recuerdos del pasado. No era ése momento para reminiscencias. Tenía que poner a salvo a Grita Caos; ése era su deber para con Karin Jarlsdottir y los demás. Miró de soslayo al metis de Gaia y éste reasumió su forma de lobo.
Cubrieron el último medio kilómetro a toda velocidad, conscientes de que el túmulo se estaba enfrentando a un asalto despiadado. Los gritos de guerra de los Fenrir y los Danzantes de la Espiral Negra rivalizaban en intensidad, y los olores del miedo, la ira, la sangre y el fuego se entremezclaban en el viento. Ojo de Tormenta se alegró de volver a escuchar el estrepitoso tronar del martillo de Jarlsdottir, y Grita Caos contribuyó con una serie de rápidos gañidos a los aullidos de beneplácito que levantaban ecos por todo el territorio de los Fenrir. Fue un grito bien distinto el que les dio la bienvenida cuando hubieron llegado a la Colina de las Lamentaciones.
—¡Santo Cristo en la cruz! —Julia Spencer, la Moradora del Cristal que estuviera antes en el Vuelo de Lanza, apelmazaba el escarchado suelo otoñal con sus botas—. Genial.
Vamos, dijo Ojo de Tormenta con un brusco ladrido lobuno. Se dispuso a invocar a las Lúnulas que le garantizarían el acceso al puente lunar que cruzaría el Ártico y la llevaría de regreso a su hogar. Desde allí, emprenderían un arduo viaje hasta llegar a Albrecht, en Nueva York, pero era factible. Acababa de levantar apenas la voz en un aullido de súplica a los espíritus cuando la Moradora del Cristal habló de nuevo.
—No malgastes saliva, los puñeteros puentes ya no están. —El rostro enjuto de Spencer adoptó un aire que a Ojo de Tormenta le costó esfuerzo reconocer; parte abatimiento y parte desafío, con una pizca de sarcasmo. La opacidad de los humanos podía llegar a resultar frustrante en ocasiones, y en esta ocasión lo empeoraba el hecho de que las gafas tintadas de la mujer le ocultaran los ojos con la misma eficacia que su abultada chaqueta enmascaraba su lenguaje corporal. De hecho, se cubría con un despliegue de telas típicamente incomprensible. ¿Para qué necesitarían los humanos capa sobre capa de ropa? ¿Cómo ibas a correr o a pelear con los pies envueltos en caucho y cuero?
—¿Qué ha ocurrido? —Grita Caos fluyó a su forma de Homínido para hablar con la Moradora del Cristal.
—¿Le has echado un vistazo a la Penumbra en esta última hora? No es un espectáculo agradable.
—Se ha desencadenado algún tipo de tormenta.
—Enfatiza ese «algún tipo», cuernos de azúcar. Es la primera vez que veo algo así, y las Lúnulas se han vuelto locas. Los puentes desaparecieron antes de que pudiera llegar a ellos. Así que me he quedado bastante pillada, como vosotros. —Una vez más, las palabras de Spencer eran derrotistas, en contraste con la altanería de su lenguaje corporal.
—¿Qué pasa con Mephi Más Veloz que la Muerte? —Ojo de Tormenta empleó la lengua Garou, más adecuada para las preguntas de ese tipo. Quién sabía hasta qué punto era capaz de entender a los lobos aquella niña Moradora.
—¿Alto, oscuro y chacal? ¿Con una mujer en brazos, igual que en un cuento de hadas? Consiguió meterse en el último puente antes de que se desatara la tormenta. Si está bien o no, no tengo ni idea. —Miró a lo lejos y pisoteó el suelo—. Espero que sí. A todos se nos ha acabado la suerte.
—No. —Ojo de Tormenta miró a Grita Caos—. Iremos a campo traviesa. Por el hielo.
—Por el hielo. —Grita Caos tragó saliva—. Hasta Canadá.
—¿Sabíais que ahí fuera acechan Danzantes con cara de rata? —Intervino Spencer—. Además, por aquí no hay hielo apelmazado, así que tendríais que meteros en Finlandia, a lo mejor hasta en Rusia. Eso es una locura. Tendríais más posibilidades si os quedarais y combatierais junto a la Camada, o incluso si os enfrentarais a la tormenta y al… —Miró alrededor, sopesando la idea—. Vosotros dos no le haríais ascos a una pelea, ¿no? Es decir, sabréis pelear.
Ojo de Tormenta se limitó a mirarla, rígida y con los pelos de punta. Ignoraba el dolor de sus heridas, que no parecían tener ninguna prisa por cicatrizar.
—Bueno, me tomaré eso como un sí. —Sacó un pequeño disco negro de uno de los múltiples bolsillos de su abultado abrigo. Lo abrió para revelar un pequeño espejo—. Entonces, vámonos. —Caminaron de lado para entrar en el infierno.
La tormenta que habían visto antes cerniéndose sobre el túmulo estaba barriendo ahora el suelo con furia desatada. En la Penumbra, las tierras santificadas como los túmulos podían exhibir un inmenso esplendor, y la Forja del Klaive no era ninguna excepción. La Colina de las Lamentaciones, sobre la que se encontraban, era ahora un vasto montículo cuajado de regias lápidas de piedra que señalaban las tumbas de los héroes Fenrir. Las fosas estaban vacías, puesto que sus habitantes aguardaban la llegada del Apocalipsis en la otra vida.
Ojo de Tormenta sabía que también debería ver las altas murallas de runas de la fortaleza de Guardián de la Tejedora, así como el flamante fulgor del deshecho Yunque de Tor del que el túmulo tomaba su nombre. Mas la tempestad era lo único que alcanzaba a ver. Las lápidas desaparecieron en la arrolladora masa de nubes y Lúnulas enloquecidas antes de que hubiesen coronado la cima. Todo lo que quedaba a los pies de la colina había sido absorbido por la tormenta.
—¡Sujétame! —exclamó Spencer, cuyas ropas restallaban al viento de la Umbra—. ¡Deprisa!
Grita Caos cambió a Crinos y cogió a la mujer homínida con su brazo izquierdo, mientras hundía las garras del derecho y de los pies en el suelo para afianzarse. Ojo de Tormenta sabía que no iba a ser suficiente; el viento parecía decidido a arrojar a aquellos intrusos a su dominio. Fluyó a su vez a la forma guerrera y asió del brazo a Grita Caos. Con el otro brazo, se ancló a la lápida más próxima y se mantuvo firme gracias a su considerable poder. Empero, el viento era muy fuerte y continuaba arreciando.
—¡Gracias! —La Moradora del Cristal, ya algo más segura, metió la mano en otro de sus muchos bolsillos y extrajo una especie de tablilla de plástico gris. Ojo de Tormenta no podía ver con claridad qué estaba haciendo, pero sintió cómo se tensaba Grita Caos. Un haz, una luz, una chispa o tal vez un ascua salió despedida de la tablilla.
Ojo de Tormenta, con las garras aplicadas a la tarea de no soltar la piedra, se arriesgó a alzar la vista. La tormenta lo eclipsaba todo aunque, cada cierto tiempo, las nubes se arrebujaban como si quisieran permitir un atisbo de la Umbra que rodeaba al túmulo y a la tempestad. En cierta ocasión, Ojo de Tormenta vio la estrella roja que, para algunos, vaticinaba la venida del Fénix y la batalla final. En otras, vio la tenue regularidad reluciente de Urdimbre, la desquiciada trampa de realidad de la Tejedora. Aquel brillo, o al menos una hebra del mismo, se estaba aproximando.
—¡Preparaos! —chilló Spencer, por encima del aullido incesante, y asumió su forma de Crinos. Era delgada y cimbreña para los estándares Garou, con el pelaje marrón y gris oculto bajo atavíos dedicados, pero el cambio de tamaño bastó para que Grita Caos estuviese a punto de perder su presa—. Perdona —se disculpó, no sin cierta timidez, cuando hubo recuperado la verticalidad.
Fue en ese momento cuando Ojo de Tormenta se percató de los chasquidos y levantó la cabeza para ver un horror distinto a cualquier Danzante de la Espiral Negra o lobo del Wyrm. El ser era tan grande como un perro de buen tamaño, dotado de un cuerpo bulboso y plateado. Sus patas larguiruchas eran engranajes de cromo articulados. Sus múltiples ojos eran lentes negras y su pequeña mandíbula, un taladro. De su abdomen hinchado salía un trémulo hilo por el que descendía del firmamento, atusándolo con sus patas traseras. Una Araña Tejedora. Una Araña Tejedora en un túmulo. Aterrizó delante de ellos y se posó en el suelo igual que un cuerpo saciado encima de un cadáver.
Antes de que su cólera pudiera impulsarla a actuar, Ojo de Tormenta oyó cómo la Moradora del Cristal chillaba:
—¡Arriba! ¡Rápido! —Dicho lo cual, se dispuso a trepar por la Urdimbre y Grita Caos, pobre infeliz, también. A Ojo de Tormenta no le quedó más remedio que imitarlos.
La escalada resultó sorprendentemente sencilla al principio. Aunque la tela restallaba a uno y otro lado a merced del viento de la Umbra, las rachas más violentas y los espíritus que transportaban nunca conseguían alcanzarlos. Ojo de Tormenta no era ninguna experta en cuestiones espirituales, pero supuso que los engendros del Wyrm procuraban evitar la Urdimbre. Aquello aumentó sus preocupaciones.
El tiempo, al igual que las distancias, es bastante flexible en la Umbra, por lo que Ojo de Tormenta no pudo decir que había transcurrido mucho tiempo hasta que hubieron capeado el temporal. No fue una transición gradual a través de cirros nubosos cada vez menos densos, sino una emergencia súbita, semejante a romper la superficie del agua salobre para llenarse los pulmones de aire fresco. Al mirar abajo, Ojo de Tormenta vio que la arrolladora masa de la tormenta seguía rugiendo, aunque ahora parecía que se encontrase a kilómetros de distancia. Al mirar arriba, vio el cielo de la Umbra, cuajado su firmamento por los blancos cuerpos celestes y por la profética estrella escarlata. La Urdimbre, ahora mucho más límpida pero, de algún modo, alejada hasta el infinito, a pesar del hecho de que resultaba obvio que el hilo por el que ascendían estaba unido a ella.
Fue en ese momento cuando comenzaron los problemas. Al principio, unos bichos diminutos salieron de la tela entre sus dedos, tejiendo finísimos hilos que los adherían a ella. Ojo de Tormenta apartó la mano en un acto reflejo y rompió las hebras de un tirón.
—Seguid —dijo la Moradora del Cristal, Spencer—. No permitáis que os aprisionen. —Continuaron ascendiendo, arrancando hilos palmo a palmo—. Vaya, aquí vienen. —Señaló hacia delante en el hilo, donde unas fornidas siluetas negras bajaban en dirección a los Garou—. Parece que hay un montón.
—¿Qué son? —La voz de Grita Caos acusaba una nota de pánico.
—Arañas Cazadoras. Protegen a la Urdimbre de todo lo que amenace su integridad. —Miró hacia abajo para dedicarles lo que parecía una sonrisa—. Como nosotros.
—Tenemos que salir de la tela. —La solución estaba clara para Ojo de Tormenta, si bien no tenía ni idea de cuáles podían ser las consecuencias que tendría un salto al vacío en la Umbra. No creía que pudiera acarrear nada bueno, pero parecía mejor idea que enfrentarse a un sin fin de Arañas Tejedoras—. Ahora.
—Todavía no. Si…
—¡Mirad! —Grita Caos señaló hacia abajo, más allá de Ojo de Tormenta, o puede que fuese detrás de ella, puesto que la gravedad no parecía tener demasiado sentido en el mundo de los espíritus. Se volvió, medio esperando encontrarse con más Arañas Cazadoras, o quizá con los enfurecidos espíritus del Wyrm de la tormenta, subiendo para envolverlos de nuevo… cualquier cosa menos lo que sabía que iba a ser: el lobo del Wyrm, que salía de la tormenta siguiendo el hilo como si éste fuese una senda mil veces hollada. Ojo de Tormenta hizo cuanto pudo por aprestarse para la batalla, adoptando una postura semierguida sobre el hilo, sin dejar de flexionar y estirar las piernas para evitar que la inmovilizaran los infatigables espíritus de la Tejedora.
—Vaya, por fin un poco de suerte. —Spencer hizo caso omiso de las miradas de perplejidad de sus compañeros y volvió a sacar su tablilla. Ojo de Tormenta pudo ver que se trataba de una especie de objeto de la Tejedora, con una pantalla brillante que exhibía imágenes. Utilizaba un palito o un lápiz para activarlo mientras lo sostenía en la palma de la otra mano—. A ver si así… A la de tres… dos… uno… Voilá.
De repente, el hilo de la Urdimbre al que estaban agarrados se distendió por completo. Cuando Ojo de Tormenta vio el motivo, no pudo reprimir una sonrisa. Detrás del lobo del Wyrm, ascendiendo por la hebra que había hilvanado antes y que ahora volvía a devorar, se encontraba la Araña Tejedora que convocara Julia. Si el lobo del Wyrm corría igual que la brisa sobre tierra firme, la Araña deshacía su obra igual que un viento huracanado. Cubrió la distancia que la separaba del lobo en cuestión de segundos y se produjo una inusitada batalla. Hilachos de humo negro del Wyrm y enloquecidas fibras de hilo de la Urdimbre se mezclaron en un nudo que nublaba el pensamiento.
—Eso mantendrá ocupada a la tela de la Forja del Klaive, pero todavía tenemos que ocuparnos de las Cazadoras. —La Moradora del Cristal quebró los hilos que le rodeaban los tobillos, señaló con gesto ausente hacia arriba y volvió a concentrarse en su tablilla—. Yo os sacaré de aquí, pero tendréis que ganar algo de tiempo.
La Araña Cazadora que iba en cabeza se encontraba muy cerca. Seis de sus ocho patas con garfios, negras como el carbón, se movían por el hilo sin dificultad, mientras el par delantero se extendía hacia delante. Éstas últimas estaban rematadas en garras y cuchillas, y se abrían y cerraban sin cesar. Ojo de Tormenta pasó por encima de sus compañeros y se dispuso a enfrentarse al ser de la Tejedora.
«Hermano Alce —llamó en silencio—, concédeme tu fuerza».
Sintió cómo se tensaba el cañón alrededor de su bíceps, cómo se aflojaba y cambiaba cuando el espíritu de su interior despertó por primera vez desde hacía un año. El fetiche reptó brazo abajo y sus músculos se abultaron, imbuidos del poder del espíritu. Durante un segundo, la consciencia del lobo y la manada se diluyó y dio paso al bóvido y al rebaño. Rodeada de cientos de los suyos, esgrimió toda su fuerza y poder.
Su consciencia volvió a aplicarse a la empresa que tenía entre manos en el preciso instante en que una de las garras aserradas de la Araña se lanzaba hacia ella. Se zafó lo mejor que pudo sin soltar el hilo y esquivó la primera acometida. En ese momento actuó el segundo apéndice delantero, trazando una trayectoria recta hacia su pecho. En vez de volver a esquivar, no obstante, asió la pata por encima de la cuchilla, evitando que se incrustara en su torso. Cambió su peso y sintió cómo fluía el poder de su fetiche cuando tiró con todas sus fuerzas. Con un chirriante sonido metálico, el miembro se soltó de la articulación de la araña, arrastrando consigo un pedazo de las entrañas del ser. Ojo de Tormenta arrojó el apéndice a la Umbra y el espíritu de la Tejedora retrocedió varios pasos.
«Gracias, Hermano Alce».
La Araña Cazadora, claro está, distaba de sentirse disuadida. Sus refulgentes ojos azules se clavaron en Ojo de Tormenta mientras una nueva pata salía desdoblándose de su interior. La Garou se dispuso a repeler otro ataque, consciente de las otras arañas que descendían por el hilo detrás de su líder.
—¡Ya está! Vamos.
Ojo de Tormenta echó un rápido vistazo a su espalda. Una fina línea temblorosa se arqueaba procedente del cielo de la Umbra sobre sus cabezas. Una senda lunar. Gracias a Gaia.
—¡Saltad! —gritó Spencer, y saltaron.