Capítulo doce
Allucious «Little Al» Henry rumiaba su puro a medio fumar igual que haría un bulldog con un trozo de cuero, pasándolo de un lado de su ancha boca al otro. Sus grandes labios carnosos y sus abolsados e hirsutos carrillos se movían al compás para suavizar el tabaco liado.
Little Al llevaba décadas librando su propia guerra contra el Wyrm. Su tío y una de sus hermanas poseían el don cambiante y ocupaban altos cargos entre los Roehuesos de Queens. Él era lo que llamaban un pariente, nada más que un hombre, aunque ni tan ciego ni tan obtuso como los demás. Puede que si tuviera hijos, alguno de ellos desarrollara el don del cambio, pero no había tenido tiempo para eso. Además, a Little Al nunca se le habían dado bien las mujeres.
Con hijos o sin ellos, él cumplía con su parte por la causa. Nadie se fijaba nunca en él, no era más que un mulo de carga con los ojos fijos en el camino, y así era como a él le gustaba. Tiempo atrás, cuando era un niñato y los Roehuesos andaban locos con liarlas cuanto más gordas, mejor, había hecho alguna que otra trastada. Ahora le dolían los huesos cuando se despertaba por la mañana y su vista ya no era la de antes, así que se dedicaba a otros quehaceres. Por lo general, remolcaba la basura procedente incluso de Albany, Hudson abajo, que salía de la ciudad para ser vertida al mar. Claro está que eso no era lo que hacía en realidad, pero la buena gente de Poughkeepsie no tenía por qué saber dónde terminaban sus desperdicios. Empleaba su gabarra como parte de la red de transportes clandestina de los Roehuesos, pasando objetos y personas por debajo de las narices de los tipos malos. Así era como aquel grupo había acabado a bordo de la niña de sus ojos, el May Belle.
Al no se cansaba nunca de decir lo rara que era la vida. ¿Quién iba a imaginarse que esa gente eran guerreros sagrados o como quiera que les gustara llamarse? Se encontraban en la proa del May Belle, observando cómo el agua salobre se estrellaba contra ella y, por tanto, disfrutaba de una buena panorámica de los cuatro. Había oído hablar de Hermana Guapa, la Roehuesos de Tampa que, según tenía entendido, era una joven prometedora por aquellos andurriales pero, viéndola ahora, tuvo que contener la risa. Pero si era una niña, Jesús del cielo. Una niña malcarada que podría ponerle el culo del revés sin parpadear siquiera, vale, pero parecía diminuta dentro de aquel gigantesco abrigo militar que la envolvía. La inglesita alta que tenía a su lado no podría haber sido más distinta. Parecía una abogada, vestida con ese traje que debía de costar más de lo que ganaba Al en un año. No se explicaba cómo no lo ensuciaba ni una sola mota de polvo. Increíble. Junto a ellas iba un hippie vestido con algo que parecía ante y una gorra de lana de la Armada. Al estaba más que seguro de que había un par de cuernos bajo esa gorra.
Luego estaba la salvaje. Se encontraba de pie, algo apartada de la borda, y Al tenía que esforzarse para ver algo más que su coronilla. Su cabello largo y desgreñado conseguía que Al se sintiera joven de nuevo. No conseguía olvidarse de que se había presentado en pelota picada cuando Hermana Guapa había llegado ante él con todo el grupo para pedirle un paseo río arriba. Lo único que llevaba puesto ahora era una de las pesadas gabardinas de Al, y seguía sin acordarse de abrochársela.
Al suspiró en el atestado puente del May Belle. Nunca se le habían dado bien las mujeres.
—¿Qué le pasó a tu ojo? —Grita Caos formuló la pregunta sin mirar a Ojo de Tormenta. Su voz ronqueaba levemente por culpa de su laringe magullada. Aunque habían transcurrido ya algunos días desde su reyerta en la estación de metro, sus heridas aún tenían que sanar por completo. Al parecer, no era el único que seguía resentido; cuando Ojo de Tormenta lo miró, sus ojos negros estaban cargados de tristeza contenida. Debía de haber puesto el dedo en la llaga—. Perdona. No debería haber preguntado.
—No —repuso la Garras Rojas, en su brusco inglés—. Está bien. Vivimos según nuestras historias, ¿sí?
—Bueno, sí. Supongo. —Grita Caos se apoyó contra la barandilla de la embarcación, de espaldas al agua—. Pero yo nací lejos de aquí, bajo la luna menguante, así que puede que mis costumbres no sean como las tuyas.
Ojo de Tormenta miró al metis, aprensiva. Sus padres habían quebrantado la Letanía, a propósito, al aparearse. Su mera existencia debería ser una ofensa para ella, no hacía tanto que había sumado su voz a las que clamaban por la muerte del muchacho en la Forja del Klaive. Sin embargo, había peleado con tesón estos últimos días. Había permanecido a su lado y sólo había vacilado en una ocasión, presa de su deseo por defender su hogar adoptivo entre los Fenrir.
—Nuestras costumbres no son tan distintas.
—He oído cosas de ti, claro. Incluso en el clan del Alba había Galliard que hablaban de la Garras Rojas que corrió junto a Mephi Más Veloz que la Muerte hacia las fauces del Wyrm. —Carraspeó para aclarar la garganta—. Contábamos esa historia como ejemplo de cooperación entre tribus.
—Ja, típico de los Hijos de Gaia. —Avanzó un paso para observar el agua desplazada por el bote. La luz de la tarde se reflejaba en la rota superficie del río. De vez en cuando, las aguas se tornaban tan aceitosas que podían verse las nubes del cielo mirando hacia abajo—. La mía es una historia de venganza, Galliard. Venganza por los difuntos. Después de mi Primer Cambio, los ancianos me dieron el nombre de Juez de los Árboles. Corría con la manada del Sol Estival y defendíamos al clan de los Pinos Celestiales, que me vio nacer. Todos éramos jóvenes y estábamos llenos de esperanza. Había pocos humanos y muchos lobos en el protectorado, y creíamos que nos enfrentábamos a la tormenta del Apocalipsis. Nos reíamos del Wyrm igual que un puñado de Ragabash y aullábamos nuestras victorias a la hermana Luna. —Sonrió al agua y sus ojos se llenaron de sombras—. Aquello no podía durar.
Volvió a atisbar el cielo en el agua. Era hermoso, libre de la mancha escarlata que había terminado con su inocencia. No era visible en el mundo físico, ni siquiera de noche. Todavía.
—Tendríamos que habernos dado cuenta cuando Arrancabrazos se pasó al devorador. Había sido nuestro compañero de manada, pasamos juntos nuestra iniciación y, sin embargo, no lo vimos venir. Sólo el anciano Huele la Verdad desveló su traición.
—Este Arrancabrazos, ¿era un Danzante de la Espiral Negra?
—Por aquel entonces… la verdad, no lo sé. —Intentó acordarse de los detalles de aquel terrible momento, seis inviernos atrás—. Huele la Verdad descubrió que había estado invocando Perdiciones por algún motivo, y dictó sentencia según la Letanía. Cambió su nombre por el de Socava al Wyrm y lo sentenció a muerte, pero el traidor huyó antes de que pudiéramos ejecutarlo.
—Esto me recuerda a las historias que hablan de Lord Arkady.
—Sí, existen algunos paralelismos. Por lo menos, esta lección nos enseña que tenemos que encontrar pronto a Arkady. Siempre dijimos que iríamos a buscar a Socava al Wyrm, pero nunca lo hicimos. Siempre había otros asuntos que requerían nuestra atención, batallas más inmediatas que librar. Todo cambió hace tres veranos, cuando apareció la estrella roja. —Miró al joven metis—. ¿Tienes la edad suficiente para acordarte de eso?
—Fue cuando superé mi Rito de Iniciación. —Grita Caos miró hacia el cielo por un segundo, antes de volver a fijarse en Ojo de Tormenta—. Recuerdo que Anthelios brillaba la primera vez que me adentré en la Umbra.
—Aquella estrella cambió muchas cosas. Señalaba los albores del Apocalipsis, y fueron muchos los seres que respondieron a su llamada. Seres viles, algunos antiguos, otros jóvenes. —Cerró los ojos, invocando las imágenes y los olores de aquel momento—. Uno de aquellos seres era Socava al Wyrm.
—¿Atacó?
—Sí, junto a un ejército de engendros del Wyrm. Por aquel entonces ya era un Danzante, sin duda. Vino con sus hermanos negros, con Perdiciones de lluvia ácida y enormes bestias de guerra. Vino para apoderarse del túmulo y nosotros nos alzamos para defenderlo. Aullábamos como estúpidos. Pensábamos que ningún traidor Ragabash sería rival para nosotros. Nos equivocamos.
Los ojos homínidos de Ojo de Tormenta lagrimeaban como si los azotara una gélida ventisca de invierno, pese a la placidez del clima.
—Socava al Wyrm tenía una Perdición como mascota y la lanzó contra nosotros. Era algo enorme, medio reptil, medio insecto. No tuvimos ninguna oportunidad. Nuestro alfa, Fuerza de la Tierra, encabezaba nuestro ataque. Vi cómo caía partido por la mitad tras un latigazo de la cola con púas del ser. Al instante siguiente, sus fauces se cerraban alrededor de la cabeza de Aúlla Escalofríos. Canto de Garras de Hierro consiguió conectar varios golpes poderosos, y yo también, antes de que se revolviera, más veloz de lo que hubiese creído posible, y redujera a trizas a mi último compañero de manada.
—¿Cómo escapaste?
—Lo cierto es que no escapé. Socava al Wyrm apartó al ser para ocuparse él mismo de mí. Estaba loco, despotricando acerca de la «verdad interior» y la «verdad superior» y de cómo tenía que darme cuenta por mí misma. Al parecer, significaba algo especial para él porque habíamos superado juntos el Rito de Iniciación. —Se llevó la mano al ojo izquierdo, ciego y surcado de cicatrices—. Me ató con correas negras y luego utilizó sus garras para ayudarme con mi visión. Socava al Wyrm me habría matado de no ser por Mephi, que había estado siguiendo las huellas de los seres que habían respondido al despuntar de la estrella roja y llegaba a tiempo de defender el túmulo. Me liberó de las ligaduras de Socava al Wyrm y, junto a los demás Garou de la tribu, repelimos al enemigo.
—¿Fue entonces cuando adoptaste el nombre de Ojo de Tormenta?
—Eso ocurrió después de que Mephi y yo matásemos por fin al traidor y a su bestia. —Soltó una breve carcajada, cargada de pesar mal encubierto—. Lo perseguimos hasta el invierno siguiente y, mientras estaba débil, atacamos. Matamos a su perdición en medio de una gran ventisca. A él lo destripé yo. Después de eso, cambié de nombre.
Grita Caos parecía algo impresionado, sin saber qué decir a continuación.
—No te sientas decepcionado, Galliard. No soy ninguna cuenta cuentos. Mephi consigue que todo suene mucho más glorioso. Pídele que te cuente su versión la próxima vez que lo veas. —Volvió a mirar al agua—. Si es que volvemos a verlo.
En ese momento, el río se aclaró por un segundo y Ojo de Tormenta vio que el lobo del Wyrm caía desde el cielo reflejado.
—¡Agáchate! —En el preciso instante que adoptaba la forma de Crinos, empujó a Grita Caos lejos del peligro, amplificado su empujón por el brazo que se extendía y se transformaba. Cuando hubo acumulado todo el peso de la forma guerrera, la cubierta del bote crujió y la embarcación se escoró ligeramente. Desacostumbrada a los viajes fluviales, Ojo de Tormenta se quedó paralizada durante una décima de segundo… suficiente para que el lobo del Wyrm se desplomara sobre ella y ambos cayeran por la borda.
El agua estaba fría y pegajosa. A tenor de la eficacia con la que el ser lobo la arrastraba hacia las fangosas profundidades del Hudson, se diría que estaba hecho de piedra. Ojo de Tormenta descubrió que la forma de guerra Garou, tan adecuada para reducir a sus adversarios a trizas sanguinolentas, no estaba diseñada para la natación. Cuanto más bregaba en el agua, más se hundía y más líquido frío y oscuro se filtraba por su nariz y su garganta.
Supo mantener la calma y pensar en caminar de lado hacia la Umbra. Un Garou no sobrevive durante diez inviernos si es incapaz de que se le ocurra algo así. Por desgracia, para caminar de lado necesitaba observar su propio reflejo y fundirse con él; no sólo le faltaban superficies refractarias, sino que había dejado toda la luz de Helios a treinta metros sobre su cabeza. Junto al aire necesario para respirar.
La rabia martilleó en su corazón y se rindió a ella. Se contoneó para agarrar al enorme y plúmbeo ser de su espalda. Dejó de sentir cómo sus dientes le rasgaban la carne, o cómo le ardían los pulmones, hambrientos de oxígeno. Un poderoso aullido de guerra nació en sus entrañas y se abrió paso hasta sus fauces abiertas… y el agua la inundó.
Todo se volvió negro.
Ojo de Tormenta despertó… en otro lugar.
El lobo del Wyrm había desaparecido, pero seguía sintiendo su mordisco fresco en la espalda. Cuando quiso echar el brazo hacia atrás para tantear en busca de sangre, cayó en la cuenta de que se encontraba en su auténtica forma. Todo lo que la rodeaba poseía una tonalidad azulada y lechosa. Borrones de movimiento zumbaban junto a ella, procedentes de su retaguardia, perdiéndose a lo lejos, arrastrados por algún tipo de corriente invisible.
No, no los arrastraba ninguna corriente. Ellos eran la corriente. Siguió una estela con los ojos, lo bastante rápido como para ver los contornos mercúricos y la resplandeciente luz interior propios de un espíritu del río elemental. ¿Estaba en la Umbra? Era probable, pero parecía distinto a cualquier otra de sus incursiones en la Penumbra. Estaba más adentro.
Olfateó el aire y éste no era tal, sino agua. No la asfixiante agua fría y oscura que había tragado antes. Ésta era vigorizadora, límpida, y transportaba oxígeno nutriente a sus pulmones, como si de aire se tratase. No, mejor que el aire. El agua también contenía olores. ¡Y qué olores! Ojo de Tormenta podía oler los bancos de peces corriente arriba, y las ranas, y la hierba. Y la lluvia estival y el deshielo de primavera de las que se alimentaban las plantas. También podía oler lo que había corriente abajo. Inmensas desembocaduras a un océano tan profundo que cubría al mundo. Enormes ballenas y calamares gigantes que nadaban en sus simas como hicieran mucho antes de la locura de la Tejedora y la rabia del Wyrm. Aquel era un río importante, sin duda.
No era ninguna Theurge, pero Ojo de Tormenta sabía que aquel era un momento especial, y se dejó maravillar por él. Permitió que las aguas refrescantes fluyeran dentro y fuera de ella. Cerró los ojos. Se sintió en paz. Era…
Un dolor lacerante en la espalda terminó con su ensueño y se volvió para ver una cinta de sangre escarlata que manaba de ella y se alejaba con la corriente. Las marcas de los mordiscos de su espalda ardían como la plata; todos sus músculos se tensaron a medida que aumentaba la agonía.
—¿Por qué? —exclamó, sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Por qué no puedo detener a este lobo del Wyrm? He exterminado a fomori, a Danzantes, a Perdiciones y a monstruos de la plaga a lo largo de mis diez inviernos. ¿Por qué es diferente este ser lobo?
La voz que respondió era sobrecogedora, profunda y aterradoramente silenciosa.
Las respuestas a tu pregunta yacen en tu interior.
Comenzó a ascender.
Ojo de Tormenta rompió la superficie del río y tragó una bocanada de aire dulce. Se dio cuenta de que estaba en forma de Homínido cuando pataleó en el agua y se aclaró los ojos con una mano.
—¡Cuidado! —Era Julia Spencer en forma de Crinos, gritando desde la proa del May Belle, que se abalanzaba sobre Ojo de Tormenta a toda máquina. Agitó una mano, antes de estirar su largo brazo marrón y tenderle una pértiga—. ¡Cógete!
Ojo de Tormenta no tuvo tiempo de preguntarse cómo había terminado delante de la embarcación después de haberse caído por la borda. Se estiró y asió la pértiga en el preciso instante que iba a resultar arrollada. Julia tiró de ella con fuerza, izándola por encima de la barandilla. Ojo de Tormenta cambió a Crinos en cuanto hubo aterrizado, ya que saltaba a la vista que se estaba librando una batalla.
Tras el puente de mando de la embarcación, Carlita y Grita Caos, ambos en sus respectivas formas guerreras, se enfrentaban a una nueva bestia del Wyrm. Se asemejaba a una mujer humana, si bien su cintura era demasiado diminuta y sus caderas demasiado anchas. Se cubría con cuero negro y reía como una histérica. De dos grandes tajos que rezumaban en su espalda se extendían cuatro largas alas transparentes de insecto. De otros cortes más pequeños en las palmas de sus manos, restallaban largos tentáculos negros, todos ellos rematados con un afilado aguijón. Ojo de Tormenta sabía reconocer a un fomor, un humano que le había vendido al Wyrm la poca alma que tuviese, cuando lo veía.
Grita Caos embistió al ser, arrojándose sobre él con las garras extendidas. Con un sobrecogedor zumbido de sus alas, la mujer saltó a tiempo y esquivó el ataque. Por suerte, el metis se zafó del contraataque. Los tentáculos punzantes golpearon a escasos centímetros de él. Carlita intentó aprovechar la distracción de la fomor y lanzó una estocada con su daga colmillo, apuntada a las amplias caderas. De nuevo, el ser se alejó volando.
Ojo de Tormenta miró a Julia, que asintió con la cabeza. Un instante después, la Theurge se desvanecía en la Umbra, pero Ojo de Tormenta ya había dado el siguiente paso.
—¡Las alas! —gruñó a sus jóvenes protegidos—. ¡A por las alas!
Los Garou ni siquiera miraron en su dirección, se limitaron a actuar. Carlita describió un círculo y apuñaló de nuevo al engendro con su daga colmillo, que una vez más ascendió lejos de su alcance. Mas en esta ocasión Grita Caos estaba preparado y propinó un zarpazo en la dirección en la que intuyó que iba a volar. Sus garras golpearon el borrón que zumbaba debajo del fomor y las alas quedaron reducidas a jirones. El ser lanzó un chillido y se desplomó sobre la cubierta.
Ojo de Tormenta se sumó a sus compañeros y, entre todos, acorralaron a la criatura. Estaba herida, pero seguía siendo letal; sus tentáculos rematados en punta surcaban el aire, listos para golpear. Estaba a punto de hacerlo cuando su cuerpo se estremeció de repente con una violenta tos. Flema y sangre brotaron de su nariz y de su boca, y el miedo centelló en sus ojos lechosos.
Julia. En la Umbra, atacando al espíritu Perdición enroscado dentro de la fomor. Gracias a Gaia.
Otro acceso de tos sacudió el cuerpo del ser, que levantó los brazos para efectuar un último ataque desesperado. Ojo de Tormenta ladró la orden y sus camaradas y ella actuaron al unísono. Saltó en forma de Hispo mientras Grita Caos empleaba sus temibles garras de Crinos. Carlita, por su parte, golpeó desde abajo, hundiendo su daga colmillo en la carne del Wyrm. Inmersa en una sangrienta tormenta de furia Garou, la fomor lanzó un alarido y murió.
El aullido de victoria fue largo y glorioso, roto tan solo por la súbita aparición de una voz nueva.
—Y yo que venía a ayudar. —Un joven alto (nativo americano, a juzgar por su amplio rostro, piel tostada y larga melena negra) se erguía al otro extremo de la cubierta. El aire vibraba tras él, por donde había caminado de lado para salir de la Umbra. Su torso desnudo desplegaba un impresionante cuervo tatuado. Portaba una lanza larga y se conducía como un guerrero—. Me llamo John Hijo de Viento del Norte. Antonine Gota de Lágrima me envía para recogeros.