IV
EL JUICIO
CONOCIDOS estos detalles, Lara y yo nos pusimos en campaña y proyectamos una serie de planes para libertar al director.
Muchos creían que los tribunales militares lo absolverían por falta de pruebas.
Se había comenzado la instrucción del proceso. Se hallaba encargado de esto un capitán de infantería italiano, llamado Butti, doctor en leyes y hombre muy inteligente.
El proceso fue corto. El fiscal no tenía interés en condenar al director, y con propósito deliberado de no perjudicarle, tomó muy pocas declaraciones.
Las conclusiones de la acusación fueron muy favorables para el presunto reo. Se consideraba en ellas las sospechas del coronel Bremond como indicios, y respecto a la denuncia del abogado don Tomás de la Barra, se la diputaba abrumadora para el acusado si hubiera habido el menor documento, la más ligera prueba de su autenticidad.
Pasada la instrucción del proceso, el director fue puesto en comunicación, y todo Burgos fue a visitarle a la cárcel. Lara y yo nos agregamos a un grupo de comerciantes.
El director, al verme, me recibió con gran ansiedad; me dijo que sólo de nosotros esperaba algo. No pudimos hablarle reservadamente porque estaba muy vigilado.
En los días posteriores, el cabildo, los caballeros y la gente del comercio comenzaron a trabajar cerca de los jefes franceses para conseguir la libertad del preso. No había español patriota que no supiera que don Fernando era el director de la campaña en la Sierra; pero de tanto hablar de su inocencia se llegó a creer en ella como en un artículo de fe.
La Junta y el prefecto Blanco de Salcedo hicieron grandes esfuerzos para conseguir un veredicto de inculpabilidad.
Los enemigos de Dorsenne
Todos ellos sabían la hostilidad existente entre los generales Thiebault, Solignac y Darmagnac, y que los tres eran enemigos de Dorsenne. Bastaba que el general en jefe se propusiera algo para que los otros se opusieran.
Esta hostilidad tenía sus motivos.
Thiebault, hombre inteligente, sereno, culto, se veía postergado por un fantoche cruel y fanfarrón como el conde. Thiebault se oponía a las crueldades de Dorsenne, considerándolas como contraproducentes.
Thiebault entonces era hombre de unos cuarenta años, amable, de buen aspecto.
Había sido gobernador militar de Burgos y vivido en casa del propietario y comerciante en lanas merinas don Miguel de Pedrorena, donde se distinguió por su amabilidad y simpatía. A pesar del odio que había contra los franceses, por debajo de la cortesía forzada de los españoles, Thiebault llegó a conquistar el afecto de la familia de su huésped.
Su historia como general era brillante.
Había estado en Austerlitz y comenzado su vida militar a las órdenes de Pichegru.
Conocía toda Europa. Hombre culto, aficionado a las lenguas muertas, había obtenido en Salamanca el título honorífico de doctor.
El otro general hostil a Dorsenne era Solignac. Solignac había sustituido a Thiebault en el mando de la plaza de Burgos.
Era un soldadote cerril y caprichoso. Se distinguía por su barbarie y su despotismo; pero su enemistad con Dorsenne muchas veces servía para contrarrestar las arbitrariedades y la violencia de su enemigo.
El tercer general enemigo de Dorsenne era Darmagnac, que por entonces se encontraba también en Burgos no sé en qué concepto. El buen Darmagnac era un tolosano cuco y avaro, que no pensaba más que en enriquecerse. Como casi todos los meridionales franceses, tenía la virtud del ahorro.
Darmagnac creía que un país conquistado debía enriquecer a sus conquistadores con sus alhajas, cuadros, estatuas, etc.
En último término, la moral de Darmagnac era la moral de la guerra, de antes, de ahora y de siempre.
La guerra es una reina que lleva como séquito el hambre, la peste, la rapiña, la violación, el incendio, el engaño y el fraude.
Todos estos furores la guerra los sabe cubrir con el manto de la gloria. Para el militar, soldado es sinónimo de noble, de esforzado, de glorioso; para el campesino que sufre las tropelías, soldado es sinónimo de ladrón.
Darmagnac era un buen discípulo de Marte y de Caco.
Darmagnac fue el que tomó la ciudadela de Pamplona, al principio de la guerra, con un rasgo de ingenio.
Había llegado a la capital navarra, con la brigada 32, un día de frío y de nieve.
Como españoles y franceses se consideraban amigos, los españoles abrieron las puertas a sus aliados y quedaron guardando las fortificaciones, y principalmente la ciudadela.
La fuerza española tenía orden de no abandonar sus puestos, y las tropas de la brigada 32 se encargaron galantemente de llevar vituallas a los españoles.
Entonces Darmagnac preparó su plan.
Comprendió que la posición principal era la ciudadela y se decidió a apoderarse de ella.
Darmagnac hizo que los furrieles suyos que iban con sacos de pan a llevar la ración a los españoles de guardia fuesen seguidos por varios soldados con fusiles y sables escondidos debajo de los capotes.
Los veteranos de Darmagnac, al entrar en la plaza de armas de la ciudadela, comenzaron, entre bromas y risas, a tirarse pelotas de nieve. A los gritos y voces de los franceses, los españoles salieron da las garitas a contemplar la lucha.
—¡Qué gente más divertida son estos franceses! —debían decir los españoles.
Y cuando estaban más entretenidos contemplando la lucha, vieron con asombro que los franceses subían a los baluartes, entraban en las garitas, echaban fuera a los asombrados españoles, cerraban las puertas y amenazaban con pegar un tiro al que se acercara. Así aquel Ulises tolosano se apoderó de Pamplona.
En todos sus actos, Darmagnac se manifestaba astuto y tortuoso.
Ni Darmagnac, ni Thiebault, ni Solignac podían soportar la petulancia y el aire de príncipe asiático que adoptaba Dorsenne.
Los tres generales estaban interesados en que el director saliese libre.
El consejo de guerra
Se reunió el Consejo de Guerra, al que asistieron casi todos los oficiales franceses que había en Burgos y gran parte del vecindario.
El director nombró para su defensa al teniente coronel Ernesto Fajols, militar muy instruido, paisano de Darmagnac y secretario del mariscal Bessières, duque de Istria.
Fajols se encontraba accidentalmente en Burgos. Poco afecto a Dorsenne y muy amigo del director, pondría todos los medios para conseguir su libertad.
El Consejo de Guerra nombró como intérprete a don Miguel de Pedrorena, el amigo y huésped de Thiebault, que conocía perfectamente el francés.
El fiscal leyó su escrito, reconociendo que no había pruebas. Después el teniente coronel Fajols elogió la respetabilidad y el talento del director.
Se preguntó a don Fernando si tenía algo que alegar, y habló el director defendiéndose, con la maestría que le caracterizaba, una hora entera.
—Cierto. Está bien, muy bien —dijo varias veces el general Thiebault.
Se mandó retirar al reo a una salita separada con su defensor y su intérprete, se evacuó de público el estrado, y los jueces se reunieron para dictar la sentencia.
Al cabo de una hora se hizo público el veredicto de inculpabilidad del acusado.
Dentro de las leyes, el director debía ser puesto en libertad; pero antes de que el coronel presidente del Consejo de Guerra dictara esta providencia, recibió una comunicación del conde de Dorsenne en la cual se le prevenía que, en el caso de que recayese sentencia absolutoria sobre el director, debía volver a la prisión.
Este acto de arbitrariedad levantó protestas entre los generales poco amigos de Dorsenne, y Thiebault no se recató en decir que con injusticias como aquella se desacreditaba y se hacía imposible en España el gobierno de José Bonaparte.